Francisca Aguirre.
Los trescientos escalones.
Lectura de Marta Agudo.
Lecturas21. Bartebly. Madrid, 2012.
Dos homenajes, uno a César Vallejo - Me moriré en Madrid / un día cualquiera / me moriré sin aguacero- y otro a Antonio Machado – En el corazón tenía / la espina de una pasión / no pude arrancarla un día / y el corazón se pudrió-, dos escritores esenciales en su formación ética y estética, abren Los trescientos escalones, el libro con el que Francisca Aguirre ganó el Premio Ciudad de Irún en 1976 y que Bartleby incorpora a su serie Lecturas21 con una lectura epilogal –Las razones de una vida- de Marta Agudo.
Escrito entre 1973 y 1976, era el segundo libro de Francisca Aguirre, tras la revelación deslumbrante que había sido Ítaca poco antes.
El poema que lo cierra es el que da título a la obra. Y es lógico que así sea, porque todos sus textos adquieren su verdadera dimensión cuando se lee Los trescientos escalones, que es la clave de bóveda del libro, la evocación de un cuadro desaparecido de Lorenzo Aguirre, un cuadro que acaba convirtiéndose, como el poema, como el libro, en cifra de la memoria que se levanta frente a las pérdidas. Todos los poemas del libro parecen justificarse en esa ascensión que culmina en este texto fundamental en la trayectoria poética de su autora:
Papá, perdimos tantas cosas
además de la infancia y los trescientos escalones que tú pintaste
nunca he sabido si para decirnos que había que subirlos o bajarlos.
Y ahora pienso, desde tu mano que me ayudaba a recorrerlos,
que tal vez me dijiste entoncesque había que subirlos y bajarlos
y para eso los pintaste
y para eso pasaste días enteros
pintando una escalera interminable,
una hermosa escalera rodeada de árboles y árboles,
llena de luz y amor,
una escalera para mí,
una escalera para que pudiera subir,
vivir,
y una escalera para descender,
callar,
y sentarme a tu lado como entonces.
Actitud presente, Resultados y La infancia continúa subiendo la escalera son las tres partes en que se organiza el conjunto de un libro en el que confluyen pasado, presente y futuro y la vida se hace literatura y la literatura se hace vida, refugio del desamparo y habitación de los sueños frente al miedo, el hambre y el frío de la guerra y la posguerra, frente a una intemperie desvalida, en mitad de un mundo desaforado / cubierto de horror y pena.
En Frontera, el poema que cierra la primera parte del libro, reaparece Antonio Machado evocado en los primeros días del exilio y en la imaginación de un encuentro imposible entre la niña y el maestro:
Yo, que llegué a la vida demasiado pronto,
que fui-que soy-la que se anticipó,
la que acudió a la cita antes de tiempo
y tuvo que esperar en la consigna
viendo pasar el equipaje de la vida
desde el banco neutral de la deshora.
Yo, que nací en el treinta, cuando es cierto
-como todos sabéis-que nunca debí hacerlo,
que hubiera yo debido meditarlo antes,
tener un poco de paciencia y tino
y no ingresar en este tiempo loco
que cobra su alquiler en monedas de espanto.
/.../
Llegué, tal vez al mismo tiempo que él
pero en distinto tiempo.
No lo supe.
(Oh tiempo miserable e injusto.)
Estuve allí -quizá lo vi-.
Pero era tarde.
Yo era pequeña
y tenía sueño.
Don Antonio era viejo
y también tenía sueño.
(Señor, qué imperdonable:
haber nacido demasiado pronto
y haber llegado demasiado tarde.)
Los trescientos escalones es un libro atravesado por la experiencia vital y moral del viaje al exilio y a las pérdidas, un viaje rememorativo en el que Francisca Aguirre ajusta cuentas con el pasado, como en el espléndido Mi carta que es feliz, pues va a buscaros ("Dura y dura la guerra y esa carta no llega"), rinde homenaje al padre asesinado en prisión por la iniquidad de un régimen criminal ("Cuando mataron a mi padre..."), a la madre “que lo fue resucitando en cada uno de sus cuadros”, como escribe en El último mohicano:
Mamá nos trajo El último mohicano
y de la mano de ese indio solitario
entramos en el mundo de lo maravilloso
y lo tuvimos todo para siempre.
Y ya nadie podrá quitárnoslo.
Y es que Los trescientos escalones es también una obra celebratoria en la que hay un homenaje constante a lo que nos salva de la desgracia, a la amistad y la literatura (Olga Orozco, Onetti, Don Quijote), a la música de Beethoven o a la copla, a la pintura de Klee y Picasso.
Y, a pesar de todo, es también un homenaje a la vida:
La vida entre los dientes de repente
como un sabor neutral nos pulveriza,
nos somete, nos calla, nos ofende
y nos deslumbra, y nos levanta, y crece.
Porque a pesar del dolor, de la orfandad y la injusticia -esta vida, hay que ver, qué desatino-, sobre el sufrimiento y la desolación se impone la esperanza en este verso memorable:
el mundo para siempre ya es mañana.
Santos Domínguez