11/11/20

Éric Vuillard. La guerra de los pobres


 Éric Vuillard.
La guerra de los pobres.
Traducción de Javier Albiñana.
Tusquets. Barcelona, 2020.


A su padre lo habían ahorcado. Había caído al vacío como un saco de grano. Tuvieron que cargarlo a hombros por la noche, y después enmudeció, la boca llena de tierra. Entonces todo ardió. Los robles, los prados, los ríos, los galios de los taludes, la tierra pobre, la iglesia, todo. Él tenía once años.
 
Con ese párrafo comienza La guerra de los pobres, la última novela de Éric Vuillard que publica Tusquets con traducción de Javier Albiñana.

Como en La batalla de Occidente, sobre la Primera Guerra Mundial; como en 14 de julio, con su mirada a pie de calle de la toma de la Bastilla; como en El orden del día, en donde los empresarios alemanes se ponen al servicio del ascenso al poder de Hitler, en La guerra de los pobres Vuillard vuelve a hundir la raíces de su relato en un episodio aparentemente menor para ir un poco más allá del puro relato histórico, para proyectarlo en el presente y para reconstruir desde dentro la intrahistoria del descontento contra los poderosos, los nobles y la iglesia que aprovecharon Thomas Müntzer, discípulo de Lutero, teólogo y predicador, y otros reformistas de comienzos del XVI, radicales al borde del fanatismo, para liderar sublevaciones de campesinos, para encabezar movimientos de agitación de gente indignada por la injusticia y por las diferencias sociales que dieron lugar a revueltas entre 1524 y 1526 que acabaron en masacres de los sublevados.

Con una inusual potencia narrativa, con el envidiable sentido del ritmo de un relato contado por un narrador limitado, como el del Quijote, pero apoyado en la precisión verbal de su prosa afilada y en la fuerza sugerente de sus imágenes evocadoras, Vuillard se asegura desde las primeras líneas de La guerra de los pobres la complicidad del lector en una nueva demostración de maestría con este relato que gira en torno al joven teólogo Thomas Müntzer, “aquel cuyo padre, hacia 1500, por motivos desconocidos, fue ejecutado por orden del conde de Stolberg, unos dicen que ahorcado, otros que en la hoguera.”

En la frontera de la historia y la ficción, organizada en trece capítulos breves y con un tratamiento casi cinematográfico que actualiza la narración, La guerra de los pobres es un libro intenso que tiene como hilo conductor la figura de Müntzer, un agitador complejo y mesiánico, un iluminado intolerante y violento capaz de encabezar aquellos levantamientos de hombres normales contra los príncipes alemanes.

Cincuenta años antes, la invención de la imprenta había favorecido la difusión de la Biblia y dos siglos antes en Inglaterra “se dio el gran salto” con la gran revuelta de 1381 encabezada por John Wyclif en Inglaterra, a quien se le ocurrió traducir la Biblia al inglés.

“Dios y el pueblo hablan el mismo idioma”, se empezó a decir. Y en esa misma línea se movía Jan Hus, otro predicador que provocó revueltas en Bohemia. A esa Bohemia llega Müntzer expulsado de Sajonia y allí  escribe su exaltado y ardiente Manifiesto de Praga, que refleja el proceso de radicalización progresiva de un hombre fanatizado, cada vez más furioso y agresivo, que se siente armado con la espalda de Gedeón, llama a “matar a los soberanos impíos”, dice la misa en alemán y provoca sublevaciones que comienzan en Suabia y se extienden por todas partes, no sólo por los campos, también por las ciudades.

Como en el resto de sus novelas, en La guerra de los pobres Vuillard sitúa la perspectiva del relato en un ahora que actualiza los hechos y los presenta con enorme fuerza visual, como cuando remata el libro con este final abierto en el momento en el que Müntzer es decapitado tras la batalla de Frankenhausen, en la que hubo cuatro mil muertos:

No iré más lejos en sus pensamientos; se los dejo a él. Helo aquí ante nosotros, en el estrado, a mil leguas del goce avaricioso. ¡Lo veo, sí, a Thomas Müntzer! Y ya no es el pequeño Thomas de hace poco, ya no es el pilluelo del Harz, el hijo del muerto, no, ni siquiera es ya un objeto de estudio, es un hombre cualquiera, una vida inaprensible cualquiera.
Va a morir ahora. Va a morir. Tiene treinta y cinco años. Su ira lo ha llevado allí. Hasta allí. Le han retorcido el cuerpo: los brazos, las piernas, sangra. Está exhausto.
Entonces se levanta el hacha. Hay rostros, cientos, a su alrededor. Miran, espantados, nada seguros de haber entendido bien. Los mendigos, los curtidores, los segadores, los pobres diablos miran, ¡miran! ¿Y qué ven? Ven al hombrecillo bajo la pesada carga. Ven a un hombre como ellos, cuerpo inmovilizado. Qué pequeño es un hombre, es frágil y violento, inconstante y severo, enérgico y lleno de angustia. Una mirada. Un rostro. Una piel. De repente cae el hacha y troncha el cuello. ¡Oh!, qué pesada es una cabeza, dos o tres kilos de huesos y de puré. ¡Y cómo salpica la sangre! Empalarán su cabeza. Arrastrarán su cuerpo por el estrado y lo arrojarán a los perros. La juventud nunca se acaba, el secreto de nuestra igualdad es inmortal, y la soledad, fabulosa. El martirio es una trampa para los oprimidos, sólo es deseable la victoria. Yo la contaré.
 
Santos Domínguez