9/12/20

Pérez Galdós. Miau


 
Benito Pérez Galdós.
Miau
Edición de Germán Gullón.
Austral. Barcelona, 2020.

En la mesa próxima había empleados de Hacienda, Gobernación y Ultramar, y una tanda de cesantes. Entre ellos vio Rubín al individuo a quien solo faltaban dos meses de empleo para poder pedir su jubilación. Tenía pintada en su cara la ansiedad más terrible; su piel era como la cáscara de un limón podrido, sus ojos de espectro, y cuando se acercaba a la mesa de los espiritistas, parecía uno de aquellos seres muertos hace miles de años, que vienen ahora por estos barrios, llamados por el toque de la pata de un velador. El clima de Cuba y Filipinas le había dejado en los huesos, y como era todo él una pura mojama, relumbraban en su cara las miradas de tal modo que parecía que se iba a comer a la gente. A un guasón se le ocurrió llamarle Ramsés II, y cayó tan en gracia el mote, que Ramsés II se quedó. Pasando con desdén por junto a los espiritistas, se sentaba en el círculo de los empleados, oyendo más bien que hablando, y permitiéndose hacer tal cual observación con voz de ultratumba, que salía de su garganta como un eco de las frías cavernas de una pirámide egipcia. «Dos meses, nada más que dos meses me faltan, y todo se vuelve promesas, que hoy, que mañana, que veremos, que no hay vacante...».
Feijoo se arrimaba a él y le daba conversación, por lástima, animándole y procurando distraerle de su tema; pero Ramsés II, cuyo verdadero nombre era Villaamil, no tenía más consuelo que aplicar su oreja seca y amarilla a la conversación, por si escuchaba algo de crisis o de trifulca próxima que diese patas arriba con todo. Lo que él quería era que se armase gorda, pero muy gorda, a ver si...
-¿Pero a usted quién le recomienda?, le preguntó una noche Juan Pablo.
-A mí D. Claudio Moyano.
-Pues entonces ya está usted fresco.
-Dicen que traen al Príncipe... -indicó Ramsés II con timidez.
-Sí; lo traerán los rusos... por las ventas de Alcorcón. Aviado está usted si espera a que venga el Príncipe... Aquí lo que viene es la liquidación social... y después, sabe Dios. Saldrá el hombre que hace falta, un tío con un garrote muy grande y con cada riñón... así.
Ramsés II bajaba la cabeza. D. Basilio era su único amigo, porque también allí ponía el paño al púlpito para anunciar la venida del Príncipe... «Por supuesto -añadía-, tiene que venir con la estaca de que habla el amigo Juan Pablo».

Así, como Ramsés II, aparece por primera vez, al comienzo de la tercera parte de Fortunata y Jacinta, la figura del cesante Villaamil, que se convertirá en protagonista de la siguiente novela de Galdós, Miau, que terminó en 1888.
 
Para cerrar este año galdosiano una buena opción es la de internarse en la que -pese a que le parecía una obra ligera a su autor, que tuvo muchas dudas sobre su calidad- es una de las mejores novelas galdosianas, una de las más intensas, irónicas y pesimistas también, con un presagio de suicidio en el primer capítulo que acabará cumpliéndose al final.  

Y entre esos dos momentos, una sucesión de personajes, un despliegue de acciones, ambientes y situaciones donde brilla el mejor Galdós, que presenta aquí a un protagonista inolvidable, víctima de un mundo hostil y una sociedad agresiva o indiferente ante la impotencia desvalida del individuo, un Villaamil que “era un hombre alto y seco, los ojos grandes y terroríficos, la piel amarilla, toda ella surcada por pliegues enormes en los cuales las rayas de sombra parecían manchas; las orejas transparentes, largas y pegadas al cráneo, la barba corta, rala y cerdosa, con las canas distribuidas caprichosamente, formando ráfagas blancas entre lo negro; el cráneo liso y de color de hueso desenterrado, como si acabara de recogerlo de un osario para taparse con él los sesos. La robustez de la mandíbula, el grandor de la boca, la combinación de los tres colores negro, blanco y amarillo, dispuestos en rayas, la ferocidad de los ojos negros, inducían a comparar tal cara con la de un tigre viejo y tísico, que después de haberse lucido en las exhibiciones ambulantes de fieras, no conserva ya de su antigua belleza más que la pintorreada piel.”

Sin llegar a la mirada atormentada de Dostoievski y a la denuncia alucinada de Kafka, Galdós aborda con  distancia irónica y humor crítico la realidad conflictiva del cesante y su entorno desde la situación familiar, con una esposa despilfarradora por encima de sus posibilidades, una cuñada  ineficiente y marchita y una hija inane, inestable y atormentada, unidas por el deseo de aparentar la solvencia económica y social de la que carecen.

Son las Miau, un mote familiar que sufrirá también entre sus compañeros de escuela Luisito Cadalso, el nieto huérfano y enfermizo de Villaamil, aunque acabará por reconocer lo apropiado que es:
  
Su imaginación viva le sugirió al punto la idea de que las tres mujeres eran gatos en dos pies y vestidos de gente, como los que hay en la obra Los animales pintados por sí mismos; y esta alucinación le llevó a pensar si sería él también gato derecho y si mayaría cuando hablaba. De aquí pasó rápidamente a hacer la observación de que el mote puesto a su abuela y tías en el paraíso del Real, era la cosa más acertada y razonable del mundo.
 
Luisito es hijo de la hija muerta de Villaamil y de Víctor Cadalso, un funcionario inmoral cuyos ascensos en el escalafón parecen ser proporcionales a su progreso en los desfalcos. Viudo y sin escrúpulos, su condición donjuanesca le facilita una ascendente carrera funcionarial a la sombra protectora de sus conquistas femeninas.

El contraste de la apariencia engañosa y la realidad vertebra el comportamiento de los personajes, que no son -como Abelarda o Víctor- lo que parecen ser, como irá descubriendo el lector.

Y hasta del Dios un poco castizo que en su habla recuerda más a Fortunata que al modelo estilístico del Antiguo Testamento y se le aparece en sus episodios de desmayos a Luisito, que le pide una rectificación imposible: un empleo para su abuelo, que tendrá que acabar dimitiendo de la existencia por su propia mano:

La excelsa persona que con Luisito hablaba dejó un momento de mirar a este, y fijando sus ojos en el suelo, parecía meditar. Después volvió a encararse con el pequeño, y suspirando ¡también él suspiraba!, pronunció estas graves palabras: «Hazte cargo de las cosas. Para cada vacante hay doscientos pretendientes. Los Ministros se vuelven locos y no saben a quién contentar. ¡Tienen tantos compromisos, que no sé yo cómo viven los pobres! Paciencia, hijo, paciencia, que ya os caerá la credencial cuando salte una ocasión favorable… Por mi parte, haré también algo por tu abuelo… ¡Qué triste se va a poner esta noche cuando reciba esa carta! Cuidado no la pierdas. Tú eres un buen chico. Pero es preciso que estudies algo más. Hoy no te supiste la lección de Gramática. Dijiste tantos disparates, que la clase toda se reía, y con muchísima razón. ¿Qué vena te dio de decir que el participio expresa la idea del verbo en abstracto? Lo confundiste con el gerundio, y luego hiciste una ensalada de los modos con los tiempos. Es que no te fijas, y cuando estudias estás pensando en las musarañas…».

Además de ser una de las más asequibles, la edición de Austral es una de las más recomendables, entre otras cosas porque incorpora una estupenda introducción en la que Germán Gullón resalta la modernidad de Miau y la novedad que significa su incursión en los recovecos ocultos de la vida íntima de los personajes: en las emociones y los deseos reprimidos de Abelarda, en la perversión sentimental de Víctor Cadalso, en la riqueza de los sueños infantiles de Luisito o en el proceso de autoconocimiento de Villaamil, porque -escribe Gullón- “la meta última de la pluma galdosiana era ofrecer a la cultura española una visión laica de la identidad del hombre, de un ser al que lo único que le resta es el sí mismo. O dicho con distintas palabras, trasvasar la responsabilidad humana de los sistemas de pensamiento al hombre mismo.”
 
Y cuando a Villaamil, que pasa de la esperanza al desengaño, de la angustia a la lucidez y de esta a la locura, ya no le queda más que la liberación de sí mismo, toma la decisión final. Es seguramente el suicidio contado con más humor de la historia de la literatura:
 
“Encontrose de nuevo en los vertederos de la Montaña, en lugares a donde no llega el alumbrado público, y los altibajos del terreno poníanle en peligro de dar con su cuerpo en tierra antes de sazón. Por fin se detuvo en el corte de un terraplén reciente, en cuyo movedizo talud no se podía aventurar nadie sin hundirse hasta la rodilla, amén del peligro de rodar al fondo invisible. Al detenerse, asaltóle una idea desconsoladora, fruto de aquella costumbre de ponerse en lo peor y hacer cálculos pesimistas. «Ahora que veo cercano el término de mi esclavitud y mi entrada en la Gloria Eterna, la maldita suerte me va a jugar otra mala pasada. Va a resultar (sacando el arma), que este condenado instrumento falla… y me quedo vivo a medio morir, que es lo peor que puede pasarme, porque me recogerán y me llevarán otra vez con las condenadas Miaus… ¡Qué desgraciado soy! Y sucederá lo que temo… como si lo viera… Basta que yo desee una cosa, para que suceda la contraria… ¿Quiero suprimirme? Pues la perra suerte lo arreglará de modo que siga viviendo».
Pero el procedimiento lógico que tan buenos resultados le diera en su vida, el sistema aquel de imaginar el reverso del deseo para que el deseo se realizase, le inspiró estos pensamientos: «Me figuraré que voy a errar el jeringado tiro, y como me lo imagine bien, con obstinación sostenida de la mente, el tirito saldrá… ¡Siempre la contraria! Con que a ello… Me imagino que no voy a quedar muerto, y que me llevarán a mi casa… ¡Jesús! Otra vez Pura y Milagros, y mi hija, con sus salidas de pie de banco, y aquella miseria, aquel pordioseo constante… y vuelta al pretender, a importunar a los amigos… Como si lo viera: este cochino revólver no sirve para nada. ¿Me engañó aquel armero indecente de la calle de Alcalá?… Probémoslo, a ver… pero de hecho me quedo vivo… sólo que… por lo que pueda suceder, me encomiendo a Dios y a San Luisito Cadalso, mi adorado santín… y… Nada, nada, este chisme no vale… ¿Apostamos a que falla el tiro? ¡Ay! Antipáticas Miaus, ¡cómo os vais a reír de mí!… Ahora, ahora… ¿a que no sale?».
Retumbó el disparo en la soledad de aquel abandonado y tenebroso lugar; Villaamil, dando terrible salto, hincó la cabeza en la movediza tierra, y rodó seco hacia el abismo, sin que el conocimiento le durase más que el tiempo necesario para poder decir: «Pues… sí…».
 
Santos Domínguez