22/1/07

Kafka en la orilla



Haruki Murakami.

Kafka en la orilla.
Traducción de Lourdes Porta.
Tusquets. Barcelona, 2006.

Dos de los modelos estructurales más importantes de la literatura occidental, el de la tragedia griega y el de la novela itinerante de aprendizaje y maduración, se dan cita en este Kafka en la orilla, de Haruki Murakami, que publica Tusquets, en su colección Andanzas.

Como en las tragedias, el destino y la profecía edípica se convierten en el mecanismo que pone en marcha la acción:

Allí había una profecía semejante a las aguas negras. La profecía siempre está allí, como las aguas de un negro secreto. Por lo general, se ocultan silenciosas en profundidades desconocidas.

El mito de Edipo
–explica Murakami– es uno de los temas de la novela (...) Desde el principio planeé escribir sobre un quinceañero que huye de su siniestro padre y comienza un viaje en busca de su madre, lo que naturalmente tiene mucho que ver con el mito de Edipo.(...) Cuando escribimos un relato no podemos evitar que esté relacionado con toda clase de mitos, que son una suerte de depósito en el que están todas las historias.

Esa profecía acompaña siempre a Kafka Tamura, que el día que cumple quince años se va de casa e ingresa en el mundo de los adultos. Así empieza un viaje iniciático, una experiencia de maduración y conocimiento de sí mismo:

El día de mi decimoquinto cumpleaños me escapé de casa, me marché a una ciudad desconocida y empecé a vivir en un rincón de una pequeña biblioteca. Claro que si contara las cosas por orden, tal como ocurrieron, el relato se extendería una semana más. Sin embargo, si tocamos sólo los puntos esenciales, eso fue lo que ocurrió: el día de mi decimoquinto cumpleaños me escapé de casa, me marché a una ciudad desconocida y empecé a vivir en un rincón de una pequeña biblioteca. Quizá parezca un cuento de hadas. Pero no lo es. En ningún sentido.

Con ese planteamiento inicial se van desarrollando dos historias alternantes y entrelazadas: la de Kafka Tamura, que huye de casa para escapar de su destino y se refugia en una biblioteca del sur, y la de Satoru Nakata, un anciano que salió con secuelas de un extraño episodio comatoso de la infancia. En 1944 se quedó vacío y desde entonces sólo habla con los gatos.

En el desarrollo de la acción, Murakami integra todo tipo de elementos: Sófocles y el cine de terror, Truffaut y el pop, el manga y Salinger, a quien traducía mientras escribía esta novela llena de perfección formal y ligereza en la que se dan cita la imaginación y el misterio, el cine, la música, la naturaleza, las emociones, el sexo y la comida.

Todos esos materiales aparentemente heterogéneos parecen someterse al destino porque, como dice un personaje, ni siquiera las cosas más triviales suceden por casualidad y todas cumplen un función en el conjunto y en el destino de las personas. También el mal y las fuerzas oscuras que los amenazan, porque Murakami sabe que en todo hombre habita un animal potencialmente peligroso. No hay excepciones a esa norma: lo confirma por ejemplo el joven llamado Cuervo, la conciencia, el doble, el otro que llevamos dentro, una de las claves arquitectónicas de la novela junto a la señora Saeki y su canción Kafka en la orilla o el bosque mágico, lleno de sombras y de pruebas, del que se sale siendo otro.

En algo parecido a esa experiencia consiste para Murakami la literatura: en atravesar el muro y entrar en otro universo, un descenso al fondo confuso de la conciencia, porque la función de la literatura no es responder preguntas, sino hacerlas:

Lo importante en esta novela no es descubrir si los personajes encuentran lo que buscan, o saber si Kafka encuentra a su madre. Lo importante es la búsqueda, el proceso mismo, en el que aparecen la solidaridad y la esperanza.

No hace falta decir que Kafka es uno de mis autores preferidos, pero no creo que mis novelas o personajes estén directamente influidos por él. Lo que quiero decir es que el universo narrativo de Kafka es tan completo que intentar seguir sus pasos no sólo resulta absurdo sino demasiado arriesgado. En realidad me veo a mí mismo escribiendo novelas en las que, a mi manera, desmantelo el universo narrativo de Kafka de la misma manera en que éste, por su parte, había desmantelado el sistema narrativo anterior. Supongo que eso puede entenderse como una especie de homenaje a Kafka. A decir verdad, no tengo una idea muy clara de lo que significa eso de “posmodernidad”, pero tengo la sensación de que lo que estoy intentando hacer es ligeramente distinto. En realidad lo que quiero ser es un escritor único, diferente a todos los demás. Quiero ser un escritor que narra sus historias como ningún otro.

Haruki Murakami debe de ser uno de los pocos japoneses que no se parece a nadie. Los otros son los dos protagonistas de Kafka en la orilla.

Él mismo ha reconocido que el protagonista de la novela, Kafka Tamura, se le parece: Yo fui hijo único y me inventé un mundo aparte, lleno de libros, de música y de conversaciones con mis gatos.
Y añade otro dato: En el joven Kafka Tamura se esconde el pequeño Antoine Doinel de Los cuatrocientos golpes. Sus edades, sus fugas, sus miedos, sus búsquedas son comparables. Sentí la soledad cuando, al salir de la universidad, me negué a seguir el camino establecido, y comenzar a trabajar en una gran empresa o como funcionario del Estado. Hace treinta años, la sociedad japonesa era mucho más estricta que hoy. Cuando se escogía ser un marginado, un outsider, no había vuelta atrás. Igual que para Doinel.

Nakata, el otro protagonista de la novela, tampoco se parece a nadie. Vuelve a hablar Murakami:

A mí siempre me ha interesado la gente que ha sido arrojada fuera de la sociedad, aquella que ha sido retirada o apartada. La mayoría de los personajes de Kafka en la orilla, están, en un sentido u otro, fuera de lo establecido como normal. Nakata es uno de ellos, quizá el más claramente marginado.

Es esta una obra para lectores capaces de emocionarse y divertirse, de asustarse y desconcertarse a lo largo de sus casi seiscientas páginas. No son pocas, pero se leen de un tirón y tardan mucho en olvidarse.

Santos Domínguez