¿Han leído ustedes, muy señores míos, o por lo menos han oído hablar de ese extraño mal que antaño padecieron los niños tanto en Alemania como en Francia y que no tiene nombre ni ha quedado registrado en los anales de la medicina? Se trataba de una dolencia que creaba en ellos la necesidad imperiosa de subir al monte Saint Michel (creo que en Normandía).
En vano los desesperados padres intentaban disuadirlos: la mínima resistencia a sus enfermizos deseos traía consigo penosísimas secuelas: la vida de los niños comenzaba a extinguirse poco a poco. Sorprendente, ¿no?
Sorprendente, sí, la potencia con la que arranca El mal del ímpetu, la novela corta que Iván Goncharov escribió en 1838. La acaba de publicar Minúscula en su serie Paisajes narrados con traducción y notas de Selma Ancira.
Y si sorprendente es el comienzo, aún lo es más el desarrollo de este agilísimo relato sobre la actividad compulsiva de paseantes enloquecidos que ataca a la familia Zúrov cuando llega la primavera a Petersburgo.
Una narración tan ágil como esta familia de hiperactivos a quienes cuando llega el buen tiempo una fuerza irresistible los expulsa de la ciudad. Y entonces se lanzan a vadear los ríos, se sumergen en los pantanos, se abren paso por entre tupidos matorrales cubiertos de espinas, trepan a los árboles más altos; ¡cuántas veces se han caído, se han precipitado en abismos, se han hundido en el lodo, han tiritado de frío e incluso, qué horror, han padecido hambre y sed!
Es la otra cara de Oblómov, la famosa novela sobre la indolencia que Goncharov escribió veinte años después en torno a la pasividad patológica de aquel inolvidable y excéntrico personaje. Un personaje que tiene su obvio antecedente en Nikon Ustínovich Tiazhelenko, un acostado que desempeña un papel narrativo esencial en El mal del ímpetu.