Luis Artigue.
La mujer de nadie.
Linteo. Orense, 2008.
La mujer de nadie.
Linteo. Orense, 2008.
En su colección de narrativa, la editorial Linteo publica La mujer de nadie, la novela de Luis Artigue que completa una trilogía sobre la bohemia y la vanguardia que iniciaba con El viajero se ha ido, como es lógico y continuó con Las perlas del loco Ventura.
La mujer de nadie es una recreación imaginativa de la figura de Remedios Varo, una pintora surrealista que vivió con libertad e intensidad el superrealismo, la efervescencia cultural de los años de entreguerras, de la España republicana y la explosión artística del exilio en México.
Junto con la recreación de ese momento histórico creativo, de los ambientes artísticos y literarios de la época, Artigue reivindica la audacia de Remedios Varo, su libertad vital y artística, su pionera rebeldía feminista, su carácter doblemente transgresor, la coherencia de su actividad artística y sus sexualidad desinhibida.
Luis Artigue es poeta además de novelista y con esa doble condición practica la escritura en La mujer de nadie, una novela en la que la calidad de página no se convierte en un factor antinarrativo.
Con una meditada estructura circular, Artigue enmarca la novela entre dos intervenciones de un narrador que evoca la acción como un espectador privilegiado que cuenta la acción desde el mundo de los muertos, en el que las palabras adquieren su libertad más radical y expresan las pulsiones a la que aspiraban superrealistas como Benjamin Peret, uno de los referentes fundamentales del libro:
Has muerto; ahora te has convertido en tus palabras. Como ves la muerte nos libera de miedos, elimina trabas, intensifica pulsiones y genera un diálogo continuo. ¡Sí, a los muertos el ataúd nos hace de diván de psicoanalista! De hecho ahora tu cuerpo y tu conciencia han desaparecido y queda sólo el inconsciente.
De esa atmósfera superrealista del mundo de los muertos proceden los títulos de cada capítulo, un despliegue metafórico de imágenes visionarias que acaban invadiendo la realidad desde el territorio del sueño o el delirio irracional de la fiebre con su palabra en libertad:
Sobre el ojo de la aguja penetrado por un pez espada sobre un charco de niños y sobre quienes viajan con prisa en el transporte púbico.
Este es sólo un ejemplo. Hay otros cincuenta y tres a lo largo de un libro que termina con esta reflexión distanciada del narrador desde su inusual punto de vista:
He aquí la historia de una mujer brillante como un trastorno mental. Yo la he contado así pero si ustedes lo desean pueden recontársela a quien quieran de otra forma, aunque con toda certeza cuando cambien el modo de narrar modificarán también el argumento, ya lo verán, y por tanto podrán añadir sin remordimientos que se han inventado ustedes esto. De hecho, al pensar en ello tras leerlo, todo es ya por completo de ustedes. Seguramente cada página estaría escrita de otro modo si hubiera sobrevivido, si al menos hubiera sido un personaje secundario, si me hubiera hallado del todo allí. Y no es que eche nada de menos. De todas formas, en caso de que no hubiera recibido aquel balazo, ahora no leerían con la misma atención de quienes, al avanzar entre la niebla de estas páginas, descubren que un muerto es un espectador privilegiado.
Y aunque se admita el consejo, tiene el lector la sensación de que ninguna otra perspectiva mejoraría el texto.
Luis Artigue es poeta además de novelista y con esa doble condición practica la escritura en La mujer de nadie, una novela en la que la calidad de página no se convierte en un factor antinarrativo.
Con una meditada estructura circular, Artigue enmarca la novela entre dos intervenciones de un narrador que evoca la acción como un espectador privilegiado que cuenta la acción desde el mundo de los muertos, en el que las palabras adquieren su libertad más radical y expresan las pulsiones a la que aspiraban superrealistas como Benjamin Peret, uno de los referentes fundamentales del libro:
Has muerto; ahora te has convertido en tus palabras. Como ves la muerte nos libera de miedos, elimina trabas, intensifica pulsiones y genera un diálogo continuo. ¡Sí, a los muertos el ataúd nos hace de diván de psicoanalista! De hecho ahora tu cuerpo y tu conciencia han desaparecido y queda sólo el inconsciente.
De esa atmósfera superrealista del mundo de los muertos proceden los títulos de cada capítulo, un despliegue metafórico de imágenes visionarias que acaban invadiendo la realidad desde el territorio del sueño o el delirio irracional de la fiebre con su palabra en libertad:
Sobre el ojo de la aguja penetrado por un pez espada sobre un charco de niños y sobre quienes viajan con prisa en el transporte púbico.
Este es sólo un ejemplo. Hay otros cincuenta y tres a lo largo de un libro que termina con esta reflexión distanciada del narrador desde su inusual punto de vista:
He aquí la historia de una mujer brillante como un trastorno mental. Yo la he contado así pero si ustedes lo desean pueden recontársela a quien quieran de otra forma, aunque con toda certeza cuando cambien el modo de narrar modificarán también el argumento, ya lo verán, y por tanto podrán añadir sin remordimientos que se han inventado ustedes esto. De hecho, al pensar en ello tras leerlo, todo es ya por completo de ustedes. Seguramente cada página estaría escrita de otro modo si hubiera sobrevivido, si al menos hubiera sido un personaje secundario, si me hubiera hallado del todo allí. Y no es que eche nada de menos. De todas formas, en caso de que no hubiera recibido aquel balazo, ahora no leerían con la misma atención de quienes, al avanzar entre la niebla de estas páginas, descubren que un muerto es un espectador privilegiado.
Y aunque se admita el consejo, tiene el lector la sensación de que ninguna otra perspectiva mejoraría el texto.
Santos Domínguez