17/9/21

Shiki. Haikus y kakis

Masaoka Shiki.
Haikus y kakis.
Edición bilingüe.
Versiones y traducción del japonés
de Andrés Sánchez Robayna y Masafumi Yamamoto.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2021.

 “Los historiadores del haiku japonés coinciden en el juicio según el cual la obra de Masaoka Shiki (1867-1902) representa una completa renovación del género y un insustituible punto de inflexión en el devenir de esa delicada forma poética”, escribe Andrés Sánchez Robayna en el prefacio de su antología de los haikus de Shiki que publica Galaxia Gutenberg en su colección de poesía de bolsillo.

Una selección que toma su título de este haiku:

Por revisar,
tres mil haikus. ¡Y sólo
tengo dos kakis!


Shiki es el poeta que llevó el haiku a la modernidad, el eslabón que vincula la poesía japonesa clásica con la contemporánea.

El paso del tiempo en la sucesión de las estaciones, la difusa melancolía, el constante y delicado tono de desolación, abandono e incertidumbre, una tristeza en la que se fusionan lo meteorológico y lo anímico caracterizan la poesía de Shiki, –cuco en japonés-, un seudónimo que empezó a usar desde que empezó a tener síntomas de la tuberculosis que le llevó a la tumba a los 34 años.

Casi olvidada,
en su jarrón la planta
ha florecido.

Frío. En la aldea
a la muchacha loca
le ladra un perro.

Haikus como estos reflejan un proceso poético y espiritual en el que se funden el sujeto y el objeto, el poeta y la realidad, la sensibilidad y la inteligencia, la mirada y la palabra. Así lo resume Sánchez Robayna en este párrafo de su introducción:

“Ruptura, disolución, anulación. Solamente así, en rigor, puede hacerse visible lo real, en un instante único que se vive o se asume sobre la necesaria, casi imprescindible experiencia del vaciado del yo. El sujeto es entonces un sencillo espejo, en el que lo real se refleja no como reproducción, sino como transparencia, como cuerpo cristalino. El mundo exterior se hace interior sin perder su exterioridad: la niebla, una campana, dos o tres vacas, olor de hierba recién cortada, unos pétalos caídos.”

No vivió mucho tiempo, pero sí el suficiente para crear escuela y reunir en torno a su sensibilidad y su magisterio poético a un grupo de jóvenes escritores a los que dedicó su tiempo y las enseñanzas recogidas en una serie de artículos que publicó bajo el título Los grandes rasgos del haikai.

Tristeza anímica y meteorológica, decía más arriba, porque la mirada del poeta a la naturaleza, se filtra a través de las estaciones, con lo que enriquece su contemplación con un agudo sentido del tiempo y de la fugacidad:

Los amarantos
rodaron por el suelo
con la tormenta.

Las hojas muertas
venidas de muy lejos.
Fin del otoño.

Miro hacia atrás
para ver quién pasó
y sólo hay niebla.


Y pese a esa conciencia del paso del tiempo y de la proximidad del fin, todo es serenidad en sus textos fugaces en los que vuelan las libélulas y las mariposas sobre las algas de un arroyo, blanquea el paisaje la fragilidad los cerezos en flor, flota la niebla del pasado sobre las hierbas silvestres de un páramo y canta un cuclillo junto a la fuente mientras navegan los barcos bajo la lluvia.

Visiones e intuiciones, iluminaciones de la palabra en el rumor sereno del agua en la calma de la noche, en el vuelo oscuro de un murciélago, en las premoniciones del pétalo que cae de una magnolia, en la tormenta de verano, en el sauce que se mece bajo la luna, en la noche del insomnio o de la muerte, en la desolación sin futuro del invierno y su luna sobre el bosque, cuando va haciendo frío sobre la luz tenue del mundo:

En el gran templo
sólo unas luces débiles.
Noche muy fría.
 
Santos Domínguez