Antonio Pau.
Rilke y la música.
Trotta. Madrid, 2016.
Rilke mantuvo con la música una relación problemática que empezó en la aversión y el rechazo que le producía un arte que veía como rival peligroso de la poesía, como una actividad incompatible con la poesía, que debía crear su propia música y escuchar la melodía de las cosas.
Probablemente exageró su incapacidad musical para reivindicar ese silencio creador que le permitiera oír el canto de las cosas. Y por eso en sus primeros poemas la música encarcela al alma y perturba la creatividad. Pero en sus últimos años cambió su actitud hacia la música. Algunas experiencias, como la música de Beethoven, y algunas lecturas le acaban revelando que, como los ángeles del Greco, la música une lo visible y lo invisible, lo terrenal y lo celeste desde el ámbito de lo misterioso.
Sobre ese proceso organiza Antonio Pau los quince capítulos de su ensayo Rilke y la música, que acaba de publicar Trotta. Una indagación que explora el lugar de la música en la poesía de Rilke tras su relación con algún compositor, o con pianistas y violinistas como Alma Moodie, con quien –aventura Antonio Pau- pasó la que quizá fuese la mejor tarde de su vida escuchando piezas de Bach en el castillo de Muzot.
Ese cambio de actitud se traduciría en sus poemas, y ya en 1918 Rilke está en condiciones de escribir su poema 'A la música'. Una música que ocupa un lugar central en las Elegías de Duino y en los Sonetos que dedicó a Orfeo, el padre de la música y la poesía.
A esas alturas de su obra la música aparece como un arte que arrebata y consuela. Ya no es la música que impedía el silencio creador: ahora es “agua de nuestra fuente” y “más que nosotros”, como escribió en su último poema de tema musical, el que dedicó al violonchelista Lorenz Lehr la tarde que le visitó en el torreón de Muzot para que le firmara un ejemplar de las Elegías.
Santos Domínguez