Joseph Roth. Crónicas berlinesas
Edición, notas y posfacio de Michael Bienert
Traducción de Juan de Sola Llovet
Minúscula. Barcelona, 2006.
La crisis y la ruina de la Europa de entreguerras tiene en Joseph Roth (Galitzia Oriental, 1894-París, 1939) uno de sus símbolos. Quizá también una de sus consecuencias, porque su decadencia personal, su autodestrucción con el alcohol y el abandono en los cafés y los hoteles parisinos son una metáfora de un mundo que moría con Joseph Roth, con su misma indigencia.
Autor de novelas memorables, como La leyenda del Santo Bebebor o La marcha Radetzky, Roth fue, mientras se lo permitieron las circunstancias y su propia degradación, un testigo lúcido de aquella Europa que se descompuso con el imperio austrohúngaro.
De aquella Europa, de aquellos ideales decaídos y arrasados por el nazismo, dejó testimonio Roth en sus obras narrativas, y sobre todo en sus centenares de artículos periodísticos en los que denunció la ideología hitleriana y sus crímenes como La filial del infierno en la tierra, un volumen en el que Acantilado recopiló sus artículos del exilio.
Los artículos que Minúscula recoge en estas Crónicas berlinesas son anteriores y tienen otra perspectiva, la de la crónica urbana, el reportaje social o el cuadro costumbrista ambientado en el Berlín de los años veinte, en la débil, enferma y brillante República de Weimar.
Y precisamente eso, el ambiente, la captación de atmósferas, es lo que más interesaba a Joseph Roth cuando escribía estos excelentes artículos y lo que más aprecia el lector cuando los lee. Escritos en el mismo lapso temporal que media entre Hotel Savoy (1924) y La marcha Radetzky (1932), son también un autorretrato de un Joseph Roth ácido y tierno, crítico y melancólico que acabó por abandonar aquel Berlín que nunca le había gustado para instalarse en París en 1933, cuando la catástrofe empezaba a ser intuida por las mentes más lúcidas.
Con selección, notas y posfacio de Michael Bienert y traducción de Juan de Sola Llovet, son el resultado brillante de su capacidad de observación y de su penetrante, minucioso análisis de una realidad que le disgustaba y que él refleja y transmite con pluma incisiva.
"Yo dibujo el rostro del tiempo", decía Roth cuando hablaba de sus escritos periodísticos. Lo confirman estos artículos, publicados entre 1920 y 1933, dispersos en distintos periódicos y reunidos por primera vez tras haber permanecido inéditos casi todos en castellano en esta cuidada edición en Paisajes narrados, la colección que Minúscula dedica a textos sobre lugares, con treinta y siete fotos ilustrativas de la época.
Cafés y figuras de cera en un museo, y las inevitables Unter den Linden y Alexanderplatz, la industria del entretenimiento, los refugios..., trazan un itinerario urbano y la geografía moral de una ciudad como Berlín, en la que se escenificó, con la quema de libros, la rendición de un débil ideal liberal europeo en el auto de fe del espíritu.
Así, El auto de fe del espíritu, se titula el último de los textos de esta selección. Está escrito ya en 1933, en el exilio parisino de Roth, y me gustaría proponer un itinerario de lecturas que debería arrancar de este texto en el que Roth denuncia el vandalismo de los orangutanes mecanizados que en aquellos autos de fe bibliofóbicos escenificaban la derrota no solo de los escritores alemanes de sangre judía, sino de toda una cultura y de una idea de Europa.
A la luz de ese artículo, tan cercano a La marcha Radetzky, se entiende mejor no sólo esa novela esencial, sino los artículos de Roth sobre un Berlín que nunca le gustó, como recuerda desde el principio de su magnífico posfacio Michael Bienert.
Así empezó a precipitarse él también en un desastre que le llevó a morir en un hospital para indigentes en el París de 1939, con 45 años y el aspecto de un vagabundo alcoholizado de setenta.
Autor de novelas memorables, como La leyenda del Santo Bebebor o La marcha Radetzky, Roth fue, mientras se lo permitieron las circunstancias y su propia degradación, un testigo lúcido de aquella Europa que se descompuso con el imperio austrohúngaro.
De aquella Europa, de aquellos ideales decaídos y arrasados por el nazismo, dejó testimonio Roth en sus obras narrativas, y sobre todo en sus centenares de artículos periodísticos en los que denunció la ideología hitleriana y sus crímenes como La filial del infierno en la tierra, un volumen en el que Acantilado recopiló sus artículos del exilio.
Los artículos que Minúscula recoge en estas Crónicas berlinesas son anteriores y tienen otra perspectiva, la de la crónica urbana, el reportaje social o el cuadro costumbrista ambientado en el Berlín de los años veinte, en la débil, enferma y brillante República de Weimar.
Y precisamente eso, el ambiente, la captación de atmósferas, es lo que más interesaba a Joseph Roth cuando escribía estos excelentes artículos y lo que más aprecia el lector cuando los lee. Escritos en el mismo lapso temporal que media entre Hotel Savoy (1924) y La marcha Radetzky (1932), son también un autorretrato de un Joseph Roth ácido y tierno, crítico y melancólico que acabó por abandonar aquel Berlín que nunca le había gustado para instalarse en París en 1933, cuando la catástrofe empezaba a ser intuida por las mentes más lúcidas.
Con selección, notas y posfacio de Michael Bienert y traducción de Juan de Sola Llovet, son el resultado brillante de su capacidad de observación y de su penetrante, minucioso análisis de una realidad que le disgustaba y que él refleja y transmite con pluma incisiva.
"Yo dibujo el rostro del tiempo", decía Roth cuando hablaba de sus escritos periodísticos. Lo confirman estos artículos, publicados entre 1920 y 1933, dispersos en distintos periódicos y reunidos por primera vez tras haber permanecido inéditos casi todos en castellano en esta cuidada edición en Paisajes narrados, la colección que Minúscula dedica a textos sobre lugares, con treinta y siete fotos ilustrativas de la época.
Cafés y figuras de cera en un museo, y las inevitables Unter den Linden y Alexanderplatz, la industria del entretenimiento, los refugios..., trazan un itinerario urbano y la geografía moral de una ciudad como Berlín, en la que se escenificó, con la quema de libros, la rendición de un débil ideal liberal europeo en el auto de fe del espíritu.
Así, El auto de fe del espíritu, se titula el último de los textos de esta selección. Está escrito ya en 1933, en el exilio parisino de Roth, y me gustaría proponer un itinerario de lecturas que debería arrancar de este texto en el que Roth denuncia el vandalismo de los orangutanes mecanizados que en aquellos autos de fe bibliofóbicos escenificaban la derrota no solo de los escritores alemanes de sangre judía, sino de toda una cultura y de una idea de Europa.
A la luz de ese artículo, tan cercano a La marcha Radetzky, se entiende mejor no sólo esa novela esencial, sino los artículos de Roth sobre un Berlín que nunca le gustó, como recuerda desde el principio de su magnífico posfacio Michael Bienert.
Así empezó a precipitarse él también en un desastre que le llevó a morir en un hospital para indigentes en el París de 1939, con 45 años y el aspecto de un vagabundo alcoholizado de setenta.
Santos Domínguez