Antón Chéjov.
Flores tardías.
Traducción de Sergio González Ivánov.
Breviarios de Rey Lear. Madrid, 2013.
Como “un cactus envuelto en guante de seda”, como “una especie de autobiografía de la derrota” define la literatura de Chéjov el editor en la presentación de Flores tardías que publica Breviarios de Rey Lear con traducción de Sergio González Ivánov.
Publicada por primera vez en la revista de Moscú Mirskoi tolk -El provecho mundano- en cinco entregas entre el 10 de octubre y el 11 de noviembre de 1882, es una de las grandes novelas cortas del maestro ruso del relato.
Un Chéjov en estado puro aborda la degradación moral, la ruina económica y la decadencia física de una familia aristocrática, los príncipes Priklonski, en la Rusia zarista.
La princesa madre, viuda y desbordada por la realidad; Marusia, la hija soñadora, inteligente y tuberculosa; el príncipe Yegórushka, un ocioso húsar retirado con cara de pez, indolente y desordenado, bebedor y cliente habitual de mesas de juego y prostíbulos. Una familia venida a menos y al borde de la pobreza extrema.
Y en contraste con esa decadente familia, el doctor Toporkov, hijo de un siervo de la familia, miembro de una nueva clase media emergente y en cuyas manos está literalmente la vida de quienes hasta poco antes habían sido los dueños de sus antepasados.
Natalia Ginzburg habló en un libro ejemplar de las relaciones profundas que hay entre vida y literatura en Chejov. Quizá este sea uno de esos casos, porque no es difícil entrever la vinculación entre el doctor Toporkov y el padre del relato contemporáneo.
Médicos los dos, descendientes de siervos ambos y pertenecientes a esa clase de profesionales liberales, trabajadores y responsables, que estaban desplazando social y económicamente a la aristocracia feudal, quizá eso explique el tono de revancha suave –nada en Chejov es chillón-, de reivindicación orgullosa que recorre alguna de las páginas de estas Flores tardías.
Pero eso no evita que la crítica de la aristocracia degradada conviva aquí con la denuncia del ejercicio venal e insensible de la medicina en que incurre Toporkov –cinco rublos por una visita de pocos minutos-, que acaba recogiendo en su casa al príncipe disoluto y manteniendo sus vicios.
Narrador de voz baja, Anton Chéjov construyó su universo literario con lo fugaz y lo secundario. En sus relatos abiertos conviven misteriosamente la levedad y la intensidad, la emoción y la distancia, se armonizan la ironía y la piedad, el humor y la tristeza:
Cayeron las primeras nieves, tras ellas las segundas, las terceras y durante largo tiempo se extendió el invierno con sus crujientes heladas, montones de nieve y carámbanos de hielo. Odio el invierno, y no me creo a los que dicen que les gusta: frío en la calle, humo en las habitaciones, humedad en los zuecos. Un día es severo como una suegra, otro lloroso como una solterona; el invierno aburre muy rápidamente con sus mágicas noches de luna, sus paseos en troika, sus cacerías, sus conciertos y bailes. Dura demasiado y acaba envenenando más de una existencia desamparada y tuberculosa.
La mirada compasiva y honda de Chéjov, menos optimista que piadosa, está aquí a la altura de sus mejores relatos. Una mirada magistral que vive en el matiz y en la sutileza con que construye a los personajes, en las contradicciones de sus comportamientos y en la economía de la elipsis.
La mirada de Chéjov nunca contempla a los personajes, como hacían Dostoievski o Tolstoi, desde arriba, sino cara a cara. Por eso hay un hilo invisible y persistente, como la melancolía invisible y persistente de su literatura, que une a Chéjov con Cervantes y con Shakespeare en la construcción de un universo narrativo en el que conviven ricos y pobres, la simulación y la sinceridad.
Con esa mirada y ese tono, Flores tardías contiene una melancólica y fugaz historia de amor con uno de esos desenlaces implacables y desolados habituales en su narrativa:
Cayeron las primeras nieves, tras ellas las segundas, las terceras y durante largo tiempo se extendió el invierno con sus crujientes heladas, montones de nieve y carámbanos de hielo. Odio el invierno, y no me creo a los que dicen que les gusta: frío en la calle, humo en las habitaciones, humedad en los zuecos. Un día es severo como una suegra, otro lloroso como una solterona; el invierno aburre muy rápidamente con sus mágicas noches de luna, sus paseos en troika, sus cacerías, sus conciertos y bailes. Dura demasiado y acaba envenenando más de una existencia desamparada y tuberculosa.
La mirada compasiva y honda de Chéjov, menos optimista que piadosa, está aquí a la altura de sus mejores relatos. Una mirada magistral que vive en el matiz y en la sutileza con que construye a los personajes, en las contradicciones de sus comportamientos y en la economía de la elipsis.
La mirada de Chéjov nunca contempla a los personajes, como hacían Dostoievski o Tolstoi, desde arriba, sino cara a cara. Por eso hay un hilo invisible y persistente, como la melancolía invisible y persistente de su literatura, que une a Chéjov con Cervantes y con Shakespeare en la construcción de un universo narrativo en el que conviven ricos y pobres, la simulación y la sinceridad.
Con esa mirada y ese tono, Flores tardías contiene una melancólica y fugaz historia de amor con uno de esos desenlaces implacables y desolados habituales en su narrativa:
Hubiera dado todo con tal que en un pulmón de aquella muchacha dejaran de resonar los malditos jadeos. ¡Tanto él como ella tenían tantas ganas de vivir! Había salido el sol para ambos y aguardaban la luz del día… Pero el sol no los libró de las tinieblas y… ¡las flores no florecen cuando el otoño está avanzado!
Santos Domínguez