Walter Besant.
Henry James.
Robert Louis Stevenson.
El arte de la ficción.
Introducción de Álvaro Uribe.
Traducción de Juan José Utrilla.
Firmamento. Cádiz, 2022.
“Cualquiera, suponen, puede escribir una novela; por consiguiente, ¿por qué no sentarse y escribir una? Yo no estoy dispuesto a decir una sola palabra que pueda desalentar a quienes se sientan atraídos por esta rama de la literatura; por lo contrario, los alentaría de todas las maneras posibles. Empero, desearía que enfocaran su trabajo desde el principio con la misma apreciación seria y grave de su importancia y de sus dificultades con que suele emprenderse el estudio de la música y de la pintura. En pocas palabras, quisiera que desde el principio mismo su espíritu estuviese plenamente poseído por la idea de que la ficción es un arte, y que, como las demás artes, está gobernado por ciertas leyes, métodos y reglas, que lo primero que tienen que hacer es aprenderlos.
Así pues, ante todo es un auténtico arte. Y es el más antiguo, porque tal vez se le conoció y practicó mucho antes de que la pintura y sus hermanas estuviesen en existencia o siquiera se pensara en ella; es más antiguo que ninguna de las musas, de cuya compañía ha sido excluido todo el que escribe relatos. Es el arte más extensamente difundido, porque no es desconocido por ninguna raza de hombres bajo el sol”, escribía Walter Besant (1836-1901) en
El arte de la ficción, uno de los tres ensayos que forman parte de la recopilación que con ese título publica
Firmamento.
Ese primer ensayo, que fue el texto de una conferencia dictada por el prolífico y popular narrador el 25 de abril de 1884 en la Royal Institution de Londres y luego difundida en la prensa, provocó la reacción de Henry James y Robert Louis Stevenson, aludidos elogiosamente por Besant, que propone en su texto ocho normas -algo ingenuas y elementales- sobre la técnica de escritura de novelas, concebidas por él como una representación de la vida: desde la importancia de la observación y la experiencia hasta el cuidado del estilo, pasando por la caracterización de los personajes.
James, que era ya un maestro reconocido, publica unos meses después su matizada y condescendiente réplica en Longman's Magazine con el mismo título -“El arte de la ficción”- para hacer una crítica de Besant, que “está errado al tratar de decir tan definitivamente, y de antemano, cómo deberá ser la buena novela”, y defender la libertad creadora del novelista en la representación de “la ilusión de la vida” en un ensayo sólido y profundo, propio de su madurez creativa y de su potencia intelectual.
Stevenson usará esa misma revista en diciembre de 1884 para reflexionar sobre la novela en “Una humilde amonestación”, una contrarréplica admirativa dirigida a Henry James. Frente a la expresión “arte de la ficción”, Stevenson -tan distinto a James en su práctica novelística- propone una concepción del género como “arte de la narrativa ficticia en prosa” que, frente a la idea de la novela como representación de la vida, reivindica la diferencia con la vida real como objetivo de la narrativa.
Cruzaban así sus opiniones dos novelistas que -señala Álvaro Uribe en su prólogo, ‘El arte de la conversación’- “en vez de practicar a expensas del otro el arte elusivo de la ficción o, según se vea, de la narrativa ficticia en prosa, decidieron de consuno dedicarse de ahí en adelante, de viva voz o por escrito, al arte originario del que toda literatura deriva y en el que desemboca toda literatura: el arte no ficticio y casi siempre amistoso de la conversación.”
Los tres textos constituyen en todo caso una muestra de las distintas perspectivas de aproximación a la teoría y la práctica de la narración por parte de tres autores muy diferentes, lo que contribuye a enriquecer la pluralidad de enfoques sobre un género que a finales del siglo XIX, en el que había sido una forma literaria fundamental, estaba en una encrucijada. Se había iniciado ya, como reflejan estos textos, un decisivo proceso de transformación que llevaría a la novela de ser un espejo a lo largo del camino a crear un mundo autónomo como edificio verbal que funda su propia realidad.
Santos Domínguez