Olalla Castro Hernández.
Los sonidos del barro.
21é Premi Tardor.
Aguaclara. Alicante, 2016.
“Todavía juegan los perros de caza en el patio, pero las piezas no se les escaparán por mucho que corran ahora por el bosque”, escribía Kafka en el que seguramente es el más inolvidable de sus aforismos.
Inevitablemente lo recuerda el lector cuando lee ‘Algún día seremos su banquete’, que comienza así:
Hay bestias que nos siguen el rastro
y saben oír el crujir de las hojas
bajo nuestros pies,
a millas de distancia.
Distinguirán el sonido
de nuestros pasos pequeños,
por más que nos creamos tan descalzos.
Es uno de los poemas que Olalla Castro incluye en la parte central -El ruido de las bestias- de Los sonidos del barro, el espléndido libro con el que obtuvo el último Premio Tardor de poesía, que publica Aguaclara.
Entre el ruido, la onomatopeya y la palabra, entre el silencio y el sonido, como anuncian las cuatro citas iniciales del libro, en ese texto y en el resto de los que componen el conjunto la fragilidad de la existencia ocupa un lugar central.
El tiempo destructor, la injusticia y las cárceles, el recuerdo y los naufragios, la muerte o la música en las celdas no son más que variantes de ese eje de fragilidad que vertebra Los sonidos del barro, donde aparecen versos como estos, con los que empieza ‘Nunca te acerques a la orilla’:
¿Qué querrán de nosotros nuestras sombras?
El tiempo es una muerte diminuta
Que llena de guijarros los bolsillos.
Y ante todo eso se levanta la palabra propia como resistencia o la palabra ajena -El sonido de los otros- como salvación: las caminatas sin sonido de Walser y el ruido de K., que era el de las preguntas sin respuesta, el siseo de Alejandra Pizarnik o el avispero que zumbaba en las sienes de Virginia Woolf un momento antes de su huida definitiva.
Un libro que se cierra con Del barro más allá de los sonidos, la última sección, a la que pertenece 'El truco está en el juego de muñecas', en el que la escritura se convierte en desobediencia y construcción de un mundo propio:
Escribir:
jugar a los bolos con las teclas.
Derribar las palabras alineadas,
brillantes, que ya estaban ahí
cuando llegaste.
Hacerlas caer una por una,
fabricar la ilusión
de que nada está dicho.
Escribir:
el truco está en el juego de muñecas.
Santos Domínguez