Ciro Alegría.
El mundo es ancho y ajeno.
Drácena Editorial. Madrid, 2022.
¡Desgracia!
Una culebra ágil y oscura cruzó el camino, dejando en el fino polvo removido por los viandantes la canaleta leve de su huella. Pasó muy rápidamente, como una negra flecha disparada por la fatalidad, sin dar tiempo para que el indio Rosendo Maqui empleara su machete. Cuando la hoja de acero fulguró en el aire, ya el largo y bruñido cuerpo de la serpiente ondulaba perdiéndose entre los arbustos de la vera.
¡Desgracia!
Rosendo guardó el machete en la vaina de cuero sujeta a un delgado cincho que negreaba sobre la coloreada faja de lana y se quedó, de pronto, sin saber qué hacer. Quiso al fin proseguir su camino, pero los pies le pesaban. Se había asustado, pues. Entonces se fijó en que los arbustos formaban un matorral donde bien podía estar la culebra. Era necesario terminar con la alimaña y su siniestra agorería.
Ese es el comienzo de El mundo es ancho y ajeno, la monumental novela con la que el peruano Ciro Alegría culminó su trayectoria literaria y logró una de las cimas de la literatura indigenista, la tendencia dominante en la novela hispanoamericana en los años treinta y cuarenta. En 1941 ganó el concurso de novela latinoamericana organizado por la editorial Farrar & Rinehardt, de Nueva York, al que había concurrido también Onetti con Tiempo de abrazar.
Ciro Alegría (1909-1967), de origen campesino, la escribió en el exilio en Chile, como sus dos novelas anteriores, La serpiente de oro y Los perros hambrientos. Si en la primera el escenario el río Marañón con su furia destructiva, y la selva del Amazonas, Los perros hambrientos se sitúa en las alturas andinas, como El mundo es ancho y ajeno, su novela más ambiciosa y de horizonte más amplio, que acaba de recuperar Drácena Editorial.
El eje de la novela es el conflicto entre los valores tradicionales de una comunidad indígena expulsada de sus tierras y la modernidad codiciosa y depredadora del latifundismo. Está construida como una novela-río que acumula distintos materiales narrativos y los desarrolla para dar sensación de totalidad con la sucesión de acontecimientos y una suma polifónica de voces y personajes, de diversos espacios y tiempos que dibujan un mural de la vida de los indígenas andinos a comienzos del siglo XX, encabezados por el alcalde Rosendo Maqui, que muere torturado y pasivo en la cárcel, y por su sucesor Benito Castro, dotado de una conciencia política más combativa e insurreccional.
Entre el lirismo de las potentes descripciones de la naturaleza y el ritmo épico de la acción, El mundo es ancho y ajeno es un alegato a favor de la causa indigenista y del contacto con la naturaleza frente a los poderes del Estado y de la oligarquía latifundista. Una novela social, de fondo ideológico y propósito político, una defensa del colectivismo y la solidaridad frente al individualismo.
Y una cima literaria que une descripción y narración en momentos tan brillantes como este, casi al final de la novela, cuando se produce el asalto que acabará en una masacre:
Por la falda del Rumi, con toda la rapidez que permite la violencia de la pendiente y la estrechez del sendero, suben los caporales. Desean llegar a las seis a la meseta y ya comienza a clarear y un único gallo canta en la hoyada. Los caballos resoplan acezando y ellos hunden las espuelas y se tragan la cuesta. Uno escucha el estruendo de la fusilería y da la voz. Lo oyen todos ya y vacilan entre regresarse o seguir. Pero otro estruendo próximo y sordo los saca de dudas. Enormes piedras resbalan cuesta abajo, estallando, describiendo parábolas llenas de ciega furia. Los caballos se espantan y atropellan y caen y ruedan. Algunos logran correr y apenas siguen las curvas del camino. Pero ya están sobre ellos las piedras y con desesperado miedo unos cuantos abandonan el sendero y vacilan entre los roquedales. Las piedras rebotan en desorden, como una tormenta de rocas, y una derriba a un jinete y otra sólo al caballo porque el jinete se ha arrojado antes, ocultándose en una oquedad. Y más y más piedras llegan y pasan. Mientras unas caen en el caserío, otras comienzan el descenso y, estén dentro del sendero o fuera de él, los vivos y los muertos continúan sufriendo el implacable embate. Las piedras bajan arrastrando a otras con ellas, descuajando arbustos, levantando polvo, indetenibles y mortales. Condorumi logra empujar una roca inmensa que retumba, brama y hasta chilla según caiga en lugar de tierra, de roca o de cascajo. En uno de sus enormes y pesados saltos avienta a un caballo como a una brizna por un despeñadero, y en otro echa un trágico viento sobre un caporal que corre a guarecerse bajo una peña. El bólido rueda por lo que fue chacra de trigo como si quisiera detenerse, pero luego toma impulso en una pendiente y arremete contra una casa y la destroza deteniéndose en medio de ella bajo una nube de polvo.
Son pocos los caporales que llegan a caballo a la tierra labrantía, siempre amenazados por las piedras, y pueden correr a campo traviesa alejándose de la zona convulsionada. Los demás han muerto o se han dejado caer para defenderse al pie de las grandes rocas. Los caballos han perecido en mayor número, pues los que no fueron cogidos, rodaron por escapar. Los caporales sobrevivientes se escurren, poco a poco, corriendo de breñal en breñal. A mediodía ya no queda ninguno en peligro. Un negro vuelo de aves carniceras planea sobre la cuesta.
Santos Domínguez