26 febrero 2025

Leopardi. El desierto, la retama y el volcán

 



Giacomo Leopardi.
El desierto, la retama y el volcán.
Antología.
Edición de Cristina Coriasso Martín-Posadillo.
Alianza Editorial. Madrid, 2025.

Qué dolor oír, en la madrugada siguiente a un día de fiesta, el canto nocturno de los pueblerinos pasando. La infinitud del pasado me venía a la mente al pensar en los romanos, caídos después de tanto estruendo, y en tantos sucesos, ahora pasados, que yo comparaba dolorosamente con aquella profunda quietud y silencio de la noche, del que me hacía darme cuenta el relieve de aquella voz o canto pueblerino.

Ese párrafo del Zibaldone abre El desierto, la retama y el volcán, la estupenda antología de la obra en prosa y verso de Giacomo Leopardi (Recanati, 1798-Nápoles, 1837), que publica Alianza Editorial con edición, traducción, introducción y notas de Cristina Coriasso Martín-Posadillo.

Ese fragmento en prosa explica la génesis de La noche del día de fiesta (“Dolce e chiara é la notte e senza vento”), uno de los poemas esenciales de Leopardi. Aunque no recogido en esta selección, sus versos evocan un canto que interrumpe la calma nocturna y suscita en el poeta una meditación sobre el tiempo y la caducidad con versos como estos, que dejo en la traducción de los Cantos que publicó María de las Nieves Muñiz en Cátedra

                   Ay, por la calle
oigo no lejos el solitario canto 
del artesano, que de noche vuelve,
tras los solaces, a su pobre albergue;
y duramente se me oprime el pecho,
al ver que por la tierra todo pasa
sin casi dejar huella. Así ya ha huido 
este día de fiesta, y al festivo
le sigue el día vulgar, y borra el tiempo
todo humano accidente. ¿Dónde el eco
de las gentes famosas, y el imperio  
de antigua Roma, y el fragor, las armas
que cruzaron los mares y la tierra?
Todo es paz y silencio; todo posa
en el mundo y nadie los recuerda.

Esa vinculación entre la obra en prosa de Leopardi, especialmente el Zibaldone di pensieri, y su poesía justifica que cada uno de los seis apartados temáticos en que se organiza la estructura de esta antología se abra con fragmentos del Zibaldone y de los Opúsculos morales para dar paso a poemas canónicos del poeta de Recanati como El infinito, A la luna, A la primavera o de las fábulas antigua, Canto nocturno de un pastor errante de Asia y La retama o la flor del desierto. Una antología rematada por una pormenorizada ecronología leopardiana y una bibliografía primaria y secundaria sobre su vida y su obra.

‘Teoría del placer: lo infinito, la nada, el tedio, el recuerdo’, ‘Naturaleza y razón’, ‘Naturaleza y arte’, ‘Poesía y filosofía’, ‘Ilusiones y realidad’ y ‘El desierto, la retama y el volcán’, que da título al volumen, son las seis partes en las que se organiza una antología vertebrada -señala la editora- “a partir de sus principales líneas de pensamiento. El lector encontrará aquí, por tanto, textos de la primera etapa de su diario Zibaldone, un auténtico ejercicio de «escritura en movimiento»; una selección poética de sus Cantos, así como de sus cuentos y diálogos filosóficos conocidos como Operette morali.

Como Schubert en música, Leopardi representa en poesía la síntesis de lo clásico y lo moderno en un estilo nuevo. Sus personalidades, atormentadas y complejas, propensas a la huida, crearon obras de asombrosa modernidad de lenguaje y de tono.

“La grandeza de su poesía -afirma Cristina Coriasso en su Introducción- se debe a su exacerbada sensibilidad, así como al hecho de que se trata de una poesía filosófica, que se nutre de un dominio filológico y de un conocimiento enciclopédico, de los que dan cuenta también sus otras dos grandes obras, el diario Zibaldone y los Opúsculos morales, también presentes en esta antología.”

Leopardi está en la frontera contradictoria e integradora que separa la actitud del hombre moderno de los comportamientos y la mirada del hombre antiguo. Él, que no se siente moderno y sabe que sus modelos son anacrónicos, vive apartado del mundo y busca refugio en la biblioteca familiar y consuelo en el arte y la belleza en una actitud evasiva muy característicamente romántica que en su caso se intensifica por sus problemas físicos y su deformidad dolorosa.

Romántico a su pesar y poeta imprescindible, Leopardi fue, junto con Shelley, el más lucreciano de los poetas románticos. Y lejos del patetismo o la desmesura de Byron, encontró su voz más personal y duradera en los Cantos, especialmente en algunos de sus poemas centrales, como El infinito, La noche del día de fiesta (“Dolce e chiara è la notte e senza vento...”), La vida solitaria y A Silvia o Los recuerdos (Passo gli anni, abbandonato, occulto).

En esos Cantos que escribió en Recanati y en Florencia entre 1819 y 1831 Leopardi fundió sentimiento y pensamiento en una armonía dolorosa, unió la contemplación y el recuerdo en una mirada reflexiva con la que la emoción se proyecta en la naturaleza y el paisaje se convierte en espacio de meditación.

En la cima de un monte al que se apartaba en sus días desolados o cuando la vista cansada no le dejaba leer, concibió en septiembre de 1819 esa otra cima poética que es El infinito, que culmina en la plena fusión en la nada de los últimos versos, llenos de contención y fuerza:

Así, en esta inmensidad anega el pensamiento: 
y el naufragar me es dulce en este mar.

Esa es la parte central de su obra. Los últimos años, que también se reflejan en los cantos finales, escritos ya en Nápoles, fueron tiempos autodestructivos y feroces, años de ruina física y desorden vital, en los que se impuso la desesperación sobre la serenidad y la extravagancia pudo más que la reflexión.

Fueron años que dieron lugar a una poesía distinta, la que culmina en el espléndido contracanto que tituló La retama o La flor del desierto, al pie del Vesubio, uno de sus poemas más portentosos, una desolada y extensa composición sobre la ruina y la fugacidad simbolizada en esa retama que brota en la ceniza volcánica para acabar muriendo en un destino que comparte con el poeta (“Soccomberai del sotterraneo foco”):

Y tú, mansa retama, 
que de odorantes tallos
estos campos estériles adornas, 
también tú, pronto a la cruel potencia 
sucumbirás del subterráneo fuego

El Romanticismo de Leopardi, no solo en sus Cantos, también en su prosa, de la que este volumen es una inmejorable muestra, es el Romanticismo más profundo y por eso mismo el menos efímero, el que hace de él un clásico y por tanto un contemporáneo, un poeta en  quien el pesimismo y la angustia encuentran un doble consuelo en la serenidad contemplativa y en la armonía de su palabra poética, que inauguró la modernidad poética en la literatura europea.

Esta antología -concluye Cristina Coriasso- ofrece al lector “un primer mapa ideal para una inmersión en una de las mentes más brillantes, profundas y portentosas del pensamiento europeo del siglo XIX: un autor fundamental para comprender el mundo actual.”

Santos Domínguez

 

24 febrero 2025

Cristina Sánchez-Andrade. Habitada

 

Cristina Sánchez-Andrade. 
Habitada
Anagrama. Barcelona, 2025.


oigo una voz
       levántate, me ordena. tienes que ir.
así que me levanto y salgo de casa.
me interno en las entrañas del bosque.
llevo un año en la cama, atada de manos y pies con correas la mayor parte del día. me alimento de los recortes de ostias que trae el señor abad. de mi cuerpo no sale ni una sola excreción: ni orina, ni bilis, ni heces. solo gruñidos y ruidos. y rechinar de dientes.
un grito me habita. a veces, es mugido que sube por la escalera de la columna vertebral. entonces, si no estoy atada, me arrojo sobre la gente: araño o muerdo. me contorsiono, río, me arranco la cabellera a puñados, me paso el pie izquierdo por encima del hombro derecho. de un brinco salto  al suelo y corro por el cuarto a cuatro patas, como un can.
la «Iluminada», me dicen. mi padre ha oído que eso dicen. yo no lo oí.

Así comienza Habitada, la última novela de Cristina Sánchez-Andrade que acaba de publicar Anagrama.

Ambientada en la Galicia rural, profunda y supersticiosa, de comienzos del siglo XX, dominada por señores casi feudales, meigas y clérigos, Habitada se sostiene narrativamente en la voz fantasmal y perturbada de Manuela Fernández Fraga, “joven labriega de San Xurxo de Moeche”, una aldea cercana a Ferrol, al noroeste de la provincia de La Coruña. Una labriega de 22 años que lleva un año recluida y atada a una cama por su agresividad y porque sufre una rara dolencia: o corpo aberto, la posesión de su cuerpo por la voz y la mente del alma errante de un clérigo de Ortigueira que había muerto desterrado en Cuba y debía purgar algunas faltas pendientes por su vida disipada.

Así cuenta la narradora protagonista el momento de la posesión en un misterioso y ritual bosque de vagalumes:

penetro en la niebla. leve rumor de animales que huyen entre el follaje. graznidos de pájaros. chillidos de alimañas. cerca hay un crucero recubierto de musgo. allí deja la gente amuletos, tejas con ajos, pedazos de ropa, velas, rosarios y cruces, sapos resecos o cabezas de gallina para curar el mal de ojo. allí se hacen rituales, se entierra a las criaturas que fallecen sin ser bautizadas, para que no vayan al infierno.
hoy hay una sotana de cura: alguien la debió dejar para enmeigar al señor abad. me la pongo. sigo caminando.”
[…]
me palpo. tengo vello en la cara y bajo la garganta. el vientre está viscoso, cubierto de gelatina y cáscaras de un mundo lejano.
algo tropieza y palpita entre mis piernas.
un pene cuelga como el badajo de una campana. tolón.
¿quién soy?
emerge de mí misma un hombre como un enorme insecto con las patas dobladas.
deja en la orilla el molde vacío de mi anterior vida.

Esa posesión explica que a partir de entonces la muchacha hable con grave voz de hombre y acento habanero y que manifieste en su analfabetismo conocimientos propios de los altos estudios eclesiásticos de latín, dogmática o filosofía del clérigo que había hecho una tesis doctoral sobre una frase de Hobbes, lo que provoca una ola incontrolable de peregrinos que acuden a oír sus misas y sus sermones.

La historia está inspirada en una leyenda galaica, la de la Iluminada o Espiritada de Moeche, que han utilizado literariamente también Méndez Ferrín y Manuel Rivas: un episodio de posesión ocurrido en enero de 1925 que se apresuraron a reflejar los periódicos de la época y que probablemente estuviese provocado por una psicopatología de carácter histérico.

Pero Habitada es una prodigiosa construcción narrativa que va mucho más allá de sus fuentes de inspiración temática para convertirse en un portentoso y arriesgado ejercicio de escritura, en una potente reconstrucción de la memoria desordenada a través de la voz caótica y primaria de la narradora, que atrapa al lector y lo mantiene hipnotizado desde la primera página hasta la última con su torrencial sucesión de palabras, de personas y sucesos, de visiones y recuerdos, de rezos y conjuros, de gusanos de luz y fantasmales viejas desdentadas, de hierbas curativas, males de ojo y sanaciones, de ánimas errantes y alucinaciones en medio de una naturaleza mágica y animada que acaban difuminando los límites entre la realidad y la fantasía:

la historia empieza así:
esta es mi casa
este mi padre
esta soy yo
al otro lado de la ventana, respira el mundo.
esta es mi aldea, húmeda y amodorrada
este es el castillo con piel de lagarto
esta la plaza con iglesia
mujeres y niños
pájaros y nubes
hasta los quince años no recuerdo gran cosa. vivo con mi padre: acarrear agua, desconfiar del cielo, comer sopa de castañas. en el invierno, frío. nieves y lobos. sabañones.

Una construcción levantada con la prosa entrecortada de un largo e hipnótico monólogo en el que suenan otras voces y se evocan otros tiempos, otros lugares y otras personas a lo largo de sus tres partes: muda, huésped y desalojo, que termina con estas líneas que rematan la novela y la cierran con una estructura circular que retoma la frase inicial:

Bajo al arroyo. Durante horas busco algo por la orilla. Entonces siento que un viento de tormenta me despeina. Una voz, un alarido, que debe hacer muchos años que llevo dentro, me sale de la boca. Y con él una bola húmeda y peluda, un murciélago o un pájaro se abre paso a través de la garganta. La juventud, ese animal que ha vivido tanto tiempo dormido, ahora se escapa con un grito.
  
        levántate, me dice. te tienes que ir.

Y es el lector el que se siente habitado de principio a fin por esta voz poderosa y este grito turbador que suenan en Habitada, posiblemente la obra más brillante y más arriesgada de Cristina Sánchez-Andrade.

Santos Domínguez 




21 febrero 2025

Brodsky. Poemas escogidos

 

Joseph Brodsky.
Poemas escogidos (1962-1996).
Edición de Ernesto Hernández Busto.
Siruela. Madrid, 2024.

Cerca de nuestro fuego, aquella noche…

«El cielo oscuro aligeró sus pasos 
y no pudo fundirse con la sombra»

Cerca de nuestro fuego, aquella noche, 
fue cuando vimos al caballo negro.

No puedo recordar nada tan negro. 
Sus patas eran como unos carbones. 
Del color de la noche, del vacío.
De la crin a la cola, todo negro.
Pero en su lomo sin montura había 
un color negro un poco diferente.
Se quedó inmóvil. Como si durmiese. 
Sus oscuras pezuñas asustaban.

Era tan negro que no daba sombra. 
Nada había que fuese más oscuro.
Tan negro como espectro a medianoche. 
O como el interior de alguna aguja.
Tan negro como el bosque ante nosotros, 
o un lugar en el pecho, entre costillas;
hueco en la tierra para la simiente. 
Lo negro habita dentro de nosotros.

Sin embargo, ¡sus ojos eran negros!
Los relojes marcaban medianoche.
No dio siquiera un paso hacia nosotros. 
En sus ancas, la oscuridad sin fondo. 
No se podía distinguir su lomo,
ni un destello de luz por ningún sitio, 
solo el brillo azabache de sus ojos
y esas pupilas fijas, tan extrañas.
Era como lo negativo de alguien.

¿Por qué entonces detuvo su carrera
y estuvo con nosotros hasta el alba? 
¿Por qué no se apartó de nuestro fuego? 
¿Por qué el aire sombrío, enrarecido? 
¿Por qué crujieron las oscuras ramas
y una luz negra brotó de sus ojos?
Un jinete buscaba entre nosotros.

Ese texto de hondura inquietante, fechado en 1962, abre los Poemas escogidos (1962-1996) de Joseph Brodsky (San Petersburgo, 1940-Nueva York, 1996), una amplia selección de su obra poética que acaba de publicar Siruela con edición de Ernesto Hernández Busto, que ha realizado una espléndida versión rítmica de estos poemas y que en su introducción (“Como un pez en la arena. Para leer a Joseph Brodsky”) señala que “Brodsky es un poeta eminentemente físico, cuyo tema fundamental es la encrucijada entre el espacio, el tiempo y los sentidos.”

Cuando en 1987 la Academia sueca justificaba la concesión del Nobel de Literatura al poeta norteamericano de origen ruso Joseph Brodsky, explicaba que se reconocía una producción literaria de excepcional envergadura, dotada a partes iguales de valor intelectual e intensidad poética, la obra de un escritor en cuya biografía personal y estética convergían dos tradiciones culturales de gran importancia en la configuración de la literatura contemporánea: la rusa y la anglosajona.

Protegido de Anna Ajmátova, que -como recuerda Ernesto Hernández Busto- veía en él una reencarnación de Mandelstam-, fue expulsado de la Unión Soviética en 1972 al ser declarado parásito social por el comunismo. Cuando Brodsky llegó a Viena en 1972 antes de su exilio involuntario como profesor en Estados Unidos, llevaba un equipaje ligero pero lleno de posibilidades, como la maleta de un ilusionista: un tomo con las obras de John Donne, una máquina de escribir y una botella de vodka para Auden. Auden, que murió un año después, le ayudó a instalarse en los Estados Unidos y dejó una marca imborrable en la poesía del exiliado. 

Y así el destierro modeló su sensibilidad, su conciencia y su poesía, que acabó utilizando el inglés como vehículo de expresión. Como Conrad, como Nabokov, como Beckett, Brodsky asumió en su madurez y para su escritura una lengua de adopción distinta de la materna, aunque de manera problemática y con una polémica reacción de parte de la crítica, que consideró que hay un Brodsky de primera, el que escribe en ruso, y un Brodsky inferior, el que escribe en inglés.

“La voz de la musa es la voz del idioma”, afirmaba un Brodsky que aborda desde su bilingüismo los efectos del exilio en el lenguaje y la memoria en uno de sus poemas esenciales, A Part of Speech, traducido aquí como Parte del discurso (y en otras versiones anteriores como Parte de la oración): “Solo para el sonido el espacio es estorbo, / al ojo le da igual si no se escucha el eco.”

Brodsky entendió la poesía como una actividad sagrada y como un medio de conocimiento de la realidad y de alcanzar alguna certidumbre moral. En esa práctica poética conviven el impulso lírico y la inteligencia reflexiva para construir una voz lírica cada vez más meditativa, asentada en una mirada introspectiva y en la fusión de pensamiento y conciencia.

Y al fondo, la práctica de la poesía como ejercicio moral y la relación indisoluble entre la ética y la estética, de la que habló en “Inusual semblante. La conferencia del Premio Nobel”, recogido en el volumen Del dolor y la razón (Siruela, 2015):

En general, toda nueva realidad estética hace más definida la realidad ética del hombre. Pues la estética es la madre de la ética. Las categorías de «bueno» y «malo» son, ante todo, categorías estéticas, previas, al menos etimológicamente, a las de «bien» y «mal». El hecho de que en ética no «todo esté permitido» se debe precisamente a que en estética no «todo está permitido», pues su gama de colores es limitada.

Su concepción del pasado como un lugar en el que se funden tiempo y espacio, su intenso lirismo, la depuración formal de su dicción clásica o su tono coloquial, su vinculación estética y vital a la poesía en lengua inglesa (de Eliot a Frost, de Stevens a Auden), presente ya en la temprana y magnífica Elegía mayor a John Donne; su cercanía al mundo clásico y al arte italiano, su progresiva distancia irónica o su práctica paradójica de la tradición de la ruptura se pueden rastrear en el centenar aproximado de textos recogidos en esta estupenda antología.

Una antología esencial que recoge poemas fundamentales de Brodsky con esclarecedoras notas al final del volumen: el potente y sarcástico Discurso sobre la leche derramada; el juego de máscaras de las Cartas a un amigo romano, el irónico y metapoético Desarrollando a Platón; la reflexión sobre las limitaciones y la insignificancia de A Urania: “Todo tiene un límite, incluso la tristeza”.

Y poemas sobre Venecia, a donde iba en sus vacaciones de invierno y a la que dedicó un memorable ensayo, Marca de agua. En sus Estrofas venecianas, un poema de 1982, escribe:

Callan las orquestas. La ciudad se asemeja al esfuerzo del aire 
por retener la última nota al borde del silencio.

Textos que llegan en la solvente versión rítmica de Ernesto Hernández Busto, consciente de que Brodsky es “un poeta intraducible. Paradójicamente, él mismo no solo intentó traducirse, sino que ese esfuerzo marcó su poética. Tenía claro el drama de escribir una poesía que, por su nivel de elaboración formal, no pasaba bien a otros idiomas.”

Aun así, traducciones de textos como este Torso acreditan la solvencia del traductor:

Si de pronto caminas sobre hierba hecha piedra, 
más brillante en el mármol, mejor que la real, 
o distingues a un fauno persiguiendo a una ninfa, 
más felices en bronce que en esa ensoñación, 
deja caer el báculo de tus manos cansadas:
has llegado al Imperio.

El aire, el fuego, el agua, faunos, leones, náyades, 
paridos por Natura o la imaginación, 
lo que Dios inventó y la razón humana 
se hartó de prolongar en piedra o en metal.
Este es el desenlace. Al final del camino, 
espejo en el que entrar.

Súbete en algún nicho, pon los ojos en blanco, 
mira cómo los siglos van doblando la esquina 
hasta perderse, mira crecer el musgo sobre 
las estatuas, y el polvo: el bronceado del tiempo.
Alguien arranca un brazo, y la cabeza rueda 
con estruendo de alud.

Un torso quedará, una anónima suma 
de músculos. Mil años después saldrá un ratón,
con las uñas vencidas por el duro granito, 
una tarde, chillando, cruzará la avenida 
para no regresar a su cueva esa noche.
Ni con la luz del día.

“Quien escribe un poema -afirmaba Brodsky en el discurso de recepción del Nobel- no lo escribe porque pretenda alcanzar la fama en la posteridad, aunque suele albergar la esperanza de que el poema le sobreviva, al menos durante un tiempo. Quien escribe un poema escribe porque la lengua le inspira –cuando no le dicta- el siguiente verso. Por lo general, al empezar un poema el poeta no sabe qué curso va a tomar, y muchas veces él es el primer sorprendido, pues a menudo el resultado es mejor de lo esperado, a menudo su pensamiento le lleva más lejos de lo que creía. Y ese es el momento en que el futuro de la lengua invade el presente.
[…]
Quien escribe un poema lo escribe sobre todo porque la escritura de versos es un extraordinario acelerador de la conciencia, del pensamiento, de la comprensión del universo.”


 Santos Domínguez 


19 febrero 2025

Poe. Cuentos completos. Edición comentada

 

Edgar Allan Poe.
Cuentos completos. 
Edición comentada.
Edición de Fernando Iwasaki y Jorge Volpi.
Traducción de Rafael Accorinti.
Prólogos de Mariana Enriquez y Patricia Esteban Erlés.
Ilustraciones de Arturo Garrido.
Páginas de Espuma.  Madrid, 2025.

Para celebrar el cuarto de siglo de su fundación y para conmemorar los 175 años de la muerte de Poe, Páginas de Espuma ha preparado una espléndida edición comentada de los Cuentos completos de Edgar Allan Poe con una nueva traducción de Rafael Accorinti, que corrige algunas inexactitudes de la canónica traducción que hizo Cortázar hace casi setenta años.

Una edición de la que se han encargado Fernando Iwasaki y Jorge Volpi, que escriben en su pórtico, ‘Poe & Cía. 2.0’: “Cuando Borges tradujo «La verdad sobre el caso de M. Valdemar» para su célebre Antología de la literatura fantástica (1940), convirtió a Poe en personaje y narrador de su propio cuento, tal como él mismo se introdujo como personaje y narrador de «El Aleph» en 1945. Pues bien, en esta nueva y estupenda traducción de Rafael Accorinti, Edgar Allan Poe también es personaje, narrador y comentarista de cada uno de sus propios relatos, pues solo la lengua española podía devolverle a Edgar Allan Poe todo su prestigio de tarambana, calavera, desorejado y truchimán. Si a la crítica norteamericana le preocupa la mala reputación ciudadana de Poe, aquí estamos 69 escritores hispanohablantes acostumbrados a llevarla con donosura, como quien luce un clavel en el ojal.”

Porque a cada uno de los sesenta y siete cuentos de Poe lo precede el comentario de un narrador de lengua castellana. Juan Gabriel Vásquez, Santiago Roncagliolo, Ángel Olgoso, Eloy Tizón, Care Santos, Ignacio Padilla, Berta Marsé, Hipólito G. Navarro, Ricardo Menéndez Salmón, Eduardo Berti, Pablo Andrés Escapa o Andrés Neuman son algunos de los miembros de esa genealogía de sesenta y siete narradores-comentaristas nacidos después de 1960, representantes de la mejor narrativa breve actual en español.

Abren esta edición, que incorpora potentes ilustraciones de Arturo Garrido,  dos espléndidos prólogos de dos narradoras. En el primero -“El gran capitán”- Mariana Enriquez explica que “a pesar de que cuando Poe irrumpió puso patas para arriba toda la literatura, el terror es su gran medalla. Porque es en el terror donde desata una tempestad psíquica que, hasta hoy, cuando ya lo leímos y vimos todo, exuda demencia, atrevimiento, verdad.” Y concluye reivindicando a Poe “como el mejor capitán de la oscuridad. Él lo sabía, y lo sufría. Alguna vez dijo, y podría ser la voz de uno de sus personajes: «Muchas veces he pensado que podía oír perfectamente el sonido de las tinieblas, deslizándose por el horizonte».”

“Poe, o El lugar de las apariciones” es el título del prólogo de Patricia Esteban Erlés, que defiende que “no cabe la menor duda de que la literatura de Edgar Allan Poe ha ido convirtiéndose a lo largo de los dos últimos siglos en el lugar más propicio de las apariciones para quienes lo descubrimos siendo adolescentes, en uno de esos gozosos banquetes de lectura terrorífica que nos marcaron para siempre.” Cierra su texto con estas palabras: “Siempre nos quedará Poe, nuestro lugar predilecto de las apariciones. Y bendito sea, por enseñarnos a tantos el irresistible camino de la tiniebla. Maldito también, porque nos hizo desear seguirlo eternamente, a través de las sombras, por más que no lleguemos a alcanzarlo.”

Con muy buen criterio, se ha puesto al frente de la edición de los cuentos la Reseña que quizá el mismo Poe hizo de sus cuentos. Apareció en  octubre de 1845 en la revista Aristidean, firmada con las iniciales de su editor, T.D.E. (Thomas Dunn English). Esa reseña se ha atribuido frecuentemente al propio Poe, porque contiene detalles que sólo podía conocer él. Hay dos posibilidades en este debate: que Poe se limitara a proporcionar al redactor esa información para la redacción del texto o que fuera el mismo Poe quien escribió el artículo hablando de sus cuentos en tercera persona, aunque no quiso firmar ese elogio de su propia obra. Finalmente, cabe una tercera posibilidad intermedia: la colaboración entre Poe y el reseñista. 

Lo importante es que esa magnífica reseña, atravesada de una ironía muy propia de Poe, incorpora un luminoso análisis de cuentos como El escarabajo de oro, (“Su propósito es seducir al lector con la noción de un mecanismo sobrenatural, y mantenerlo mistificado hasta la última línea”), Los crímenes de la rue Morgue, El misterio de Marie Rogêt o La carta robada, que “son cuentos de carácter inductivo y racional que todo lo analizan y lo indagan en profundidad.”  La cierra este párrafo, que resume la teoría de Poe sobre el cuento y el efecto único:

La mayoría de los escritores piensa en una historia que luego cuentan con su pluma. Lo que se propone el señor Poe es crear un impacto jamás visto en el lector y luego plantearse sobre qué fabular. En otras palabras, al proponer una sucesión de hechos insólitos, un modo diferente de contarlo todo, consigue el impacto deseado. Y, como es lógico, considera útil todo aquello que colabore para fomentar ese efecto en el cuento. Bajo estos principios ha conseguido trazar obras de tan alta estima y ha conseguido colocar el simple “cuento” en estas tierras por encima de la más extensa pieza literaria conocida, a grandes rasgos, como “novela”.

Poe escribió decisiva y memorablemente poesía y relatos. Y como crítico y ensayista elaboró una filosofía de la composición, una teoría del cuento y del efecto único en la poesía y el relato sobre la base de la intensidad y la brevedad. Abordó en sus textos temas científicos y horrores variados, el misterio policial y la aventura y en más de una ocasión practicó la parodia de los viejos modelos narrativos. Revitalizó la narración de terror en La caída de la casa Usher y la de aventuras en El escarabajo de oro, fundó el relato policiaco con La carta robada y Los asesinatos de la rue Morgue y fue el primero que hizo que el horror se independizara de la escenografía y que la sensación de terror surgiera en el interior del personaje y se transfiriera luego al lector.

Publicó cuentos alimenticios para salir del paso y obras maestras imprescindibles. Replanteó la creación literaria desde la premeditación y su capacidad para la creación de atmósferas y para bucear en los mecanismos mentales que generan el efecto del terror.

De él, que quiso ser el primer narrador profesional de Norteamérica, arranca una nueva manera de entender el cuento. Sus relatos, basados en tres principios -originalidad, variedad y unidad-, fundan las modalidades narrativas detectivescas, fantásticas, de ciencia ficción o de terror. Y como profeta del simbolismo renovó las formas de relación del narrador con el lector, de plantear el ambiente o el trazado psicológico del personaje. 

Por eso explica Mariana Enriquez: “Ahora, mientras le pongo punto final a este prólogo, me doy cuenta de que la obsesión por la muerte, el cuerpo y la crueldad es todo Poe, somos sus hijos, los escritores de terror desde ya, pero también los de policiales, los cuentistas, los periodistas, los poetas.”

Y por eso también en “Descendientes”, el texto con que presenta su traducción, advierte Rafael Accorinti   “a quienes se asoman a los cuentos de esta antología -íntegra y comentada- que, si acaso comienzan a ruborizarse entonces, a palidecer después, a estallar en risa de pronto, como si acaso les hiciera gracia lo que acaban de leer, sepan que están siendo presas del embrujo, del embrujo de ser descendientes de Edgar Allan Poe.”

Pero Poe es, sobre todo, literatura en estado puro, una invitación al placer de la lectura. No hacen falta excusas para leerlo o releerlo, y menos aún si la invitación es tan irresistible como la de esta nueva edición de Páginas de Espuma, que se cierra con un Epílogo (“Noche de brujas en Baltimore”) en el que Fernando Iwasaki escribe: 

“En la tumba de Poe hay flores muertas como murciélagos de colores, devotos que se amontonan para celebrar un aquelarre en el cementerio y turistas con los gatillos engrasados de sus cámaras. Cada noche de brujas los melancólicos y algunos curiosos recitan poemas, tocan jazz y derraman brandi sobre el sediento túmulo. Este año han representado El corazón delator y El tonel de amontillado, y regado su lápida con una botella de Jack Daniel’s etiqueta negra. Nadie sabe cuándo comenzó el ritual y nadie desea ponerle punto final. […] 
Edgar Allan Poe sigue bebiendo a costa de todos.”

Santos Domínguez 



17 febrero 2025

Roberto Saviano. Los valientes están solos

 


Roberto Saviano.
Los valientes están solos.
Traducción de Juan Manuel Salmerón.
 Anagrama. Barcelona, 2025.

A las 17 horas, 56 minutos y 48 segundos, en la autopista Palermo-Mazara del Vallo, se abre un agujero que parece un cráter lunar. El observatorio geofísico del monte Cammarata, a más de cien kilómetros de distancia, registra la explosión. Los sismógrafos trazan líneas que podrían ser de un terremoto y todos se apresuran a avisar a Protección Civil.
Giuseppe Costanza ve por la ventanilla una lluvia de piedras que caen sobre el coche y lo cubren. Cree que es una erupción volcánica, pero se equivoca.
Giovanni y Francesca ven que el mundo se da la vuelta. Y ellos no, ellos no se equivocan.
El mundo se ha dado la vuelta, se ha girado de espaldas, como una tortuga moribunda.
La explosión los sacude como si fueran hojitas, pequeñas hojas de carne en medio de un vendaval de fuego y chatarra cortante. Todo se hace añicos, los cristales, el hierro, sus huesos, sus cuerpos. La potencia de la explosión no admite réplica. Nada se salva en esa trampa de chapa.
El capó del coche se abre como si fuera una lata de conservas; marañas de tubos, hierros y cables eléctricos se mezclan con el asfalto. Es el cielo mismo el que se mezcla con la tierra. El ataúd de metal blanco cae como salió despedido hacia arriba. Cuando llega al suelo, un alud de tierra lo sepulta.

Así describe Roberto Saviano el atentado de Capaci que acabó el 23 de mayo de 1992 con la vida del juez Giovanni Falcone, su mujer y tres escoltas en el último capítulo de los setenta y cinco que componen Los valientes están solos, cuya segunda edición publica Anagrama con traducción de Juan Manuel Salmerón.

Treinta años después de aquel atentado (“la Strage di Capaci”), Saviano acomete el relato de uno de los episodios más complejos y estremecedores de la historia europea reciente: la lucha contra la mafia y la corrupción que invadió las instituciones italianas y contra su tentacularidad en las estructuras sociales y estatales que llevaron a cabo un equipo coordinado de jueces y fiscales en una larga carrera de relevos, desde sus antecesores Cesare Terranova y Rocco Chinnici a su sucesor Paolo Borsellino.

Magistrados que, como Falcone, acabaron pagando con la vida la rectitud de su empeño y su determinación y se convirtieron en símbolos de la dignidad y la resistencia, de la justicia y la entereza frente a una compleja red de relaciones que vinculaba en el silencio, la inacción, el secreto y la complicidad a las organizaciones mafiosas con la sociedad y con los aparatos del Estado:  “No tengo nada -dice Falcone-. No tengo ni casa propia. Lo único que tengo es mi trabajo. Mi trabajo y mi dignidad. Y esta... Lo siento por ellos, pero esta no van a quitármela.”

El libro se abre con otro Giovanni y otra explosión: la que en el Corleone de 1943 mató a la familia de Totò Riina cuando intentaba desactivar una bomba estadounidense para obtener chatarra. Aquel superviviente, entonces un niño de doce años, daría medio siglo después la orden de ejecución de Giovanni Falcone, instructor del macroproceso que, con el revolucionario método de seguir el rastro del dinero y los datos bancarios, había llevado a juicio y a prisión a casi quinientos mafiosos de la Cosa Nostra que lo acabaría asesinando.

Y entre esas dos explosiones se extiende una novela monumental, ágil y potente que entre el relato biográfico, el reportaje periodístico de investigación y la crónica política se organiza en un mosaico de setenta y cinco secuencias desde mediados de los años 70 hasta 1992 para hacer el relato cercano del coraje y las dudas de un hombre solo al que aislaron el poder y muchos de sus colegas. Y para enmarcar ese retrato humano con el análisis de la situación política y social en la que ejerció su trabajo de juez:

Es algo que el magistrado ya conoce, desde luego. El miedo es un viejo amigo. La primera vez que recibió cartas en las que había dibujadas cruces y ataúdes fue en noviembre del 67, siendo fiscal en Marsala: es una especie de rito de iniciación de todos los novatos, un bautismo al que los magistrados que investigan a la mafia saben que les toca someterse. Al empezar a trabajar, unos cuentan los kilómetros que hay de casa a la oficina y otros el número de muertos que lo han precedido. Hay sillones en los que solo se sientan quienes tienen la paciencia y el cuidado de quitar antes los cadáveres que se acumulan en ellos.

Más de cuatro años de trabajo de documentación y escritura están detrás de Los valientes están solos, que en su apartado final ofrece en apéndice una sólida bibliografía específica en la que se apoya la solidez de cada uno de los setenta y cinco capítulos del libro: desde fuentes periodísticas hasta ensayos, pasando por testimonios, diarios personales, crónicas de sucesos, programas de televisión, artículos y reportajes, memorias, páginas web, entrevistas o documentos jurídicos y sumarios de procesos penales.
 
“Para contar la historia de Giovanni Falcone he tenido que estudiar, consultar y examinar fuentes cuyo número resultaba a veces vertiginoso. En cambio, sobre algunos aspectos de la vida privada de Giovanni Falcone y Francesca Morvillo, debido a la gran reserva de ambos, faltan documentos y testimonios. Pero como el verbo «recordar» contiene la raíz latina cor, «corazón», y todo acto de memoria es un «devolver al corazón», he pensado que era necesario mirar más allá de esas lagunas y dejarme guiar por los materiales de que disponía. En el espacio íntimo, donde nos movemos a salvo de la mirada ajena, tomamos las decisiones cruciales, sentimos el dolor más profundo, gozamos de la embriaguez más plena. Para contar lo que pasa en ese espacio hay que seguir el curso de las decisiones, de las razones, hasta llegar al lugar en el que se concibieron. Es lo que la literatura puede hacer para hablar de la soledad y del valor”, escribe Saviano en la advertencia sobre la abrumadora bibliografía que incorpora al final del volumen. 
 
A ese espacio íntimo en el que se maduran las decisiones cruciales pertenecen estas líneas:

Todos los días Giovanni piensa en pedirle que se case con él. Lo que ocurre es que no le ha dicho toda la verdad, sino solo una parte. Así como le dijo que no se traen huérfanos al mundo, tendría que decirle lo que hace que en su cabeza se encienda una luz roja cada vez que piensa en lo bonito, en lo justo que sería que se casaran: que no se casa uno con una viuda. Sabe que a Francesca le parecería fatalista, dramático, exagerado. Pero Giovanni está convencido de que no morirá de viejo; está tan convencido que ha establecido con esta idea una relación, si no serena, al menos franca y desengañada. Sus planes, sus proyectos, están aquejados de una provisionalidad inevitable: se siente como si hubiera alquilado una casa con un contrato que se renueva cada año y cada año tuviera que volver a comprar muebles, pintar y demás. Es como si la vida fuera una concha en la que hay que vivir con cuidado, que no hay que ensuciar, un lugar que nunca se puede poseer del todo, porque las condiciones de uso caducan en breve. Por eso –Giovanni lo sabe–, la naturaleza misma de algunos placeres conectados con la eternidad, o por lo menos con una idea de duración, se corrompe y muchas alegrías mueren. Y lo mismo ocurre con las personas que lo rodean: que inevitablemente se contagian de esta enfermedad.

Estos son los últimos párrafos de la novela, en los que Saviano -otro valiente solo frente a la camorra napolitana- evoca la figura del juez Paolo Borsellino, el inseparable amigo de Falcone, que sería asesinado menos de dos meses después, el 19 de julio de 1992:

El despacho de Giovanni Falcone está en orden. Lo ha dejado todo atado. Se equivocaban los colegas que veían en esto un último adiós. Si hubiera creído que iban a matarlo, no se habría llevado consigo a la mujer de su vida. Estaba convencido de que aún le quedaba otro poco de vida, de vida que disfrutar y que destrozarse. Por eso es un misterio para todos este cuidado, este último afanarse.
Para todos menos para Paolo Borsellino.
Él sabe bien a qué se refería Giovanni cuando decía que quería dejar las cosas bien atadas. Estaba convencido de que pronto ocuparía otro cargo, de que sería nombrado fiscal nacional antimafia. Nunca dejó de esperar que las cosas se arreglaran, que le dieran la posibilidad de arrojar luz, pero esta vez de verdad, una luz que disipara las tinieblas y permitiera ver claro. Lo había esperado muchas veces y siempre había salido derrotado, traicionado, humillado. Y entonces lo había esperado de nuevo con más fuerza, no solo una vez, sino muchas, sin parar, con su formidable y eterna obsesión. La idea de un mundo sin mafia ardía en su pecho y cuando una idea habita los cuerpos, puebla las mentes, un día u otro puebla también el mundo.
Paolo Borsellino sabe todo esto. Él también es así. Por eso de pronto la emprende a puñetazos con la pared del salón de casa y grita: «¡Giovanni! ¡Giovanni!», mientras las lágrimas le resbalan por las mejillas, se abren paso por la piel afeitada y caen sobre sus zapatos negros. Él tampoco ha dejado de creer.
Pero ahora se siente solo. Y es inevitable que así sea, porque los valientes están solos.

Como Falcone, que no quiso tener hijos porque “no se traen huérfanos al mundo”, quizá aún más que Falcone, Borsellino sabía a esas alturas, después del atentado de Capaci, que su sentencia de muerte estaba escrita y que otra carga de dinamita había llegado al puerto de Palermo para asesinarlo. Murió en atentado con varios de sus escoltas la tarde del 19 de julio de 1992 en la palermitana vía d'Amelio. 

Como Falcone, como el propio Roberto Saviano, el admirable Paolo Borsellino asumió su destino cuando supo que sin miedo no hay valor, sino temeridad, pero también que el miedo no nos puede dominar y que la valentía es siempre una elección, porque “vivir con miedo es una derrota y la derrota de uno siempre es la victoria de otro.” Así que, como Falcone, estaba a solas con su coraje. 


Santos Domínguez 



14 febrero 2025

Edgar Lee Master. Antología de Spoon River



Edgar Lee Masters.
Antología de Spoon River.
Edición bilingüe.
Presentación de Luis Mateo Díez.
Traducción, introducción y notas de Eduardo Moga.
Galaxia Gutenberg. Madrid, 2025.

La colina

¿Dónde están Elmer, Herman, Bert, Tom y Charley,
el pusilánime, el fortachón, el payaso, el bebedor, el camorrista? 
Duermen, están durmiendo todos en la colina.

A uno se lo llevó una fiebre,
otro se abrasó en una mina,
a otro lo mataron en una reyerta,
otro murió en la cárcel
y el otro se cayó del puente en el que trabajaba para mantener a la familia.
Duermen, duermen, están durmiendo todos en la colina.

¿Dónde están Ella, Kate, Mag, Lizzie y Edith,
la de buen corazón, el alma de cántaro, la vocinglera, la orgullosa, la feliz?
Duermen, están durmiendo todas en la colina.

Una murió de parto vergonzoso,
otra, de mal de amores,
otra, a manos de un cafre en un burdel,
otra, de orgullo herido, por haber querido satisfacer los deseos del corazón,
y a la otra, que había vivido lejos, en Londres y París,
la trajeron a su palmo de tierra Ella y Kate y Mag. 
Duermen, duermen, están durmiendo todas en la colina.

¿Dónde están el tío Isaac y la tía Emily,
y el viejo Towny Kincaid, y Sevigne Houghton, 
y el mayor Walker, que había conocido 
a los venerables hombres de la Revolución?
Duermen, están durmiendo todos en la colina.

Les habían devuelto a los hijos muertos de la guerra, 
a las hijas aplastadas por la vida,
con hijos sin padre, llorando.
Duermen, están durmiendo todos en la colina.

¿Dónde está el viejo Jones, el violinista,
que se lo pasó en grande los noventa años que vivió, 
desafiando la cellisca a pecho descubierto,
bebiendo, alborotando, sin pensar nunca en la mujer ni en la familia,
ni en el dinero, ni en el amor, ni en el cielo? 
¡Míralo!, recordando las antiguas comilonas,
las carreras de caballos de antaño en Clary’s Grove, 
lo que dijo una vez
Abe Lincoln en Springfield.

Ese poema, titulado ‘La colina’, una variante del tópico clásico Ubi sunt?, abre la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, que publica Galaxia Gutenberg en en una magnífica edición bilingüe, con traducción, introducción y notas de Eduardo Moga.
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La Antología de Spoon River, que Edgar Lee Masters (Kansas, 1868-Pensilvania, 1950) publicó en 1915, es no solo el libro más vendido en la historia de la poesía norteamericana, sino también un texto imprescindible para conocer algunas claves de la literatura actual, porque de él procede gran parte de la literatura norteamericana contemporánea. 

Con la Antología de Spoon River Lee Masters desbrozaba el camino que seguiría una parte de la poesía norteamericana del siglo XX, pero abría también la senda que transitaron luego la novela coral o caleidoscópica, el relato breve, la crónica testimonial o lo que en Estados Unidos se denomina “non fiction” o “faction” para referirse a las obras basadas en hechos reales.

En esta obra coral, que determinó el rumbo de la poesía y la narrativa de los últimos setenta y cinco años, todo es raro y sorprendente: su prosaísmo, su narratividad, la brevedad de sus poemas lapidarios, los monólogos desinhibidos y escandalosos de los muertos, el desolador paisaje de emociones y rencores que dibuja el conjunto de esas lápidas en las que los muertos narran, protestan, discuten y se contradicen, se justifican o confiesan sus miedos, sus secretos o sus fantasías.

Y, antes que nada, lo más raro y lo más genial: la idea de componer un libro con las lápidas imaginarias de un cementerio inexistente inspirado en el que existe en Oak Hill, en Lewistown, y en el modelo helenístico de los epitafios y los textos apodícticos de la Antología griega.

La muchacha violada y la mujer adúltera, el asesino y el juez corrupto, el banquero estafador y la maestra rural, el violinista casi centenario y el boticario soltero son algunos de los personajes que yacen bajo casi doscientas cincuenta lápidas que sirven para tejer con sus referencias cruzadas un entramado de veinte historias que los relacionan entre sí para componer el fresco de una danza de la muerte contemporánea. 

Porque aunque aparentemente aquí nada es real y, como los mejores libros de poesía, se lee también como una novela, esta es una obra germinal que puede abordarse además como un docudrama que refleja críticamente la intrahistoria de la sociedad que conoció y combatió Lee Masters, abogado laboralista en Chicago, defensor de sindicalistas, comprometido con las libertades, la justicia social y detractor del imperialismo norteamericano que había mostrado su cara más agresiva, como denunció él mismo, en el hundimiento del Maine en 1898 en busca de una excusa para declarar la guerra a España.

Cumplido largamente el siglo desde su primera edición, la antología de lápidas de aquel club de narradores muertos mantiene la frescura incorruptible de los clásicos y un aire intemporal en su reflejo de la atmósfera emocional y humana a través de los monólogos lapidarios y la tonalidad cambiante de sus diversas voces, de la mezcla de crítica y compasión de una poesía que provocó el escándalo de aquella sociedad puritana. 

Abre el volumen una presentación en la que Luis Mateo Díez afirma que “pocas medidas más cáusticas, exactas y elocuentes se han tomado de los seres humanos como las que se exponen en este breviario de injurias, de arrebatos, de zozobra y perdición, pero, también, de fe y esperanza en las fuerzas de una humanidad anónima y desconocida.”

Una de esas voces desconocidas, lapidarias y póstumas es la de Theodore, el poeta, que bien puede resumir el sentido global de un libro imprescindible que Borges definió como “una de las obras más auténticas de la literatura de América”:

De niño, Theodore, te pasabas horas enteras 
a orillas del turbio Spoon,
con los ojos clavados en la madriguera del cangrejo, 
esperando a que asomara y después saliese,
primero las antenas movedizas, como pajas de heno,
y luego el cuerpo, del color de la greda
enjoyado con ojos de azabache.
Y te  preguntabas, ensimismado, 
qué sabía, qué deseaba y por qué existía.
Pero más tarde volviste la mirada a los hombres y mujeres
que, en las grandes ciudades, se escondían en las madrigueras del destino,
y esperabas a que salieran sus almas
para ver 
cómo vivían, y para qué, 
y por qué seguían arrastrándose, con tanto ahínco,
por el camino arenoso en el que escasea el agua
cuando declina el verano.

Y este otro es el epitafio de Percy Bysshe Shelley, el ocioso hijo del carretero, muerto de un disparo accidental en el corazón y homónimo del romántico inglés enterrado en Roma:

Mi padre, dueño de la carretería, 
se hizo rico herrando caballos 
y me mandó a la Universidad de Montreal.
No aprendí nada y volví a casa.
Y me dediqué a ir por el campo con Bert Kessler
cazando codornices y agachadizas.
En el lago Thompson, el gatillo de mi escopeta 
se enganchó con la borda de la barca 
y el disparo me perforó el corazón. 
Mi querido padre me erigió esta columna de mármol, 
en la que se alza una estatua de mujer 
esculpida por un artista italiano.
Y dicen que las cenizas de mi tocayo 
fueron esparcidas cerca de la pirámide de Cayo Cestio 
en algún lugar próximo a Roma.

Santos Domínguez 

12 febrero 2025

Juan Tallón. Fin de poema



Juan Tallón.
Fin de poema.
 Edición revisada.
Anagrama. Barcelona, 2025.

Sentí un funeral en mi cerebro.

Ese conocido verso de Emily Dickinson se utiliza como orientadora cita de apertura de Fin de poema, la novela de Juan Tallón que recupera Anagrama en una edición revisada por su autor diez años después de la primera.

Turín, Buenos Aires, Boston y Sant Cugat son los cuatro escenarios en los que se desarrollan las veinte secuencias alternantes de las cuatro partes de Fin de poema para reconstruir las últimas horas de cuatro poetas suicidas: Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferrater.

A medio camino entre el ensayo y la novela, Fin de poema es una intensa incursión en los cuatro mundos atormentados de cuatro poetas en los que se funden la vida y la escritura para explicar sus trágicos desenlaces, su muerte a propia mano:

Cesare mira cómo se derrite la ciudad desde la ventana de su dormitorio, lánguido, sin poner nada de su parte, casi ni el color de las cosas. Se derrite lentamente, igual que el sol de la infancia.

Ayer recordé -cuenta Alejandra a su amiga Olga, a la que recibe en su casa- el nombre de un amigo de papá. Se llamaba Campuzano y era boxeador.» Los recuerdos de Alejandra son trozos de un cristal roto que meses después de que el vidrio se rompa aparecen en cualquier esquina.

Anne bajó la ventanilla del Cougar, y con todas las manos ocupadas, en el cigarro, el volante, la palanca de cambios, la manija de la ventanilla, como si tuviese seis manos, exclamó: «Nos vemos en el infierno, amor mío». Maxine, desde la acera, con un vaso de vodka todavía en la mano, sonrió con cierto grado de acuerdo, asumiendo que, en el fondo, no había sitio mejor que el infierno para dos mujeres como ellas. Eufórica, Anne arrancó con sus tres vodkas pisando el acelerador. Por delante tenía cuarenta millas hasta su casa, en Weston. Pronto anochecería, y la oscuridad prometía ser hostil y perfecta.

Gabriel entró en la biblioteca con sus habituales gafas oscuras y se dirigió a la estantería en la que sabía que estaba el ejemplar de la edición italiana de El hombre sin atributos, la obra que siempre le había proporcionado eso que él llamaba placer de chimenea. La noche anterior había querido remitirse a un pasaje de la novela, durante una discusión con Francisco Rico, en El Mesón, y no había podido al no recordarlo con exactitud. La precisión era importante para Gabriel, que ya era un hombre mellado por los olvidos.

La soledad y la desesperación, la oscuridad y el vacío creativo, la incomunicación y los fracasos amorosos, los manicomios y las borracheras, la literatura y la memoria son los ingredientes narrativos de este Fin de poema, la crónica del desmoronamiento de cuatro poetas a partir de sus versos y sus diarios.

Otros elementos como la relación problemática con el otro, con la palabra y la creación poética, la enfermedad mental, los miedos y las adicciones, el alcoholismo, el peso del pasado y el peso del futuro o el agotamiento creativo forman también parte esencial de los mecanismos rememorativos y traumáticos que explican estas cuatro bajadas al infierno tras las cuatro tempestades interiores que se evocan en la novela a partir de sus versos: 

“Todo lo que resta será como abandonar un vicio, / como ver que emerge de nuevo / un rostro muerto en el espejo, / como escuchar un labio cerrado. / Descenderemos al remolino, mudos.” (Cesare Pavese).

“Hace tanta soledad / que las palabras se suicidan.” (Alejandra Pizarnik).

“La suicida llega con una reserva de pastillas cosidas / al forro de su vestido de novicia.” (Anne Sexton).

“Vendrá el día más largo de un larguísimo / verano. De buena mañana, antes de que el teléfono / llame a playa o bosque, nos marcharemos.” (Gabriel Ferrater).

Cuatro escenarios en ruinas, cuatro paisajes tras un incendio interior que Juan Tallón reconstruye narrativamente con una rara mezcla de distancia emocional y cercanía de tono y estilo para trazar un mapa de la autodestrucción desde el relato de lo cotidiano sobre un fondo literario por el que circulan Cortázar y Kafka, Natalia Ginzburg y Alberto Moravia, Olga Orozco y Silvina Ocampo, Kierkegaard y Beckett, Tolstói y Robert Lowell, Sylvia Plath y Jaime Salinas.

Juan Tallón traza así un mapa humano y literario de la desolación. Un mapa compuesto por veinte secuencias sucesivas y alternantes, organizadas en cinco movimientos dedicados a cada uno de los cuatro protagonistas: los cuatro poetas atormentados en el límite de las crisis vitales, emocionales y literarias que les llevaron al abismo irreversible del silencio y el suicidio.

Y, en algún momento, un cruce circunstancial de las cuatro historias: el libro de Gabriel Ferrater que Cortázar le envía a Alejandra Pizarnik o la fotografía de Anne Sexton entre las páginas de un libro de poemas de Pavese.

Estas son las líneas finales de las últimas secuencias dedicadas a cada poeta:

Turín. Cesare Pavese: “Ya en casa, después de leer en griego algunos pasajes de la Ilíada que sabe de memoria desde hace veinte años, se entregó a la relectura de Wakefield, de Nathaniel Hawthorne. No entiende cómo todavía consigue brotar una sonrisa de esta tristeza que todo lo cubre y descompone. Son los misterios de la existencia, esos hechos inexplicables que, a pesar de no tener ya la menor ilusión, deparan un acto de vida de la nada. Nunca ha entendido cómo, sabiendo lo que sabe, es capaz de incurrir en un acto negado por su saber.”

Buenos Aires. Alejandra Pizarnik: “En la mesilla de noche, en labores de vigilancia, permanece el ejemplar de Niebla, de Unamuno, que el viernes, al dejar el psiquiátrico de Pirovano, pidió prestado a Roberto Yahni. No puede sino sentir frío. Su destino confluye ya con el de Augusto Pérez, ella se siente también un ser ficcional, un fantasma, alguien que deambula entre el sueño y la vigilia, la vida y la muerte. Nada posee sentido, y a ese vacío se añade, como en la novela unamuniana, la preocupación literaria. Su poesía ha desaparecido. La jaula se ha vuelto pájaro / y se ha volado / y mi corazón está loco / porque aúlla a la muerte / y sonríe detrás del viento / a mis delirios. / Qué haré con el miedo.”

Boston. Anne Sexton: “Reparó en el sabor a tabaco de su boca, y se definió como una mujer sucia y vulgar que había pospuesto la hora del vacío con la poesía, pero que a la vez, con la poesía, se había desalojado por dentro hasta quedar reducida a paredes y pintura en las paredes. Todo iba bien y de pronto fue muy mal. Fue en un instante que no coge en un segundo, en el tiempo que se mete y se saca aire de los pulmones, en el intervalo en el que se pestañea, en el instante que se traga saliva, justo en el que tardan en ocurrir estas cosas, todo pasó de ir bien a ir mal. Fatal. Asqueada, Anne se levantó y se dirigió al garaje con sus pies descalzos y con su vaso vacío en una mano.”

Sant Cugat. Gabriel Ferrater: “Recordó que dejaba una deuda de treinta y nueve mil pesetas en la librería Herder, que con el tiempo Marta —conociéndola— saldaría íntegramente, aunque a plazos. Recordó que a él no le ocurriría como a Raymond Chandler, que se quiso suicidar pero falló el tiro, y aunque nunca más lo intentó, tuvo que aguantar que sus amigos lo fastidiasen diciéndole que escribía buenas novelas de crímenes, pero que no sabía suicidarse bien. Todo lo que ocurrió después resultó mecánico, como si en realidad ocurriese en tiempo pasado. Fue a la cocina, abrió un cajón, sacó una bolsa de la basura, regresó al salón, se sentó en el sofá, se quitó las gafas oscuras, cubrió su cabeza con la bolsa, la apretó por el cuello, esperó. Por ahora no digamos nada: / no alarmemos a nadie / mostrando la herida / sangrante y purulenta. / Démosle tiempo y olvido. / Callemos hasta que nadie / ni yo mismo, / lo pueda / confundir aún conmigo.”


Santos Domínguez 



10 febrero 2025

Galdós. Ángel Guerra

  


Benito Pérez Galdós.
Ángel Guerra.
Edición de Juan Carlos Pantoja Rivero.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2025.

Amanecía ya cuando la infeliz mujer, que había pasado en claro toda la noche esperándole, sintió en la puerta los porrazos con que el incorregible trasnochador acostumbraba llamar, por haberse roto, días antes, la cadena de la campanilla... ¡Ay, gracias a Dios! El momento aquel, los golpes en la puerta, a punto que la aurora se asomaba risueña por los vidrios del balcón, anularon súbitamente toda la tristeza de la angustiosa y larguísima noche. Menos tiempo del que empleo en decirlo, tardó ella en correr desde la salita a la entrada de la casa, y antes que abriera, ya empujaba él, ansioso de refugiarse en la estrecha y apartada vivienda.
Precipitemos la narración diciendo que la que abría se llamaba Dulcenombre, y el que entró Ángel Guerra, hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara de malas pulgas y... Pero ¿a qué tal prisa? Calma, y dígase ahora tan solo que Dulcenombre, en cuanto le echó los ojos encima (para que la verdad resplandezca desde el principio, bueno será indicar sin rebozo que era su amante), notó el demudado rostro que aquella mañana se traía, mohín de rabia, mirar atravesado y tempestuoso. Juntos pasaron a la sala, y lo primero que hizo Guerra fue tirar al suelo el ajado sombrero, y mostrar a la joven su mano izquierda mojada de sangre fresca, que por los dedos goteaba.
—Mira cómo vengo, Dulce... Cosa perdida... ¡Quién se vuelve a fiar de tantísimo cobarde, de tantísimo necio!
El espanto dejó sin habla por un momento a la pobre mujer. Creyó que no solo la mano, sino el brazo entero del hombre amado, se desprendía del cuerpo, cayendo en tierra como trozo de res desprendido de los garfios de una carnicería.

De esa potente e inolvidable manera comienza Ángel Guerra, una de las Novelas españolas contemporáneas de Galdós y una de sus cimas novelísticas, que acaba de publicar Cátedra Letras Hispánicas con edición de Juan Carlos Pantoja Rivero, que ha elaborado un magnífico estudio introductorio sobre la vigencia de la obra de Galdós, sobre la importancia de esta novela en el contexto de la novelística galdosiana, sobre sus aspectos estructurales (el diseño tripartito y los aspectos formales de los diálogos), sobre sus fundamentos ideológicos y temáticos (el rechazo de las desigualdades sociales, el espiritualismo y el activismo cristiano, los sueños y las fantasmagorías, el autobiografismo), sobre la importancia de Toledo como escenario y referencia espacial de la espiritualidad y sobre la historia bibliográfica del texto.

Ángel Guerra apareció por primera vez en 1891, inmediatamente después de Torquemada en la hoguera, en tres volúmenes que se corresponden con las tres partes en las que se organiza externamente la estructura narrativa de esta novela, la más extensa de Galdós tras Fortunata y Jacinta, lo que explica que esta nueva edición se haga, como la serie de Torquemada, en el formato mayor con solapas de Letras Hispánicas.

Extensa, a ratos prolija, como señaló Clarín, “endiablada, compleja y laberíntica” en palabras del propio Galdós, Ángel Guerra es una muestra de la plenitud creadora del novelista y de su capacidad de observación en la captación de ambientes y personajes. 

Su complejidad narrativa, el profundo estudio de los personajes a través de sus comportamientos, su densidad ideológica, la capacidad para elaborar un mosaico novelesco y humano en el que se integran abundantes personajes secundarios (los Babeles, el beneficiado Francisco Mancebo, don Pito, el canónigo Palomeque, Juanito Casado...), la maestría en la recreación de ambientes, las espléndidas descripciones de Toledo o el  final magníficamente resuelto, hacen de este un título imprescindible en el canon galdosiano.

Un título que avisa de que se trata de una novela de protagonista y sugiere su evolución con la simbología del contraste entre el nombre y el apellido de Ángel Guerra, reconvertido de revolucionario violento en místico apostólico. 

Ese contraste está en la base de la magnífica caracterización del protagonista en este retrato: 

Era Guerra uno de esos tipos de hombre feo que revelan, por no sé qué misteriosa estampilla etnográfica, haber nacido de padres hermosos. Bien se veía en sus facciones la mezcla de dos hermosuras de distinto carácter. Nariz, ojos y boca carecían en conjunto de belleza, a causa sin duda de que la nariz pertenecía a una cara, y los ojos a otra. La unión no resultaba, y algunas partes se habían quedado muy hundidas, otras demasiado salientes. A primera vista, no ganaba las voluntades, pues era el rostro ceñudo, áspero y de ángulos muy enérgicos. Pero el trato disipaba la prevención, y mi hombre se hacía simpático en cuanto su palabra calurosa y su leal mirada encendían y espiritualizaban aquel tosco barro. El cabello no era menos áspero y rebelde que la barba, las manos fuertes, velludas y de admirable forma, la figura bien plantada y varonil, aunque algo rechoncha, el andar resuelto, la voz metálica y sonora, con toda la variedad de timbres para expresar desde la ira ronca a la más suave modulación de ternura.

Marcado por la crisis del positivismo y por las tendencias irracionalistas de fines del siglo XIX, Galdós también había evolucionado desde el realismo y el naturalismo a un espiritualismo influido por Tolstoi que había empezado a asomar en las dos últimas partes de Fortunata y Jacinta. Por eso escribe Juan Carlos Pantoja en la introducción que “la publicación de Ángel Guerra supone un giro en la novelística galdosiana, que para muchos críticos constituye una toma de conciencia del autor por las cuestiones espirituales y religiosas, en un intento de plantear un cambio de valores en la sociedad.”

En ese contexto hay que entender también el trasfondo autobiográfico del protagonista, que pasa del radicalismo revolucionario al misticismo como consecuencia de una crisis más emocional que intelectual, reflejo más que probable de la evolución literaria y vital del propio autor. 

Dos sucesos sangrientos sufridos por Guerra -una herida leve al principio, provocada por fuego amigo durante la fallida sublevación republicana del general Villacampa en septiembre de 1886; la otra, mortal, al final- enmarcan el desarrollo de esta novela en la que, como en el ciclo de Torquemada, la muerte de la hija produce un cambio radical en el personaje.

Ángel Guerra irá evolucionando así desde la impulsividad iconoclasta en el bullicioso Madrid de las intrigas y las tertulias al desengaño y a la quietud espiritual de Toledo, de la actividad política a la religiosidad, de la vida activa del conspirador revolucionario a la exaltación de la vida contemplativa del místico: 

Porque su ocupación única, en los días primeros, fue vagar y dar vueltas, recreándose en el olor de santidad artística, religiosa y nobiliaria que de aquellos vetustos ladrillos se desprende; su placer mayor perderse sin guía ni plano, jugando con el ovillo revuelto de las calles. De noche, el misterio y la poesía resaltaban más que a la luz del sol. Las puertas erizadas de clavos, la desigualdad infinita de planos, rasantes y huecos, las fachadas con innumerables dobleces, las rejas, las imágenes dentro de alambrera y con lamparilla, los desfiladeros angostos, entre muros que se quieren juntar, los cobertizos y travesías empinadas, la soledad, la sombra distribuida en masas caprichosas, avivaban más en el espíritu del vagabundo la impresión de leyenda dramática o de histórico lirismo. En sus primeras caminatas, la planimetría de la ciudad érale desconocida; pero pasando y revolviéndose de norte a sur y de levante a poniente, empezó a orientarse, fijó los grupos de edificios más visibles, las torres y cúpulas, y de este modo pudo dominar el sentido de las calles, y entenderlas como signos de endiablada escritura, que se va comprendiendo después de pasar por ella los ojos una y otra vez. Sale ahora este vocablo, después aquel; se despeja parte de una cláusula, luego se trasluce una frase íntegra, hasta que interpretados con cálculo y paciencia los espacios intermedios, llégase a leer de corrido todo el conjunto de garabatos. 

Ese misticismo es la expresión sublimada de la atracción erótica por Leré, la institutriz a la que el viudo Guerra había encomendado la educación de su hija Ción. Ese personaje femenino será decisivo en la transformación del racionalista en un iluso visionario de estirpe quijotesca que coloca la imaginación por encima del pensamiento y que, tras abandonar a la sumisa amante Dulcenombre, se traslada a Toledo para buscar la cercanía de la novicia, convertido ya en utópico apóstol de la caridad, un tema que se repetiría luego en las otras tres novelas de la penúltima etapa novelística de Galdós: Nazarín, Halma y Misericordia.

Novelas de la espiritualidad que -afirma Juan Carlos Pantoja- “plantean el cambio social y la redención de las clases más bajas desde perspectivas cristianas, pero muestran todas ellas el fracaso, la imposibilidad de acabar con la pobreza. Los proyectos de los protagonistas de las tres primeras novelas se revelan como utopías hermosas e idealizadas que, por tales, se tornan irrealizables. Ni el altruismo teñido de misticismo de Ángel Guerra, ni las veleidades caritativas y espirituales de Halma, ni la imitación de Cristo y la práctica de la pobreza de Nazarín resultan eficaces para lograr la tan ansiada sociedad igualitaria. Las fuerzas que se imponen desde los planteamientos sociales imperantes y la incomprensión de quienes interactúan con los personajes de estas novelas impiden esa redención. Al final, los pobres no pueden abandonar la miseria que les rodea, tan marcada en la época en la que escribe Galdós. En Misericordia tampoco está la solución, ya que la entrega de Benina solo logrará, en el mejor de los casos, que unos cuantos se sustenten precariamente, pero no acabará con la injusticia ni servirá para crear una sociedad en la que todos tengan las mismas oportunidades.”

Santos Domínguez


07 febrero 2025

La poesía de Pedro López Lara. Una epifanía

  




 Escribir poesía es incendiar un bosque 
y verlo luego arder desde su centro, 
sin otro fin que apalabrar las llamas: 
demorar hasta el verso su recuerdo del fuego.

Ese es uno de los espléndidos poemas que Pedro López Lara incluyó en Destiempo, premio Rafael Morales en 2020.

Desde ese libro inicial hasta el reciente Escolios, aparecido a finales de 2024, y el inminente Epílogo, Pedro López Lara ha ido publicando -el proceso de elaboración es mucho más prolongado, como es natural- dieciséis volúmenes de una obra poética en la que el rigor verbal se convierte en instrumento de una honda meditación que hace de su riguroso ejercicio poético una forma de conocimiento, de arriesgado buceo profundo y a pulmón en el interior de sí mismo.

Y de esa manera la palabra (“En el principio era la palabra / y a su lado no había ningún dios”) y el temblor existencial prenden en Destiempo el fuego de una poesía honda y verdadera que dibuja con sus versos los contornos éticos de un hombre, el palimpsesto de una vida cifrada en cada uno de sus poemas, que dan cuenta de su forma de estar y de ser, de “salir al mundo y no reconocerlo.” 

Lo que vino después de ese primer libro fue una sucesión torrencial de entregas poéticas potentes, de sostenida calidad literaria y alta tensión humana:

La raíz emocional y el fulgor alusivo de los poemas dedicados al cine, a la pintura, a la literatura y las mitologías de Museo, un libro que contiene las versiones del mundo y su representación, las formas de la voz y la mirada, los delirios de la imagen y la palabra, las respuestas a los enigmas. Y las preguntas, que son siempre más y están al fondo.

La vocación de escolio del recuerdo en Muestrario (“que todo lo perdido fue un regalo”), la memoria de los naufragios parciales y la meditación sobre los límites de la escritura, una constante en todos sus libros: 

EL MAL ADMINISTRADOR 

Todo poema escapa del silencio, disipa en su transcurso su pureza inicial, su prodigiosa herencia,  
malvende nuestras almas 
por un puñado de palabras  
y finalmente vuelve, con estigma en los ojos,  
al feudo traicionado. 

Todo poema dilapida el secreto 
que le fue confiado.

El petrarquismo soñado y posmoderno del Cancionero, su hemisférica luz orientada en la noche del deseo (“Quien la vivió lo sabe: / la noche no es tu amiga”), la donna angelicata del ensueñola amada inaccesible y exquisita: “Era Argüelles y estabas / en la acera de enfrente.”

El itinerario vital de Singladura, que se abre con estos versos: “Busca el poema traducir / algo que en un remoto tiempo vio u oyó, / y ahora apenas recuerda”; la difícil memoria, el lugar “en el que no vamos a entrar y no estuvimos”, la nostalgia de las raíces y los frutos amargos del tiempo y el amor, la intensidad emocional en el balance de pérdidas y pronombres, el deterioro, “la edad inverosímil que ahora tengo.” Un inclemente espejo retrovisor en el filo de lo real y lo inventado.

Incisiones y su memorial de la noche, de vicisitudes y tiempos, de incendios  amorosos en los que ardía la vida, de encrucijadas y hostilidades, de azares y fronteras, de soledad y sombras, de amargura y desengaño, de postrimerías y muertes. Un libro que se cierra, como otros del autor, con una sección titulada Ars poetica, una sostenida reflexión sobre vida y escritura que rematan estos tres versos:

La vida, que no tiene nada que decir, 
excepto esto: 
No soy versificable.

Las agudas glosas existenciales de Escolios en torno a los estigmas del tiempo y la memoria, al lugar de la palabra (“La palabra es un sitio. / En él ocurren cosas”) o a los ángeles extraviados del olvido:

Sobrevuelan esta noche ángeles ebrios.
Quién nos envía, se preguntan. Cuál era el mensaje.

Atravesados por una aguda conciencia de la temporalidad, depurados por una trabajada precisión expresiva y pulidos con una admirable suma de pensamiento y sentimiento (aquel unamuniano “piensa el sentimiento, siente el pensamiento”), esos títulos son los de las distintas estaciones de una aventura poética rigurosa, de declarada voluntad transitiva, que había fijado también la conciencia de sus límites en este poema de Dársena:

La poesía es asunto de límites: 
los del verso y el ritmo, 
los del lenguaje, las fronteras 
de lo vivido y lo vivible.

El poema no puede atravesarlos, 
pero los mira y dice lo que ve.
Y antes de replegarse da de ellos 
conciso testimonio.

Poesía que es hilo de Ariadna para orientarse en el laberinto del ser y el tiempo que configuran la identidad del poeta y recortan su silueta ética y estética en el claroscuro de la vida, en el miedo y las heridas de la memoria personal y familiar, en la nada complaciente distancia irónica o en la emoción contenida de sus paréntesis sentimentales, en una poesía existencial y meditativa, sostenida en un intenso y reflexivo diálogo interior del poeta consigo mismo sobre el tiempo y la vida, en testimonio del mundo y de su oficio:

Escribir poesía: fijar una distancia 
entre las cosas y nosotros, abrir un paréntesis.
En él, en su centro, se juega una partida 
cuya apuesta es el tiempo.

Poesía que se convierte a menudo en refugio (“una guarida frágil, pero todavía en llamas”) y en tabla de salvación frente al naufragio, en juego de espejos y destellos de iluminaciones en medio de las tinieblas nocturnas, en brújula en las sombras, en tregua de los sueños frente a las leyes de la vida que nos pasa por encima, en puente que atraviesa el desasosiego inhóspito del vacío vertiginoso, en heroico elogio de la incertidumbre en un mundo de “ángeles cansados”.

Entre los versos que aún no he escrito ha de haber uno, 
un verso túmulo o jeroglífico, 
que me contenga, 
de modo holgado y a la vez conciso. 

Un nítido renglón definitivo.

Porque quien lee estos poemas no toca un libro, toca al hombre que lo habita, a un merodeador para quien “la poesía / es solo un animal sonámbulo / que ha olfateado algo y merodea, / con voluntad de hallazgo y extravío, / por las calles inéditas / de una ciudad absorta en sus afueras.”

Un merodeador del verso y la palabra, del tiempo y la memoria, porque 

Solo es bueno un poema 
cuando el último verso se acuerda de todo.


Santos Domínguez