Raymond Chandler.
El largo adiós.
Traducción de Justo E. Vasco.
Epílogo de Ricardo Piglia.
Debolsillo. Barcelona, 2014.
La primera vez que vi a Terry Lennox él estaba borracho en un Rolls-Royce modelo Silver Wraith delante de la terraza de The Dancers.
Así comienza El largo adiós, “quizá la mejor novela policial que se haya escrito nunca”, como señala Ricardo Piglia en el epílogo de la edición que publica Debolsillo con traducción de Justo E. Vasco.
Es la penúltima y la más ambiciosa de las novelas de Raymond Chandler, que la publicó a finales de 1953 después de un proceso de escritura que él mismo definió como agónico.
Pero es también, quince años después de El sueño eterno, la más conseguida de todas las novelas protagonizadas y narradas por Philip Marlowe, y eso lo sabía bien Chandler, que la tenía por su mejor obra.
La amistad y la traición, mujeres fatales y policías corrompidos, gimlets y vidas opacas que guardan un secreto en una trama doble en la que nada es lo que parece sobre el telón de fondo de la turbia sociedad de Los Ángeles, en un embrollo que tiene que dilucidar Marlowe, enredado entre dos tramas que mantienen vínculos secretos entre ellas.
A esas alturas de su existencia literaria, el detective duro y tierno, cínico y sentimental, que se mueve con soltura entre la integridad ética de quien busca implacablemente la verdad y el sarcasmo del desencantado que conoce las raíces oscuras de los comportamientos humanos. Un Marlowe en quien Piglia reconoce la figura del intelectual transformado en hombre de acción.
Y el Chandler que escribe El largo adiós es también un escritor en plenitud que, además de componer unos diálogos magistrales, profundiza en el análisis interior de los personajes y diseña el entramado complejo de la acción con giros inesperados de la acción, pero sin los titubeos ni las huellas de improvisación que había en algunas de sus obras anteriores, poderosas y deprimentes, como señaló Auden.
Un escritor capaz de convertir en uno de los ejes de la novela la reflexión sobre la literatura a través del escritor Roger Wade, la contrafigura alcohólica del propio Chandler, que muy al final de la novel pone en boca de Marlowe estas palabras:
—Compraste buena parte de mí, Terry. Con una sonrisa, un gesto de la cabeza, un ademán amable, unas copas tranquilas en un bar silencioso, aquí y allá. Fue muy bueno mientras duró. Hasta la vista, amigo. No voy a decir adiós. Ya te lo dije cuando significaba algo. Te lo dije cuando era triste, solitario y final.
Triste, solitario y final. En la enumeración de esos tres adjetivos definitorios se confunden Philip Marlowe y su creador, Raymond Chandler, un hombre solitario y desengañado.
Alcohólicos y escépticos ambos, de vuelta de todo los dos, Chandler y Marlowe parecen recién salidos de un cuadro de Hopper y de un mundo habitado por la codicia y la mentira, por el amor y la violencia, por la corrupción y la hipocresía.
En esa intersección ambigua del personaje y el escritor se configura gran parte de la sensibilidad contemporánea de la mano de un novelista de técnica ejemplar, de un modelo menor si se quiere pero absolutamente canónico, de un creador de diálogos memorables que dio a la novela negra una altura literaria que nadie más ha alcanzado en ese género.
Santos Domínguez