10 septiembre 2025

D’Alembert. Obras

  

Jean Le Rond d'Alembert.
Obras.
Edición de Juan Manuel Ibeas-Altamira y Lydia Vázquez 
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2025.

“La obra que hoy iniciamos tiene dos objetivos: como enciclopedia, debe exponer, en la medida de lo posible, el orden y el encadenamiento de los conocimientos humanos; como diccionario razonado de las ciencias, de las artes y de los oficios, debe contener sobre cada ciencia y cada arte, ya sea liberal, ya mecánica, los principios generales en que se fundamenta, y los detalles más esenciales, que constituyen su cuerpo y su sustancia. Estas dos perspectivas, de enciclopedia y de diccionario razonado, determinarán el plan y la división de nuestro Discurso preliminar”, escribía en junio de 1751 Jean Le Rond d'Alembert en el Discurso preliminar, “un manifiesto de la ilustración gala y europea a la vez que el momento culminante del pensamiento humanista de D'Alembert”, según explican Juan Manuel Ibeas-Altamira y Lydia Vázquez en la introducción a su edición de las Obras del enciclopedista  francés en Cátedra Letras Universales.

Esa introducción hace un recorrido por la figura y la obra de D'Alembert antes de abordar la recepción en España y América Latina y ofrecer una edición anotada de algunos de los textos más representativos del editor de la Enciclopedia, junto con Diderot. Dos nombres que encarnan como pocos el espíritu abierto y plural del Siglo de las Luces.

D'Alembert fue un polímata brillante que coincidió en el tiempo con otros espíritus enciclopédicos igualmente admirables como el mismo Diderot, Montesquieu, Voltaire, Buffon o Condorcet y proyectó su inteligencia y su sabiduría sobre las matemáticas y la lengua, sobre las ciencias experimentales y la música, sobre la religión, la filosofía o la literatura 

Una buena muestra de esa sabiduría plural propia del polímata es el Discurso preliminar con el que presentaba la primera entrega de la Enciclopedia y en el que pasaba revista a todos los ámbitos del conocimiento, las ciencias y las artes.

Además de ese texto fundamental, que se reproduce íntegramente en esta edición, se recogen en este volumen algunas de las entradas que elaboró para la enciclopedia, por ejemplo la que dedicó a definir Diccionario de lengua. Comienza con estos dos párrafos:

Tal es el nombre que recibe un diccionario destinado a explicar las palabras más usuales y ordinarias de un idioma; se distingue del diccionario histórico en que excluye hechos, nombres propios de lugares, personas, etc., y se distingue del diccionario de ciencias en que excluye términos científicos demasiado poco conocidos y familiares solo para los eruditos.
Observaremos en primer lugar que un diccionario de lengua es, o bien de la lengua hablada en el país donde se hace el diccionario, por ejemplo, de la lengua francesa en París, o bien de una lengua extranjera viva, o bien de una lengua muerta.

Se incorporan además en este volumen varias cartas, entre ellas la que dirigió a Rousseau en mayo de 1759 en contestación a la que el filósofo ginebrino le había enviado en 1758 contra los espectáculos teatrales a raíz del artículo que D’Alembert había escrito para la Enciclopedia sobre Ginebra. En aquella famosa polémica, Rousseau había hecho un alegato moral contra el teatro ante el que D’Alembert reaccionó defendiendo no sólo el valor estético y educativo del teatro, sino la necesidad de extender la educación a las mujeres, porque “cuando la luz se difunda más libremente, más amplia y uniformemente, sentiremos entonces sus efectos benéficos; dejaremos de mantener a las mujeres bajo un yugo y en la ignorancia, y ellas dejarán de seducir, engañar y gobernar a sus amos.”

Santos Domínguez 


08 septiembre 2025

Tres libros de Augusto Monterroso

 


Augusto Monterroso.
Los buscadores de oro.
Alianza Editorial. Madrid, 2025.


Augusto Monterroso.
Literatura y vida.
Alianza Editorial. Madrid, 2025.



Augusto Monterroso.
Pájaros de Hispanoamérica.
Alianza Editorial. Madrid, 2025.


“Mientras leía, una aguda percepción de mi persona me hacía tomar conciencia, en forma casi dolorosa, de que me encontraba en un aula de la antigua e ilustre Universidad de Siena dando cuenta de mí mismo, de mí mismo treinta años antes tal como aparezco en el texto que leía, es decir, llorando de humillación una fría y luminosa mañana a orillas del río Mapocho durante mi exilio en Chile; leyéndolo con igual temor, inseguridad y sentido de no pertenencia, y con la sensación de «qué hago yo aquí» con que hubiera podido hacerlo otros treinta años antes, cuando era apenas un niño que comenzaba a ir solo a la escuela.
Hoy, dieciocho de mayo de 1988, dos años más tarde, en la soledad de mi estudio en la casa número 53 de Fray Rafael Checa del barrio de Chimalistac, San Ángel, de la Ciudad de México, a las once y quince de la mañana, emprendo la historia que no podía contar in extenso aquella tarde primaveral e inolvidable de la Toscana, en Italia, en que me sentí de pronto en lo más alto a que podía haber llegado a aspirar como escritor del Cuarto Mundo centroamericano, que era casi como venir del primer mundo, del candor primero que decía don Luis de Góngora”, escribía Augusto Monterroso en el capítulo inicial de Los buscadores de oro, su memoria del oro de la infancia con Tegucigalpa al fondo, un viaje hacia el origen en busca de una mirada propia en la que  se prefigura el destino literario del futuro escritor.

Una memoria habitada por antepasados pintorescos, personajes excéntricos y situaciones premonitorias y metafóricas que evoca en episodios como este:

Una vez más tengo fiebre a la orilla de este río en mi ciudad natal. Veo de nuevo su mansa corriente -tan ajena así a sus terribles crecidas de la época de lluvias- y en la orilla a tres niños buscadores de oro. Uno de ellos soy yo, el menor; los otros me guían, me enseñan a buscar el oro escarbando con las manos entre las piedras verdosas cubiertas de musgo, o removiendo suavemente la arena entre restos de hierro viejo y pequeños trozos de árbol carcomidos. De pronto, el más grande encuentra una delgada y brillante laminita como de diente de oro, que el río ha arrastrado quién puede decir desde dónde y desde cuándo. No me conformo con verla y quiero tocarla, envidiando la gran suerte de mi amigo mayor, quien es el que siempre encuentra las cosas buenas de cada día: los anillos, los pedazos de collar o de arete, las hebillas plateadas con la inicial del nombre de uno, los pares de ojos de muñeca.

Esa memoria primera y esencial que se cierra a los quince años con la despedida triste de la infancia es el eje de Los buscadores de oro, que acaba de aparecer en El libro de bolsillo de Alianza Editorial a la vez que otros dos volúmenes que completan la Biblioteca de autor dedicada a Augusto Monterroso con las rápidas y agudas semblanzas de escritores de Pájaros de Hispanoamérica y los ensayos breves de Literatura y vida, en los que reflexiona sobre la escritura y da algunas claves de su propio mundo literario.

Lo abre un texto titulado llamativamente Cervantes ensayista, que, a partir de la lectura de los prólogos cervantinos, concluye con estas líneas:

Cervantes es quizá también en nuestro idioma el primer ensayista moderno; y que para confirmar esta insólita aseveración no tiene sino que tomarse la molestia de ir a sus prólogos de las partes Primera y Segunda de Don Quijote de la Mancha, el de las Novelas ejemplares y el de Persiles y Sigismunda, en los que observará muy claramente gran parte de lo dicho aquí sobre este traído y llevado género, con la única advertencia de que ni por asomo se acerque al de La Galatea, porque ese es otro asunto y, bueno, mejor ni hablar de él ni recurrir al socorrido principio de que la excepción confirma la regla.

Esa misma agudeza recorre los treinta y siete retratos de escritores hispanoamericanos reunidos en Pájaros de Hispanoamérica, que abre con un prólogo en el que escribe:

Desde mi pequeño estudio oigo el canto de los pájaros en el jardín.
Son pájaros mexicanos, de la ciudad de México, resistentes y, por sus voces, diría que viriles y hasta desafiantes, aunque en ocasiones caigan muertos por efecto del aire enrarecido. Todo los amenaza; ellos cantan.
Lo que aquí presento no son retratos; ni siquiera bocetos o apuntes, sino tan solo el trazo de ciertas huellas que algunos pájaros que me interesan han dejado en la tierra, en la arena y en el aire, y que yo he recogido y tratado de preservar. Charles Lamb declaró en su autobiografía de una página que la acción más importante de su vida había sido atrapar una golondrina en pleno vuelo, y puso a su mano como testigo. Los pájaros que aquí aparecen fueron atrapados por mí en momentos muy diferentes de mi vida y de sus vidas, con mi pluma como único testigo. Teniéndolos enjaulados en diversos libros en los que conviven con especies de otros continentes con las que se entienden bien y a veces mal, quiero ahora ponerlos en un mismo recinto, en el cual, si no libres, estarán por lo menos con los suyos, sin saber si todavía así aceptarán vivir juntos, cosa difícil entre volátiles de diferentes géneros y aun del mismo.
En alguna ocasión declaré odiar las metáforas, y esta, sin sentirlo, se me volvió ya demasiado larga. Pero todo comenzó cuando al idear esta selección el primer nombre que vino a mi mente fue el del poeta Ernesto Cardenal y el del trabajo que sobre él publiqué en mi libro La palabra mágica: «Recuerdo de un pájaro». Solo en este momento reparo en que Cardenal es también nombre de pájaro.

Y con Ernesto Cardenal se abre ese recorrido que fija en las sucesivas estampas de sus páginas momentos significativos, retratos humanos y perfiles literarios de poetas y narradores como Borges y Rulfo, Vallejo y Cortázar, Onetti y Bryce Echenique o el propio Monterroso, “el ornitólogo” que cierra el conjunto con una divertida autosemblanza que comienza con este párrafo: 

Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño. Ni mi padre ni mi madre fueron altos. Cuando a los quince años me di cuenta de que iba para bajito me puse a hacer cuantos ejercicios me recomendaron, los que no me convirtieron ni en más alto ni en más fuerte, pero me abrieron el apetito. Esto sí fue problema, porque en ese tiempo estábamos muy pobres. Aunque no recuerdo haber pasado nunca hambre, lo más seguro es que durante mi adolescencia pasé buenas temporadas de desnutrición. Algunas fotografías (que no siempre tienen que ser borrosas) lo demuestran. Digo todo esto porque quizá si en aquel tiempo hubiera comido no más sino mejor, mi estatura sería ahora más presentable. Cuando cumplí veintiún años, ni un día menos, me di por vencido, dejé los ejercicios y me fui a votar.

Y termina así:

 El otro día me encontré las bases de unos juegos florales centroamericanos que desde 1916 se celebran en la ciudad de Quezaltenango, Guatemala. Aparte de la consabida relación de requisitos y premios propios de tales certámenes, las bases de éste traen, creo que por primera vez en el mundo, y espero que por última, una condición que me movió a redactar estas líneas, inseguro todavía de la forma en que debe interpretarse.
El inciso e) del apartado "De los trabajos", dice: "e) Debe enviarse con cada trabajo, pero en sobre aparte, perfectamente cerrado, rotulado con el pseudónimo y título del trabajo que ampara, una hoja con el nombre del autor, firma, dirección, breves datos biográficos y una fotografía. Asimismo se suplica a los participantes en verso enviar, completando los datos, su altura en centímetros para coordinar en mejor forma el ritual de la reina de los Juegos Florales y su corte de honor".
Su altura en centímetros.
Una vez más pienso en Pope y en Leopardi, afines únicamente en esto de oír (con rencor o con tristeza) pasar riendo a las parejas normales, en las madrugadas, después de la noche del día de fiesta, frente a sus cuartos compartidos duramente con el insomnio.

Ernesto Cardenal y sus musas, que nunca estaban en huelga; una evocación de Manuel Scorza con su libretita de apuntes; un espléndido análisis de El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias; las “muertes desatinadas” en los cuentos de Horacio Quiroga; Borges (“tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de lo prudente a un abismo”) y las diez consecuencias -benéficas y maléficas- derivadas de su lectura, entre ellas “dejar de escribir”, naturalmente benéfica; Juan Rulfo, “el ser humano más natural que he conocido”; Cortázar y las secuelas poco higiénicas que provocó Rayuela entre sus primeras lectoras en los años 60; la sabiduría narrativa de Onetti en sus cuentos, que “no pueden ser muchos, porque el corazón no los resistiría”, son algunos de los autores que revolotean en Pájaros de Hispanoamérica. 

Entre lo humano y lo literario, entre la lectura y la amistad, un Monterroso agudo e irónico, que deja en estas páginas estas palabras demoledoras:

Sabido es que los críticos solo se equivocan cuando se trata de obras importantes.

Santos Domínguez 





05 septiembre 2025

Poesía clandestina y de protesta política del Siglo de Oro

  


Poesía clandestina 
y de protesta política del Siglo de Oro.
Edición de Ignacio Arellano.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2025.



AL DUQUE DE LERMA
 [EL CACO DE LAS ESPAÑAS]

El Caco de las Españas,
Mercurio, dios de ladrones,
y don Julián de traiciones,
se retiró a las montañas,
y en sus secretas entrañas
esconde inmensos tesoros,
no ganados de los moros
como bueno peleando,
mas rey y reino robando
con su legión de cachorros. 

Vistiose de colorado,
color de sangrienta muerte,
fin que le dará su suerte 
que así está pronosticado.
¡Ojalá fuera llegado! 
¡Ah, traiciones nunca oídas!

Esos versos, de unas décimas del Conde de Villamediana contra el Duque de Lerma, forman parte de la estupenda antología reunida en el volumen Poesía clandestina y de protesta política del Siglo de Oro, que publica Cátedra Letras Hispánicas con edición de Ignacio Arellano, que ha preparado una antología extensa de la poesía de protesta que circuló clandestinamente en el siglo XVII  y que incorpora por tanto poemas escritos en los reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II.

Salvo los escritos por Villamediana o atribuidos a su pluma, los textos de esta antología son anónimos por un doble motivo: por su carácter satírico y abiertamente crítico y por su circulación manuscrita. Textos que difícilmente figurarían en una selección de la mejor poesía del XVII y que tienen que aparecer en selecciones temáticas específicas como esta de indiscutible valor histórico y sociológico y de muy discutible calidad poética. 

Pese a ese escaso valor literario, esta antología pretende “extender el conocimiento” de aquella poesía clandestina y de protesta política del Siglo de Oro, como explica destaca Ignacio Arellano en un estudio introductorio que aborda la dimensión pragmática de esta poesía satírica ligada a las situaciones políticas que la suscitaron, especialmente en épocas de crisis como la del reinado de los dos últimos Austrias, a los que Arellano vincula las dos etapas fundamentales de esta poesía clandestina.

Como decíamos más arriba, Villamediana, aún en el reinado del tercer Felipe y en su transición al de Felipe IV, es la única excepción al carácter anónimo de estas sátiras políticas, con textos conceptistas que dirigió al Duque de Lerma, a don Rodrigo Calderón, a Pedro Franqueza, protegido de Lerma, o a los que enumera en una letanía satírica contra los mayores ladrones del reino: entre ellos, además de Lerma, el duque de Osuna y el duque de Uceda. A Felipe IV le dirige un largo romance al que pertenecen estos versos:

Desterró a Villamediana 
vuestro padre por poeta; 
volvelde a vuestro servicio 
pues ha salido profeta.

El conde-duque  de Olivares, valido de Felipe IV, es el personaje al que se dirige la parte más abundante de estas sátiras e “igualmente abundante -escribe Ignacio Arellano- es la lista de acusaciones: tirano, asesino, hechicero, ladrón, nepotista, ambicioso, hipócrita, traidor, soberbio, sacrílego, hereje…”  A ese ciclo pertenece el largo Padrenuestro glosado sobre las calamidades de España, de dudosa atribución a Quevedo, que comienza así:

Felipe, que el mundo aclama 
rey del infiel tan temido, 
despierta, que, por dormido, 
nadie te teme ni te ama; 
despierta, rey, que la Fama 
en todo el orbe pregona 
que es de león tu corona 
y tu dormir de lirón; 
mira que la adulación 
te llama, con fin siniestro, 
padre nuestro.

El posterior y calamitoso reinado de Carlos II “multiplicará la poesía satírica, en una verdadera explosión de textos”, señala Arellano, que distingue varios ciclos satíricos en función de los sucesivos validos que ejercen el poder, como Fernando de Valenzuela o don Juan José de Austria, contra el que se dirigen en 1677 las Curiosidades modernas, que comienzan con estas estrofas: 

A redimir el mundo por enero 
don Juan vino, de manga y con calzones, 
con estruendo, con ruido y escuadrones 
y otras cosas que dejo en el tintero.

Entró rasgando mantas y garnachas, 
haciendo de un sombrero mil girones, 
escudriñó retiros y rincones, 
con que el mundo llenó de cucarachas.

Luego metió la lanza hasta las cachas 
en aquel moro muerto y su dinero 
y otras cosas que dejo en el tintero.

Tras su desprestigio y su muerte, le sucedieron primero el duque de Medinaceli y luego el conde de Oropesa. Ambos compartieron “el escándalo de la Cantina” (Nicole Quentin), una favorita francesa de la reina María Luisa de Orleans, que formó una influyente camarilla y provocó todo un ciclo satírico, el ciclo de la Cantina, al que pertenece esta décima:

Desnuda tu fiel montante 
contra la perra Cantina 
que podrá morder mohína 
nuestro león más constante; 
vive siempre vigilante 
como tan interesado 
a la mira desvelado, 
porque esta fiera lasciva 
aunque desterrada viva 
no ha de dar menos cuidado.

Son muestras, en palabras de Ignacio Arellano, de “una sátira aristocrática, impulsada por las élites cortesanas, pero que se proyecta sobre las masas para crear o manipular la opinión pública. La práctica no es nueva, pero en el marco del Siglo de Oro se agudiza de modo especial en la transición del reinado de Felipe III al de Felipe IV, relacionada con los enfrentamientos de facciones nobiliarias.”

Completan la edición, espléndidamente anotada, una amplia bibliografía, un anexo con las fuentes textuales de los manuscritos utilizados para la selección y un práctico índice de primeros versos.

Santos Domínguez 


03 septiembre 2025

Una historia personal de la arquitectura europea



David Ferrer.
Una historia personal de la arquitectura europea.
  Tusquets. Barcelona, 2025. 

Escribía John Ruskin en 1885 en La lámpara de la memoria, donde defendía la memoria como la sexta lámpara de la Arquitectura, que “debemos contemplar la Arquitectura con la máxima seriedad. Podemos vivir sin ella, adorar sin ella, pero no podemos recordar sin ella.” 

No sé si David Ferrer, además de arquitecto buen lector y templado prosista, conoce esa reflexión y esa luminosa obra de Ruskin. Es muy probable que sí, aunque en su libro sólo cita Las piedras de Venecia. En todo caso, su magnífica Historia personal de la arquitectura europea, que acaba de aparecer en Tusquets en una edición generosamente ilustrada, responde a ese convencimiento y es un despliegue de memoria cultural y sabidurías integradas en las que confluyen la historia general, la de la cultura, el arte o la literatura y la historia social para trazar en conjunto un completo panorama de la esencia de la civilización occidental y de su evolución a través de la arquitectura.

“Muchas ciudades europeas -explica David Ferrer en el prólogo- conservan ruinas griegas y romanas, templos medievales, edificios renacentistas y barrocos. En ellas existen testimonios más o menos importantes de todas las corrientes arquitectónicas de los últimos dos siglos, hasta el punto de que sus calles constituyen los mejores museos de arquitectura posibles. Este es un libro de historia de la arquitectura europea, que ciertamente no es la única importante que ha habido en el mundo, pero sí aquella que más ha tenido conciencia de sí misma, la que ha experimentado cambios más radicales y la de mayor influencia universal. La obra contempla la arquitectura creada en el continente europeo desde Grecia hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa pierde la indiscutible influencia política y cultural que había mantenido desde hacía siglos. No es una historia miniaturizada, que repase fielmente todos y cada uno de los episodios arquitectónicos de Europa y los comprima en un libro de pequeño formato. Muy al contrario, es un resumen que focaliza la arquitectura y los edificios más importantes e influyentes y olvida voluntariamente los secundarios, o si se prefiere, es una antología de la mejor arquitectura.”

Una antología arquitectónica, subtitulada Del templo griego a la Bauhaus, que propone un espléndido recorrido histórico a lo largo de cuarenta capítulos que reconstruyen el panorama de la civilización occidental a través de su arquitectura, desde la Grecia clásica y su carácter fundacional hasta la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial.

Construida con una prosa nítida y elegante, alejada de tecnicismos, esta antología de la arquitectura europea que inicia su itinerario en la Atenas clásica de la Acrópolis, el Partenón y los templos con relieves escultóricos, recorre las primeras ciudades emergentes (Atenas, Alejandría, Mileto, Pérgamo); la helenización de la arquitectura romana y la decisiva transformación que produjeron el arco y la bóveda de cañón que los romanos conocieron en Asia Menor y Babilonia (“la bóveda de arista y la arquería constituyen históricamente unos hallazgos de enorme trascendencia para la arquitectura europea”); los grandes edificios públicos, como el asombroso Panteón o el imponente Coliseo; la primera arquitectura del cristianismo, que transformó las antiguas basílicas de uso civil en suntuosos edificios de carácter religioso desde Constantino; la arquitectura bizantina del Imperio romano de Oriente y Santa Sofía de Constantinopla; el largo proceso de aprendizaje de la arquitectura por parte de los bárbaros que culminó con Carlomagno y la Capilla Palatina de Aquisgrán; la primera arquitectura medieval de los monasterios y las primeras catedrales de cruz latina; el arco apuntado y la revolución de la bóveda de crucería que dio lugar al gótico, iniciado en la abadía de Saint Denis y culminante en la Europa de las catedrales.

La parte central del volumen dedica once capítulos por su trascendencia al Renacimiento y el Barroco: la renovación de Roma con la cúpula de Brunelleschi en Florencia; el primer libro de arquitectura de Leon Battista Alberti y el templete de Bramante en San Pietro In Montorio; la construcción de la basílica de San Pedro -“Colocaré el Panteón sobre la basílica de Constantino”, había anunciado Bramante, que diseñó la iglesia aunque no pudo terminarla-; la irrupción potente y renovadora de Miguel Ángel, que “dio un rumbo irreversible a la arquitectura renacentista” ya en Florencia con el diseño de la Biblioteca Laurenciana antes de remodelar en Roma el Campidoglio y de imprimir en San Pedro del Vaticano “una huella personal y definitiva”; el Barroco o la nueva arquitectura de la Iglesia católica romana, entre Bernini, que trabajó casi sesenta años para dejar su presencia imborrable en el paisaje urbano de Roma, y Borromini, la otra cara del Barroco romano, su lado oscuro y ensimismado; el Barroco francés en el siglo de Luis XIV y el esplendor del Louvre y Versalles o el Barroco anglicano en la cúpula de la catedral de San Pablo en Londres.

Con el Essai sur l’Architecture (1753) el abad Laugier se sumaba a “una ofensiva intelectual francesa de mayor alcance que iba a cambiar la historia de Europa.” Una ofensiva de la que formaban parte de los enciclopedistas del Siglo de las Luces. El Essai formulaba una propuesta racionalista frente al Barroco que acabaría tomando forma en el Neoclasicismo y en la recuperación de los modelos arquitectónicos griegos. Sustentado en las teorías de Winkelmann y en la reivindicación de la arquitectura romana por parte de Piranesi, ese fue el estilo arquitectónico que se impuso en Europa a lo largo del siglo XVIII, con el apoyo intelectual de Goethe, que compaginó la defensa de la arquitectura neogriega con la revindicación del Gótico como estilo nacional que expresaba el alma alemana. Eslabón entre la Ilustración y el Romanticismo, Goethe propició que este último movimiento volviera la mirada a la arquitectura gótica en un contexto general de reivindicación de lo medieval también en la literatura y el arte.

La incorporación de nuevos materiales como el hierro en la construcción de mercados o estaciones de ferrocarril, lo que provocó una ruptura conceptual entre arquitectura y ingeniería; el éxito efímero del Art Nouveau; la modernidad de la Escuela de Viena y su arquitectura funcional y exenta de ornamentación; el clasicismo modernista catalán de la Escuela de arquitectura de Barcelona y el Palau de la música; la arquitectura de Gaudí en la Sagrada Familia, el Parque Güell y la Casa Milà (La Pedrera), obras aunque “plásticamente fascinantes” de “dramática inutilidad” son algunos de los momentos arquitectónicos que trata el autor en el resto de los capítulos para culminar en la Bauhaus alemana de Gropius y su fusión de arte y tecnología, de racionalidad y funcionalismo en “el mayor experimento para crear una escuela de arte y arquitectura propia del siglo XX.”

Este que dedica al monasterio del Escorial es uno de los párrafos con los que David Ferrer construye la admirable Una historia personal de la arquitectura europea:

El Escorial es a la vez monasterio, iglesia, panteón y palacio real, una combinación singular de usos que seguía la tradición de los grandes monasterios medievales de la península como Alcobaça o Poblet. La planta reticular del Escorial, con sus numerosos patios, es de clara influencia italiana, así como la cúpula con tambor, la primera que se construía en España y una apropiación temprana del templete de Bramante. A su vez, los pintorescos chapiteles de pizarra del tejado, inéditos en la arquitectura local, son en cambio de influencia flamenca y un probable guiño deferente al país donde transcurrió la juventud del rey. A pesar de estos préstamos, el aspecto general del monasterio, con la desnudez de sus fachadas de granito, la inmisericorde repetición de sus ventanas y las cuatro torres que flanquean el edificio una influencia del alcázar (alcaçr) islámico, lo acerca más a la arquitectura castrense de tradición hispánica que al manierismo de cuño italiano. Juan de Herrera (1530-1597) exmilitar y lo que llamaríamos hoy ingeniero o arquitecto, y un culto estudioso embarcado en la metafísica de la geometría, acabó el edificio y le dio el aspecto final. Pero sobre todo fue el competente organizador de una compleja obra de enormes dimensiones que consiguió terminar además en el tiempo récord de veintiún años: «Un esfuerzo consagrado al esfuerzo» [Ortega y Gasset. Meditación del Escorial]; en Europa solo la construcción de San Pedro de Roma podía rivalizar con esta obra. El Escorial, aunque sea el edificio que mejor refleja los rigurosos postulados artísticos de la Contrarreforma, nunca ha despertado demasiados entusiasmos estéticos más allá del interés que suscita su gran contenido histórico.

Vuelvo, para terminar, a John Ruskin y a La lámpara de la memoria, donde defiende que “podemos afirmar que la Memoria es en verdad la Sexta Lámpara de la Arquitectura, porque los edificios civiles y domésticos solo adquieren su plena perfección al apuntar a la memoria y a la monumentalidad; y ello porque, a tal efecto, son, por un lado, erigidos de un modo estable y, por el otro, sus motivos decorativos están impregnados de significados históricos o metafóricos.”

Un libro como este vuelve a encender con sus luminosas páginas, esa memoria presente de la civilización y la cultura.

Santos Domínguez

 

01 septiembre 2025

Nora Berend El Cid

  



Nora Berend
El Cid. 
Vida y leyenda de un mercenario medieval
 Traducción de Beatriz Ruiz Jara.
Crítica. Barcelona, 2025. 


 Quienes profesamos con algún provecho estudios superiores de Filología Hispánica y Románica en los años 70 y leímos los estudios beneméritos de Menéndez Pidal o los rigurosos acercamientos al Rodrigo de la historia y al Cid de la poesía en Historia y poesía en torno al Cantar del Cid, de Jules Horrent, en la imprescindible colección Letras e ideas que dirigía Francisco Rico en la Editorial Ariel, sabemos desde hace medio siglo -como nuestros alumnos por nuestra intermediación a lo largo de cuatro décadas- que el personaje literario que construyeron el poema latino Carmen Campidoctoris, la crónica latina titulada Gesta Roderici, que es la biografía más temprana del personaje, el vernáculo Cantar de Mio Cid, la alfonsina Estoria de España, las tardomedievales Leyenda de Cardeña y Las mocedades de Rodrigo o los romances y sus secuelas áureas -de Lope a Quevedo o a Guillén de Castro y Las mocedades del Cid- y modernistas -de Rubén Darío a Eduardo Marquina y a Manuel Machado- tiene poco que ver con el histórico Rodrigo Díaz de Vivar que murió en la Valencia de su señorío el domingo 10 de julio de 1099, a los 56 años.

Por eso, solo a los iletrados -que tampoco leerán ni este libro ni esta reseña-, a los que conocen al Cid de vista por el western medieval que protagonizó Charlton Heston o a la parte más iletrada de la crítica -universitaria o periodística, que de todo hay- les puede parecer una novedad la imagen del héroe medieval que se refleja en El Cid. Vida y leyenda de un mercenario medieval, la espléndida monografía de Nora Berend que publica Crítica en una cuidadísima edición ilustrada con traducción de Beatriz Ruiz Jara.

“Desde la perspectiva contemporánea -escribe la autora en la Introducción, ‘Un héroe para todos los gustos’- fácilmente se podría describir a Rodrigo como un chaquetero o un traidor: cambió de bando, del de un rey cristiano al del gobernante musulmán de Zaragoza. Y es que anteriormente había estado al servicio del antedicho: inició su carrera militar en la corte del rey Sancho II de Castilla, donde fue líder de la mesnada personal del rey; tras la muerte de Sancho, sirvió al hermano del difunto monarca, el rey Alfonso VI de León y Castilla. Su ambición y sus acciones independientes lo llevaron a un enfrentamiento con el rey y, en última instancia, al destierro. Entonces fue contratado como mercenario por sucesivos reyes musulmanes de Zaragoza. Estando a su servicio, combatió a príncipes cristianos de la península. Fue durante este periodo cuando lideró a su ejército de guerreros, conformado por cristianos y musulmanes de la península ibérica, a combatir contra las tierras del rey. Puso especial atención en asolar aquellas zonas que estuvieran en manos del fiel vasallo del rey García Ordóñez, dada la perpetua enemistad que había entre los dos hombres. Rodrigo regresó de su exitosa campaña a la corte musulmana de Zaragoza, donde fue recibido con honores. Sin embargo, seis años después, poco antes de la muerte de Rodrigo, un clérigo ya lo había descrito como un guerrero enviado por Dios para luchar contra los musulmanes, y a lo largo de los dos siglos que siguieron se transformó en el perfecto caballero cristiano y en una figura santificada, celebrado como un héroe cristiano que luchaba por la fe.”

Pero no es una novedad sorprendente esa imagen mercenaria del ambicioso e indisciplinado caudillo medieval que ofrece este libro. Porque historia y leyenda, realidad y literatura siempre han ido por caminos dispares y paralelos, especialmente en el territorio de la literatura épica, desde la Ilíada y la Eneida hasta la Chanson de Roland, cuyos valores literarios quedan al margen de su fidelidad a los hechos que los inspiraron o a los personajes reales que los protagonizaron.

De modo que lo primero que hay que dejar claro es que el valor literario permanente de las tiradas irregulares y los versos anisosilábicos del Cantar de Mio Cid en modo alguno queda afectado por la comprobación de lo que corrobora este estudio, algo que ya se sabía hace un siglo y que supieron mejor y antes que nadie sus propios contemporáneos: que la figura histórica que los provocó, aquel Rodrigo Díaz de Vivar, era un mercenario que nunca estuvo al servicio de ningún ideal de cristiandad ni de ningún espíritu de cruzada, sino a disposición del mejor postor, fuera este cristiano, como Sancho II o Alfonso VI, o musulmán, como al-Muqtádir y su hijo al-Mutamín, reyes moros de Zaragoza, a cuyo servicio derrotó al conde de Barcelona, Berenguer Ramón II en Almenar en 1082. Volvería a derrotarlo y a hacerlo prisionero de nuevo años después en la batalla de Tévar.

Porque el Cantar de Mio Cid -el texto más importante de los muchos que idealizaron desde antes de su muerte su figura literaria- no es una glorificación de la lucha contra el moro ni la encarnación de ningún tipo de ideales colectivos, sino el brillante resultado de una construcción literaria de primer orden: la de la figura heroica, a veces indisciplinada o desleal y siempre ferozmente individual de un personaje que es capaz de levantarse desde las pérdidas consecutivas de la honra política y familiar para sobreponerse al destierro y al infortunio de sus hijas y para reafirmarse sobre esa doble adversidad superada.

Fijado ese punto de partida, lo primero que hay que destacar es que el riguroso ensayo de Nora Berend, catedrática de Historia Europea en la Universidad de Cambridge, es una indagación seguramente definitiva en torno a la figura histórica de Rodrigo Díaz de Vivar. Y ello, insisto, no por la novedad de sus planteamientos, sino por el completo despliegue documental del que dan cuenta el pormenorizado índice alfabético de nombres, obras, temas y lugares o la abundante relación de fuentes y estudios en que se apoya la autora, que se pregunta: 

¿Cómo pudo convertirse un mercenario medieval en un héroe para todos los gustos? Celebrado o condenado por sus brutales actos en vida, fue reconocido como un líder guerrero de gran éxito, con capacidad para recompensar a sus adeptos con un botín. Tal vez, de no haber muerto sin un heredero varón, su incipiente principado de Valencia hubiera podido incluso convertirse en un reino. Desde luego, sus logros militares fueron extraordinarios, pero no explican sus muchas transformaciones en leyenda. ¿Cómo un hombre que luchaba indiscriminadamente contra musulmanes y cristianos podía ser descrito, aún en vida, como un salvador cristiano enviado por Dios? ¿Y cómo él, cuya insubordinación a los mandatos reales lo llevaron a romper relaciones por completo con el rey, pudo transformarse póstumamente en un devoto cristiano impulsado por su fe religiosa, pero también en un fiel vasallo que luchó por su señor, el rey? En el siglo XIII se escribió un poema épico sobre sus hazañas, y el Cid del poema era un superhéroe: nunca derrotado en la batalla, lograba gestas formidables, pero se mantenía leal a su rey, a pesar de haber sido desterrado de forma injusta.

Y a responder a esas paradojas iniciales se orienta este ensayo que, como señala Nora Berend, “indagará en cómo un mercenario del siglo XI se convirtió en una estrella de fama mundial. Explorará las aparentes paradojas contenidas en la historia de un guerrero medieval que acabó siendo venerado como un santo, la personificación de las virtudes del patriotismo, un moralista y la mismísima alma de la nación española. Cuando se retiran las capas de leyenda que recubren al mayor héroe nacional español y nos encontramos con el hombre que fue un guerrero de éxito, si bien brutal y oportunista, debemos preguntarnos cómo pudo gozar de una posteridad tan formidable, cómo puede ser un héroe para personas con tan diversas convicciones políticas.”

Ipse Rodericus, Meo Cidi saepe vocatus 
de quo cantatur quod ab hostibus haud superatur.

Esos versos del Poema de Almería confirman que a principios del siglo XII ya existían cantos orales que fundaban el mito cidiano aún en vida de Rodrigo. Y los  once capítulos del libro abordan la creación y el desarrollo del mito y su pervivencia secular que adaptan su leyenda a las circunstancias cambiantes de cada tiempo histórico.

Y así recorre Nora Berend un proceso que arranca con la creación de la leyenda cidiana coetánea al personaje en el inestable siglo XI, una época de “sangre y oro” y va consolidando su imagen de salvador que compendia las virtudes cristianas y de enviado de la divina Providencia, personificando su leyenda y elevando su imagen a la fama literaria o a la conquista de la gran pantalla. 

Un proceso que llega hasta la actualidad y sobre el que la autora propone esta conclusión:

¿Por qué sigue siendo importante este relato en el siglo XXI? A través de él podemos comprender no solamente aspectos significativos de la historia de España, sino también el proceso de construcción de la leyenda histórica, desde la Edad Media hasta la actual política populista. Estas leyendas consiguen penetrar en nuestra vida más profundamente que el verdadero conocimiento histórico y han ejercido una influencia desproporcionada en los pueblos, que a menudo ni siquiera son conscientes de la distancia que puede haber entre la propia historia y la leyenda mudable, el cambio constante, que se autoproclama historia. En el caso de Rodrigo Díaz, cuando retiramos la capa de leyenda, nos encontramos con un hombre que vivió en un periodo que no se puede sintetizar mediante juicios de valor sencillos en torno a «un choque de civilizaciones» o del «bien» enfrentado al «mal». Debemos entender la complejidad de una época en la que la gente luchaba entre sí, luego cooperaba con sus antiguos enemigos para volverse más tarde una vez más contra ellos; un periodo en el que se esgrimían argumentos basados en la religión para justificar la guerra, pero en el que también se hacía caso omiso a estos argumentos para, con la misma facilidad, entrar en guerra contra sus correligionarios o aliarse con supuestos enemigos de credo. Es más, como en todos los buenos relatos, el de la transformación del Cid nos induce a pensar y a poner en cuestión qué es aquello que nos hace humanos. ¿Qué es lo que nos atrae de las gestas militares y por qué insistimos en transformar a individuos de lo más inapropiado en héroes?

Santos Domínguez 



29 agosto 2025

Manuel Longares. La vida de la letra


 

Manuel Longares.
La vida de la letra.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2014.


El 31 de diciembre de 1979, Carmen Martín Gaite saludaba en Diario 16 la aparición "de un libro realmente espléndido", La novela del corsé, de Manuel Longares. Era la primera obra de quien habría de revelarse con el tiempo como uno de los narradores más sólidos de los últimos treinta años. Dos títulos posteriores -Soldaditos de Pavía (1984) y Operación Primavera (1992)- completarían el ciclo novelístico que su autor denomina La vida de la letra y que Galaxia Gutenberg reúne por primera vez en un volumen presentado por un prólogo en el que Longares explica que estas tres novelas no forman una trilogía ya que no comparten argumento ni temática. Les une su vocación experimental por la fusión de géneros, porque en La novela del corsé la narración participa del ensayo y en Soldaditos de Pavía y Operación primavera, de las formas novelescas y teatrales.

Tres novelas en las que Manuel Longares no pone letra a la vida, como en la literatura realista, documental y hasta fantástica, sino que da vida a la letra. Y es que este ciclo se levanta no sobre la realidad, ni siquiera sobre la imaginación o la fantasía, sino sobre textos literarios o subliterarios previos: la novela sicalíptica de comienzos del XX o los libretos de zarzuelas o de óperas. 

Por eso en el fondo de lo que tratan las obras de La vida de la letra es de la relación entre la literatura y la vida tomando como punto de partida la primera, no esta última, que era lo que hacían Galdós, Baroja o el realismo objetivo o social de mediados del XX.

Este es también el ciclo más experimental de la novelística de Longares, que explora aquí las posibilidades expresivas de la fusión con otros géneros: el ensayo en La novela del corsé, el género chico en Soldaditos de Pavía o el formato operístico en Operación Primavera.

La novela del corsé es una obra atípica. Metanovela y artefacto narrativo han sido algunos de los términos utilizados para clasificarla. Inútilmente, porque este es un libro que escapa a cualquier clasificación convencional.

Tomando como base el auge de la novela erótica en España entre 1890 y 1930, Manuel Longares mezcla en ella el talento y la inventiva, la documentación y el humor para construir un texto que participa de la novela y del ensayo, con sus consiguientes notas y bibliografía, hasta el punto de que recuerdo haberlo visto citado alguna vez como el mejor análisis de aquellas novelas que eran los sinapismos del priapismo en una España sórdida y rijosa, con doble moral y adulterios, con fetichismo y ludibrio. Una sociedad de pornógrafos y orquíticos que se pirraban por lo verde.

Si en La novela del corsé los modelos objetos de parodia eran los de la novela sicalíptica de comienzos del XX, Soldaditos de Pavía se centra en el mundo de la zarzuela, en el género chico, para reflejar el sainete que es la historia de España desde Felipe V hasta la posguerra.

A través de diversos libretos y de distintos tonos (desde el goyesco al costumbrista pasando por el romántico), la excepcional potencia estilística e imaginativa de Manuel Longares da voz a una crítica de la realidad histórica y social que, a pesar de los años pasados desde su primera edición, mantiene su actualidad y su vigor expresivo.

Una estética de la parodia y el desgarro que tiene su origen en el humor amargo de Quevedo, en el esperpentismo de Valle y en la pintura de Goya, una de las miradas superiores y distantes que contemplan a los personajes como marionetas en esta novela y en la que cierra el ciclo, Operación Primavera.

En ella el disparate expresionista de las situaciones sigue reflejando, ahora ya en los primeros años de la democracia, la vida española con una mirada cenital y distante, similar a la del esperpento, única estética posible para reflejar con su matemática de espejo cóncavo la deformada realidad carpetovetónica.

Ópera degradada en sainete y lastrada por trepas, advenedizos reconvertidos, radiografía satírica y retrato esperpéntico de la política cultural de los ochenta en una corte de los milagros posmoderna y venal, Operación Primavera, con su humor desengañado y a ratos amargo, muestra ya a un Longares dueño de su mundo y con una altura estilística que hace de su lectura un gozoso ejercicio. Dejo aquí solo un ejemplo, aunque de cada página podrían extraerse varios párrafos memorables:

Por el desmantelado bulevar donde jugó de niña aúlla la sirena de un coche celular. Otros como él ocupan la glorieta de Bilbao donde se ha convocado una manifestación universitaria sin el preceptivo permiso. Los estudiantes forman corrillos y sólo caminan a requerimiento de la policía. Al grito de reivindicación coreado, los estudiantes invaden la calzada. Cesa el tráfico de automóviles y a los balcones asoman curiosos. Vuelan panfletos, vibra un silbato. Desenfundando las porras desmontan los guardias de sus vehículos. Atropelladamente se dispersan los jóvenes por las bocacalles de la plaza. Quiebra la luna de un escaparate, una panadería echa el cierre y el can de un ciego denuncia provocaciones. Entre Luchana y Sagasta, una chica besa el suelo alfombrado de octavillas. Caen sobre ella los agentes y la martirizan , con sus defensas. El espectáculo alarma a la que volvía de la compra: Informada del terror rojo, desconocía la injusticia del orden.

Está aquí ya presente, además del novelista creador de mundos y ambientes, el excelente prosista que es Longares, su dominio excepcional de la frase, su altura estilística inusual en una obra primeriza como esta, la calidad de una prosa que sólo alcanzan unos pocos privilegiados como él.

Es una magnífica idea la de Galaxia Gutenberg de ofrecer en un volumen la edición definitiva, revisada y corregida, de este ciclo inicial de la narrativa de Manuel Longares, aunque incoativo aún, apuntaba con precisión la admirable altura literaria de su obra posterior: las portentosas Romanticismo, Nuestra epopeya, Las cuatro esquinas o la reciente Los ingenuos lo han ratificado como uno de los escritores fundamentales de las últimas décadas. 

Santos Domínguez

27 agosto 2025

Schonberg. Los grandes compositores

 


Harold C. Schonberg.
Los grandes compositores.
Traducción de Aníbal Leal y Joan Eloi Roca.
Ático de los libros. Barcelona, 2024.

“Escribí este libro para un público inteligente y amante de la música; y traté de organizarlo para que pudiera trazarse la continuidad de la historia de la música desde Claudio Monteverdi hasta hoy. La composición musical es un proceso en constante evolución, y no ha habido genios, por grandes que sean, que no hayan recibido algo de sus predecesores”, afirma Harold C. Schonberg en el Prefacio de su monumental obra Los grandes compositores, que publica en una magnífica edición -la primera íntegra en español- Ático de los libros en un estuche con dos volúmenes espléndidamente ilustrados con traducción de Aníbal Leal y Joan Eloi Roca.

Editada en dos tomos -de Monteverdi a Hugo Wolf, el primero y el segundo de Johann Strauss a los Minimalistas-, organizada en cuarenta y un capítulos y rematada por una bibliografía específica de cada autor, Los grandes compositores traza una historia completa de la música clásica a través de sus compositores y propone una orientadora guía de audiciones representativas de cada autor, de cada estilo, de cada época.

Con un acercamiento ameno y riguroso a las vidas y las obras de las figuras más importantes de la música clásica, Harold C. Schonberg, que ejerció como crítico musical de The New York Times entre 1950 y 1980, refleja el perfil biográfico y creativo de decenas de compositores, desde un Monteverdi precursor de la ópera - “el compositor más temprano de la historia de la música que goza de reputación internacional actualmente”- hasta el minimalismo musical de los años noventa del siglo pasado, un Nuevo Barroco representado por figuras como Philip Glass o John Adams que en 1995, en palabras de Schonberg, “era la manifestación más popular del pensamiento musical avanzado o recesivo, según se mire.”

Estos son algunos de los temas y los compositores que aborda Schonberg en el primer tomo:

La transfiguración del Barroco en Bach, que “tomó las formas que la música le aportaba y las amplió, modificó y perfeccionó de manera constante […] incorporando en el proceso su propio genio.” 

Händel, compositor y empresario, cuya música “respira un vigor, una amplitud y una invención poco habituales”. Su oratorio El Mesías -escribe Schonberg- es “la obra de música coral más popular que se haya compuesto.”

El clasicismo por excelencia de Haydn, “la figura musical más celebrada durante una época en la que Europa se enorgullecía de su civilización, su lógica, su moderación sentimental y su politesse.”

Wolfgang Amadeus Mozart, el prodigio de Salzburgo, que “fue el músico más grande de su tiempo y, como compositor, alcanzó el nivel más alto en todos los géneros musicales: ópera, sinfonía, concierto, cámara, vocal, piano, coral… Todos. Además, fue el mejor pianista y organista de Europa, y el mejor director. Y si se hubiese dedicado a ello, también se habría convertido en el mejor violinista. En música no existía prácticamente nada que no pudiera hacer mejor que otro.”

Beethoven, el revolucionario de Bonn, que “se consideraba a sí mismo un artista, y defendía sus derechos como tal. Mientras Mozart se buscaba un hueco en el mundo aristocrático, ávido, sin llegar a ser admitido, Beethoven, que tenía solo unos quince años menos, abría de un puntapié las puertas, entraba como una tromba y se instalaba con soltura. Era un artista, un creador, y según su propio criterio, como tal, superior a reyes y nobles. Tenía ideas revolucionarias acerca de la sociedad, y un concepto romántico de la música.”

Schubert, el primer poeta lírico de la música, que vivió su vida Bohemia a la sombra poderosa de Beethoven y murió a los 31 años: Su misión era crear música; existía únicamente para eso.” “El viaje de invierno, compuesto en 1827, el año que procedió a su muerte, es la serie de canciones más importante que existe en la historia de la música.”

La libertad y el  nuevo lenguaje de Weber y los románticos tempranos, que en una década, entre 1830 y 1840, cambiaron “todo el vocabulario armónico de la música.” “A juicio de los románticos, Weber fue el hombre que desencadenó la tormenta.”

La exuberancia romántica y la moderación clásica de Hector Berlioz, que “se convirtió en el primer romántico francés y en el primer exponente auténtico de lo que Europa denominaría después ‘la música del futuro’. Fue Berlioz quien, al crear la orquesta moderna, exhibió un nuevo tipo de fuerza tonal, y otros recursos y colores.”

Robert Schumann, “innovador, crítico y propagandista de lo nuevo, y un gran compositor. […] Fue el primero de los compositores anticlásicos” y “afirmó una estética completa que rozaba el expresionismo. La música debía reflejar un estado de ánimo interior.”

La apoteosis del piano con Chopin, que “armonizaba perfectamente con el París loco, perverso, melancólico y alegre de las décadas de 1830 y 1840.” “Un compositor que decidió desde temprano crear únicamente para el instrumento que amaba.” “Otros compositores han tenido sus altibajos; Chopin se mantiene en un nivel permanente, y la literatura pianística sería inconcebible sin él. Parece una figura inmune a los cambios sobrevenidos en los gustos.

La triple condición de virtuoso, charlatán y profeta de Franz Liszt, “probablemente el pianista más grande que el mundo conoció”. “Sus actuaciones eran el equivalente decimonónico a los conciertos de una estrella del rock.” Todavía es posible que lleguemos a la conclusión de que el profético Listz tuvo más que ver con el modo en el que se desarrolló la música que cualquiera de los restantes compositores de su tiempo. Aún no se ha escrito la versión completa del lugar majestuoso que ocupa en la historia de la música.”

La genialidad burguesa de Mendelssohn, menospreciado durante algún tiempo, aunque “ahora que la música serial y postserial han llegado a su fin y vuelve el neorromanticismo, la música de Mendelssohn, como la de Listz, ya está siendo reevaluada, y a Mendelssohn se lo reconoce de nuevo como el maestro dulce, puro y perfectamente proporcionado que en realidad fue.”

Rossini, Donizetti y Bellini, creadores de una ópera en la que el canto era lo principal: “Sus óperas, en general, apuntaban francamente al entretenimiento. […] El arte emotivo y exhibicionista que practicaban no obligaba a pensar profundamente a los oyentes. Como consecuencia, sus óperas eran inmensamente populares.”

Cierran el primer volumen Giuseppe Verdi, el coloso de Italia, “el compositor de óperas más popular del mundo […], un especialista que ofrecía un producto al público, y nunca pretendió ser un músico culto.” Óperas como Rigoletto, Il trovatore, La traviata, que “fueron obras trascendentes en su tiempo y convirtieron a Verdi en el único compositor cuya popularidad podía rivalizar con la de Meyerbeer.  Parecía que el público nunca se fatigaba de ver y oír esas tres óperas.” O La forza del destino y Don Carlo, con las que “comenzó a variar el estilo de las óperas de Verdi. Cobraron más amplitud, el sonido se enriqueció, y las obras se volvieron más extensas y ambiciosas.”

Richard Wagner, el coloso de Alemania, egómano genial y artista arrogante y mesiánico cuyas óperas -Tannhäuser, Lohengrin, Tristán e Isolda, El anillo del nibelungo-cambiaron el rumbo de la música en la segunda mitad del XIX: “Sobre todo, se trataba de un empleo novedoso de la orquesta. Más que cualquier otro compositor en la historia de la música hasta ese momento, Wagner asignó un papel equitativo a la orquesta en el drama. Precisamente en la gran orquesta de Wagner, con su partitura resonante, se explica gran parte de la acción de la ópera y se subrayan los cambios psicológicos de los personajes, sus motivaciones, sus impulsos, sus sentimientos de amor y odio.”

Johannes Brahms, el custodio de la llama, el clasicista con el que “la sinfonía, en la forma que le confirieron Beethoven, Mendelssohn y Schumann, llegó a su fin. A semejanza de Bach, Brahms resumió una época. A diferencia de Bach, contribuyó poco al desarrollo de la música.”

Y Hugo Wolf, un maestro del lied, un músico extraño y torturado: “El rebelde que vivió una vida tan tormentosa, el bohemio y descontento, el genio que falleció enloquecido a los 43 años, pudo dirigir sobre la poesía un flujo musical que tenía la intensidad musical de un rayo láser. En las doscientas cuarenta y dos canciones que compuso se observa a menudo una serenidad que se contradice del todo con su propia vida cotidiana. Y pocos compositores demostraron una sensibilidad tan aguda para la poesía.”

El segundo tomo se abre con un capítulo dedicado a Johann Strauss hijo, Offenbach y Sullivan y subtitulado “Vals, cancán, sátira”. En él señala Schonberg que “si un criterio para juzgar la obra de un compositor es su longevidad, por lo menos tres creadores de música ligera del siglo XIX han sobrevivido de un modo tan triunfal al tiempo y las modas que es legítimo llamarlos inmortales. El vals y la opereta vienesa de Johann Strauss hijo, la ópera bufa de Jacques Offenbach y la opereta de Sir Arthur Sullivan perduran entre nosotros, y siguen siendo obras tan encantadoras, atrevidas y plenas de inventiva como lo fueron antes.”

Los capítulos siguientes analizan autores y temas como estos:

La ópera francesa, del Fausto de Gounod a Saint-Saëns pasando por la Carmen de Bizet o la Manon de Massenet; al nacionalismo ruso de Musorgski y Rimsky-Korsakov o al sentimentalismo excesivo de Chaikovski, que “influyó de distintos modos sobre el público. Desde el principio la mayoría de los oyentes se complacieron en el baño emocional en que los sumergía el compositor. Otros, más inhibidos, rechazaban de inmediato el mensaje de Chaikovski o se despreciaban a sí mismos por reaccionar frente a él. Se presume que un compositor tiene que ser más “viril". Hay algo embarazoso, incluso inmoral, en ese tipo de histeria llevado a la música. Durante mucho tiempo, Chaikovski, tan apreciado por el público, fue considerado por muchos entendidos y músicos como una mera máquina de sollozar. En los últimos años se ha procedido a una revaluación, y los músicos actuales tienden a hallar en Chaikovski mucho más para admirar que antes.”

El cromatismo y la sensibilidad, del benigno César Franck, que “es hoy un compositor pasado de moda” a “la delicada música de Gabriel Fauré que nunca pudo afirmarse fuera de Francia”, aunque “desecharlo, como hacen muchos fuera de Francia, asignándole la categoría de un proveedor de arte gálico barato, implica prescindir de uno de los compositores más elegantes, flexibles y refinados.”

La escritura musical sólo para el teatro de Giacomo Puccini, que “compuso tres de las óperas más populares que se han escrito” (La Bohème, Tosca y Madama Butterfly) y culminó su producción operística con Turandot, su obra “más enorme y ambiciosa.”

La larga coda del romanticismo con un Richard Strauss que “para el público, era el compositor más grande del mundo, y de paso uno de los grandes directores mundiales. Todo lo que él creaba merecía la cobertura instantánea de todos los diarios”, aunque “nada envejece tan rápidamente como el sensacionalismo puro, y la tragedia de Strauss es la tragedia de una mente musical superior afectada por el deseo de ubicar el efecto en un plano superior a la sustancia.”

La indisimulada antipatía por la música de Mahler: “Las luchas de Mahler son las de un debilucho psíquico, un adolescente quejoso que escribió o se acobardó, o se dejó dominar por la histeria en lugar de enfrentarse al problema. La música de Mahler, en efecto, puede ser turbadora para cierto tipo de mente, una mente que prefiere la masculinidad a la angustia. Pues en el fondo de su ser, Mahler era un sentimental. Se complacía en su sufrimiento; se regodeaba en eso; chapoteaba en ello, y deseaba que el mundo entero viese cuánto sufría.”

El simbolismo y el impresionismo musical de Debussy, la ruptura con el romanticismo de La consagración de la primavera y El pájaro de fuego, de Igor Stravinsky, que “vivió para ser reconocido universalmente como el compositor más grande de su tiempo”; la música de Prokófiev y Shostakovich, héroes de la música sovietica y víctimas del estalinismo; el ascenso de una tradición norteamericana con  Copland, que abandonó el jazz y “fue hasta su muerte en 1990 el símbolo culto y respetado de medio siglo de la música estadounidense.”

Béla Bartók, “uno de los compositores modernos más ejecutados”, que “compuso una música áspera que no concedía respiro a nadie, y sus mejores obras son reflejo de una de las mentes musicales más vigorosas del siglo XX.”

Cierran el segundo volumen los capítulos dedicados a la subversión de la música dodecafónica de Schönberg, a su emancipación de la disonancia y su abolición de la tonalidad, y a sus discípulos Alban Berg y Anton Webern, y, ya después de 1945, al proceso desde el movimiento internacional serial, de Varèse al sinestésico Messiaen, a la indeterminación del iconoclasta John Cage y a los minimalistas,  fundadores de un Nuevo Barroco y emparentados lejanamente con los patrones tranquilos del canto gregoriano.

Un amplio y muy útil índice onomástico de autores y obras facilita la consulta rápida al lector interesado que quiera localizar la figura de un compositor o una composición concreta.

“Los grandes compositores -afirma Harold C. Schonberg- siempre, de un modo u otro, alteraron el curso de la historia musical y han entrado, si no en la conciencia de toda la humanidad, ciertamente en la conciencia de los pueblos occidentales. [...] Los grandes compositores también fueron, casi siempre, aceptados como grandes durante su vida. A veces, como en el caso de Hummel, Spohr o Meyerbeer, carecían del poder de la permanencia. A veces, como en el caso de Mahler, tardaban dos generaciones en convertirse en iconos. Pero los grandes siempre se han abierto camino, reconocidos como genios casi desde el principio. Hay algo darwiniano en este proceso. Quizá la supervivencia del más apto explique la existencia de los grandes compositores.
Y en su época los grandes compositores eran líderes. Eran líderes porque fueron los primeros en escribir un tipo de música que iba a influir en los compositores posteriores de todo el mundo: Berlioz, Liszt y Wagner como generales de la «música del futuro»; Mendelssohn y Brahms como mariscales de campo de la facción conservadora. Y su propia música ha tenido una vida útil permanente.[…]
Así que aquí estamos, en 1996. ¿Encontramos en el mundo de la música líderes reconocidos actualmente? ¿Líderes equivalentes a Mozart y Haydn en el siglo XVIII; Beethoven y los grandes compositores románticos en el XIX; Stravinski, Bartók, Schoenberg, Cage y Boulez en el XX? Con toda honestidad, es difícil pensar en ninguno. 
Los compositores de todo el mundo están buscando un estilo a seguir, pero no ha aparecido ningún líder de la envergadura de Beethoven, Berlioz, Wagner, Stravinski, Boulez o Copland. Así que todo lo que podemos hacer para actualizar el relato de Los grandes compositores es no preocuparnos demasiado por los «grandes» compositores.” 

Santos Domínguez 

25 agosto 2025

Musil. El hombre sin atributos




Robert Musil.
El hombre sin atributos.
Traducción de José María Sáenz.
Seix Barral. Barcelona, 2021.

Sobre el Atlántico avanzaba un mínimo barométrico en dirección este, frente a un máximo estacionado sobre Rusia; de momento no mostraba tendencia a esquivarlo desplazándose hacia el norte. Las isotermas y las isóteras cumplían su deber. La temperatura del aire estaba en relación con la temperatura media anual, tanto con la del mes más caluroso como con la del mes más frío y con la oscilación mensual aperiódica. La salida y puesta del sol y de la luna, las fases de la luna, de Venus, del anillo de Saturno y muchos otros fenómenos importantes se sucedían conforme a los pronósticos de los anuarios astronómicos. El vapor de agua alcanzaba su mayor tensión y la humedad atmosférica era escasa. En pocas palabras, que describen fielmente la realidad, aunque estén algo pasadas de moda: era un hermoso día de agosto del año 1913.

Con ese parte meteorológico comienza el primer capítulo, 'Accidente sin trascendencia', de El hombre sin atributos, en la edición definitiva en dos tomos que Seix Barral recoge en un estuche con las espléndidas traducciones de José María Sáenz del primer tomo y de Feliu Formosa y Pedro Madrigal del Libro segundo [De las páginas póstumas]. Es la versión completa de la monumental novela, revisada por Pedro Madrigal según la edición establecida por Adolf Frisé en 1978. 

El hombre sin atributos es un título fundamental de la literatura del siglo XX, un clásico contemporáneo sobre la insoportable inconsistencia del individuo. Literatura sólida y en estado puro, su densidad de bosque poblado y sombrío está en las antípodas de tanta narrativa líquida y posmoderna.
 
Crónica y sátira del vacío existencial del hombre moderno simbolizado en Ulrich, trasunto del propio Musil, también matemático y bibliotecario, un antihéroe anodino sin horizonte vital ni proyecto ni experiencias. La renuncia, la pasividad y la despersonalización son los únicos atributos de un hombre sin atributos en medio de la nada.

Una obra monumental e inacabada que va más allá del mero carácter de ficción para convertirse con la disolución de su trama en una alegoría de la disolución de un mundo, en una interpretación moral, filosófica, histórica y cultural de la crisis de la razón científica positivista, de la pérdida de identidad del hombre contemporáneo, de la decadencia y caída del Imperio Austrohúngaro -la Kakania de la ficción- y del papel del intelectual en la problemática modernidad de la Europa de entreguerras.

Pese al fondo interpretativo e intelectual de su obra, Musil, que es, también él, toda una literatura, quiso evitar que El hombre sin atributos se convirtiera en un ensayo sobre las raíces últimas del desastre, para lo que utilizó dos recursos: el distanciamiento irónico y la creación de escenas narrativas y de descripciones que evocan la realidad viva que conoció de cerca y de la que fue víctima y cronista lúcido. Y así la fragmentación del discurso narrativo es el reflejo de un mundo fantasmagórico y absurdo, caótico y sin sentido en el fin de una época que se había derrumbado antes de la escritura de la novela.

Cuando le sorprendió la muerte, en 1942, Robert Musil tenía sesenta y un años, llevaba más de dos décadas enfrascado en la escritura de El hombre sin atributos y su obra estaba prohibida en la Alemania nazi por nociva. Había publicado dos volúmenes de la novela y dejaba inédita una parte que aparecería al año siguiente, aunque eso no alteraba su condición de obra truncada.

Aun así, una parte de la crítica actual considera El hombre sin atributos como la más importante novela del siglo XX escrita en alemán, por delante de títulos como La montaña mágica, La muerte de Virgilio o las obras de Kafka.

Con esta gigantesca construcción novelística Musil trazó, desde su radical escepticismo y su voluntad paródica, además de un diagnóstico de su tiempo, una desolada profecía del futuro.

Santos Domínguez




22 agosto 2025

Gabriel García Márquez. Una vida

  


Gerald Martin.
Gabriel García Márquez.
Una vida.

Traducción de Eugenia Vázquez.
Debate. Barcelona, 2009.

Muchos años después de comenzar a elaborar este libro, Gerald Martin publicaba en Debate Gabriel García Márquez. Una vida. Han sido casi veinte años de trabajo que dieron como resultado un borrador de tres mil páginas que finalmente se redujeron a la cuarta parte pero que más allá de la anécdota hablan muy claramente de la complejidad del personaje.

Escribe lo que veas; yo seré lo que tú digas que soy, le dijo García Márquez al autor de esta ambiciosa biografía, escrita con una notable capacidad narrativa y en la sólida tradición de biógrafos ingleses, verdaderos maestros del género que inventó Boswell con La vida de Samuel Johnson.

Del ingente trabajo de Gerald Martin dan cuenta dos datos reveladores: las más de trescientas entrevistas que sostuvo con García Márquez y con su círculo de familiares y amigos, y las siete páginas de agradecimientos que abren esta obra, cuya primera edición apareció en el Reino Unido el año pasado. La traducción al español la firma Eugenia Vázquez Nacarino.

Biografía tolerada que va camino de ser biografía oficial, este acercamiento a la vida y la obra de García Márquez no es una hagiografía. El biógrafo no mira de rodillas a su personaje, sino cara a cara, como al escritor, el hombre y el ciudadano complejo que es García Márquez, sincero y arrogante, sencillo y vanidoso, brillante y contradictorio.

La mirada distanciada de Gerald Martin aborda la figura del colombiano entre la existencia privada y la fama pública que acaba devorándola, con alguna incursión en una tercera vertiente que es la vida secreta -las zonas de sombra que insinúa la foto de la portada-, que se proyecta en sus novelas, y una interesante aproximación crítica a la cocina literaria del narrador y a sus obras más emblemáticas.

Para el biógrafo, Cien años de soledad es el eje de la vida de García Márquez, así como El otoño del patriarca es el eje de su obra. En ese terreno se mueve una de las aportaciones más interesantes de este libro: la lectura en clave autobiográfica de El otoño del patriarca como autorretrato crítico del escritor, o la proyección de sus decepciones vitales, literarias e ideológicas en el Bolívar terminal de El general en su laberinto.

La otra característica llamativa de esta espléndida obra es que atiende más al espacio que al tiempo, más a la atmósfera que a la cronología. Gerald Martin tiene una envidiable capacidad para evocar ambientes y recrear en ellos situaciones y personajes, lo que le da a esta biografía un talante narrativo. Con alguna ironía, el autor sospecha que finalmente la obra se la ha escrito Gabriel García Márquez, que le ha transferido parte de su admirable talento como contador de historias.

La mayor parte de los “grandes nombres” sobre los que la crítica actualmente coincide –escribe Martin en el Prefaciollegan hasta los años cincuenta (Joyce, Proust, Kafka, Faulkner, Woolf); pero en la segunda mitad del siglo, quizá el único escritor que ha cosechado verdadera unanimidad haya sido García Márquez. Su obra maestra, Cien años de soledad, publicada en 1967, apareció en el vértice de la transición entre la novela de la modernidad y la novela de la posmodernidad, y acaso sea la única publicada entre 1950 y 2000 que haya encontrado tal número de lectores entusiastas en prácticamente todos los países y culturas del mundo.

La infancia en Aracataca, la formación del escritor, los trabajos y los días del periodista, la dureza de la vida en París, el éxito en Barcelona, la relación con el poder del escritor de prestigio dan lugar a algunos de los momentos más convincentes del libro. Y en todos ellos el gran reto de Martin ha sido deslindar la realidad de la fabulación en los recuerdos de un mamagallista tan aventajado como García Márquez, que se ha dedicado con envidiable constancia a fabular sobre muchos episodios fundamentales de su vida.

Aun así, con ese riesgo innegable, Gerald Martin sabe que ha escrito una obra de la que se puede sentir no sólo satisfecho, sino orgulloso. Y, aunque probablemente no era su propósito, este texto contribuirá no sólo a acercar al personaje, sino también a hacer crecer el mito y a afirmar su capacidad de seducción:

Siempre que me han preguntado si ésta es una biografía autorizada, mi respuesta ha sido invariablemente la misma: «No, no es una biografía autorizada, es una biografía tolerada». No obstante, para sorpresa y gratitud mías, en 2006 el propio García Márquez dijo ante los medios de todo el mundo que yo era su biógrafo «oficial». ¡Así que probablemente yo sea su único biógrafo oficialmente tolerado! Ha sido un privilegio extraordinario.

Santos Domínguez