7/2/13

La conjura de los necios


John Kennedy Toole.
La conjura de los necios.   
Traducción de J.M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez.
Anagrama. Otra vuelta de tuerca. Barcelona, 2013.


Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él.

De esa cita de Jonathan Swift toma su título una de las novelas más leídas del siglo XX. Medio siglo después de terminada y cuando acaban de cumplirse treinta años de la primera edición en español, Anagrama recupera, con la espléndida traducción de J.M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez, La conjura de los necios, de John Kennedy Toole (1937-1969), que se suicidó doce años antes de que la obra se editara en la Universidad de Louisiana gracias a la insistencia de su madre.

Ignatius J. Reilly, una explosiva mezcla de Bart Simpson, Falstaff y Torrente, es el eje de una novela de personaje, tradicional en la técnica, en la forma y en la estructura, pero extraordinariamente renovadora en su manera de enfocar la realidad y en su mezcla de humor y amargura, de crítica y sarcasmo.

Ácida y corrosiva, ambientada en la Nueva Orleans -la desvergonzada capital del vicio del mundo civilizado /.../ famosa por sus jugadores, prostitutas, exhibicionistas, anticristos, alcohólicos, sodomitas, drogadictos, fetichistas, onanistas, pornógrafos, estafadores, mujerzuelas, por la gente que tira la basura a la calle, por sus lesbianas...- en la que nació y donde transcurrió la mayor parte de la vida del autor, no es difícil rastrear en la novela las huellas de una existencia descabalada, excéntrica y problemática.

Kennedy Toole proyectó en La conjura de los necios sus frustraciones y sus paranoias, sus problemas con el alcohol y su relación con una madre castrante y sobreprotectora, la soledad de su homosexualidad reprimida y sus neurosis, su aislamiento y su sobrepeso en una autoricaricatura antiheroica a la que llamó Ignatius J. Reilly.

Y de ese cóctel inflamable surgió una novela irrepetible que provoca tanto la hilaridad como la tristeza en los millones de lectores que ha tenido la novela desde su publicación en 1980.

Pero no solo el protagonista –“una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno”, como señala Walker Percy en su prólogo– entra en el elenco de personajes inolvidables que pueblan La conjura de los necios.

Burma Jones, el portero negro del cabaret Noche de alegría, de Lana Lee, donde trabaja la stripper Darlene con su inseparable cacatúa; el inútil patrullero Mancuso; Myrna Minkoff, la amiga revolucionaria de Ignatius, con quien mantiene una grotesca relación epistolar; la injubilable Miss Trixie, octogenaria furiosa con la dentadura postiza bailona; la insoportable señora Reilly, madre de Ignatius, con arturitis en el codo y adicta al moscatel, o Dorian Greene, el lánguido activista gay, son algunos de los secundarios que forman el puzzle de una narración delirante y vertiginosa en la que resuenan los ecos de Swift y de Cervantes, de Rabelais y de Dickens.

En un mundo al que le faltan geometría y teología, Ignatius es un inadaptado que se niega a «mirar hacia arriba». El optimismo me da náuseas. Es perverso. La posición propia del hombre en el universo, desde la Caída, ha sido la de la miseria y el dolor.

Santos Domínguez