Alfaguara. Madrid, 2013.
No hacen falta excusas para incurrir en ella, para reincidir en Oliveira y en Morelli, en su magia y en su Maga, pero si se presentan ocasiones como esta, aunque sólo sean meros recordatorios, conviene aprovecharlas y volver a un libro que es además de muchas otras cosas un libro portátil, un libro al que, como en el juego que le da título, se vuelve una y otra vez. Rayuela es siempre una novedad para quien la relee, siempre aporta sorpresas esa obra que más que un libro es toda una literatura y aún más: todo un universo cambiante.
Bernardo Atxaga.
Un encarte inicial con el plano del París de Rayuela -el Sena, Nôtre Dame, el Pont des Arts, Saint-Germain des Prés, los jardines de Luxemburgo, Montparnasse, Saint-Sulpice, el Barrio Latino- y un apéndice con las cartas en las que Julio Cortázar hace referencia al proceso de creación y de publicación de su novela, a la acogida crítica y a las traducciones abren y cierran la edición conmemorativa con la que Alfaguara celebra los cincuenta años de una novela que marcó un antes y un después en la literatura en español y que salió de imprenta un día como hoy, 28 de junio, de 1963.
Cortázar lo sabía y escribió los últimos capítulos de esa novela capital atrapado en el torbellino de la creación, poseído de forma absoluta por la escritura, en un estado hipnótico que lo mantenía olvidado del mundo y del tiempo, con un trabajo constante que no le permitía distinguir el día de la noche.
Eso ocurría en su casa de París, una casa que era como él, alta, estrecha y repleta de objetos, fotografías, libros y discos de jazz. Como su antecedente, El perseguidor, el espléndido relato protagonizado por Johnny Carter (Charlie Parker), Rayuela es un libro compuesto con el ritmo de jazz que posiblemente sonaba al fondo de su escritorio. Esa era la prueba de calidad que Cortázar le pedía a su prosa, que descartaba si no tenía ese swing -la prosa hecha de aire que sopla con ímpetu, de la que hablaba Octavio Paz- que el argentino buscaba deliberadamente.
Jugarreta novelesca, jugada metafísica, juguete lírico, en palabras de Saúl Yurkievitch, que destacó su carácter órfico y su comercio con el misterio, Rayuela -"nuestro Ulysses", como señaló Carlos Fuentes- es una ruptura con la novela tradicional, una alteración de los roles clásicos del autor y el lector, una negación de la realidad cotidiana.
Eso ocurría en su casa de París, una casa que era como él, alta, estrecha y repleta de objetos, fotografías, libros y discos de jazz. Como su antecedente, El perseguidor, el espléndido relato protagonizado por Johnny Carter (Charlie Parker), Rayuela es un libro compuesto con el ritmo de jazz que posiblemente sonaba al fondo de su escritorio. Esa era la prueba de calidad que Cortázar le pedía a su prosa, que descartaba si no tenía ese swing -la prosa hecha de aire que sopla con ímpetu, de la que hablaba Octavio Paz- que el argentino buscaba deliberadamente.
Jugarreta novelesca, jugada metafísica, juguete lírico, en palabras de Saúl Yurkievitch, que destacó su carácter órfico y su comercio con el misterio, Rayuela -"nuestro Ulysses", como señaló Carlos Fuentes- es una ruptura con la novela tradicional, una alteración de los roles clásicos del autor y el lector, una negación de la realidad cotidiana.
Cortázar, como Oliveira, como Morelli, como Johnny Carter, ve el otro lado de las cosas y abre nuevos caminos para la novela, crea un artefacto que permite la optatividad, le pide al lector otra mirada y le incita a un papel activo en la narración a través de los 56 capítulos del lado de allá y de acá y los 99 restantes y prescindibles de otros lados.
En La vuelta al día en ochenta mundos, Julio Cortázar inventaba un artefacto para facilitar la lectura de Rayuela:
el «rayuel-o-matic», un auténtico triclinio, puesto que comprendió
desde un comienzo que este es un libro para leer en la cama, a fin de no
dormirse en otras posiciones de luctuosas consecuencias.
La broma incluía un diseño gráfico que le daba consistencia técnica y verosimilitud duchampiana a aquel disparate. La verdad es que no resulta imprescindible y que sin él se puede disfrutar de ese libro que está lleno también de claves autobiográficas, de las que Cortázar dijo una vez: Si no hubiera escrito Rayuela, probablemente me habría tirado al Sena.
La broma incluía un diseño gráfico que le daba consistencia técnica y verosimilitud duchampiana a aquel disparate. La verdad es que no resulta imprescindible y que sin él se puede disfrutar de ese libro que está lleno también de claves autobiográficas, de las que Cortázar dijo una vez: Si no hubiera escrito Rayuela, probablemente me habría tirado al Sena.
Oliveira, Morelli, La Maga, Rocamadour, Talita, Traveler... forman parte del mundo de los lectores de Cortázar y son inseparables de esa imagen de París como un laberinto en el que ayuda a orientarse el plano encartado en esta edición.
Rayuela, un texto transgresor que lleva al límite las posibilidades expresivas de la lengua, traza una frontera definitiva en la literatura en español entre lo viejo y lo nuevo. Tal vez por eso, lo que asombraba al propio Cortázar, un autor siempre joven, sus mejores lectores eran y siguen siendo los jóvenes de todas las edades.
No hacen falta excusas para incurrir en ella, para reincidir en Oliveira y en Morelli, en su magia y en su Maga, pero si se presentan ocasiones como esta, aunque sólo sean meros recordatorios, conviene aprovecharlas y volver a un libro que es además de muchas otras cosas un libro portátil, un libro al que, como en el juego que le da título, se vuelve una y otra vez. Rayuela es siempre una novedad para quien la relee, siempre aporta sorpresas esa obra que más que un libro es toda una literatura y aún más: todo un universo cambiante.
Y en el principio, el verbo:
¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
Bernardo Atxaga.
Obabakoak.
Edición especial 25 aniversario.
DVD-Libro-Postales.
Alfaguara. Madrid, 2013.
En 1988, hace ahora veinticinco años, Bernardo Atxaga publicaba Obabakoak, un volumen de relatos en el que llamaban la atención tanto la originalidad argumental como la eficacia técnica de su estructura. Hasta ese momento, en el que alcanza su madurez creativa, Atxaga era un desconocido del público lector, aunque su obra se había iniciado a principios de los años setenta.
Al año siguiente se le concedía el Premio Nacional de Literatura y el de la Crítica a Obabakoak, una obra muy sólida en la que se combinan la tradición y la modernidad, el apego a las raíces y la amplitud de miras, una síntesis que ha hecho de Bernardo Atxaga un inevitable punto de referencia en la literatura más reciente, una presencia imprescindible en cualquier antología de narradores actuales.
En este cuarto de siglo, Obabakoak no ha perdido nada de su fuerza poética, de su magia narrativa y su hondura humana. Y porque Obaba, ese territorio ya mítico que es todos y ninguno, es el mundo, decir que este libro es un clásico de la literatura vasca es empequeñecerlo. Es un clásico sin más, un libro que contiene el mundo en la variedad de sus narraciones y en
la mezcla de humor y nostalgia, de lo local y lo universal.
Luis Michelena lo dejó explicado así: "En el terreno cultural el pueblo que crea algo lo crea para él y para los demás y, así mismo, el que no crea para los demás tampoco crea para él."
La espléndida edición especial que ha preparado Alfaguara para conmemorar sus veinticinco años incluye, además del libro, una caja con el DVD del documental Lugares vacíos, palabras llenas, de Joxeanjel Arbelaitz, que ofrece durante una hora un bellísimo recorrido por el origen de los textos, por los lugares y las claves de la literatura de Bernardo Atxaga, y el libro Un lugar llamado Obaba que contiene tres textos inéditos -"Un lugar llamado Obaba", "Mi primera lengua" y "Superficies de la literatura vasca"- en los que Atxaga explica el origen de la geografía literaria ya mítica de Obaba; reflexiona sobre la convivencia lingüística y sobre la superficie en la que deben moverse los libros escritos en lengua vasca.
En esa caja conmemorativa, también diez postales con ilustraciones de Marta Cárdenas, realizadas para celebrar este aniversario.
Santos Domínguez