27/1/21

Emilia Pardo Bazán. Insolación


 La primera señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido de los limbos del sueño fue un dolor como si le barrenas en las sienes de parte a parte con un barreno finísimo; luego le pareció que las raíces del pelo se le convertían en millares de puntas de aguja y se le clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita, amarga y seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas ardían; latían desaforadamente las arterias; y el cuerpo declaraba a gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de la cama, no estaba él para valentías tales.
Suspiró la señora; dio una vuelta, convenciéndose de que tenía molidísimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró con garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y entreabrió las maderas del cuarto tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba y Asís exclamó con voz ronca y debilitada:
debilitada:
—Menos abierto... Muy poco... Así.
—¿Cómo le va, señorita?—preguntó muy solícita la Ángela (por mal nombre Diabla)—. ¿Se encuentra algo más aliviada ahora?
—Sí, hija..., pero se me abre la cabeza en dos.
—¡Ay! ¿Tenemos la maldita de la jaquecona?
—Clavada... A ver si me traes una taza de tila...
—¿Muy cargada, señorita ?
—Regular...
—Voy volando.
Un cuarto de hora duró el vuelo de la Diabla. Su ama, vuelta de cara a la pared, subía las sábanas hasta cubrirse la cara con ellas, sin más objeto que sentir el fresco de la batista en aquellas mejillas y frente que estaban echando lumbre.


Así comienza Insolación (Historia amorosa), la novela que Emilia Pardo Bazán publicaba en 1889 y que causaría un enorme escándalo entre sus primeros lectores y en críticos como Clarín, que la definió cruelmente como “el antipático poema de una jamona atrasada de caricias.”

Con aquella obra de su madurez narrativa e ideológica, la novelista gallega superaba el naturalismo que había practicado en sus novelas anteriores para iniciar una senda espiritualista caracterizada por la atención a la psicología de los personajes y a su libertad de comportamiento frente al determinismo naturalista.

Es exactamente el mismo proceso que estaba ocurriendo simultáneamente en los otros dos grandes novelistas del XIX español, Clarín y Galdós, que publicó ese mismo año La incógnita y Realidad, que exploraban el mismo camino novelístico que Insolación y Morriña, las dos novelas que la autora gallega publicó en 1889. 

Si en 2020 se conmemoró el centenario de la muerte de Galdós, en 2021 se cumplen cien años de la muerte de Emilia Pardo Bazán, cuyas relaciones con el novelista canario fueron mucho más allá de lo estrictamente literario.

Anticipándose a esas celebraciones, Reino de Cordelia publica una estupenda edición ilustrada con dibujos de Javier de Juan y prólogo -La gallega y el andaluz- de Luis Alberto de Cuenca de esta novela de ambiente madrileño pero sin madrileños que se inicia llamativamente con la resaca de su protagonista, la joven viuda Asís Taboada, marquesa de Andrade, sobre cuyo monólogo interior, un examen de conciencia, se sustentan los primeros capítulos, después de sus excesos en la romería de San Isidro en compañía de Diego Pacheco, mujeriego gaditano, “calaverón de tomo y lomo, decente y caballero sí, pero aventurero y gracioso como nadie, muy gastador y muy tronera” según un personaje femenino, “un donjuán hortera e insufrible” en palabras del prologuista.

En torno a esos dos protagonistas gira la acción de la novela, en la que un tercer personaje, el contradictorio y estrafalario comandante de artillería Gabriel Pardo de la Lage, asume el papel de confidente y consejero de Asís Taboada.

Más allá de la anécdota que suma insolación y exceso alcohólico en el desorden de la conducta de la respetable viuda, lo que plantea Pardo Bazán en la novela es un cambio de conducta de la protagonista, su crisis personal, su evolución psicológica y ética desde la soledad al amor y la afirmación de su libre voluntad y sus impulsos en materia amorosa y sexual frente a las convenciones sociales. 

Insolación narra un proceso de transgresión de los códigos morales y sociales a los que debía atenerse en aquellos años una mujer de clase alta, es la historia de un conflicto entre la conciencia y el deseo que acaba resolviéndose a favor de este último.

El humor crítico y una aguda ironía recorren las páginas de esta novela madrileña que transcurre en la Pradera de San Isidro y en las Ventas del Espíritu Santo, los dos focos espaciales más significativos de una acción que discurre también por Recoletos, el Retiro o los jardines del Prado.

El hábil y eficaz uso del estilo indirecto libre es seguramente el rasgo técnico más sobresaliente de Insolación. Ese procedimiento permite las transiciones de la voz del narrador a la de la protagonista, que evoca así el ambiente de la romería, antes de sufrir la insolación:

Convencidos ya de que no existía fonda ni sombra de ella, o de que nosotros no acertábamos a descubrirla, miramos a nuestro alrededor, eligiendo el merendero menos indecente y de mejor trapío. Casi en lo alto del cerro campeaba uno bastante grande y aseado; no ostentaba ningún rótulo extravagante, como los que se leían en otros merenderos próximos, verbigracia: «Refrescos de los que usava el Santo». «La mar en vevidas y comidas». «La Brillantez: callos y caracoles». A la entrada (que puerta no la tenía) hallábase de pie una chica joven, de fisonomía afable, con un puñal de níquel atravesado en el moño: y no había otra alma viviente en el merendero, cuyas seis mesas vacías me parecieron muy limpias y fregoteadas. Pudiera compararse el barracón a una inmensa tienda de campaña: las paredes de lona: el techo de unas esteras tendidas sobre palos: dividíase en tres partes desiguales, la menor ocultando la hornilla y el fogón donde guisaban, la grande que formaba el comedor, la mediana que venía a ser una trastienda donde se lavaban platos y cubiertos; pero estos misterios convinimos en que sería mejor no profundizarlos mucho, si habíamos de almorzar. El piso del merendero era de greda amarilla, la misma greda de todo el árido cerro: y una vieja sucia y horrible que frotaba con un estropajo las mesas, no necesitaba sino bajarse para encontrar la materia primera de aquel aseo inverosímil.
Tomamos posesión de la mesa del fondo, sentándonos en un banco de madera que tenía por respaldo la pared de lona del barracón. La muchacha, con su perrera pegada a la frente por grandes churretazos de goma y su puñal de níquel en el moño, acudió solícita a ver qué mandábamos: olfateaba parroquianos gordos, y acaso adivinaba o presentía otra cosa, pues nos dirigió unas sonrisitas de inteligencia que me pusieron colorada. Decía a gritos la cara de la chica: «Buen par están estos dos... ¿Qué manía les habrá dado de venir a arrullarse en el Santo? Para eso más les valía quedarse en su nido... que no les faltará de seguro». Yo, que leía semejantes pensamientos en los ojos de la muy entremetida, adopté una actitud reservada y digna, hablando a Pacheco como se habla a un amigo íntimo, pero amigo a secas; precaución que lejos de desorientar a la maliciosa muchacha, creo que sólo sirvió para abrirle más los ojos. Nos dirigió la consabida pregunta:
-¿Qué van a tomar?
-¿Qué nos puede usted dar? -contestó Pacheco-. Diga usted lo que hay, resalada..., y la señora irá escogiendo.
-Como haber..., hay de todo. ¿Quieren almorzar formalmente?
-Con toa formaliá.
-Pues de primer plato... una tortillita... o huevos revueltos.
-Vaya por los huevos revueltos. ¿Y hay magras?
-¿Unas magritas de jamón? Sí.
-¿Y chuletas?
-De ternera, muy ricas.
-¿Pescado?
-Pescado no... Si quieren latas... tenemos escabeche de besugo, sardinas...
-¿Ostras no?
-Como ostras..., no señora. Aquí pocas cosas finas se pueden despachar. Lo general que piden... callos y caracoles, Valdepeñas, chuletas.
-Usted resolverá -indiqué volviéndome a Pacheco.
-¿He de ser yo? Pues traíganos de too eso que hemos dicho, niña bonita..., huevos, magras, ternera, lata de sardinas... ¡Ay!, y lo primero de too se va usted a traer por los aires una boteya e mansaniya y unas cañitas... Y aseitunas.
-Y después... ¿qué es lo que les he de servir? ¿Las chuletas antes de nada?
-No: misté, azucena: nos sirve usted los huevos, luego el jamón, las sardinas, las chuletitas... De postre, si hay algún queso...
-¡Ya lo creo que sí! De Flandes y de Villalón... Y pasas, y almendras, y rosquillas y avellanas tostás...
-Pues vamos a armorsá mejor que el Nuncio.
Esto mismo que exclamó Pacheco frotándose las manos, lo pensaba yo. Aquellas ordinarieces, como diría mi paisano el filósofo, me abrían el apetito de par en par. Y aumentaba mi buena disposición de ánimo el encontrarme a cubierto del terrible sol.

Santos Domínguez