Gabriel Miró.
El humo dormido.
Prólogo de Gastón Segura.
Drácena. Madrid, 2024.
De los bancales segados, de las tierras maduras, de la quietud de las distancias, sube un humo azul que se para y se duerme. Aparece un árbol, el contorno de un casal; pasa un camino, un fresco resplandor de agua viva. Todo en una trémula desnudez.
Así se nos ofrece el paisaje cansado o lleno de los días que se quedaron detrás de nosotros. Concretamente no es el pasado nuestro; pero nos pertenece, y de él nos valemos para revivir y acreditar episodios que rasgan su humo dormido. Tiene esta lejanía un hondo silencio que se queda escuchándonos. La abeja de una palabra recordada lo va abriendo y lo estremece todo.
No han de tenerse estas páginas fragmentarias por un propósito de memorias; pero leyéndolas pueden oírse, de cuando en cuando, las campanas de la ciudad de Is, cuya conseja evocó Renán, la ciudad más o menos poblada y ruda que todos llevamos sumergida dentro de nosotros mismos.
Esos tres párrafos son el atrio que da paso a las veintidós prodigiosas estampas prosísticas en las que se organiza El humo dormido, un monumento verbal de Gabriel Miró que Jorge Guillén definió como “el Evangelio según San Gabriel.”
Organizado en dos partes, las doce estampas de El humo dormido y las diez viñetas de las Tablas del calendario entre El humo dormido, así comienza la primera de esas tablas, correspondiente al Domingo de Ramos:
El Señor sale de Bethania, y sus vestiduras aletean gozosas en el fondo azul del collado. Es un vuelo de la brisa que estaba acostada sobre las anémonas húmedas y la grama rubia de la ladera; y se ha levantado de improviso, como una bandada de pájaros que huyen esparciéndose porque venía gente; pero reconocen la voz y la figura del amigo, y acuden, le rodean, y le estremecen el manto y la túnica; le buscan los pies, se le suben a los cabellos; porque los pies y los cabellos y las ropas del Señor, y ahora ya la brisa, dejan fragancia del ungüento de nardo de la mujer que pecó.
La mañana de la aldea y del monte se rebulle muy mansa entre el abrigo del sol; y dentro del caliente halago aun queda un poco de la desnudez del último frío.
El Señor se para y calla aspirando, por recoger más la delicia del aliento del día. Está todo redundado del precioso aroma. Un aroma promete una imprecisa felicidad, alumbra una evocación de belleza, es un sentirse niño, acariciado como niño siendo poderoso. Pero en la prometida felicidad siempre pasa un presentimiento de pena.
Los textos de El humo dormido aparecieron originariamente en La publicidad, un periódico de Barcelona, en entregas quincenales o mensuales, entre el 28 de febrero de 1918 y el 31 de enero de 1919, con una larga interrupción desde el 25 de septiembre hasta enero. Intercaladas en ese proceso, las tablas aparecieron durante la Semana Santa de 1918 o en las fechas litúrgicas correspondientes a la Ascensión, San Juan, San Pedro y San Pablo o Santiago, patrón de España.
Abre la reedición en Drácena, que sigue recuperando la obra de Miró, un prólogo de Gastón Segura -‘Una invitación a El humo dormido’- en donde, además de destacar su influencia sobre los poetas del 27, explica la construcción del libro e indaga en su sentido a partir de la importancia crucial del tiempo con estas palabras: “Miró consideró al tiempo en El humo dormido inherente al acto de recordar, porque solo mientras se rememora -o sea, tras el paso del tiempo-, las experiencias son susceptibles de ser despertadas en su verdadero y universal sentido -o en su realidad última y común-; acontecimiento perseguido por cada una de las estampas de este libro. En definitiva; en Miró, el tiempo, en su otorgar lejanía al suceso, le confiere, a su vez, la experiencia imprescindible al sujeto -sea el escritor o sea el lector- para invocarlo con la certeza de despertar su verdadero significado en la existencia.”
Los doce textos que figuran bajo el epígrafe El humo dormido forman parte de la misma serie que el Libro de Sigüenza, Del huerto provinciano y Años y leguas, mientras que los diez capítulos de las Tablas del calendario tienen una evidente relación con Figuras de la Pasión del Señor.
Atravesados por una potente sensorialidad descriptiva que une imagen y sentimiento en su capacidad evocadora, los textos de El humo dormido surgen de recuerdos emocionales y evocaciones plásticas de la infancia y la juventud, de la recreación de atmósferas y la personificación del paisaje en una naturaleza animada y del protagonismo de la temporalidad y la mirada, de la emoción y la memoria, metaforizados en conjunto en esa imagen del humo dormido que recorre el libro para recrear también espacios interiores, como en este párrafo:
La casona, grande y muda como el huerto. Los viejos muebles semejaban retablos de ermitas abandonadas; había consolas recias y ya frágiles, arcones, escabeles, dos ruecas, floreros de altar, estampas bajo vidrios, una piel de oveja delante de un estrado de damasco donde no se sentaba nadie, lechos desnudos desde que se llevaron los cadáveres de la familia, y la cama de dosel y columnas del caballero, su cama aun con las ropas revueltas, de la que se arrojó de un brinco recrujiendo espantoso por la tos asmática de la madrugada... El comedor, que huele a frío y soledad, y, al lado, un aposento angosto y encalado, pero con mucho sol que calienta los sellos de plomo, los pergaminos, las badanas de las ejecutorias, de las escrituras, de los testamentos que hay en los nichos de la librería, en la velonera y hasta en los ladrillos; y penetraban en el aposento, quedándose allí como dentro de una concha, las voces menuditas y claras de las eras de Medina, rubias y gloriosas de cosecha, joviales de la trilla.
"La perfección de la prosa es en Miró impecable e implacable", escribió Ortega. Incluso en pasajes tan ásperos como este, en el que evoca el asesinato de una vieja vendedora de altramuces:
El portal y las bardas, bardas con vidrios y calabaceras velludas, se agusanaban de rapaces y mujeres de andrajos y desnudez pringosa. Penetramos en el tumulto y hedor de carne agria, de cabellos aceitosos, de vida cruda, de casta; gritos de fauces rojas, aliento de desolladura, risadas que parecían revolcarse en la sangre de los oídos clavados de la muerta. Disputaban imaginando su agonía: cómo debieron de agarrarla y trabarle las manos flacas y pajizas, que recordaban las patas de una gallina cocida; cómo le crujiría el pecho cuando le pusiera el asesino la rodilla para la fuerza de hincar la aguja. La aguja estaba doblada.
Me acongojé sintiéndome entre ellos, creyéndome entre ellos para siempre, chillando, sudando, oliendo lo mismo... Y para aliviarme me asomé al portal de la asesinada.
En lo hondo bullían unos hombres. Me dijeron que eran la Justicia. Yo nunca había visto la Justicia. Con el pie o con su bastón iban removiendo aquellos hombres todo el ajuar; harapos de mantas, cabezales, un cántaro sin asas, una escudilla de arroz, donde comería el gato y la vieja; una orza de engrudo, papeles ya cortados para los molinillos, tizones, esparteñas; todo lo hurgaban.
El tiempo, la memoria y la inocencia, el espíritu y la materia se convierten en motores de la palabra creadora de estos textos en los que la emoción y las sensaciones son raíces de la creación estética. Textos que reflejan la percepción del instante inmortalizado en la escritura, a través de una sensibilidad que relaciona el mundo del autor con el del lector en un conjunto elaborado de emociones, sensaciones y recuerdo para evocar no el tiempo perdido proustiano, sino el que se gana cuando lo recupera la memoria:
Desde la escalera de granito desnudo, oíamos el pisar reposado de mi padre, que esperaba en los claustros para besarnos antes.
Era muy tasada la visita de esa noche; y es la que más limpiamente sube del humo dormido. Nos vemos muy hijos; tocando y aspirando las ropas que aun traen el ambiente de casa y la sensación de las manos de la madre entre los frescos olores del camino. Le buscábamos los guantes, el bastón, lo íntimo del sombrero, todo como un sándalo herido. Le contemplábamos en medio de un arco claustral, sobre un fondo de estrellas y de árboles inmóviles de jardín cerrado.
Santos Domínguez