Roberto Bolaño.
Los sinsabores del verdadero policía.
Anagrama. Barcelona, 2011.
Los sinsabores del verdadero policía.
Anagrama. Barcelona, 2011.
Para Padilla, recordaba Amalfitano, existía literatura heterosexual, homosexual y bisexual. Las novelas, generalmente, eran heterosexuales. La poesía, en cambio, era absolutamente homosexual. Dentro del inmenso océano de esta distinguía varias corrientes: maricones, maricas, mar-iquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos. Las dos corrientes mayores, sin embargo, eran la de los maricones y la de los maricas. Walt Whitman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz marica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y de improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y el paradigma de las locas (...) Cernuda, el querido Cernuda, era un ninfo y en ocasiones de gran amargura un poeta maricón, mientras que Guillen, Aleixandre y Alberti podían ser considerados mariquita, bujarrón y marica respectivamente.
Los lectores de Roberto Bolaño reconocerán en este párrafo que abre el primer capítulo de Los sinsabores del verdadero policía (Anagrama) la inolvidable taxonomía poética que aparecía en Los detectives salvajes.
No es el único caso. Cuando llegue al episodio del sorche sevillano en la División Azul, reconocerá el texto de Otro cuento ruso, de Llamadas telefónicas; el recuerdo de la violación de Rimbaud y la cita que lo evoca le devolverán a otro episodio de Los detectives; los escritores bárbaros son los de Estrella distante…
Porque Los sinsabores del verdadero policía, a la que Roberto Bolaño se refería ya en una carta de 1995 como MI NOVELA, contiene materiales, personajes (Amalfitano, el exiliado chileno, su hija adolescente Rosa), lugares (Santa Teresa, Sonora) y situaciones que se fueron integrando en su obra de madurez (Estrella distante, Los detectives salvajes, 2666), pero además de ese carácter seminal ofrece abundantes textos inéditos del mejor Bolaño.
Los sinsabores del verdadero policía es una novela póstuma que Roberto Bolaño había empezado a escribir en los ochenta y que siguió redactando y revisando hasta su muerte. Un Bolaño tan familiar como imprescindible, avisa J. A. Masoliver Ródenas en su espléndido prólogo Entre el abismo y la desdicha.
Familiar e imprescindible por su práctica del humor paródico, de la literatura dentro de la literatura, por la acumulación de materiales fragmentarios que forman un rompecabezas en el que el lector tiene un papel decisivo para detectar la presencia de escaleras secretas, pasillos y ventanas que comunican estos textos con el resto de la obra de madurez de Bolaño.
A los lectores de Bolaño les importará poco si estos textos dispares y provisionales iban a formar parte de un proyecto autónomo, si se asimilaron parcialmente en 2666, si los había aparcado definitivamente o si constituyen una novela inacabada, pero no incompleta –como advierte el prologuista- con un nivel de calidad similar a las cimas narrativas de Bolaño.
Ese es un territorio abonado para la duda y la hipótesis filológica. Lo que no admite dudas es que estas páginas, signifiquen lo que signifiquen en el conjunto de la obra de su autor, son una antología del Bolaño maduro, libre y potente, un itinerario por la mejor literatura del brujo contador de historias que mantiene prendido al lector y lo introduce en un mundo en el que la escritura y la lectura se convierten en diversión en estado puro.
Lo demuestran páginas tan divertidas como el casting de un biopic sobre Leopardi para el que se eligen actores como Vargas Llosa, Blanca Andreu, Vila Matas, Jorge Herralde, Josefina Aldecoa, Martín Gaite, Muñoz Molina, Cela, Juan Goytisolo, Javier Marías, Marsé o Martín de Riquer. O la agudeza humorística de las Notas de una clase de literatura contemporánea, con un ranking de poetas que establece desde el más lúcido o el más gordo hasta el peor compañero de borrachera o el que mejor haría de gángster en Medellín o en Hong-Kong.
Pero también páginas de altísima calidad como esta, que justifican una obra entera:
¿Y qué fue lo que aprendieron los alumnos de Amalfitano? Aprendieron a recitar en voz alta. Memorizaron los dos o tres poemas que más amaban para recordarlos y recitarlos en los momentos oportunos: funerales, bodas, soledades. Comprendieron que un libro era un laberinto y un desierto. Que lo más importante del mundo era leer y viajar, tal vez la misma cosa, sin detenerse nunca. Que al cabo de las lecturas los escritores salían del alma de las piedras, que era donde vivían después de muertos, y se instalaban en el alma de los lectores como en una prisión mullida, pero que después esa prisión se ensanchaba o explotaba. Que todo sistema de escritura es una traición. Que la poesía verdadera vive entre el abismo y la desdicha y que cerca de su casa pasa el camino real de los actos gratuitos, de la elegancia de los ojos y de la suerte de Marcabrú. Que la principal enseñanza de la literatura era la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y a un espejo. Que no era más cómodo leer que escribir. Que leyendo se aprendía a dudar y a recordar. Que la memoria era el amor.
Los lectores de Roberto Bolaño reconocerán en este párrafo que abre el primer capítulo de Los sinsabores del verdadero policía (Anagrama) la inolvidable taxonomía poética que aparecía en Los detectives salvajes.
No es el único caso. Cuando llegue al episodio del sorche sevillano en la División Azul, reconocerá el texto de Otro cuento ruso, de Llamadas telefónicas; el recuerdo de la violación de Rimbaud y la cita que lo evoca le devolverán a otro episodio de Los detectives; los escritores bárbaros son los de Estrella distante…
Porque Los sinsabores del verdadero policía, a la que Roberto Bolaño se refería ya en una carta de 1995 como MI NOVELA, contiene materiales, personajes (Amalfitano, el exiliado chileno, su hija adolescente Rosa), lugares (Santa Teresa, Sonora) y situaciones que se fueron integrando en su obra de madurez (Estrella distante, Los detectives salvajes, 2666), pero además de ese carácter seminal ofrece abundantes textos inéditos del mejor Bolaño.
Los sinsabores del verdadero policía es una novela póstuma que Roberto Bolaño había empezado a escribir en los ochenta y que siguió redactando y revisando hasta su muerte. Un Bolaño tan familiar como imprescindible, avisa J. A. Masoliver Ródenas en su espléndido prólogo Entre el abismo y la desdicha.
Familiar e imprescindible por su práctica del humor paródico, de la literatura dentro de la literatura, por la acumulación de materiales fragmentarios que forman un rompecabezas en el que el lector tiene un papel decisivo para detectar la presencia de escaleras secretas, pasillos y ventanas que comunican estos textos con el resto de la obra de madurez de Bolaño.
A los lectores de Bolaño les importará poco si estos textos dispares y provisionales iban a formar parte de un proyecto autónomo, si se asimilaron parcialmente en 2666, si los había aparcado definitivamente o si constituyen una novela inacabada, pero no incompleta –como advierte el prologuista- con un nivel de calidad similar a las cimas narrativas de Bolaño.
Ese es un territorio abonado para la duda y la hipótesis filológica. Lo que no admite dudas es que estas páginas, signifiquen lo que signifiquen en el conjunto de la obra de su autor, son una antología del Bolaño maduro, libre y potente, un itinerario por la mejor literatura del brujo contador de historias que mantiene prendido al lector y lo introduce en un mundo en el que la escritura y la lectura se convierten en diversión en estado puro.
Lo demuestran páginas tan divertidas como el casting de un biopic sobre Leopardi para el que se eligen actores como Vargas Llosa, Blanca Andreu, Vila Matas, Jorge Herralde, Josefina Aldecoa, Martín Gaite, Muñoz Molina, Cela, Juan Goytisolo, Javier Marías, Marsé o Martín de Riquer. O la agudeza humorística de las Notas de una clase de literatura contemporánea, con un ranking de poetas que establece desde el más lúcido o el más gordo hasta el peor compañero de borrachera o el que mejor haría de gángster en Medellín o en Hong-Kong.
Pero también páginas de altísima calidad como esta, que justifican una obra entera:
¿Y qué fue lo que aprendieron los alumnos de Amalfitano? Aprendieron a recitar en voz alta. Memorizaron los dos o tres poemas que más amaban para recordarlos y recitarlos en los momentos oportunos: funerales, bodas, soledades. Comprendieron que un libro era un laberinto y un desierto. Que lo más importante del mundo era leer y viajar, tal vez la misma cosa, sin detenerse nunca. Que al cabo de las lecturas los escritores salían del alma de las piedras, que era donde vivían después de muertos, y se instalaban en el alma de los lectores como en una prisión mullida, pero que después esa prisión se ensanchaba o explotaba. Que todo sistema de escritura es una traición. Que la poesía verdadera vive entre el abismo y la desdicha y que cerca de su casa pasa el camino real de los actos gratuitos, de la elegancia de los ojos y de la suerte de Marcabrú. Que la principal enseñanza de la literatura era la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y a un espejo. Que no era más cómodo leer que escribir. Que leyendo se aprendía a dudar y a recordar. Que la memoria era el amor.
Santos Domínguez