Lumen. Barcelona, 2011.
Así es como imaginamos al ángel de la historia. Vuelto hacia el pasado. Donde vemos una cadena de acontecimientos, él ve una única catástrofe que no hace más que amontonar escombros ante sus pies. El ángel desearía quedarse, despertar a los muertos y recomponer lo que se ha venido abajo.
Con esa cita memorable de Walter Benjamin sobre el ángel de la historia, un texto escrito a propósito del inquietante cuadro de Paul Klee, encabeza Juan Marsé su última novela, Caligrafía de los sueños, que publica Lumen.
Y esas palabras, como la muchacha que mira en la fotografía de cubierta hacia atrás igual que el ángel, explican la voluntad rememorativa, el trabajo de Marsé con esos materiales de derribo - de los que habló Rafael Chirbes y que evocaba Benjamin al final de la cita- y la mirada del novelista hacia un mundo que fue suyo en la infancia y la adolescencia y que ya no existe más que como paisaje mental y como ámbito de su narrativa.
En la Barcelona de posguerra, en el Barrio de Gracia, a lo largo de la calle Torrente de las Flores que va de Travesera de Dalt a Travesera de Gracia, transcurren las vidas en vía muerta de unos personajes que se evaden de la realidad en el Cine Selecto, en el Salón Verdi o en tabernas como el Rosales, personajes que conviven con las ratas azules que hacen guardia sobre los luceros y con sotanas tan negras como las ratas.
Cuarenta y seis esquinas son demasiadas para una calle como esa, en la que las oscuras existencias de los personajes consuelan sus fracasos en el refugio de los sueños que ofrecen las sesiones dobles del cine de barrio, en las aventis y en las contorsiones de bailarinas excéntricas.
Personajes en busca de la felicidad que son observados por su autor con una mirada compasiva que recuerda mucho a la de Cervantes. Y es que esta novela, que recapitula los temas y los ambientes más significativos de Marsé e incorpora muchos rasgos autobiográficos en la figura adolescente de un Ringo Kid que ya aparecía en Si te dicen que caí, es quizá su obra más cervantina, no sólo por esa mirada piadosa, sino por el impulso evasivo que otorga a perdedores como Matarratas o Abel Alonso, que usan la fantasía para huir de una realidad gris y se sobreponen a ella a base de sueños o de conspiraciones.
Ese impulso vincula entre sí a los personajes de Caligrafía de los sueños tanto como el ambiente compartido del barrio, pero de una manera más profunda. Porque esta es una historia sobre el amor de la señora Mir y sobre una carta perdida de Abel Alonso, pero también es un retrato de Ringo Kid como artista adolescente, una novela de formación en la que se funden memoria y fabulación, realidad e imaginación en torno a un rasgo característico de la novela desde su fundación cervantina como género moderno: el conflicto entre el individuo y el mundo, entre la realidad y el deseo.
Como ocurre también en la materia sonámbula que Ridruejo captó en las aventis, esta es una novela visual en su origen y en su desarrollo (Yo trabajo con imágenes, no con ideas, ha dicho reiteradamente Marsé), una obra construida con la palabra, la memoria, la fabulación y con una mirada casi cinematográfica que huye por igual de la nostalgia y de la distancia para situarse en un territorio narrativo en el que la imaginación derrota a la dura realidad de los perdedores.
Es el mismo territorio de la trilogía Si te dicen que caí, Un día volveré y Ronda del Guinardó, con personajes que vienen de esas novelas, de algunos de sus cuentos o de El embrujo de Shanghai, en cuyo comienzo el capitán Blay, que también anda por las páginas de Caligrafía de los sueños, evocaba esos sueños juveniles que se corrompen en boca de los adultos.
Es ese jardín de verdad con ranas de cartón en el que el novelista ha cifrado su técnica de trabajo y que intuye Ringo-Marsé en el primer capítulo: lo inventado puede tener más peso y solvencia que lo real, más vida propia y más sentido, y en consecuencia más posibilidades de pervivencia frente al olvido.
Caligrafía de los sueños es también -como el resto de su obra- un ajuste de cuentas de Marsé con su pasado. Un ajuste de cuentas hecho no desde el rencor, sino desde la necesidad de explicarse un mundo y una época a lo largo de catorce capítulos y un epílogo encabezado por esta significativa cita de Joseph Roth: Todo lo que crecía requería mucho tiempo para crecer. Y todo lo que desaparecía necesitaba mucho tiempo para ser olvidado.
Cuando toma conciencia de esa obligación moral del testigo, Ringo-Marsé afila su lapicero y empieza a anotar en una libreta la melodía de las palabras que ahora vuelven.
Las anota para que tarden mucho en ser olvidadas. Porque esa, la de mantener la memoria, es junto con la invención de los sueños, una de las funciones de la literatura.
Santos Domínguez