7/2/18

Cheever. Cuentos


John Cheever. 
Cuentos.
Traducción de  José Luis López Muñoz 
y Jaime Zulaika 
Epílogo de Rodrigo Fresán. 
Literatura Random House. Barcelona, 2018.

“Publicar una edición definitiva de cuentos cuando uno está al final de los sesenta años me parece, como escritor norteamericano, una ocasión tradicional y digna, de ninguna manera eclipsada por el hecho de que la mayoría de los cuentos de esta colección fueron escritos en ropa interior”, afirmaba John Cheever en un breve ensayo escrito poco después de preparar la selección de sus cuentos que publicó en octubre de 1978 con el título The Stories of John Cheever.

Cerraba esa amplia selección de sus cuentos, con la que al año siguiente obtendría el Pulitzer, Las joyas de los Cabot, que Cheever consideraba su relato más ambicioso. Comenzaba con estas líneas:

Los funerales por el hombre asesinado se celebraron en la Iglesia Unitaria del pueblecito de St. Botolphs. La arquitectura de la iglesia era de estilo Bullfinch, con columnas y una de aquellas agujas etéreas que seguramente predominaban en los paisajes de hace un siglo. La ceremonia constituyó una selección fortuita de citas bíblicas terminadas en verso. «Descansa en paz, Amos Cabot, han cesado tus sufrimientos mortales…». La iglesia estaba llena. Cabot había sido un destacado miembro de la comunidad. En una ocasión había sido candidato a gobernador del estado. En el curso de su campaña, que duró alrededor de un mes, su foto apareció en cobertizos, paredes, edificios y postes telefónicos. No creo que la sensación de pasar por delante de un espejo móvil —veía su imagen en cada esquina— le incomodara tanto como a mí. (Una vez, por ejemplo, yo me hallaba a bordo de un ascensor en París y reparé en una mujer que llevaba un libro mío. Había una foto en la sobrecubierta y un retrato mío sobresalía por encima de su brazo. Yo quería la fotografía, supongo que para destruirla. Me parecía que el hecho de alejarse de mi lado con mi rostro debajo del brazo suponía una amenaza para mi dignidad. La mujer salió del ascensor en el cuarto piso y la separación de aquellas dos imágenes me desconcertó. Quise seguirla, pero me pregunté cómo podría explicar mis sentimientos en francés o en cualquier otro idioma). Amos Cabot no era así ni mucho menos. Contemplarse le resultaba divertido, y al perder las elecciones y desvanecerse su retrato (excepto en unos cuantos cobertizos en medio del campo, donde tardaron alrededor de un mes en despegarse), no pareció inmutarse.

Junto con ese título, Literatura Random House edita los otros sesenta cuentos seleccionados por el autor con traducciones de José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika y con un epílogo en el que Rodrigo Fresán hace un intenso recorrido por la narrativa breve de un autor imprescindible y define estos textos como "cuentos escritos por un dios. Un dios en calzoncillos, sí; pero convencido de que 'la literatura puede salvar al planeta.' Un dios que gozaba expulsando a sus criaturas del Edén."

Además de ese relato, otros como El marido rural, La geometría del amor, La muerte de Justina, Una visión del mundo, Reunión o El nadador forman parte ineludible del canon del cuento contemporáneo.

“Soberbio artista” llamó Harold Bloom a este creador meticuloso en cuyos relatos cada palabra está medida y puesta al servicio de una mirada ácida sobre las zonas de sombra del sueño americano de la clase media. 

“Estos relatos – escribía Cheever en el Prefacio con que presentaba su amplia antología- se remontan a mi honorable licenciamiento del ejército, al final de la segunda guerra mundial. Están en orden cronológico, si no me falla la memoria, y los textos más embarazosamente inmaduros han sido eliminados. A veces parecen historias de un mundo hace tiempo perdido, cuando la ciudad de Nueva York aún estaba impregnada de una luz ribereña, cuando se oían los cuartetos de Benny Goodman en la radio de la papelería de la esquina y cuando casi todos llevaban sombrero. Aquí está el último de aquella generación de fumadores empedernidos que por la mañana despertaban al mundo con sus accesos de tos, que se ponían ciegos en las fiestas e interpretaban obsoletos pasos de baile, como el Cleveland chicken, que viajaban a Europa en barco, que sentían auténtica nostalgia del amor y la felicidad, y cuyos dioses eran tan antiguos como los míos o los suyos, quienquiera que sea usted. Las constantes que busco en esta parafernalia a ratos anticuada son cierto amor a la luz y cierta determinación de trazar alguna cadena moral del ser. Calvino no desempeñó ningún papel en mi educación religiosa, pero su presencia parecía habitar en los graneros de mi juventud, y quizá me dejó cierta indebida amargura.” 

A medio camino entre la tragedia y la comedia, los relatos de Cheever son la expresión narrativa de una mirada crítica hacia el sueño americano y sus vacíos éticos, hacia la agridulce vida cotidiana de personajes que viven en urbanizaciones en las afueras de Nueva York. 

Bajo la apariencia engañosamente feliz de los barrios residenciales o los lugares de veraneo en los que viven, esos seres tienen la condición de expulsados del paraíso y arrastran existencias sórdidas que se mueven entre la hipocresía y la rutina, el alcohol y el secreto, el fracaso y la soledad.

Además de la innegable calidad de su prosa, los relatos de Cheever son técnicamente irreprochables. Tienen como columna vertebral al personaje más que el argumento o la trama y en ellos brilla la capacidad del autor para la creación de atmósferas, para la percepción del detalle significativo o su dominio de la elipsis narrativa. 

Son -escribe Rodrigo Fresán en el epílogo- “ficciones que podían parecer caricias pero que, en realidad, mordían la mano que le daba de comer. Y, es pertinente aclararlo, mordían y sigue mordiendo más con amor que con odio. Y la marca de sus dientes no busca la amarga condena sino, por lo contrario, contagiar la amable rabia de una agridulce redención.”

Cheever distinguía en sus cuentos entre los que estaban escritos desde dentro o desde fuera, una cuestión que afecta al punto de vista, pero que más allá de la técnica tiene consecuencias directas en la implicación del narrador en el relato, en su paso de la ironía distante a la comprensión piadosa, de la literatura como penitencia a la literatura como salvación, como esa “agridulce redención” de la que habla Rodrigo Fresán. 

La intensidad y la precisión son las señas de identidad de los relatos de este autor imprescindible que reunió casi treinta años de narrativa breve en esta selección. Una selección que resume el mundo narrativo de uno de los maestros estadounidenses del género, que fijaba su concepción de la escritura en estas líneas de sus Diarios:

Escribir bien, con pasión, con menos inhibiciones, ser más cálido, más autocrítico, reconocer el poder de la lujuria tanto como su fuerza, escribir, amar. (…) No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad, escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento –creo entreverlo en sueños–, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo, amenazado por un extraño en la oficina de correo, un rostro apenas entrevisto en la ventanilla de un tren; escribir sobre los continentes y las poblaciones de nuestros sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo.

Santos Domínguez