Robert Byron.
Europa en el parabrisas.
Edición, introducción y notas
de José Jesús Fornieles Alférez.
Confluencias Editorial. Almería, 2013.
Con la frescura de un viajero adolescente, Robert Byron escribió Europa en el parabrisas, el relato de un viaje por Italia y Grecia en agosto y septiembre de 1925.
Con edición, introducción y notas de José Jesús Fornieles Alférez, inaugura en la Editorial Confluencias la colección Robert Byron de literatura de viajes.
Con la mirada asombrada del joven de 20 años que era entonces, Byron (1905-1941), londinense de Wembley, fue anotando sus impresiones de viaje con una espontaneidad que seguramente es la clave que explica que estos textos hayan resistido tan bien el paso del tiempo desde aquella época en que viajar era todavía una aventura.
Quizá por su apellido, tan vinculado a Grecia desde su antepasado, ese país y su paisaje fueron un constante referente cultural y vital para Robert Byron, que hizo este viaje con dos compañeros, David y Simon, a bordo de un automóvil, un Sunbeam al que bautizan como Diana.
Su propósito, inusual en un viajero inglés, era contribuir a crear una conciencia europea al proporcionar una imagen del continente en un momento tan crítico para Europa como el periodo de entreguerras.
Organizado en dos partes, una que tiene como centro Italia y otra que se desarrolla en Grecia, la primera arranca del puerto de Grimsby y desde Hamburgo se mueve por territorio alemán y austriaco hasta Italia, mientras que la segunda entra en Grecia desde el puerto de Brindisi, por Patras, que les sonaba mejor como destino que El Pireo, aunque dificultase la llegada a Atenas.
Y en el parabrisas del automóvil se suceden lugares e impresiones: la atmósfera agradable de Berlín, Nuremberg -un lugar sin atmósfera-, el elogio de Múnich y la decepción de Salzburgo o Innsbruck, un sitio con poco interés y poca comida.
Y de Austria a una Italia calurosa y polvorienta bajo el fascismo: Verona y la huella veneciana de sus edificios, la final de la copa de Italia de fútbol en Bolonia, Ferrara (una somnolienta ciudad mercantil), una Florencia tórrida con cipreses y cúpulas sobre el Arno, Siena (la reina entre las ciudades de las colinas), la pobreza de la luz eléctrica de Perugia, los jardines de Viterbo, Roma y el indefinible color de sus fachadas o Nápoles a la orilla de un mar de luces para llegar a un Brindisi con mosquitos hacia Corfú y Patras.
La llegada en una madrugada fangosa al golfo de Corinto marca el comienzo de la segunda parte. A poco de llegar al puerto de Patras, donde hay una cárcel para morosos porque en esa Grecia no había bancarrotas para los pobres: había prisión por impago, un erizo le provoca una cojera tipo Byron, que no le impide llegar a Atenas.
Y allí, en primer lugar, la decepción ante el Partenón y la admiración por la escultura griega, el respeto a las tradiciones inglesas en Atenas y el culto por Lord Byron en una Grecia que seguía viendo en Inglaterra a su hada madrina.
Las tiendas de la ciudad, los cafés y los caballos, los baños en el Egeo a la luz de la luna y un viaje a Rávena - no hay nada comparable a Rávena en Europa- y el Dodecaneso son el preámbulo de una despedida dolorosa para volver por Messina, Marsella y París antes de cruzar el Canal de la Mancha hasta Dover.
Tres meses después, Robert Byron evoca este viaje para declarar que se siente, además de inglés, europeo, con un tono tan poco solemne como el de este párrafo, que permite admirar también la calidad de la traducción de José Jesús Fornieles :
El turista que llega y mira y admira la Acrópolis, desvía la mirada cuando llega a la ciudad, como si se tratara de una Afrodita con bocio. Nunca se han dedicado a esta ciudad los panegíricos sobre la belleza y atmósfera encantadoras de otras ciudades. ¿Quién no ha leído sobre las glorias de Viena, esa inmensa Bloomsbury decadente, o del esplendor de la húngara Budapest, una especie de Bradford sobre el Danubio, dominada por un edificio similar al Piccadilly Hotel? Desde niños sabemos por el corresponsal del Times cosas sobre Sofía o Belgrado; Madrid está llena de pinturas, Copenhague de bicicletas, y Cristiania ha cambiado su nombre por Oslo; pero Atenas nos sigue pareciendo tan poco familiar como Lhasa.
Santos Domínguez