15/7/11

Los barcos se pierden en tierra


Arturo Pérez-Reverte.
Los barcos se pierden en tierra.
Alfaguara. Madrid, 2011.

A la vez que anuncia para este otoño la aparición de El puente de los asesinos, la séptima entrega de las aventuras del capitán Alatriste, Alfaguara publica Los barcos se pierden en tierra, un volumen que recoge cerca de cien textos y artículos de Arturo Pérez-Reverte sobre barcos, mares y marinos, escritos entre 1994 y 2011, publicados la mayoría, inéditos algunos.

Hay mucho mar, del de los libros y del de verdad —del que te ahogas, vamos— en las páginas que siguen. Hay sangre chorreando por los imbornales, Stevenson y Mac Orlan, y Justin Scott, y a la vez meteorología, borrascas perfectas, defensa del atún, medusas, aventuras con las lanchas aduaneras y capones a los marinos de agua dulce que exhiben calzado de moda en el pantalán. Y hay, claro, mucho Pérez-Reverte.(...) El mar esencializa su amor por la aventura y por la belleza indómita del mundo, su coraje y su sentido elevado de la amistad y del honor, su romanticismo y su humor, pero también sus nostalgias, tristezas y pesimismos —«el mar auténtico no interesa en España», deplora como un Larra marino—, su vehemencia, su bronca relación con lo que le disgusta, su cinismo y esa inexplicable misantropía rayana a veces en la crueldad que tanto nos asombra a sus amigos, señala Jacinto Antón en el texto introductorio (Sopla el viento en las jarcias, bajo las estrellas) que ha escrito para presentar esta amplia recopilación de artículos de Pérez-Reverte sobre mares y barcos.

Desde los dos primeros (Paco el Piloto y El chulo de la isla), dos artículos de 1994, quedan fijadas las tonalidades de estos textos, en los que conviven las múltiples voces de Pérez-Reverte: el lírico y el gamberro, el narrador de talento (un simple Tusitala de infantería) y el articulista bronco y valiente que denuncia los abusos de un oficial macarra o las depredaciones de las flotas pesqueras, el aventurero solitario y el pesimista incorregible, el escritor políticamente incorrecto y el navegante que mantiene una ambigua relación amorosa con el mar, el que rinde homenaje a la gente marinera y el que ajusta las cuentas a los balleneros, a los atuneros o a los tripulantes horteras de motos náuticas.

Y así en una marea creciente de palabras, el lector llega al último, espléndido artículo que da título a la recopilación: Los barcos se pierden en tierra, un texto de este mismo año en el que Pérez-Reverte se funde y se confunde con Ulises en una épica y una lírica del mar, de la aventura y de la navegación como metáfora de la vida.

Hay en esta recopilación un texto central: El doblón del capitán Ahab, que resume el mundo literario y vital de Pérez-Reverte, un texto que navega por su memoria y expresa su relación con el mar como espacio esencial de aventura, y evoca sus lecturas sobre temas marítimos y hasta su concepto de la narración.

Comparten estas páginas, escritas con la pasión del lector y la pericia del navegante, Ulises y el capitán Haddock, la vida y la literatura, los libros y los sueños, las batallas navales y las novelas, los bares portuarios con gente callada y solitaria, los domingueros con la familia a bordo del fueraborda, los cuarentones panzudos con música hortera, bañadores floridos y multiusos y pañuelo en la cabeza. A esos piratas chungos, a esos Cantinflas de playa en motos náuticas dedica uno de sus artículos, que termina con este lamento sobre esa nueva plaga que ataca la costa:

Sea usted hace tres o cuatro siglos un cabrón como Dios manda, asalte galeones españoles, saquee Maracaibo, cuelgue a capitanes enemigos del palo mayor, pase a los prisioneros por la tabla o por la quilla, viole a la sobrina del gobernador de Jamaica, abandone a tripulantes amotinados en una isla desierta, vuele su barco desarbolado para no caer en manos de los jueces del rey, o termine sus días como digno pirata, ahorcado, y ponga tan amena y edificante biografía bajo la bandera negra de los bucaneros, para que esa misma enseña, cuya vista antes helaba la sangre, termine en número de circo, enarbolada por media docena de Cantinflas de playa.

Qué tiempos éstos, me dije, en que cualquier cagamandurrias puede tirárselas de pirata. No hay derecho a que también metan mano en eso, y ya no se reverencia ni lo más sagrado. A que la bandera más respetable de la Historia, elegida voluntariamente por lo mejor de cada casa, por los salteadores y asesinos y golfos y canallas que en nombre de la libertad, de la codicia o de la aventura se pasaban por la bisectriz todas las otras banderas inventadas por reyes y por curas y por banqueros, termine en la zodiac de unos tiñalpas espantando a las gaviotas con música discotequera. No hay derecho a que los sueños de niños que todavía miran el mar buscando su memoria en viejos libros escritos por Exmerlin y por Defoe, con espeluznantes grabados de abordajes, ejecuciones, saqueos y orgías, sean profanados de éste modo por una panda de retrasados mentales. Y entonces lamenté de veras, voto a tal, que el velero amarrado algo más allá no fuese un bergantín de antaño con la tripulación adecuada y el nombre escrito en la patente de corso auténtica y en blanco que una vez me regaló un amigo. Porque entonces, me dije, esa misma noche mandaría a tierra al contramaestre con un trozo de leva de los gavieros más duros, a fin de que cuando esos capullos de la banderita estuviesen bien mamados en un bar, los reclutasen a hostia limpia como en los viejos tiempos. Y luego despertaran a bordo en mitad del océano, comiéndose por el morro una campaña de quince meses en las Antillas, tirando de las brazas bajo el rebenque, subiendo a las vergas para tomar rizos con vientos de cincuenta nudos, antes de obligarlos a cavar sus propias fosas junto al cofre del tesoro, con el loro Capitán Flint gritándoles guasón en la oreja: «¡Piezas de a ocho!... ¡Piezas de a ocho!».


Frente a esa chusma que llena los megapuertos y se tuesta en los pijoyates, en la literatura y en la vida resisten aún los puertos viejos y sabios, y en ellos, todavía, otra raza marinera de gente de ángulos oscuros y lluviosos corazones de noviembre.

A lo largo de la mayoría de estos textos hay una reflexión descarnada sobre el pasado y el presente de España. Esa reflexión a veces tiene la forma irónica de una alegoría crítica y esperpéntica (Remando espero) y otras veces rinde homenaje a los Marinos ilustrados: Ojalá esta pobre España ágrafa y brutal, patio navajero y ruin, de toque de corneta, sable y paredón, a la que ni siquiera el diseño moderno logra barnizar el alma negra, hubiera tenido miles de hombres como ésos en los palacios, en los castillos y en los cuarteles, en las capitanías generales y en los puentes de los barcos.

Santos Domínguez