9/12/16

Piedad Bonnett. Poesía reunida


Piedad Bonnett.
Poesía reunida.
Lumen. Barcelona, 2016.


No hay cicatriz, por brutal que parezca, 
que no encierre belleza. 
Una historia puntual se cuenta en ella, 
algún dolor. Pero también su fin. 
Las cicatrices, pues, son  las costuras  
de la memoria, 
un remate imperfecto que nos sana
dañándonos. La forma
que el tiempo encuentra 
de que nunca olvidemos las heridas.

Ese poema, Las cicatrices, que abría en 2011 su último libro, Explicaciones no pedidas, es uno de los textos de la colombiana Piedad Bonnett (Antioquia, 1951) que se recogen en el volumen que con su Poesía reunida publica Lumen.

Una obra poética que, desde De círculo y ceniza ha ido trazando un camino propio para construir una voz personal a lo largo de una trayectoria de la que forman parte títulos como El hilo de los días, Ese animal triste, Tretas del débil o Nadie en casa.

En este último libro, de 1994, el segundo de los que publicaba, Piedad Bonnett fijaba el territorio de su escritura en un poema inicial, “Miserias de la palabra”, que podría servir de pórtico de su obra a la manera de una poética:

Cuando
irremediablemente debo detenerme
en tu umbral,
allí donde comienzas, donde acabas,
donde quiere
sembrar mi fuego un incendio indomable,
la palabra es apenas una muleta rota,
una pobre agonía aleteando.

Y si en la plana miseria de los días
entra a saco la muerte,
abrupta siempre, como un toque a la puerta
en una madrugada,
y sin embargo
el sol cumple su cita sin hacer aspavientos
y el estornino canta sobre el árbol,
como un puño que pega a una pared
inútil nace la palabra, y sorda.

Y si de pronto
un viejo olor inaugura la tarde
y ese niño que eras te saluda
azul desde su eterno paraíso,
y no logras saber cómo era el rostro
de tu padre, en su siesta o en su hora,
la palabra
cómo tartamudea, cómo tiembla
como una brújula que ha perdido el norte.

Si la luna es tan luna
que sube la marea del corazón,
naufraga la palabra.

Si la mirada
roza la piel y hace nacer el deseo,
se quema la palabra.

Si Dios tira sus ases,
trampea alegremente en tus narices,
escapa la palabra.

Y sin embargo,
para llamar la luna,
para hablar del deseo,
para llorar a Dios,
como una vieja meretriz desnuda
impúdica se ofrece la palabra.

Una poesía, ya se ve, de línea clara que no renuncia a la imagen ni a su vocación formal y nunca se arrastra en el terreno de lo prosaico, aunque suele adoptar un tono conversacional, para hablar del dolor y la tristeza, del desarraigo y la soledad, de la violencia en Colombia, de la memoria de una infancia infeliz o la intimidad desgarrada de la casa familiar.

Así en este Regreso:

Callan de pronto los abrazos
pues ya no sabe nadie qué decir,
tanto ha mordido el tiempo desde entonces.
Algo entorpece el aire, algo vacila entre la vieja silla
y el gesto de la mano.
y la sonrisa del recién llegado
es como el santo y seña de un hombre que ya ha muerto.
Hay, es verdad, una tarde fatigada de sol en la memoria,
y en el umbral de ayer
una madre doblando cada cosa,
doblando pena a pena con su casi sonrisa.
¿Pero quién dice nada, quién echa al mar las redes,
quién desata los cabos que ha ido atando el tiempo?

Lo cotidiano y lo doméstico, el tiempo y la muerte, el desamor y el olvido son algunos de los temas que vertebran la poesía de Piedad Bonnett, que no renuncia a iluminar las zonas oscuras de la vida mientras Lo demás es silencio, como títuló la antología que se publicó en España hace algo más de una década.

La narratividad y la emoción se dan cita en estos poemas que hablan del cuerpo y de los espejos, de la búsqueda de identidad y de la soledad, quizá el tema central de su obra, como destacaba José Watanabe en el prólogo de uno de los libros de Piedad Bonnett: “Cada poema –decía- es como el hito fundacional de un largo camino que se desarrolla sobre una superficie terrible: la soledad.”

En Ese animal triste, un libro de 1996, aparecía este poema, Revelación, que también se podría tomar como emblema para resumir el tono de su poesía y su forma de mirar el mundo:

De niña me fue dado mirar por un instante
los ojos implacables de la bestia.
El resto de la vida se me ha ido
tratando inútilmente de olvidarlos.

Santos Domínguez