8/3/10

El jardín de los suplicios



Octave Mirbeau.
El Jardín de los suplicios.
Traducción de Carlos Cámara
y Miguel Ángel Frontán.
El Olivo Azul. Córdoba, 2010.

Octave Mirbeau.
El Jardín de los Suplicios.
Traducción de Lluís Maria Todó.
Impedimenta. Madrid, 2010.

Llevaba algunos años agotada y la casualidad ha hecho que se publiquen simultáneamente dos reediciones de El jardín de los suplicios, una novela con la que Octave Mirbeau (1848-1917) hizo su contribución al decadentismo finisecular en 1899. Fue traducida inmediatamente al castellano en una edición de 1900 y en ella confluyen el naturalismo más extremo y el simbolismo más exquisito y ambicioso.

Extravagante y naturalista, perverso y lúcido, de Mirbeau dijo Tolstói que era el más grande escritor francés contemporáneo, el que mejor representa el genio secular de Francia.

La mezcla de eros y tánatos, de refinamiento y crueldad, de tortura y erotismo, de placer y dolor, de delicadeza floral y brutalidad humana en sus páginas de muerte y sangre, provocaron el escándalo en su tiempo y se pueden leer ahora en dos buenas traducciones de Lluís Maria Todó (Impedimenta) y de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán (El Olivo Azul).

Probable alegoría de la devastación colonialista, metáfora de la condición humana en la que se unen la belleza y la degradación, está organizada en dos partes precedidas de un Frontispicio sobre el crimen como instinto natural, lo que da lugar al relato de la experiencia del narrador.

La primera parte, En misión, resume la trayectoria política de ese narrador-protagonista que se embarca en Marsella para llevar a cabo una misión científica en Ceilán y en el viaje conoce a miss Clara.

De la tercera parte, El Jardín de los suplicios, toma su título la novela. Es la zona central de una prisión china en la que el narrador y la protagonista, su ya amante Clara, asisten a un museo de los horrores, a una antología de torturas que provocan la diversión y la excitación de Clara y el desconcierto del narrador:

¿es natural que busques la voluptuosidad en la podredumbre y que traigas la manada de deseos tuyos a exaltarse con los horribles espectáculos del dolor y la muerte? ¿No se trata, al contrario, de una perversión de esa Naturaleza cuyo culto invocas, tal vez para excusar lo que tiene de criminal y monstruoso tu sensualidad?

Es la sensualidad pervertida que nunca llegó a imaginar su contemporáneo Baroja, y que resume así el otro protagonista, el narrador:

Las Puertas de la Vida no se abren jamás si no es sobre la muerte, sólo se abren sobre los palacios y los jardines de la muerte. Y el universo aparece como un inmenso, como un inexorable Jardín de los Suplicios... Sangre por todas partes, y allí donde hay más vida, vedugos horribles que hurgan las carnes, sierran los huesos, arrancan la piel, con siniestras expresiones de alegría en sus rostros.
¡Oh, sí, el Jardín de los Suplicios! Las pasiones, los apetitos, los intereses, los odios, la mentira; y las leyes, y las instituciones sociales, y la justicia, el amor, la gloria, el heroísmo, la religión, son las flores monstruosas y los repulsivos instrumentos del eterno sufrimiento humano.

Son las flores del mal que Baudelaire había anticipado casi medio siglo antes que ese personaje femenino, ángel y diablo a la vez, que encarna para Mirbeau la mezcla de lo morboso y lo canalla, lo dulce y lo atroz como ingredientes de la transgresión decadentista.


Santos Domínguez