22/4/20

Ángel Olgoso. Astrolabio


Ángel Olgoso. 
Astrolabio.
Ilustraciones de Marina Tapia.
Reino de Cordelia. Madrid, 2020.

HISTORIA DEL REY Y EL COSMÓGRAFO

Refiere Von Uexkull, en su Nouveaux voyages où personne n’a jamais pénétré, que cierto día el rey ordenó al mejor cosmógrafo del país la construcción de un globo terráqueo que superara a cualquier otro en grandiosidad y precisión. El cosmógrafo, un fraile menor, de nombre Jacob Haim o Behaim, accedió a los deseos reales aunque, por su disposición natural a la austeridad, rechazó las prebendas que se le otorgaban y se encerró a trabajar durante meses en su gabinete. El tiempo empleado en la elaboración del globo terráqueo fue motivo de controversia; su secretismo, de desmedidas figuraciones. Cuando llegó la mañana en que habría de descubrirse la obra maestra en el centro del salón del trono, bajo el óculo de tres metros de diámetro del techo, rodeaban al rey diputaciones de nobles y arquitectos, de obispos y algebristas. Con un calmoso movimiento del brazo, el cosmógrafo de hábito encordado retiró la tela: aquel globo terráqueo no tenía trazas de soberana perfección, no era monumental ni se hallaba montado sobre zócalos de bronce o pedestales esculpidos en mármol, no representaba la Geografía de Ptolomeo, no lo adornaban la Rosa de los Vientos, la flor de lis del norte, las banderas, los animales fabulosos, los rumbos de colores, las minúsculas notas descriptivas, no habían sido artísticamente dibujados sus husos, ni siquiera graduados para indicar las distancias, y los paralelos y meridianos tampoco se indicaban mediante flejes de oro. Era solo un pequeño globo terráqueo de madera de la altura de un hombre, puesto en pie sobre una sencilla peana de madera sin tornear, y con los contornos de tierras vagamente reconocibles como única pretensión científica. Toda la corte, perpleja en su avidez de ojos muy abiertos, afrentada por la simplicidad de tal representación del mundo, miró al rey que, confundido y ultrajado, mandó a sus capitanes detener al cosmógrafo y ajusticiar con el rigor que merecía a quien se burlaba así de los deseos reales. El fraile no profirió queja alguna. Se limitó a hacer girar suave y resignadamente la esfera y desapareció de la vista de todos, como llevado por la invisible fuerza centrípeta al interior del globo terráqueo, donde la madera no le vedó el paso. Se dijo que aquel día, hasta su declinación, obraron más extraños prodigios en la sala del trono: brisas del lejano sur soplaron sobre los tapices, se oyó al aire restallar en el gratil de unas velas, el ruido en sordina del oleaje, el trémolo metálico de un ancla; y después, con cada giro del globo, los aromas tomaron voz, y todos creyeron recibir en el salón real fragancias de las nueve partes del mundo, árboles de la pimienta, nueces de cayú, campos dilatados de espigas, incienso árabe, el olor meloso de calles entoldadas y el áspero de encuadernaciones de becerro en ciudades levíticas, piedras lavadas por las corrientes, flósculos de girasoles, marismas, parras y olivos, emanaciones telúricas de herrerías, barrunto de animales salvajes, violetas de presbiterio, hedor de miasmas. El rey y sus cortesanos imploraron el cese de las oleadas de esencias, de las infinitas figuraciones de vida que se expandían hacia ellos desde el cuerpo geométrico, alcanzándolos como una pleamar de veloces saetas, de afiladas crestas glaciales, de estrellas cayendo por el cielo hasta que, en su última vuelta, no quedó sobre la esfera terrestre más que una grata oscuridad sin dioses y la voz de un pájaro.

Como ese cosmógrafo mágico que construye el universo, Ángel Olgoso convoca el mundo en los cuarenta y tres relatos de Astrolabio, su particular globo terráqueo, que reedita Reino de Cordelia en edición ilustrada por Marina Tapia.

Un aleph prodigioso en el que conviven lo simbólico y lo onírico, la metafísica y la metaliteratura, el juego y la pesadilla, el humor y la ironía, la búsqueda y las transformaciones, la intriga y la especulación, la mitología y el relato policiaco, en la mejor tradición de la literatura fantástica, de Poe a Kafka, de Schwob a Borges o a Calvino.

Con finales abiertos o cerrados, con ritmo lento o agitado, con juegos temporales y sorpresas en la última línea, construidos en primera persona de dentro afuera o con la distancia de la tercera persona, la concentrada convivencia en ellos de emoción y misterio, de exactitud y precisión acerca a estos textos a la intensidad de la escritura poética.

Orientado por este astrolabio narrativo, el lector navegará por un mar lleno de prodigios y revelaciones, por estas miniaturas que completan un microuniverso  en el que podrá ver sucesiones de eclipses y lluvias de sapos; volverá con un recluso a la dulzura de la celda o escalará tres montes en un cuento oriental melancólico y desengañado.

Oirá cantar a las sirenas y verá  libros apócrifos; conocerá a un eremita desdoblado; sabrá que Lázaro el resucitado ha comprendido que el mundo es una fantasmagoria tras volver de la otra orilla; acompañará a una abeja desorientada en la batalla de Waterloo; se enterará de que se ha patentado una cámara que prueba con un diorama evocador la existencia del Más Allá; verá pasar una disciplinada procesión de suicidas o se enterará del decisivo cambio de trayectoria de un asteroide para cambiar la prehistoria.

Y por debajo de esa diversidad de asuntos, tres constantes: la imaginación como instrumento de otra forma de mirar la realidad; la habitual excelencia de la prosa de Ángel Olgoso y la presentación de la condición humana con su fragilidad y sus sueños en estos cuarenta y tres relatos breves en los que cabe el universo, como en el elogio de la brevedad en el texto que abre el volumen: 


ESPACIO
                                                                               A Miguel Ángel Muñoz

Escribí un relato de tres líneas y en la vastedad de su espacio vivieron cómodos un elefante de los matorrales, varias pirámides, un grupo de ballenas azules con su océano frecuentado por los albatros y los huracanes, y un agujero negro devorador de galaxias.
Escribí una novela de trescientas páginas y no cabía ni un alfiler, todo se hacinaba en aquella sórdida ratonera, había codazos y campos minados, multitudes errantes que morían y volvían a nacer, cargamentos extraviados, hechos que se enroscaban y desenroscaban como una tenia infinita, los temas eran desangrados a conciencia en busca de la última gota, no prosperaba el aire fresco, se sucedían peligrosas estampidas formadas por miles de detalles intrascendentes, el piso de este caos ubicuo y sofocador estaba cubierto con el aserrín de los mismos pensamientos molidos una y otra vez, los árboles eran genealógicos, los lugares, comunes, y las palabras pesados balines de plomo que se amontonaban implacablemente sobre el lector agónico hasta enterrarlo.

Santos Domínguez