José María Jurado.
Una copa de Haendel.
La Isla de Siltolá.
Colección Tierra. Sevilla, 2013.
Hay libros en los que se oye latir la emoción de un hombre –aquella emoción recordada en tranquilidad de la que hablaba Wordsworth- y otros en los que respira la historia de la cultura.
Una copa de Haendel, que José María Jurado acaba de publicar en la colección Tierra de La Isla de Siltolá, reúne esas dos condiciones que por sí solas justifican un libro.
Desde el primer poema –Chejoviana, que explica más de Chejov que un ensayo- hasta el último -La quencia, una elegía emocionada al familiar cercano y al maestro muerto-, en el que el poeta levanta su copa de Haendel en el brindis que cierra con una cima intensa la cordillera elevada que es este libro, sus textos discurren sin caídas en altura emocional ni en calidad literaria.
En estos poemas confluyen el pasado y la memoria personal con la música, la pintura, las ciudades y la literatura, revividas y actualizadas en la voz irrepetible del poeta, que hace suya y viva la cultura de la única manera en que la cultura importa: no como arduo material acumulativo, sino como método de construcción de la persona, para que la cultura se haga hombre y palabra -el logos espermático, el verbo hecho carne del evangelista- y hable en la voz del poeta, para que la cultura se haga mirada con la que mira el poeta.
Y esa voz y esa mirada dan lugar en este libro a poemas portentosos, como unos Fragmentos de una tabla de arcilla que podrían haber firmado Pound y cierto Eliot, igual que un Li Po doblemente sereno revive en Haiku y en Después de la lluvia.
Imposible decir cuál es más bello, escribe el poeta a propósito de un bodegón. Lo mismo puede decir el lector a propósito de estos textos en los que arde “el samovar de la memoria” y vuelan entre las nubes “los hijos de la rosa de los vientos.”
Hay aquí muchas vidas, hay aquí mucha vida: hay un cuadro de Friedrich donde “el frío está pintado de forma minuciosa” y Schubert pasea “por la Quinta Avenida y de Medina a Olmedo.” Y hay elegías de Rilke que las nubes dejan sobre la Montaña mágica y un tetrarca en esquina esperando la muerte en Venecia.
Y mucho más: Dream a little dream of me, uno de los más bellos poemas de amor que conozco, y un estremecido y estremecedor Hora de entrada, una "lenta espadaña" en las tardes sevillanas cuando “la flor del naranjo se posa en las callejas” y la “cadencia de la tarde en un lugar de Roma”, “el cardo inmaculado de Juan Sánchez Cotán” y una Diana “cazadora de los ciervos azules de Orión.” Porque aquí, como en La noche transfigurada, “se oye respirar al mundo.”
Decía aquel crítico de mesa camilla que fue Sainte-Beuve que el plagio es aceptable a condición de que se acompañe de asesinato. Pues bien, hay libros que no merecen el plagio, pero incitan al asesinato –aunque sea metafórico- de quienes los perpetran. La piedad aconseja no citar nombres, la ética y el desprecio desaconsejan convertirse en delator.
Además de un espléndido libro, el mejor hasta ahora en la trayectoria creciente de José María Jurado, Una copa de Haendel es una invitación al plagio y al asesinato si es preciso, porque tiene varios poemas que muchos hubiéramos querido haber escrito.
Por tener, tiene hasta un descuido tonto, una de esas erratas que pueden mejorar un texto. Me explico: si tuviera que plagiar este libro, en la página 23 me asaltaría una duda: se habla allí -esa es la errata- del “reino de lo vivos”. Y no sabría decir si sería mejor reparar el descuido restableciendo la concordancia neutra que anuncia el artículo –“el reino de lo vivo”- o la del plural que viene luego –“el reino de los vivos”.
Y es que un libro como este requiere de talento hasta para plagiarlo.
Santos Domínguez