7/10/20

Peri Rossi. La insumisa



Cristina Peri Rossi. 
La insumisa.
Menoscuarto. Palencia, 2020.

“Mi infancia es una estación de trenes, en mitad del campo [...] Yo tenía cuatro años, era curiosa, hipersensible, alegre, pero estaba profundamente angustiada”, escribe Cristina Peri Rossi en uno de los capítulos de La insumisa, el espléndido relato autobiográfico que acaba de publicar Menoscuarto

Escrito en una prosa directa y agilísima, alimentada con la fuerza de la memoria confesional que pide la complicidad del lector desde la primera línea, La insumisa es una evocación de los distintos ritos de paso de quien va descubriendo la vida alrededor y tomando conciencia de sí misma a través de la relación conflictiva entre la realidad y el deseo.

La insumisa es en principio la rememoración de la infancia de esa niña curiosa y angustiada, ingenua e intrépida, inapetente y primaria cuyo impulso vitalista y afirmativo en medio del campo uruguayo hace frente a los límites que impone la realidad, una exaltación de la libertad y del lado animal (“yo era un animal doméstico de tres años”), la evocación de la casa familiar de la abuela y los antepasados y del fin del paraíso desde la voluntad constante de recuperarlo, la exaltada revelación del amor y de los libros que despertaron la vocación literaria de Cristina Peri Rossi.

Pero en sus páginas ocupan también un papel destacado los demonios de la infancia, el descubrimiento de la muerte, el castigo y la culpa, el terror a acabar en un asilo infantil, la presencia de la autoridad y las convenciones sociales, la soledad y el dolor por las desapariciones, y la soledad, la homosexualidad y el deseo, simbolizado en el viejo pordiosero que mendiga un yesquero viejo y no otra cosa, o la figura del tío soltero, que la inicia en la literatura y la música, con quien tiene esta conversación:

Pero un día, harto de esta invasión permanente de su biblioteca, mi tío me detuvo, cuando yo ya huía de su habitación con un libro bajo el brazo y me preguntó: 
-¿Qué te gustaría ser de grande? 
- Escritora -contesté sin vacilación. 
Él hizo una pausa y después siguió: 
-¿Cuántos libros escritos por mujeres hay en esta biblioteca?
- Tres -dije-. Un cuarto propio, de Virginia Wolf, una antología de poemas de Alfonsina Storni y otro de poemas de Safo.
-¿Leíste sus biografías? -preguntó.
- Sí -respondí.
-¿Leíste cómo murieron? 
- Se suicidaron -dije.
- Pues aprende la lección -me dijo-: las mujeres no escriben, y cuando escriben se suicidan.

Conjuro de fantasmas y exorcismo de culpabilidades, la novela tiene como uno de sus ejes la difícil relación con el padre, odiado y brutal, alcohólico y maltratador. Y todo conduce a un punto central en el relato: a la insumisión como proyecto vital y como motor creativo. Una actitud que se resume en este episodio revelador en el que el padre castiga su rebeldía encerrándola en un diminuto cuarto de baño:

La primera vez del encierro nada se movió en la casa. Tenía las piernas encogidas pero no podía realizar ningún ejercicio del baño, era demasiado estrecho. Encendí la bombilla de luz, para darme un poco de calor, y me entretuve haciendo dibujos en la pared con un trozo de yeso que había hecho saltar. Era domingo -por eso mi padre estaba en la casa durmiendo la siesta- y hubiera querido salir, pero al rato de estar encerrada en el pequeño baño sin ventilación, había decidido que no se trataba de un castigo, sino de una elección. En efecto: al conseguir hacer soltar un trozo de yeso de la pared dispuse de un elemento para dibujar y elaborar un proyecto: iba a dibujar la calle, de esquina a esquina, tratando de reconstruir los edificios, las tiendas, los árboles, el portal de las casas. No era muy buena dibujante, pero si observaba bien los detalles, de modo que podía recordar la forma del llamador antiguo de la puerta del cine, la marquesina de la zapatería, el gato barcino del balcón de la segunda planta del almacén, el escalón de mármol de la mercería y el perfil del piano de cola negro que se veía desde una ventana. Me entusiasmé con el proyecto y desde ese momento dejé de sentir tristeza por mi situación. Ya no era la hija castigada por un padre despótico y violento, sino una artista en pleno periodo de creación. Ya no era necesario salir del baño suplicando perdón: ahora estaba en el baño por propia voluntad, la estancia obligada se convertía en una estancia elegida. No tuve palabras para decirlo, pero esa vez aprendí un recurso que me sería de mucha ayuda en otros momentos de mi vida: convertir la obligación, la condena en voluntad, en deseo.

Santos Domínguez