Italo Calvino.
La gran bonanza de las Antillas.
Traducción de Aurora Bernárdez.
Biblioteca Calvino. Siruela. Madrid, 2012.
Teníais que oír a mi tío Donald, que había navegado con el almirante Drake, cuando empezaba a contar una de sus aventuras.
–¡Tío Donald, tío Donald! –le gritábamos al oído cuando veiamos el fulgor de una mirada asomarse entre sus párpados perennemente entrecerrados–, ¡cuéntanos qué pasó la vez aquella de la gran bonanza de las Antillas!
–¿Eh? Ah, bonanza, sí, sí, la gran bonanza... –empezaba con voz temblorosa–. Estábamos en el mar de las Antillas, avanzábamos como un caracol, por el mar liso como de aceite, con todas las velas desplegadas para atrapar algún raro soplo de viento. Y entonces nos encontramos a tiro de cañón con un galeón español. El galeón estaba parado, nosotros también nos paramos y allí, en medio de la gran bonanza, empezamos a desafiarnos. Nosotros no podíamos pasar, ellos no podían pasar.
Así comienza un cuento que Italo Calvino publicó en 1957 en la revista Città Aperta. De ese relato, La gran bonanza de las Antillas, uno de los mejores de toda su trayectoria narrativa, toma su título el volumen que Siruela incorpora a su Biblioteca Calvino.
Con traducción de Aurora Bernárdez, se recogen en este volumen una parte de los cuentos escritos entre 1943 y 1984 por Italo Calvino. Organizados en dos secciones, Apólogos y cuentos (1943-1958) y Cuentos y diálogos (1968-1984), son una muestra significativa de la evolución del mundo literario de Calvino, desde las formas más breves de la primera parte a los textos más complejos de la segunda fase.
Vemos crecer así un mundo literario consistente que oscila entre dos extremos, el realismo y la literatura fantástica o entre lo cotidiano y lo extravagante pasando por la narración de carácter alegórico, y se alimenta por igual del sentido crítico y el humor irónico, de la verosimilitud y la imaginación proyectada en las memorias ficticias de Casanova o en las entrevistas imaginadas con Moctezuma o el hombre de Neanderthal.
En 1979, veintidós años después de publicar La gran bonanza de las Antillas, Calvino escribía un comentario explicativo de este cuento. Empezaba con estas líneas:
He releído La gran bonanza de las Antillas. Tal vez sea la primera vez que releo este cuento desde entonces. No lo encuentro envejecido, y no sólo porque se sostiene como cuento en sí, independientemente de la alegoría politica, sino porque el contraste paradójico entre lucha encarnizada e inmovilidad forzada es una situación típica, tanto político–militar como épico–narrativa, tan vieja por lo menos como la Ilíada, y resulta natural referirla a la propia experiencia histórica. Como alegoría de la política italiana, pensando que han pasado veintidós años y que los dos galeones están siempre ahí, enfrentándose, la imagen resulta aún más angustiosa.
Como ese cuento, la mayoría de los que recoge este volumen no han envejecido o lo han hecho con la dignidad que se espera de la buena literatura, porque siguen hablando al lector de hoy de situaciones que están más allá o más acá de las circunstancias concretas que provocaron su escritura.
Porque, como se espera también de la buena literatura, su alcance sobrepasa su tiempo y su momento y se convierte a menudo en una profecía de su futuro, que es nuestro presente. Eso es exactamente lo que ocurre con el espléndido La tribu que mira al cielo, que termina con este párrafo, en el que está contenida gan parte de la esencia del mundo literario de Italo Calvino:
También yo, sentado en el umbral de la cabaña, miro estrellas y cohetes que aparecen y desaparecen, pienso en las explosiones que envenenan los peces del mar, y en las reverencias que se hacen, entre una explosión y otra los que deciden las explosiones. Quisiera entender más: ciertamente la voluntad de los dioses se manifiesta en estas señales, y en ellas está incluida también la ruina o la fortuna de nuestra tribu... Pero hay una idea que nadie me quita de la cabeza: que a una tribu que se fia solo de la voluntad de los bólidos celestes, por bien que le vaya, siempre le darán por sus cocos menos de lo que valen.
Santos Domínguez