Haroldo Conti.
Sudeste.
Prólogo de Ana Basualdo.
Bartleby. Madrid, 2009.
Sudeste.
Prólogo de Ana Basualdo.
Bartleby. Madrid, 2009.
Año y medio después de publicar los Cuentos completos de Haroldo Conti, uno de sus aciertos más reconocidos por los lectores y la crítica, Bartleby recupera la primera novela del argentino.
Sudeste se publicó en 1962, uno de los años cruciales en la renovación de la narrativa argentina y latinoamericana – el año de Sobre héroes y tumbas, Historias de cronopios y de famas, Bomarzo- y desde entonces ha ido creciendo en lectores, provocando adicciones y elogios y generando una amplia bibliografía.
Entre lo cartográfico y lo mitológico, Sudeste es el relato del viaje fluvial de su protagonista, el Boga, a bordo del viejo bote que antes había sido del viejo Bastos. Un viaje fluvial de los que –además de otros antecedentes como el Misisipi de Twain o el Congo de Conrad- abundan en la narrativa hispanoamericana desde su mismo origen, desde que la fundan los cronistas de Indias que incurrieron y recorrieron el Paraná o el Amazonas.
Documental y lírica, local y universal, realista y utópica, Sudeste es una novela de sorprendente fuerza que presenta en esta edición Ana Basualdo con un prólogo certero que remata con este párrafo:
Novela de aprendizaje o de iniciación, existencialista, alegorizante, objetivista, documental, lírica, de aventuras, de utopía, de paisaje, de vagabundeo… Obra maestra, de lectura inagotable.
El viaje del protagonista es –como todo viaje verdadero- un itinerario existencial en busca de la utopía, entre lo local y lo universal, entre la voluntad documental y el impulso poético de un texto intenso e indagatorio, un texto de engañosa facilidad, lleno de zonas oscuras –como el paisaje, como el personaje-, de despliegues metafóricos – el más evidente la equiparación del río con el fluir de la vida- y de cargas de profundidad en su corriente insondable.
Entre el Pajarito y el río abierto, curvándose bruscamente hacia el norte, primero más y más angosto, casi hasta la mitad, luego abriéndose y contorneándose suavemente hasta la desembocadura, serpea, oculto en las primeras islas, el arroyo Anguilas. Después de la última curva, el río abierto aparece de pronto, rizado por el viento. A pesar de su inmensidad, allí las aguas son muy poco profundas. Desde la desembocadura del San Antonio hasta la desembocadura del Luján es todo un banco. El Anguilas vuelca en la mitad de ese banco, entre una llanura de juncos. Según se mire, el paraje resulta desolado y en un día gris de mucho viento, sobrecoge a cualquiera.
A partir de ese comienzo intenso cuyo último sentido se entiende después de leer la novela, el enigma del paisaje, las crecidas y las bajantes del Paraná, sus corrientes rápidas se compenetran con unos personajes que forman parte del paisaje, cambiante y oscuro.
Su morosidad en el tratamiento del tiempo es un reflejo de la lentitud fluvial del viaje a través del paisaje del Delta del Paraná. Un paisaje que se confunde metonímicamente con los personajes:
El río es espléndido y el hombre se siente misteriosamente atraído por él. Esto es todo lo que se puede decir. Ese hombre se detiene junto a sus aguas y observa la susurrante vastedad con cierta nostalgia, como si hubiera extraviado algo muy querido y absolutamente prmordial en medio de este río semejante a la eternidad. (...) Sus hombres, los hombres de este río, este hombre que ahora observa las aguas con sus ojos de pez moribundo suspendidos sobre ellas como dos espejuelos suspendidos del aire, son en todo semejantes a él. Por eso todavía sobreviven. Por eso parecen tan viejos y lejanos y solitarios. No aman el río exactamente, sino que no pueden vivir sin él. Son tan lentos y constantes como el río. Y, sobre todo, son tan indiferentes como el río.
Concebido en principio como un guión cinematográfico y organizado en secuencias separadas por espacios en blanco, en Sudeste se podrían distinguir cuatro partes que tienen su eje en el hallazgo del Aleluya, un viejo cúter desarbolado y bajo de borda, un barco que no va a ninguna parte, sino que se aleja de todo, arrastrado por la brisa leve del sudeste que sopla sobre el río y recorre lento y constante la novela hasta el epílogo sobre la derrota.
En esa aceptación final del fracaso se unen el personaje y el barco, el espacio y el tiempo:
Ahora no sentía el cuerpo para nada, ni siquiera como un peso, sino más bien al barco. Él y el barco, este triste Aleluya, eran ahora una misma cosa que muere con el día. Las viejas maderas y las viejas historias se quejaron a través de él.
Santos Domínguez
Sudeste se publicó en 1962, uno de los años cruciales en la renovación de la narrativa argentina y latinoamericana – el año de Sobre héroes y tumbas, Historias de cronopios y de famas, Bomarzo- y desde entonces ha ido creciendo en lectores, provocando adicciones y elogios y generando una amplia bibliografía.
Entre lo cartográfico y lo mitológico, Sudeste es el relato del viaje fluvial de su protagonista, el Boga, a bordo del viejo bote que antes había sido del viejo Bastos. Un viaje fluvial de los que –además de otros antecedentes como el Misisipi de Twain o el Congo de Conrad- abundan en la narrativa hispanoamericana desde su mismo origen, desde que la fundan los cronistas de Indias que incurrieron y recorrieron el Paraná o el Amazonas.
Documental y lírica, local y universal, realista y utópica, Sudeste es una novela de sorprendente fuerza que presenta en esta edición Ana Basualdo con un prólogo certero que remata con este párrafo:
Novela de aprendizaje o de iniciación, existencialista, alegorizante, objetivista, documental, lírica, de aventuras, de utopía, de paisaje, de vagabundeo… Obra maestra, de lectura inagotable.
El viaje del protagonista es –como todo viaje verdadero- un itinerario existencial en busca de la utopía, entre lo local y lo universal, entre la voluntad documental y el impulso poético de un texto intenso e indagatorio, un texto de engañosa facilidad, lleno de zonas oscuras –como el paisaje, como el personaje-, de despliegues metafóricos – el más evidente la equiparación del río con el fluir de la vida- y de cargas de profundidad en su corriente insondable.
Entre el Pajarito y el río abierto, curvándose bruscamente hacia el norte, primero más y más angosto, casi hasta la mitad, luego abriéndose y contorneándose suavemente hasta la desembocadura, serpea, oculto en las primeras islas, el arroyo Anguilas. Después de la última curva, el río abierto aparece de pronto, rizado por el viento. A pesar de su inmensidad, allí las aguas son muy poco profundas. Desde la desembocadura del San Antonio hasta la desembocadura del Luján es todo un banco. El Anguilas vuelca en la mitad de ese banco, entre una llanura de juncos. Según se mire, el paraje resulta desolado y en un día gris de mucho viento, sobrecoge a cualquiera.
A partir de ese comienzo intenso cuyo último sentido se entiende después de leer la novela, el enigma del paisaje, las crecidas y las bajantes del Paraná, sus corrientes rápidas se compenetran con unos personajes que forman parte del paisaje, cambiante y oscuro.
Su morosidad en el tratamiento del tiempo es un reflejo de la lentitud fluvial del viaje a través del paisaje del Delta del Paraná. Un paisaje que se confunde metonímicamente con los personajes:
El río es espléndido y el hombre se siente misteriosamente atraído por él. Esto es todo lo que se puede decir. Ese hombre se detiene junto a sus aguas y observa la susurrante vastedad con cierta nostalgia, como si hubiera extraviado algo muy querido y absolutamente prmordial en medio de este río semejante a la eternidad. (...) Sus hombres, los hombres de este río, este hombre que ahora observa las aguas con sus ojos de pez moribundo suspendidos sobre ellas como dos espejuelos suspendidos del aire, son en todo semejantes a él. Por eso todavía sobreviven. Por eso parecen tan viejos y lejanos y solitarios. No aman el río exactamente, sino que no pueden vivir sin él. Son tan lentos y constantes como el río. Y, sobre todo, son tan indiferentes como el río.
Concebido en principio como un guión cinematográfico y organizado en secuencias separadas por espacios en blanco, en Sudeste se podrían distinguir cuatro partes que tienen su eje en el hallazgo del Aleluya, un viejo cúter desarbolado y bajo de borda, un barco que no va a ninguna parte, sino que se aleja de todo, arrastrado por la brisa leve del sudeste que sopla sobre el río y recorre lento y constante la novela hasta el epílogo sobre la derrota.
En esa aceptación final del fracaso se unen el personaje y el barco, el espacio y el tiempo:
Ahora no sentía el cuerpo para nada, ni siquiera como un peso, sino más bien al barco. Él y el barco, este triste Aleluya, eran ahora una misma cosa que muere con el día. Las viejas maderas y las viejas historias se quejaron a través de él.
Santos Domínguez