Mario Campaña.
Aires de Ellicott City.
Prólogo de Carlos Germán Belli.
Ilustraciones de Martine Saurel.
Editorial Candaya. Barcelona, 2006.
Como una poesía fuerte y dolorosa definía Américo Ferrari la de Mario Campaña (Ecuador, 1959), poeta y crítico literario, autor de un ensayo sobre Quevedo y otro sobre Baudelaire. Ha traducido a Mallarmé, preparado antologías de poesía hispanoamericana actual, dirige en Barcelona la revista cultural El Guaraguao y tras haber obtenido múltiples reconocimientos con Cuadernos de Godric y Días largos acaba de publicar en la Editorial Candaya su quinto libro de poesía, Aires de Ellicott City.
Decía García Lorca en una conferencia sobre la imagen poética en Góngora que el poeta vuelve de la inspiración como se vuelve de un país extranjero. El poema es la narración del viaje. Un viaje nocturno y secreto como el de los místicos que precisa encontrar un lenguaje que lo articule y en el que encuentre su sentido. Algo así es Aires de Ellicott City, un viaje marítimo y nocturno, una aventura personal que tiene siempre, como en el caso de Ulises, la voluntad de volver de un país extranjero a la más noble de las patrias.
Este viaje a Ellicott City es un viaje a los límites del mundo y del conocimiento en un barco de palabras con unos instrumentos de navegación que le han prestado los simbolistas con los que Mario Campaña ha conversado tanto en los viejos puertos nocturnos de la literatura.
La potencia de la iluminación verbal que nos enseñaron los simbolistas es la brújula más exacta del poeta en esta travesía llena de paronomasias e imágenes visionarias que convocan las relaciones secretas que tienen las palabras, sus revelaciones.
Con el astrolabio de ese lenguaje que fluye libre y levanta su entidad a base de asociaciones y relámpagos, se emprende un viaje que es el de la palabra, el del conocimiento mediante la poesía, esa travesía nocturna con el lenguaje nocturno de la imagen irracional que ilumina el periplo, como la voz del nigromante que sonaba en los Cuadernos de Godric.
Es este un viaje a una frontera extremada de la que no se vuelve. Se habla del espacio para hablar del tiempo, que es el verdadero sentido del viaje, la experiencia central del libro. Cuando la voz del poeta, antes que el lector, conoce esa clave, comprende también que aunque haya camino de vuelta no hay posibilidad de volver. Al menos no sin una transformación esencial.
Como los muertos antiguos se ha iniciado el viaje con una moneda en la boca, y si se vuelve se vuelve siendo otro. O es otro el que vuelve después de haber estado al otro lado, como Ulises en el infierno:
He venido aquí a perfeccionar la muerte,
dice la voz del viajero, la voz del poeta, que lee estos textos en el CD que acompaña al libro, y dota de nuevos sentidos y variaciones al texto impreso, un texto en movimiento y en cambio continuo, como el mar.
Es también la voz del sacerdote y del visionario oracular que hablan más allá de la noche y la convocan con imágenes secretas y turbias. Con un tono de conjuro precolombino o con el ritmo de un recitativo barroco se invoca a las fuerzas telúricas que dan sentido al regreso en este libro intenso y deslumbrante, en esta ceremonia verbal en la que el poeta se convierte en oficiante y en el intermediario que comunica los dos lados de la frontera.
Decía García Lorca en una conferencia sobre la imagen poética en Góngora que el poeta vuelve de la inspiración como se vuelve de un país extranjero. El poema es la narración del viaje. Un viaje nocturno y secreto como el de los místicos que precisa encontrar un lenguaje que lo articule y en el que encuentre su sentido. Algo así es Aires de Ellicott City, un viaje marítimo y nocturno, una aventura personal que tiene siempre, como en el caso de Ulises, la voluntad de volver de un país extranjero a la más noble de las patrias.
Este viaje a Ellicott City es un viaje a los límites del mundo y del conocimiento en un barco de palabras con unos instrumentos de navegación que le han prestado los simbolistas con los que Mario Campaña ha conversado tanto en los viejos puertos nocturnos de la literatura.
La potencia de la iluminación verbal que nos enseñaron los simbolistas es la brújula más exacta del poeta en esta travesía llena de paronomasias e imágenes visionarias que convocan las relaciones secretas que tienen las palabras, sus revelaciones.
Con el astrolabio de ese lenguaje que fluye libre y levanta su entidad a base de asociaciones y relámpagos, se emprende un viaje que es el de la palabra, el del conocimiento mediante la poesía, esa travesía nocturna con el lenguaje nocturno de la imagen irracional que ilumina el periplo, como la voz del nigromante que sonaba en los Cuadernos de Godric.
Es este un viaje a una frontera extremada de la que no se vuelve. Se habla del espacio para hablar del tiempo, que es el verdadero sentido del viaje, la experiencia central del libro. Cuando la voz del poeta, antes que el lector, conoce esa clave, comprende también que aunque haya camino de vuelta no hay posibilidad de volver. Al menos no sin una transformación esencial.
Como los muertos antiguos se ha iniciado el viaje con una moneda en la boca, y si se vuelve se vuelve siendo otro. O es otro el que vuelve después de haber estado al otro lado, como Ulises en el infierno:
He venido aquí a perfeccionar la muerte,
dice la voz del viajero, la voz del poeta, que lee estos textos en el CD que acompaña al libro, y dota de nuevos sentidos y variaciones al texto impreso, un texto en movimiento y en cambio continuo, como el mar.
Es también la voz del sacerdote y del visionario oracular que hablan más allá de la noche y la convocan con imágenes secretas y turbias. Con un tono de conjuro precolombino o con el ritmo de un recitativo barroco se invoca a las fuerzas telúricas que dan sentido al regreso en este libro intenso y deslumbrante, en esta ceremonia verbal en la que el poeta se convierte en oficiante y en el intermediario que comunica los dos lados de la frontera.
Santos Domínguez