Philip Larkin.
Antología poética.
Edición de Damià Alou.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2016.
Con un amplio y profundo estudio introductorio abre Damià Alou la espléndida antología de Philip Larkin (1922-1985) que ha preparado para Cátedra Letras Universales y de la que explica: “Esta antología pretende ser, por una parte, un volumen donde se compendie lo más esencial de Larkin, y, por otra, una ventana a su producción inédita, que por motivos diversos no acabó formando parte de los volúmenes que publicara en vida un poeta tan exigente. Para ayudar al lector a acercarse a las distintas caras del personaje larkiano he englobado sus poemas en once apartados temáticos, y dentro de cada uno aparecen por orden cronológico.”
Una introducción a la poesía de Larkin que delimita su estilo en un tono de voz marcado por la oralidad y que además de proponer un recorrido temático por su trayectoria poética y por la creación del personaje que habla en sus poemas, completa un análisis pormenorizado y riguroso de sus poemas más relevantes como Viento de bodas, Ventanales, Las bodas de Pentecostés o Albada, un texto de 1977 que termina con estos versos:
Lentamente se hace de día, y la habitación cobra forma.
Es evidente como un guardarropa, lo que sabemos,
lo que hemos sabido siempre, sabemos que no podemos escapar,
pero no lo aceptamos. Algo tendrá que desaparecer.
Mientras tanto los teléfonos se agazapan, dispuestos a sonar
en oficinas cerradas, y todo este mundo indiferente,
intrincado y de alquiler comienza a despertar.
El cielo es blanco como arcilla, sin sol.
Hay trabajo que hacer.
Los carteros, como si fueran médicos, van de casa en casa.
Albada no formó parte de ninguno de los libros de Larkin, se publicó en el suplemento literario de The Times el 23 de Diciembre de 1977 y fue incluido póstumamente en los Collected Poems que se editaron en 1988.
Tal vez pensaba en textos como ese Georges Steiner cuando hablaba de la refinada indiferencia de Larkin, un notario de lo cotidiano y de la prosa del mundo, de lo cercano, el dolor, el fracaso y la angustia del hombre corriente.
Philip Larkin es quizá el poeta inglés moderno más popular y desde la aparición de Las bodas de Pentecostés se reveló como una de las voces más personales y renovadoras de la poesía inglesa. Heredero de una línea poética que viene de Thomas Hardy y Edward Thomas, su tono conversacional y cáustico y una emoción contenida que nunca se desboca en patetismo, encontró su propia voz en Engaños, un libro de 1955 con el que superó el simbolismo y las secuelas vanguardistas, y con Las bodas de Pentecostés y Ventanales –dos asombrosos éxitos comerciales de los que se vendieron miles de ejemplares- acabó de perfilar esa voz propia hecha con palabras sencillas como alas de pájaro.
Áspero y directo, insolente e incisivo, Larkin ejerció una influencia determinante también en la poesía norteamericana con ese libro que se publicaba en febrero de 1964 en Inglaterra y en octubre en Estados Unidos y se convertía en un éxito de ventas inmediato: en dos meses vendió 4.000 ejemplares y las reediciones se sucedieron con cadencia más propia de la narrativa que de la poesía.
Tras unos inicios juveniles con poemas marcados por la lectura de Yeats o con meros pastiches impostados de Auden, Larkin encuentra en la lectura de Thomas Hardy su modelo poético: una modesta atención a la realidad, una incursión en lo cotidiano es lo que le enseña esa poesía.
No se trata sólo de una cuestión de temas. El tono coloquial y la actitud de retraimiento ante el mundo sitúan esta poesía en las antípodas de Pound, Eliot o Auden.
En un artículo sobre Hardy, Philip Larkin habla de ese autor en términos que definen su propia poesía, su propia literatura: "No es un escritor trascendente, no es un Yeats, no es un Eliot; sus temas son los hombres, las vidas de los hombres, el tiempo y el paso del tiempo, el amor y el apagarse del amor."
Es justamente esa modestia de los temas la que define esta poesía y orienta su tono. Lo anota el propio Larkin: "Mis poemas se explican tan bien solos que cualquier comentario sería superfluo. Todos derivan de cosas que he visto, pensado o hecho, y dudo que entre sus temas haya nada extraordinario."
El dolor, el fracaso y la angustia, las humillaciones o el complejo por su tartamudez escolar y su voz aflautada, la dureza degenerativa de la vida cotidiana en la Inglaterra de posguerra son algunos de esos temas.
Larkin era bibliotecario en la Universidad de Hull, un lugar situado en el extremo oriental de Inglaterra. Lejos de todo, desde ese rincón periférico, un Larkin solitario y aislado escribe Las bodas de Pentecostés en un tono elegiaco que convive con la ironía para construir una poesía autobiográfica que tiene menos de confesión que de venganza y de ajuste de cuentas con los agravios de la vida:
La vida primero es tedio, luego miedo.
La utilicemos o no, pasa,
y deja lo que algo ajeno a nosotros eligió,
y la vejez, y luego el único fin de la vejez,
escribe al final de Dockery e hijo, uno de los mejores textos de un libro alejado a veces de un mundo de sombras industriales y del sonido gutural de los apeaderos bajo la niebla, de suburbios con solares de maleza y desperdicios. Otras veces, Larkin escribe una partitura compasiva como Sidney Bechet, el clarinetista más famoso de Nueva Orleans, al que está dedicado uno de los poemas más emocionados del libro.
La tonalidad discursiva de su poesía, leída por quienes no suelen leer poesía, no le resta altura a su estilo ni hondura a una actitud meditativa que se remonta desde el objeto cotidiano a la reflexión profunda y a menudo desalentada, como en Ventanales, uno de sus poemas más conocidos, que dio además título a su libro más famoso:
Cuando veo a un chaval y a una chavala
y pienso que él se la folla y ella
toma la píldora o lleva un diafragma,
sé que esto es el paraíso
que todos los viejos han soñado siempre:
ataduras y gestos arrinconados
como una cosechadora obsoleta,
y todos los jóvenes lanzándose por el tobogán
infinito de la felicidad. Y me pregunto si
cuarenta años atrás alguien me miró
y pensó: 'Eso sí ha de ser vida:
ya está bien de Dios y de sudar en la oscuridad
por culpa del infierno y lo demás, basta ya de callar
lo que piensas del cura. Él
y los que son como él se lanzarán por el tobogán
como putos pájaros libres.' Y de inmediato
más que palabras me viene el pensamiento de unos ventanales:
los vidrios bañados de sol,
y más allá, el aire de un azul intenso, que muestra
nada, y está en ninguna parte, y es infinito.
El tiempo y la soledad, la vejez y la muerte, la rebeldía y el sexo, el contraste entre el aquí y el allí, entre la realidad y el deseo, atraviesan toda la poesía de Larkin, recorrida por una voz reconocible y modulada en el tono incisivo, en la ironía turbia, en la amargura ante la dureza de la vida, en el pesimismo ante una realidad gris.
La poesía, señalaba Larkin en una reseña para la radio, debería comenzar con una emoción en el poeta, y acabar con esa misma emoción en el lector. El poema no es más que el instrumento de esa transferencia del poeta al lector.
De la traducción de Damià Alou, que ya había trasladado al español Las bodas de Pentecostés y parte de su Poesía reunida, el mejor elogio que se puede hacer es decir que cumple eficientemente la parte que le corresponde en esa transferencia de emociones que es la poesía para Larkin.
Santos Domínguez