Javier Marías.
Tomás Nevinson.
Alfaguara. Madrid, 2021.
Pero ya se ve que matar no es tan extremo ni tan difícil ni injusto si se sabe a quién, qué crímenes ha cometido o anuncia que va a cometer, cuántos males se le ahorrarán a la gente con eso, cuántas vidas inocentes se preservarán a cambio de un solo disparo, un estrangulamiento o tres navajazos, eso apenas dura unos segundos y después ya está, se acabó, ya cesó y se sigue adelante -casi siempre se sigue adelante, largas son las existencias a veces y nada se para nunca del todo-, hay casos en los que la humanidad respira aliviada y además aplaude, y siente que se le ha quitado un gigantesco peso de encima, se siente agradecida y ligera y a salvo, risueña y libre por un asesinato, transitoriamente feliz.
En ese párrafo está resumido el núcleo moral del sentido de Tomás Nevinson, la última novela -quizá tambien la más ambiciosa y adictiva- de Javier Marías que publica Alfaguara.
Está ambientada en 1997 y 1998, dos años después del final de Berta Isla, “de la que Tomás Nevinson no llega a ser continuación, pero con la que forma ‘pareja”, como explica Marías en la nota final.
La protagoniza y la narra un viejo conocido, Tomás Nevinson, que a instancias de Bertram Tupra, el artista de la calumnia, el del engaño original y los diversos nombres (“mi mayor enemigo, la persona que más había hecho por mí y contra mí y más sabía en el mundo de mi trayectoria”), vuelve a su actividad en el servicio secreto británico para investigar unos atentados de ETA y el IRA y ejecutar el encargo de indagar -convertido en Miguel Centurión- en Ruán, imaginaria ciudad fluvial del noroeste, la existencia de tres colaboradoras de esas organizaciones (Inés Marzán, Celia Bayo y María Viana) e identificar entre ellas y eliminar, sin odio ni remordimiento, a Maddie Orúe O’Dea, una terrorista medio irlandesa, medio española, sospechosa de haber intervenido en los atentados de Hipercor en Barcelona y de las casas-cuartel de la Guardia civil en Zaragoza y Vic, entre 1987 y 1991.
La potencia de su voz narrativa está presente desde la primera línea de esta novela en la que Marías vuelve a explorar con un pesimismo lúcido que se mueve entre la ironía y la amargura la complejidad de los comportamientos humanos y sus límites éticos en la frágil frontera que separa el bien y el mal, el secreto y la memoria (“Somos lo que nunca olvidamos”), la realidad y la ficción:
Yo fui educado a la antigua, y nunca creí que me fueran a ordenar un día que matara a una mujer. A las mujeres no se las toca, no se les pega, no se les hace daño físico y el verbal se les evita al máximo, a esto último ellas no corresponden. Es más, se las protege y respeta y se les cede el paso, se las escuda y ayuda si llevan un niño en su vientre o en brazos o en un cochecito, les ofrece uno su asiento en el autobús y en el metro, incluso se las resguarda al andar por la calle alejándolas del tráfico o de lo que se arrojaba desde los balcones en otros tiempos, y si un barco zozobra y amenaza con irse a pique, los botes son para ellas y para sus vástagos pequeños (que les pertenecen más que a los hombres), al menos las primeras plazas. Cuando se va a fusilar en masa, a veces se les perdona la vida y se las aparta; se las deja sin maridos, sin padres, sin hermanos y aun sin hijos adolescentes ni por supuesto adultos, pero a ellas se les permite seguir viviendo enloquecidas de dolor como a espectros sufrientes, que sin embargo cumplen años y envejecen, encadenados al recuerdo de la pérdida de su mundo. Se convierten en depositarias de la memoria por fuerza, son las únicas que quedan cuando parece que no queda nadie, y las únicas que cuentan lo habido. Bueno, todo esto me enseñaron de niño y todo esto era antes, y no siempre ni a rajatabla. Era antes y en la teoría, no en la práctica. Al fin y al cabo, en 1793 se guillotinó a una Reina de Francia, y con anterioridad se quemó a incontables acusadas de brujería y a la soldado Juana de Arco, por no poner más que un par de ejemplos que todos conocen.
A partir de ese comienzo poderoso se suceden, indisolublemente ligados a una bien trabada intriga, los dilemas entre la razón moral y la razón de estado, se exploran los límites de lo justo y lo injusto, de las acciones y los remordimientos, el conflicto entre el deber y la culpa, entre la memoria y la mentira, la escisión entre el presente y el pasado, el rencor y la piedad, la justicia y la venganza, la realidad y la apariencia, las dudas y el odio, los escrúpulos y la revancha sobre el telón de fondo de la ambigüedad de lo real, la complejidad de las personas y los comportamientos, porque “los relatos jamás son fiables, ni siquiera los de testigos directos, que ven u oyen turbiamente y se equivocan o mienten.”
Es fácil execrar y condenar al que estranguló o apretó el gatillo o asestó los navajazos, y nadie se para a pensar a quién se eliminó ni cuántas vidas se salvaron con ello, o cuántas se había cobrado la persona asesinada o cuántas había causado con sus instigaciones o inflamaciones, con sus prédicas y sus plagas morales, viene a ser lo mismo o peor (el que sólo habla y azuza no se mancha de sangre, encomienda la suciedad a los persuadidos, les instila veneno y con eso basta para ponerlos en marcha y conseguir que se excedan salvajemente), aunque no se considere así siempre.
Medio siglo después de su inicial Los dominios del lobo, Javier Marías ha escrito su novela más extensa, una novela monumental, intensa y profunda a la que ha dotado de una tensión narrativa que es el resultado de la admirable fusión de acción y reflexión, de peripecias detectivescas, cargas de profundidad e introspección moral de un Nevinson que es heredero narrativo y ético del Jacobo Deza de las novelas del ciclo de Oxford:
Pienso que nuestras vidas no son sino el largo anhelo de volver a ser indetectables Sólo el primer paso cuesta. Quizá se podría decir eso de todo, o de la mayoría de los esfuerzos y de lo que se hace con desagrado o repugnancia o reservas, es muy poco lo que se acomete sin ninguna reserva, casi siempre hay algo que nos induce a no actuar y a no dar ese paso, a no salir de casa y no movernos, a no dirigirnos a nadie y a evitar que otros nos hablen, nos miren, nos digan. A veces pienso que nuestras enteras vidas —incluso las de las almas ambiciosas e inquietas y las impacientes y voraces, deseosas de intervenir en el mundo y aun de gobernarlo— no son sino el largo y aplazado anhelo de volver a ser indetectables como cuando no habíamos nacido, invisibles, sin desprender calor, inaudibles; de callar y estarnos quietos, de desandar lo recorrido y deshacer lo ya hecho que nunca puede deshacerse, a lo sumo olvidarse si hay suerte y si nadie lo cuenta; de borrar todas las huellas que atestigüen nuestra existencia pasada y por desgracia aún presente y futura durante un tiempo. Y sin embargo no somos capaces de intentar dar cumplimiento a ese anhelo que ni siquiera nos reconocemos, o lo son tan sólo los espíritus muy valientes y fuertes, casi inhumanos: los que se suicidan, los que se retiran y aguardan, los que desaparecen sin despedirse, los que se ocultan de veras, es decir, los que de veras procuran que jamás se los encuentre; los anacoretas y ermitaños remotos, los suplantadores que se sacuden su identidad (‘Ya no soy mi antiguo yo’) y adquieren otra a la que sin vacilaciones se atienen (‘Idiota, no creas que me conoces’). Los desertores, los desterrados, los usurpadores y los desmemoriados, los que en verdad no recuerdan quiénes fueron y se convencen de ser quienes no eran cuando eran niños o incluso jóvenes, ni aún menos en su nacimiento. Los que no regresan.
Santos Domínguez