Robert Walser.
Desde la oficina.
Selección y epílogo de
Reto Sorg y Lucas Marco Gisi
Traducción de Rosa Pilar Blanco.
Siruela. Libros del Tiempo. Madrid, 2016.
La luna nos mira desde fuera
y me ve languidecer como un pobre oficinista
bajo la mirada severa
de mi jefe.
Me rasco el cuello, turbado.
Nunca he conocido
el sol luminoso y duradero de la vida.
La penuria es mi sino;
tener que rascarme el cuello
bajo la mirada del jefe.
La luna es la herida de la noche,
y gotas de sangre las estrellas.
Acaso esté lejos de la felicidad plena,
pero a cambio me han hecho modesto.
La luna es la herida de la noche.
Con ese poema de Robert Walser, En la oficina, fechado entre 1897 y 1898, se abre Desde la oficina, el volumen que recopila los relatos de Walser en torno al mundo de la oficina y sobre la vida de los empleados, como indica el subtítulo de esta selección de textos que publicaron en 2011 Reto Sorg y Lucas Marco Gisi y que acaba de editar Siruela en su colección Libros del Tiempo con traducción de Rosa Pilar Blanco.
Un conjunto de veinte textos en los que Walser aborda la figura del empleado con una mirada contradictoria que se resume en el lema walseriano –“Obedece con gusto y se opone con facilidad”- que Reto Sorg y Lucas Marco Gisi han utilizado como título del espléndido epílogo que remata esta edición.
Paseante compulsivo y prosista notable, personaje extravagante y solo, hasta su internamiento en Herisau, vivió deambulando de un lado para otro de forma incontrolable. Los remites de sus cartas tienen unas cincuenta direcciones: diecisiete lugares distintos en Zurich, quince en Berna, y muchas otras en Biel, Basilea, Stuttgart y Berlín. Era una forma de ocultarse, de que nadie que lo buscase pudiese encontrarlo.
Susan Sontag lo definió como un escritor fundamental, dotado de las virtudes del arte más maduro y civilizado. Había empezado a escribir en la adolescencia, a la vez que decidía retirarse del mundo. De hecho, Walser se planteó la escritura como una vía de escape de la realidad, como una forma de echarse a un lado. Ya en su primer texto imaginó su suicidio y se proyectó en la figura de un hijo pródigo que reclamaba atención.
A partir de ese momento se va delimitando el universo literario de Walser en torno al deseo de no ser nadie, de no llegar a ninguna parte, de perderse, como en sus paseos, entre los objetos sin propósito definido, de borrar el yo y destruir la propia identidad. Porque en Walser la realidad, como la escritura, está en un proceso de desintegración constante, de disolución en lo mínimo.
Contó con la admiración de Musil, Bernhard y Benjamin y con el declarado aprecio de Kafka o de Canetti, y su escritura la han reivindicado últimamente plumas tan distintas como las de Calasso, Coetzee o Vila-Matas.
La ironía recorre estos textos de Walser, desde El oficinista, que a medio camino entre el ensayo y el relato publicó en 1902 quien había sido empleado de banca desde diez años antes. Escribía allí:
“Pese a ser un personaje muy conocido en la vida, al oficinista nunca le han dedicado un comentario escrito. Al menos, que yo sepa. Acaso sea demasiado cotidiano, demasiado inocente, muy poco pálido y depravado, de escaso interés, ese joven hombre tímido, con la pluma y la tabla de cálculo en la mano, como para convertirse en tema de los señores literatos. Sin embargo, a mí me viene que ni pintado.”
Una opinión parecida había formulado Melville a través del narrador de Bartleby el escribiente. Y, con distintos enfoques y matices, los oficinistas pueblan los relatos de Gógol, Dickens, Tolstói, Svevo o Kafka.
Junto con los de esos autores imprescindibles, los empleados de Walser, señalan Reto Sorg y Lucas Marco Gisi en el epílogo, “arrojan una luz esclarecedora sobre la racionalización en el moderno mundo del trabajo.”
Textos como El ayudante, Historia de Helbling o Vida de poeta se alimentan de la propia experiencia de Walser como oficinista entre 1892 y 1905, en que pasó de escribiente a escritor. En ellos los empleados representan la desdibujada individualidad del burócrata cumplidor del deber pero con frecuencia convive con ellos el oficinista del temperamento artístico que sueña con la libertad.
Es lo que ocurre en Historia de Helbling, un relato de 1913 con ese personaje, alter ego de Walser, que se debate entre la obligación del oficinista y la libertad del artista, entre las cuatro paredes de la oficina y el espacio abierto de la huida, entre la apariencia obediente y la libertad interior:
“Hoy he vuelto a llegar al banco diez minutos tarde. Ya no soy capaz de ser puntual, como otros. En realidad yo, Helbling, debería estar completamente solo en el mundo, sin ningún otro ser viviente. Ni sol, ni cultura, yo desnudo sobre una roca alta, sin tempestades, ni siquiera una ola, sin agua, sin viento, sin calles, sin bancos, sin dinero, sin tiempo y sin aliento. En cualquier caso, entonces ya no tendría miedo. Sin miedo y sin preguntas, tampoco volvería ya a llegar tarde. Podría tener la idea de que yacía en la cama, durante toda la eternidad. ¡Eso quizás sería lo más delicioso!”
Extraño e inquietante como su escritura, desequilibrado y lúcido, ausente del mundo, desvinculado de los hombres y de sí mismo, su biografía es tan opaca que -como señaló Sebald- forma parte más de la clandestinidad y de la leyenda que de la historia.
Santos Domínguez