Andrés Berlanga.
Pólvora mojada.
Prólogo de Soledad Alcaide.
Drácena. Madrid, 2024.
Cuatro días, de martes a viernes, de enero de 1969, con el telón de fondo del entonces reciente mayo francés del 68, constituyen la secuencia narrativa de las cuatro partes en las que se articula Pólvora mojada, la novela de Andrés Berlanga (1941-2018) que rescata Drácena medio siglo largo después de su primera edición mutilada por la censura en la colección Áncora y Delfín de Destino en 1972.
Una novela en la que, aunando agilidad narrativa y voluntad documental, Andrés Berlanga traza desde la cercanía a los hechos reales, un fresco vívido y vivido de la agitación política antifranquista en los ambientes universitarios madrileños, encabezados por el Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Madrid (SDEUM), en los años finales del franquismo.
Esta reedición restaura los pasajes suprimidos por la censura en 1972 y añade las correcciones que hizo sobre el original el propio autor, que buscó el difícil equilibrio entre literatura y periodismo en la conjunción de la ficción narrativa, muy alejada ya de la línea combativa del realismo social, y la crónica veraz de aquellos días rebeldes y agitados, que se enfocan también con ironía crítica y con distancia desengañada de los personajes, que preparan un atentado en el que harían estallar una Facultad de la Ciudad Universitaria para desestabilizar el régimen de Franco. Pólvora mojada, claro.
Abre esta edición un prólogo en el que Soledad Alcaide resalta que Andrés Berlanga, “ya en esta primera obra, que se puede leer por fin completa y sin los cortes de la censura, da señales de su ávido interés por el lenguaje. En realidad, es otro ejemplo de la sensibilidad especial que tenía para retratar mundos hoy desaparecidos, como si los cubriera de ámbar y los preservara para siempre.”
Dos ejemplos: el impulsivo comienzo y el poco heroico final de la novela:
Sobre los chafarrinones blancos del muro enfoscado Güili escribe «fuera polici» hasta que se reseca la esponjilla del kanfort rojo. Antes de entrar en la Facultad se vuelve para remirar, como un pintor, la pared sobre la que se confunden sus letras de palotes con las viejas negras y churretosas, malamente tapadas con los restregones municipales de cal.
Unos que suben del bar le gritan que si lo sabe. Llega al cuartucho (delegación el curso pasado) cuando aún no huele a goma de pegar, ni a tintas de colores para los murales, ni a colillas de rubio. Pedro Luis le golpea el hombro por delante y le vuelve a retar.
—¿A que no sabes a quién han trincado?
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Volvió como una furia. Tiró el cristal por la ventana. Han cerrado, han ce cerrado. Arrancó el flexo, que voló al patio (¡os vais a enterar!); le siguió la silla ya desencolada del todo, en un espolvoreo de la madera aquerada al chascar contra el suelo. Y papeles y recortes que zigzaguearon hasta el tejadillo del portero. Paco espumeaba (¡burgueses, oli oligarcas, car carcas!); lanzó la mesilla (¡me niego, me niego, me ni niego!); desencajó de las bisagras una hoja de la ventana que se estrelló en un estrépito de cristales.
—Lo mejor será llamar a un abogado, Paco.
—¡Una mi, una mi para su boca!
Aporreaban la puerta de entrada. En el descansillo, tras el sofoco de la patrona, relucían dos calvas entre los siete inspectores y algunos cascos de crin dorada sobre bomberos de servicio. Loren se echó en el sofá-cama sin perder de vista la puerta que empezaba a ceder. Paco buscó su carné de identidad para rasgarlo a mordiscos en dos, en cuatro, en ocho pedacitos.
Cierra el volumen, muy oportunamente, un apéndice con documentación que, según explica la nota editorial, está compuesta “en su mayoría por panfletos en tamaño folio -superior al actualmente normalizado a A4-, impresos mediante ciclostil, recogidos por Andrés Berlanga en la Universidad Complutense durante 1968 y la primera mitad de 1969. Aparecía en un sobre anejo al original, corregido por la censura, y constituye parte del material documental que nutrió, con las vivencias del novelista, la escritura de pólvora mojada.”
Santos Domínguez