Mary Beard.
Doce Césares.
La representación del poder
desde el mundo antiguo hasta la actualidad.
Traducción de Silvia Furió
Crítica. Barcelona, 2021.
“Seguimos
todavía rodeados de emperadores romanos. Hace casi dos milenios que la
ciudad de Roma dejó de ser la capital de un imperio y, sin embargo, hoy
en día, por lo menos en Occidente, casi todo el mundo reconoce el
nombre, y a veces incluso el aspecto, de Julio César o de Nerón. Sus
rostros no solo nos escrutan desde las estanterías de los museos o las
paredes de las galerías, sino que protagonizan películas, anuncios y
viñetas en los periódicos. Para un caricaturista resulta muy fácil (con
una corona de laurel, una toga, una lira y un fondo en llamas) convertir
a un político moderno en un «Nerón tocando la lira mientras Roma arde»,
y gran parte del público capta el sentido. A lo largo de los últimos
quinientos años más o menos, estos emperadores y algunas de sus madres y
esposas, hijos e hijas, han sido reproducidos infinidad de veces en
pinturas y en tapices, en plata y cerámica, mármol y bronce. Estoy
convencida de que, antes de «la era de la reproducción mecánica», en el
arte occidental había más imágenes de los emperadores romanos que de
cualquier otra figura humana, a excepción de Jesús, la Virgen María y un
puñado de santos. Calígula y Claudio siguen resonando a través de los
siglos y los continentes con mayor potencia que Carlomagno, Carlos V o
Enrique VIII. Su influencia traspasa la biblioteca o la sala de
conferencias”, escribe Mary Beard en el Prefacio de Doce Césares, que publica Editorial Crítica en su Serie Mayor con traducción de Silvia Furió.
Espléndidamente
editado en un espectacular volumen con magníficas ilustraciones, es un
recorrido por dos milenios de la historia del arte, la política y la
cultura a través de “la representación del poder desde el mundo antiguo
hasta la actualidad”, como indica el subtítulo. Una representación con
imágenes pictóricas, escultóricas, cinematográficas o numismáticas que
desde la Roma imperial han dibujado el rostro del poder y le han
adjudicado la cara de los emperadores romanos.
De Julio César a
Vitelio, uno de los más representados, de Augusto a Nerón, de Tiberio a
Vespasiano, los retratos de los doce Césares de las dinastías
Julio-Claudia y Flavia, que gobernaron durante un siglo y medio y sobre
los que escribió Suetonio en el siglo II un libro del mismo título, han
mantenido vigentes unos modelos iconográficos que simbolizan el poder y
el prestigio en la cultura occidental:
Después del
Renacimiento europeo, las imágenes de los emperadores romanos, de las
estanterías de los museos y de otros lugares, despertaron intensas
pasiones a lo largo de varios siglos. Recreados en mármol y en bronce,
en pintura y en papel, convertidos en figuras de cera, plata y tapices,
reproducidos en los respaldos de sillas, en tazas de té de porcelana o
en vitrales pintados, los emperadores importaban. En el diálogo entre
presente y pasado, los rostros imperiales y las vidas imperiales se
exhibieron alternativamente, e incluso de forma simultánea, como
legitimadores del poder dinástico moderno, se cuestionaron como dudosos
modelos o se condenaron como emblemas de corrupción. Igual que las
imágenes controvertidas de nuestras modernas «guerras de esculturas»,
fueron objeto de debates sobre el poder y su descontento —y son un
recordatorio útil de que la función de los retratos conmemorativos no es
simplemente una celebración—. Pero sobre todo se convirtieron en
modelos para representar a los reyes y aristócratas y a cualquiera que
tuviese suficiente dinero para ser objeto de pintura o escultura. De
hecho, el género de la retratística europea hunde sus raíces en aquellas
diminutas cabezas de emperadores romanos de las monedas, igual que en
los bustos y estatuas de gran tamaño. No se trata de una mera
extravagancia de la moda que, por lo menos hasta el siglo XIX, tantas
estatuas de aristócratas, políticos, filósofos, soldados y escritores
luzcan togas o vestimenta militar romana.
A lo largo de dos
milenios, artistas y gobernantes han utilizado el legado de esas
imágenes cesáreas en pinturas, esculturas, monedas o tapices como una
forma directa de exaltación y representación del poder, porque “la
representación de los emperadores romanos inspiró a los antiguos
artistas y artesanos, les proporcionó trabajo y, sin duda, en ocasiones y
durante siglos, les aburrió o repelió. Era una producción a gran
escala, miles y miles de imágenes, que se extiende más allá de aquellas
cabezas de mármol o bronces”.
Representaciones que inundaron el
Imperio con aquellos signos del poder, como en el caso de Augusto: “En
el caso del emperador Augusto, que reinó durante cuarenta y cinco años,
desde el 31 a. e. c. hasta el 14 e. c., dejando de lado monedas y
camafeos y las numerosas identificaciones erróneas, el número de las
imágenes contemporáneas o casi contemporáneas de mármol o bronce
identificadas con bastante certeza halladas en todo el Imperio romano,
desde España hasta Chipre, asciende a más de doscientas, además de unas
noventa de su esposa Livia -que le sobrevivió-. Una conjetura razonable,
y no puede ser más que eso, sitúa estas cifras en el uno por ciento, o
menos, del total original, que quizás estuviera entre los veinticinco
mil y cincuenta mil retratos de Augusto en total.”
Con
abrumadoras muestras de erudición como esa, que nunca caen en la
pedantería y con un tono muy narrativo que excede el propio de un
estudio académico y se dirige a un público no especializado, Mary Beard
ha levantado un ensayo monumental que va más allá de lo iconográfico, lo
artístico o lo literario para convertirse también en un brillante
estudio sobre el culto al poder y los signos visibles de su presencia
propagandística en la sociedad, perpetuados en un proceso de conexiones
imperiales desde las monedas o las esculturas hasta la pintura y el
cine, porque -como explica la autora de SPQR y catedrática de
Cambridge- “desde la antigüedad, las imágenes de los emperadores romanos
han viajado por todo el mundo conocido, se han perdido, se han
descubierto de nuevo y confundido unos con otros; no somos la primera
generación que tiene dificultades a la hora de distinguir entre los
rostros de Calígula y de Nerón. Los bustos de mármol se han esculpido
una y otra vez, e incluso modificado, para convertir a un gobernante en
el siguiente, y se siguen creando nuevos, incluso hoy en día, en un
interminable proceso de copia, adaptación y recreación poco riguroso.”
Y
así, desde la Antigüedad y a través del Renacimiento, desde los Medici
hasta Napoleón, desde Roma hasta Oxford o París, desde Mantua a Madrid,
se estableció lo que Mary Beard define como “un patrón para los monarcas
modernos” con las esculturas de César y de Augusto, con poetas como
Lucano o pintores como Tiziano en su serie de once Césares, en un
itinerario iconográfico que llega hasta La dolce vita de Fellini o a la imagen de César en los cómics de Astérix y en sus adaptaciones cinematográficas.
“Las
imágenes de los emperadores -se lee en el Epílogo- todavía nos rodean,
en anuncios, periódicos y caricaturas, pero, podríamos decir, reducidas a
abreviaturas banales cuyo alcance ha quedado restringido a unos pocos
clichés comunes. Nerón y su «lira» es sin duda el más corriente y más
fácilmente reconocible, pero hoy en día no es tanto una meditación sobre
el poder, sino un símbolo listo para usar, desplegado para criticar a
cualquier político que no esté centrado en los problemas reales del
momento.”
Santos Domínguez