29/4/22

Vittorio Sereni. Frontera. Diario de Argelia

 

Vittorio Sereni.
Frontera.
Diario de Argelia.
Edición bilingüe de José Muñoz Rivas.
Calambur. Barcelona, 2022.

TERRAZA

Imprevista nos coge la noche.
                                      Ya no sabes
dónde el lago termine;
un murmullo solamente 
roza nuestra vida
bajo una terraza colgante.

Estamos todos suspendidos
en un tácito evento esta noche
dentro de aquel destello de torpedera
que nos escruta, luego gira, se va.


EN MÍ TU RECUERDO

En mí tu recuerdo es un crujido 
solo de velocípedos que van 
quietamente allá donde la altura 
del mediodía desciende
al más flamante anochecer 
entre verjas y casas
y suspirosos declives
de ventanas abiertas sobre el verano.
Solo, de mí, distante
dura un lamento de trenes, 
de almas que se van.

Y allá ligera vas sobre el viento, 
te pierdes en la noche.

Con traducción de José Muñoz Rivas, son dos poemas de Frontera, el primer libro de Vittorio Sereni (1913-1983). Lo publicó en 1941, cuando formaba parte del ejército italiano que combatía en Grecia en la Segunda Guerra Mundial.

Junto con Diario de Argelia, Frontera forma parte de la espléndida edición bilingüe que publica en Calambur el profesor Muñoz Rivas de los dos primeros libros de uno de los mejores poetas italianos contemporáneos. 

“El paso del tiempo -escribe Muñoz Rivas en su Introducción- no ha oscurecido en la actualidad de la obra de Vittorio Sereni, y especialmente de su poesía, que continúa calando hondo entre las nuevas generaciones de lectores en los últimos años a través de sus textos publicados en vida y también de numerosas publicaciones recientes y poco conocidas.”

Frontera y Diario de Argelia son dos libros que “presentan una fuerte continuidad entre sí” y que inauguran una trayectoria de cuatro décadas, de 1941 a 1981, y de cuatro libros, de Frontiera a Stella variable, que confirman en su unidad y su continuidad la idea que el propio Sereni tenía de sí mismo como poeta de un único libro: “El autor también sabe que este es su único libro, el único que, si le sonríe la fortuna en el mejor de los casos, seguirá escribiendo.”

Ese mismo impulso de unidad orgánica de la escritura poética de Sereni explica los cambios que se van produciendo en las sucesivas ediciones de sus libros: Frontera, por ejemplo, no tiene su edición definitiva hasta 1966, veinticinco años después de la primera, y cuando con Gli strumenti umani, que publicará próximamente Libros del Aire con edición de Muñoz Rivas, había evolucionado hacia una nueva tonalidad verbal y otra dicción poética.

Sereni había nacido en Luino, cerca de la frontera suiza, y esa idea está en la base de su primer título, que además de al sentido geográfico alude también a otros valores simbólicos del límite: a la frontera entre la vida y la muerte, entre el pasado y el presente, entre lo visible y lo invisible. 

Y desde ese territorio mental y humano, Sereni escribe esos textos fronterizos en el espacio estético de un hermetismo atenuado y combinado con otras tendencias como el impresionismo que encauzan su poesía, en palabras de Muñoz Rivas, “hacia la experimentación llena de armonía, de seguridad y lúcida modestia, y que llega en buena medida de una concepción de la literatura basada podríamos decir perfectamente en la autoridad de la palabra y del verso.”

Casi coincidiendo con la primera edición de Frontera, Sereni se incorpora al ejército italiano que combate primero en Grecia y luego en Sicilia, donde su regimiento fue capturado por los norteamericanos el 24 de julio de 1943 e internado en distintos campos de concentración del norte de África.

De esa experiencia de la guerra y de la prisión surge el Diario de Argelia, que apareció en 1947 y agudiza la tendencia autobiográfica y diarística de su primer libro. 

La narratividad y el onirismo son otras líneas de continuidad que conectan los dos libros, aunque el carácter traumático de la guerra y la derrota otorgan a los poemas del Diario de Argelia una tonalidad más grave y un sentido más acusado de reflexión moral.

Estos dos poemas son buen ejemplo de ello:

No sabe ya nada, alto sobre las alas
el primer caído bocabajo en la playa normanda.
Por esto alguien esta noche
me tocaba el hombro murmurando
que rece por Europa
mientras la Nueva Armada
se presentaba en la costa de Francia.

He respondido en el sueño: -Es el viento,
el viento que hace músicas raras.
Pero si tú fueras de verdad
el primer caído bocabajo en la playa normanda
reza tú si puedes, yo estoy muerto
para la guerra y para la paz.
Esta es la música ahora:
tiendas que golpean en los palos.

No es música de ángeles, es mi 
única música y me basta -.

*****

Solo verdadero es el verano y esta 
luz suya que os nivela.
Y que cada uno encuentre el sempervirente 
árbol, el cono de sombra, 
la lustral agua dichosa
y la telaraña tejida de tedio 
en las charcas malvadas
sea un sudario de insectos. Allá abajo
está el seto lábil, un halo
de rojo polvo,
pero sepulcral el canto de una formación 
alemana a la fuerza perdida.

Ahora toda fronda está muda, 
compacta la cáscara de olvido, 

perfecto el círculo.

Santos Domínguez 

27/4/22

Manuel Moyano. La frontera interior

 



Manuel Moyano.
La frontera interior.
Un viaje por Sierra Morena.
Prólogo de Sergio del Molino.
RBA. Barcelona, 2021.

Llegué a Aldeaquemada en un frío amanecer de febrero, después de haber atravesado un solitario paisaje de encinares. El sol, que asomaba entre las montañas, iluminó débilmente la hondonada donde se enclavaba aquel pequeño pueblo andaluz. Dejé el coche junto a su plaza mayor y, envuelto en mi propio vaho, di un paseo por esas calles en los que no se veía un alma. El aire olía a leña y aceite.

Así comienza La frontera interior, el libro con el que Manuel Moyano obtuvo el Premio Eurostars Hotels de narrativa de viajes 2021, que publica RBA.

Entre la jienense Aldeaquemada y el portugués Barrancos, pasando por lugares de nombres tan evocadores como Andújar, Cerro Muriano, Guadalcanal, Cazalla de la Sierra, Calera de León, Fuenteheridos, Aracena o Rosal de la Frontera, Manuel Moyano traza en sus páginas la crónica de ocho días de andanzas, comidas y bebidas, de miradas al paisaje, de encuentros con interlocutores y sorpresas en una fría semana de comienzos de febrero de 2019, entre la escarcha, la niebla y el sol.

Y, como en sus anteriores Travesía americana y Cuadernos de tierra, lo hace con su acreditada capacidad  narrativa para relatar las peripecias y los azares que surgen en el camino, un componente fundamental del relato clásico, desde la Odisea hasta el Quijote, cuyo protagonista también fatigó su asendereada figura con saltos y zapatetas por este territorio de Sierra Morena. 

Un territorio de frontera y de fractura que Moyano define como “escalón longitudinal de casi quinientos  kilómetros de largo entre la altiplanicie central y el sur de la Península Ibérica. Históricamente, y en cuanto que tierra de nadie, ha desempeñado un secular papel de frontera, de paréntesis territorial.”

Y por ese paisaje, cuyas vías de comunicación están pensadas más para los itinerarios que van de sur a norte que para los itinerarios de este a oeste, como el que emprende Manuel Moyano, transcurre este viaje en forma de libro. 

Un viaje de cercanías como explica Sergio del Molino en su prólogo, en donde recuerda que, como el Cela del Viaje a la Alcarria o el Azorín de La ruta de Don Quijote, “Moyano cultiva una forma de viaje exótica, pero con mucha tradición ibérica: el viaje de cercanías. Si el explorador de largas distancias escribe con telescopio, el de cercanías tira de microscopio.”

Cercanías, añadimos, no sólo geográficas, sino también humanas. Porque esa proximidad marca el temple de su prosa, con la que no sólo describe con brillantez y economía de prosa eficiente los lugares por los que pasa. Hay también un tiempo para la evocación de la batalla de las Navas de Tolosa y el monasterio de La Peñuela o para anotar el heterogéneo factor humano en sus encuentros con los descendientes de los colonos alemanes de la repoblación ilustrada de estas tierras que luego fueron refugio de bandoleros, espacio habitado por leyendas, ermitas y santuarios, por curiosos poetas rurales, Virgilios de penillanura y sierra, minuciosos cronistas locales, intemporales venteros cervantinos o ferroviarios trastornados por la lectura del Quijote.

Porque ese precisamente, el paisaje humano, es -como en Cuadernos de tierra- el foco sobre el que proyecta su aguda mirada y su solvente escritura Manuel Moyano, que deja aquí la imagen cruda y compasiva a un tiempo de una España profunda tan heterogénea e inclasificable como la España superficial.

Y líneas tan inquietantes como estas: “ni los poetas ni los criminales difieren físicamente de sus conciudadanos, lo que los distingue fluye por dentro.”

O descripciones como esta, de la antigua mezquita de Almonaster la Real: 

Recorrimos el interior caminando sobre viejas baldosas de barro. Todo tenía un aire primitivo, misterioso. La escasa luz penetraba por unas troneras estrechas y a través del patio. El mihrab donde se custodiaba el Corán, al que los fieles debían dirigirse mientras rezaban, era un nicho profundo con arco de ladrillo. Del pozo de las abluciones -en él brillaban monedas arrojadas por los visitantes- brotaba un agua fresca y cristalina. Parecía una modesta versión en miniatura de la mezquita de Córdoba. Las golondrinas revoloteaban incesantemente alrededor de las columnas y de nosotros mismos, como si fueran empujadas por la suave y susurrante brisa que recorría la estancia.

Salimos al exterior. Un alminar de planta cuadrada se levantaba junto a aquel templo construido por “alarifes insomnes”. Los montes cubiertos de pinos y encinas que nos rodeaban dibujaban un paisaje hermosísimo. El cielo era de un azul puro y tan sólo se oía el viento. Había algo en aquel lugar que transmitía felicidad. Era imposible no experimentarlo.

Santos Domínguez 


25/4/22

Edward Gibbon. Ensayo sobre el estudio de la literatura

 



Edward Gibbon.
Ensayo sobre el estudio de la literatura
Edición y traducción de Antonio Lastra.
Ediciones del Subsuelo. Barcelona, 2022.

“Lo que ahora ve la luz es un verdadero ensayo. Me gustaría conocerme”, escribe Edward Gibbon (1737-1794) en el ‘Aviso al lector’ que precede a su Ensayo sobre el estudio de la literatura

Creo que es la primera vez que se edita en español este ensayo del autor de la imprescindible y  monumental Decadencia y caída del Imperio Romano. Lo publica Ediciones del Subsuelo con edición y traducción de Antonio Lastra, que señala en su introducción: “en coherencia con la escritura de ensayo que Gibbon empleó en su estudio sobre la literatura y su elección del francés como lengua de expresión (el Ensayo empieza con una alusión tácita a la escritura de ensayo de Montaigne) he procurado que la edición fuera, sobre todo, legible y elegante.”

Gibbon, que escribía entonces en francés “porque pensaba en francés”, la lengua europea de la cultura y la política de la Ilustración, lo escribió en Lausana y lo publicó en 1761. Estas son sus líneas iniciales:

La historia de los imperios es la de la miseria de los hombres. La historia de las ciencias es la de su grandeza y su felicidad.

La filosofía, la literatura y la historiografía de la antigüedad -de Homero a Virgilio, de Eurípides a Terencio, de Plauto a Horacio, de Plinio a Cicerón, de Aristóteles a Tucídides, de Tácito a Tito Livio-, la religión griega y el culto heroico aparecen en estas páginas que ensalzan el espíritu clásico y reivindican su herencia: “Pero nosotros -escribe Gibbon-, situados bajo otro cielo, nacidos en otro siglo, perderíamos necesariamente todas esas bellezas si no pudiéramos situarnos en el mismo punto de vista en el que se encuentran los griegos y los romanos. Un conocimiento detallado de su siglo es el único medio que puede llevarnos allí. […] El conocimiento de la antigüedad es nuestro verdadero comentario, pero lo que aún es más necesario es cierto espíritu como resultado; un espíritu que no solo nos hace conocer las cosas, sino que nos familiariza con ellos y nos da, al respecto, los ojos de los antiguos.”

Y estas son algunas líneas de la Conclusión que remata el Ensayo sobre el estudio de la literatura:

He aquí algunas reflexiones que me han parecido sólidas sobre los distintos usos de las bellas letras. ¡Feliz si he podido inspirar el gusto por ellas! […] Podrá decirse que estas reflexiones son verdaderas, pero gastadas, o que son nuevas, pero paradójicas. ¿A qué autor le gustan las críticas? Sin embargo, lo primero me disgustaría menos. La ventaja del arte me resulta más querida que la gloria del artista.

Hubo una traducción al inglés no autorizada por el autor, que la reprobaría en sus Memorias de mi vida, que aparecen también ahora en librerías en una edición de Cátedra Letras Universales preparada también por Antonio Lastra, que concluye su introducción con estas palabras: “Leer ahora el breve y delicado Ensayo puede preparar al lector para la lectura infinita de la Declinación y caída.”

Llega a las librerías en una magnífica iniciativa de Ediciones del Subsuelo, que sigue enriqueciendo así un catálogo ejemplar de creciente calidad. 

22/4/22

Cristina Peri Rossi. Nocturno urbano




  Peri Rossi, Cristina
Nocturno urbano. 
Relatos y poemas.
Biblioteca Premios Cervantes.
FCE España-Universidad de Alcalá. Madrid, 2022.


Para pertenecer al Club de los Amnésicos no se necesita ninguna aptitud especial —ni siquiera una gran falta de memoria, espontánea o provocada por un golpe, el envejecimiento de las arterias o la escasa irrigación del cerebro—, porque se parte del hecho de que, desde el momento de nacer, todos somos amnésicos, especialmente aquellos que creen recordar. En este sentido, una mujer que pierde a menudo las gafas está en tan buenas condiciones para acceder al club como aquella otra que jamás olvida el lugar donde las dejó: de la primera se dice que respeta la autonomía de los objetos, de ésta, que gusta ejercer cierto dominio sobre las cosas.
Los amnésicos nunca dicen «recuerdo que», sino «imagino que», aunque de hecho, estén hablando de una experiencia del pasado. Del mismo modo, rechazan el uso de la fotografía, sobre todo cuando son retratos. En lo que concierne a objetos o paisajes, consideran que las fotografías son cuadros o poemas, es decir, intervenciones deliberadas en el gran caos de lo real. Si un amnésico quiere sacar una fotografía, se preocupa de que el revelado sea parcial, no total, de suerte que grandes zonas del objetivo estén veladas.
Es obligación de todos los integrantes del club llevar un diario minucioso de sus vidas, pensamientos y deseos, por mediocres que sean, ya que su lectura les permite comprobar hasta qué punto han olvidado, de un momento a otro. No es una actividad simple, como podría pensarse. Algunos amnésicos han abandonado el trabajo en la oficina, la tienda o el ministerio para dedicarse exclusivamente a escribir el diario, procurando que nada de lo sentido, nada de lo percibido, nada de lo pensado escape a ese registro escrupuloso. Otros han abandonado el hogar, la esposa y los hijos, para sumergirse de lleno en esta tarea, pero no siempre pueden escapar a la locura: anotar minuciosamente la vida interior —por escasa o superflua que sea— provoca, a su vez, nuevos pensamientos, nuevas imágenes y deseos, de modo que el escriba debe desdoblarse, y esas fisuras no suelen suturarse eficazmente.

Así comienza ‘El Club de los Amnésicos’, uno de los diecisiete relatos de Cristina Peri Rossi que se incluyen en Nocturno urbano, el volumen conmemorativo que reúne un libro de relatos de 1988, Cosmoagonías, y otro de poemas, Habitación de hotel, del último Premio Cervantes, que editan en la espléndida colección Biblioteca Premios Cervantes el Fondo de Cultura Económica y la Universidad de Alcalá.

Abre el díptico literario de Peri Rossi este texto, ‘Piezas para una biografía’, fechado en enero de 2022 y escrito para esta edición, en el que conecta episodios significativos de su biografía con los títulos de sus libros:
                              
La vida es un puzzle de numerosas piezas, dispersas, y nosotros, los ingenieros que intentamos seleccionar algunas, para configurar un sentido, una estructura, una forma significativa. Con las pistas que propongo, se puede armar, si al lector le interesa, una biografía.
Nací en Montevideo, Uruguay, el 12 de noviembre de 1941 (La ciudad de Luzbel, de este libro). Fui una niña curiosa, que creyó que el saber era poder, y decidió investigar, por cuenta propia, todo lo humano y lo divino (La rebelión de los niños, La tarde del dinosaurio). En el seno de mi familia (emigrantes italianos llegados a Tierra de Promisión, Allende el Sur) aprendí mucho acerca de las pasiones y los delirios: una familia es un microcosmos (El libro de mis primos). Estudié Música y Biología, pero me gradué en Literatura Comparada: la fantasía me pareció un territorio más fascinante que el de las leyes físicas. Fui romántica antes de saber qué era el Romanticismo; amaba las ruinas, los días lluviosos, las pasiones morbosas, la intensidad.
De pequeña, mis tíos me llevaban al puerto a ver zarpar los barcos. Me enamoré de esas ballenas blancas, sin saber que un día, a los veintinueve años, un barco italiano (geometría perfecta del origen y el desenlace) me conduciría al exilio, en España.
El exilio fue una experiencia larga, dolorosa, totalizadora, que no cambiaría por ninguna otra. Me costó casi diez años hacer de mi exilio particular una alegoría (La nave de los locos, Diáspora, Descripción de un naufragio). El exilio fue una pasión, tan fuerte como el amor, porque para los obsesivos, lo importante es la pasión, no el objeto. De modo que cuando el exilio acabó, busqué otra dictadura, la del amor: Solitario de amor, Babel bárbara. Del exceso de romanticismo siempre me ha salvado la ironía, el humor y la ternura. Si imaginé El museo de los esfuerzos inútiles y Una pasión prohibida, satiricé en ellos, y en Cosmoagonías, el mundo que nos ha tocado vivir.
De los barcos me ha quedado un amor por sus imágenes en madera, en papel, en sellos, que colecciono con el furor de los fetichistas.
Me gusta escribir vestida de blanco: pantalón blanco, camisa blanca, y con mucho papel (en blanco) sobre la mesa. Sigo siendo en parte La insumisa que fui desde la infancia. Mi paisaje favorito: Europa después de la lluvia. Está agotado. Dejo al lector el sentido simbólico de este hecho. Los próximos paisajes serán nuevos.
          
El conjunto, medio centenar largo de textos, ofrece una muestra representativa del mundo literario de Cristina Peri Rosi con medio centenar largo de textos, entre los que figuran poemas como este:

Mi casa es la escritura II

La A me acoge amparadora como un arca
la B me bautiza
y —baúl— me encierra
la C me cautiva
cálida cortesana
La D destila drogas —adormidera—
la E, como un emblema,
me elige, me embaraza
y me eyacula;
la F, femenina, fabula
fantasías y fracasos;
la G me guarda y me gobierna; la H husmea, me humilla
me humedece;
la I me invita, me instala,
me imita, me imagina;
la J jadea a mi costado,
me jala y me jarrea;
la L labra y lame mi cuerpo con lazos y con lianas;
la M, madre melancólica, merodea mis días;               
la N narra, narra, narra, nana inacabable de hombres de mujeres y de niños;
la O opone la voz al silencio, la opulencia del léxico
a la estrechez del sentido;
la P permanece, sólidamente preguntando;
la Q quiere y no puede,
y cuando puede, no quiere; la R responde rabiosamente a la realidad con los sueños; la S sibilina sueña sermonea sobresalta
sabe que nos sabe
la T tiembla
y toca lo que teme
la U unge en lo umbrío
el Verso vagaroso que vuela con el viento
la Z zumba en mis oídos
las zalamerías de tu risa
que me engaña cada noche.

Santos Domínguez 

20/4/22

Ulises en Galaxia Gutenberg



James Joyce.
Ulises.
Traducción de José Salas Subirats.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2022.

 Un recorrido de veinticuatro horas por Dublín era la base de uno de los esbozos que Joyce anotó en 1906 como proyectos de relatos para incorporar a Dublineses. Aquel relato, con el que podría culminar el libro sobre Dublín acabaría retomándolo en 1914 como semilla de la novela que acabaría siendo en 1922 el Ulises, su obra más decisiva, la más renovadora de la narrativa del siglo XX.

“Me he impuesto el reto técnico -afirmaba Joyce en una carta- de escribir un libro desde dieciocho puntos de vista diferentes, cada uno con su propio estilo, todos aparentemente desconocidos o aún sin descubrir por mis colegas de oficio. Eso, y la naturaleza de la leyenda que he escogido, bastarían para hacerle perder el equilibrio mental a cualquiera.”

Ambientada en Dublín y centrada en una sola jornada, entre las ocho de la mañana y las dos de la madrugada del 16 de junio de 1904 -el Bloomsday-, desde la Torre Martello al número 7 de Eccles Street, donde una Molly Bloom desvelada deja discurrir en libertad un monólogo asombroso, la novela es estructuralmente una parodia de la Odisea que Joyce diseñó siguiendo minuciosamente los episodios homéricos en relación con los vagabundeos de Stephen Dedalus y Leopold Bloom. 

Su humor corrosivo -“no hay en él una sola línea en serio”, decía Joyce-, los constantes juegos narrativos y la reunión de temas y voces, de técnicas y registros lingüísticos producen un efecto desconcertante de integración y desintegraciones, de construcción y deconstrucciones de la tradición literaria.

T. S. Eliot lo definió como “proeza insuperable” y destacó que sus setecientas páginas ofrecen “la expresión más importante que ha encontrado nuestra época; es un libro con el que todos estamos en deuda, y del que ninguno de nosotros puede escapar.”

Por encima de las peripecias de su periplo laberíntico, el Ulises tiene como verdadero protagonista al lenguaje. De ahí la dificultad de su lectura y por supuesto de su traducción a otras lenguas.

La primera traducción al español la publicó en 1945 en Buenos Aires José Salas Subirats. Esa edición argentina de Santiago Rueda Editores, que acaba de reeditar Galaxia Gutenberg, fue durante décadas la única existente en español. Más de treinta años tardaría en aparecer la traducción de Valverde de 1976.

En una nota previa que figuraba al frente de algunas ediciones, Salas Subirats se planteaba el dilema de si la traducción debía ser literal -lo que descartaba por imposible en el Ulises- o interpretativa, que era la solución que exigía la propia condición del texto. 

Escribía en esa nota: “Ulises, de James Joyce, fue publicado en París en 1922. Fue vertido a varios idiomas, y ha de resultar raro que sólo veintitrés años después (primera edición castellana: 1945) apareciera su versión completa al español. ¿Qué explica tal demora? ¿Carecía de interés para nosotros una obra que ha tenido tanta resonancia en el mundo literario? ¿Existen dificultades insalvables que se opusieron a ese trasiego? Parece difícil que pueda darse una respuesta adecuada a tales preguntas. James Joyce se asemeja a Cervantes, Shakespeare, Dante y Rabelais, en el hecho de ser los autores que revelan mayor desproporción entre lo que se los comenta y lo que se los lee. Es ya un clásico y, como todos ellos, goza de esa imponencia que amilana a los que se les acercan con ligereza. La dificultad para la lectura de Ulises en su original explica la tardanza en traducirlo. Una obra difícil de entender en inglés tenía forzosamente que desanimar a los traductores. Pero traducir es el modo más atento de leer, y el deseo de leer atentamente es responsable de la presente versión.[…] Leído con atención, Ulises no presenta serias dificultades para traducirlo. La diferencia conocida entre la estructura de ambos idiomas está presente en toda traducción del inglés al castellano. Este inconveniente se encuentra en cualquier texto. Que respecto al Ulises se multiplique, no quiere decir que se trate de una dificultad privativa de esta obra.”

“En líneas generales, no considero a la versión de Salas Subirats inferior a las que le sucedieron, aunque sí se podría caracterizar como la más tradicional e intuitiva”, afirmaba Eduardo Lago en un estudio comparativo de las tres traducciones del Ulises al español. En ese estudio reconocía que “es mérito de Salas Subirats el haber abierto el camino, y de hecho, su influencia sobre las traducciones subsiguientes es muy considerable.”

Así comienza la novela en la versión de Salas Subirats:

Imponente, el rollizo Buck Mulligan apareció en lo alto de la escalera, con una bacía desbordante de espuma, sobre la cual traía, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana hacía flotar con gracia la bata amarilla desprendida. Levantó la bacía y entonó:

—Introibo ad altare Dei.

Se detuvo, miró de soslayo la oscura escalera de caracol y llamó groseramente:

—Acércate, Kinch. Acércate, jesuita miedoso.

Se adelantó con solemnidad y subió a la plataforma de tiro. Dio media vuelta y bendijo tres veces, gravemente, la torre, el campo circundante y las montañas que despertaban. Luego, advirtiendo a Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, murmurando entre dientes y moviendo la cabeza. Stephen Dedalus, malhumorado y con sueño, apoyó sus brazos sobre el último escalón y contempló fríamente la gorgoteante y agitada cara que lo bendecía, de proporciones equinas por lo larga, y la cabellera clara, sin tonsurar, parecida por su tinte y sus vetas al roble pálido.

Buck Mulligan espió un instante por debajo del espejo y luego tapó la bacía con toda elegancia.

—¡De vuelta al cuartel! —dijo severamente.

Luego agregó con tono sacerdotal:

—Porque esto ¡oh amados míos!, es la verdadera Christine: cuerpo y alma y sangre y llagas. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, señores. Un momento. Hay cierta dificultad en esos corpúsculos blancos. Silencio, todos.

Lanzó una mirada de reojo, emitió un suave y largo silbido de llamada y se detuvo un momento extasiado, mientras sus dientes blancos y parejos brillaban aquí y allá con destellos de oro. Chrysostomos. Atravesando la calma, respondieron dos silbidos fuertes y agudos.

—Gracias, viejo —gritó animadamente—. Irá bien eso. Corta la corriente, ¿quieres?

Saltó de la plataforma de tiro y miró gravemente a su observador, recogiéndose alrededor de las piernas los pliegues sueltos de su bata. La cara rolliza y sombría, y la quijada ovalada y hosca, recordaban a un prelado protector de las artes en la Edad Media. Una sonrisa agradable se extendió silenciosa sobre sus labios.

—¡Qué burla! —dijo alegremente—. Tu nombre absurdo, griego antiguo.

Lo señaló con el dedo, en amistosa burla, y fue hacia el parapeto, riendo para sí. Stephen Dedalus comenzó a subir. Lo siguió perezosamente hasta mitad de camino y se sentó en el borde de la plataforma de tiro, observándolo tranquilo mientras apoyaba su espejo sobre el parapeto, metía la brocha en la bacía y se enjabonaba las mejillas y el cuello.

Santos Domínguez 


18/4/22

Raíz Celan. Poema-Lengua-Abismo


José Manuel Cuesta Abad.
Carlota Fernández-Jáuregui. 
Raíz Celan. 
Poema-Lengua-Abismo.
Editorial Trotta. Madrid, 2022. 

“El poema habla de raíz. 
No solo contiene la palabra «raíz» -escrita ya desde el título en su antigua forma latina, implícita en las imágenes de un lugar de origen y de un «antes de los tiempos», repetida incluso cuatro veces en unos pocos versos de la cuarta estrofa-. Habla también así, de raíz, radicalmente, desde la raigambre misma desde de la que estarían brotando sus palabras. […] «Radix, Matrix» es el título que Celan dio a un poema central de La rosa de nadie […] Se trata de un texto largamente gestado y reescrito, al que Celan concedía sin duda una importancia especial tanto en el conjunto de su producción poética como en el contexto de su ideario poetológico”, escribe José Manuel Cuesta Abad en Raíz Celan. Poema-Lengua-Abismo, el volumen que publica en Editorial Trotta en colaboración con Carlota Fernández-Jáuregui.

Ese poema es el eje que articula este volumen organizado en dos partes: la primera (Dicción-Poema) la ha redactado Cuesta Abad y la segunda (Ser afuera) es responsabilidad de Carlota Fernández-Jáuregui. 

«Radix, Matrix» -explican los autores en la nota previa- “hace las veces de texto-bisagra que articula el libro entero en dos secciones, cada una de las cuales ofrece una interpretación de la lengua madre como raíz de la experiencia poética.”

El conjunto constituye una de las mejores aportaciones en lengua española al estudio de un poeta fundamental en el siglo XX: contextualiza la poesía de Celan en el panorama poético europeo, explora su hermetismo y la importancia en su poética de la oscuridad y realiza una iluminadora lectura crítica, profunda y rigurosa, de las claves de este poema, central en la obra de Celan:

Como se habla a la piedra, como 
a mí desde el abismo, desde
una tierra natal her-
manada, cata-
pultada, tú,
tú a mí antes de los tiempos,
tú a mí en la nada de una noche,
tú en la Contra-noche en-
contrada, tú
Contra-tú:

Entonces, cuando yo no estaba ahí,
entonces, cuando tú
medías el campo con tus pasos, sola:

¿Quién,
quién era, aquella 
raza, aquella asesinada, aquella
que negra en el cielo se alza:
verga y testículo -?

(Raíz.
Raíz de Abraham. Raíz de Jesé. Raíz
de Nadie - oh
nuestra.)

Sí,
como se habla a la piedra, como 
con mis manos hacia allí
y hasta en la nada aferras, así
es lo que aquí es:

también este 
suelo frutal se abre,
este 
haciabajo
es una de las salvaje-
florecientes coronas.

La de Celan es una poesía escrita desde la conciencia de la catástrofe individual y colectiva, una lírica del desastre que hace de la palabra expresión de una experiencia radical de los límites, escrita desde el abismo de la existencia, de la destrucción y la pérdida.

Así resumen sus autores el sentido de este libro, cuyos seis ensayos son una certera brújula para navegar por el proceloso mar de la poesía de Paul Celan: 

En él no solo se abordan cuestiones centrales en la escritura de uno de los más grandes poetas europeos del siglo XX. Quiere ser también un libro sobre la lectura, el pensamiento poético y la experiencia límite del lenguaje. […] La poesía de Celan representa un desafío interpretativo ciertamente excepcional para filósofos, filólogos y teóricos literarios de orientaciones muy diversas. Las páginas que siguen asumen el reto nada fácil de leer los poemas evitando reducirlos a un sentido dominante o a una versión autorizada, y procuran ceñirse en todo caso a las ideas del propio poeta -siempre originales e inspiradoras- sobre el lenguaje y la escritura.

Santos Domínguez 


15/4/22

Chantal Maillard. Poesía reunida 2004-2020


 

Chantal Maillard.
Lo que el pájaro bebe en la fuente y no es el agua. 
Poesía reunida 2004-2020. 
Edición y estudio preliminar de Virginia Trueba.  
Posdata de Miguel Morey.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2022.


“¿Qué es exactamente lo que se filtra en la garganta del pájaro?
[…]
Lo que bebe el pájaro lo encontramos en pequeños indicios, muchos de ellos cotidianos, y también en grandes sucesos, siempre que sepamos eliminar en ellos la grandiosidad. Lo que bebe el pájaro,  lo que querría beber, es lo que acontece sin que medie en ello razón alguna, dado que la razón, tanto en su uso común como en el científico, arbóreo o plano, siempre trabaja atendiendo a resultados. 
Digamos que lo que bebe el pájaro es un trazo o una estela, la de un punto en movimiento. El pájaro lo encuentra porque está sediento”, escribe Chantal Maillard en ‘El pájaro. Variaciones sobre poesía y pensamiento’, una de las secciones de Fugas, el título que cierra su poesía reunida entre 2004 y 2020.

De ahí toma su título este amplio volumen, Lo que el pájaro bebe en la fuente y no es el agua, que publica Galaxia Gutenberg con edición y un espléndido estudio preliminar de Virginia Trueba, que destaca Matar a Platón como una inflexión decisiva en la trayectoria de Chantal Maillard a partir de 2004 antes de afirmar que “la escritura en conjunto de Maillard se dibuja desde trazos provenientes de lugares diversos, algo que permite al lector recorrerla atendiendo a la multiplicidad de esos devenires; resulta esencial el pensamiento de la mente aprendido en el budismo, o la conciencia del vacío de la que habla el Tao, pero también la crisis del lenguaje y del sujeto que nutre el pensamiento europeo desde finales del XIX y encuentra un punto de inflexión en los años 60 y 70 del siglo XX -en ocasiones en diálogo con cierto mundo oriental. No hay aquí dirección de sentido único sino infinidad de senderos posibles, pues se trata de una escritura (de una experiencia) de indagación, de tanteo, de observación también, que por momentos recuerda a la de ciertos poetas españoles de aquellas décadas, cuyas hebras parece que Maillard recuperara, y sin saberlo necesariamente.”

Desde Matar a Platón hasta Medea, se reúnen aquí libros como Hilos, La herida en la lengua o Cual menguando, a los que se añade una sección de inéditos entre los que destacan los textos escritos después de Medea.

El conjunto refleja la consistencia estética y la hondura meditativa del mundo poético de Chantal Maillard, la estrecha interrelación de pensamiento y lenguaje en su escritura y su constante y rigurosa reflexión sobre la poesía. Ligada a la filosofía existencial, al pensamiento oriental y a la razón poética de María Zambrano, a la que dedicó su tesis doctoral, la razón estética que sustenta la poesía de Maillard surge del mismo impulso de conocimiento del sujeto a través de la palabra y la filosofía y es una indagación en la  muerte y en la falta de sentido para reivindicar la escritura como forma de supervivencia:

Escribo 

para que el agua envenenada 
pueda beberse.

Así cerraba Escribir, un largo poema que forma parte de Matar a Platón y que resume su reflexión sobre el sentido y los límites de una escritura construida desde el no-tiempo del presente y desde el extrañamiento despersonalizado y distanciado del infinitivo. Comienza con estos versos:

escribir  

para curar  
en la carne abierta  
en el dolor de todos  
en esa muerte que mana 
en mí y es la de todos 

escribir 

para ahuyentar la angustia que describe 
sus círculos de cóndor 
sobre la presa 

aunque en el alma no 

en el alma 
la estimación del tiempo que concluye 
y es arriba 
algo más que un silencio 
con ojos semiabiertos

Esa razón creadora, ética e irónica, va más allá de la razón poética de María Zambrano, porque -como explicó Chantal Maillard en su ensayo La razón estética- esta “no interpreta el mundo sino que construye mundos.”

El reconocimiento de la propia identidad, el sufrimiento y el dolor recorren esta poesía del hueco y de la grieta, de la muerte y el duelo, una búsqueda del centro desde el margen, una mirada al vacío desde el abismo. 

Escritura en el límite, testimonio y curación de la llaga y el desamparo; poesía que nace de la herida del conocimiento y va a la cicatriz de la palabra, a la raíz de la calma y la memoria. Exploración en lo oscuro desde lo oscuro, búsqueda del centro desde una palabra sanadora que va, desde la incertidumbre y el silencio, hasta más allá de sus límites. Como en este significativo poema de Hilos que podría resumir el fondo y el estilo de la poesía de Chantal Maillard:

Me pedís palabras que consuelan, 
palabras que os confirmen
vuestras ansias profundas
y os libren
de angustias permanentes.
Pero yo ya no tengo
palabras de este género.
Aceptad mi silencio: lo mejor
de mí. Huid del soplo que pronuncia, 
en mi boca, 
la amarga condición de lo humano. 
Y, entretanto, dejadme contemplar 
el vuelo de la ropa
tendida en las ventanas. 

El encuentro con el otro, el dolor y la compasión, la escucha y la herida, el tanteo en lo oscuro en busca de la presencia voluble e inefable del poema, la exploración de los vínculos entre poesía y filosofía, entre palabra y pensamiento o el camino hacia el silencio son temas y actitudes que caracterizan la poesía última de Chantal Maillard.

Todos ellos se dan cita en el magnífico texto que cierra el libro, ‘En un principio era el hambre’, al que pertenecen fragmentos como estos: 

En un principio fue el verbo, y el verbo se conjugó, y se propagó. Los siglos de los siglos fueron la propagación del primer sonido. El primer sonido fue un acto: el de respirar. Un respirar sin nadie que respirase. Un acto sin sujeto. Un aliento sonoro.

Y el verbo se hizo carne: materia. Se hizo audible. Se «materializó». El mundo: sonoridad vibrante. La materia: densidad del sonido: velocidad vibratoria.

En un principio fue el verbo y el verbo poetizó: la matriz del mundo es el hueco donde impacta el primer sonido y se gesta el primer poema: la primera construcción (poíesis), la primera articulación.

[…]

No parece que quepa, hoy en día, otra poesía que la que diga el hambre. Y el terror. La desolación y la extrañeza. Que lo diga para que nos reconozcamos en ello. En comunidad. Con las cosas. En las cosas. Cosas también nosotros. La identidad colgándonos del hombro como una chaqueta raída. 

Luego, como un personaje de Beckett, atender al balbuceo, como mucho.

Sobre todo, atender al silencio, ese silencio: la callada inocencia recobrada, antes del logos, el no saber cargado de compasión por los seres que viven con su hambre.

Remata la edición una Posdata en la que el filósofo Miguel Morey señala que “a lo largo de los libros que componen este libro se podrá comprobar que el trabajo de reinvención poética de Chantal Maillard es constante y manifiesto; quema sus naves una y otra vez para renacer nuevamente de sus cenizas. Aunque se mantenga en todos ellos un mismo trato con las palabras, sumamente rico y complejo, porque su relación con la lengua nunca es de rendición incondicional; lo que no parece fruto de ningún recelo en particular, sino más bien de la convicción de que no todo puede ser dicho, que no cabe todo dentro del juego del explicarse y el entenderse sólo con las palabras; aunque estas puedan llegar a indicar algo de lo que no puede ser dicho, o cuanto menos, encaminarnos en su dirección. Y, sin embargo, al leerla, nos decimos a menudo que lo que estamos leyendo no puede provenir sino del esfuerzo sostenido por entender y dar a entender.”

Santos Domínguez 

13/4/22

Pérez Galdós. Trafalgar


Benito Pérez Galdós. 
Trafalgar.
Prólogo de David Loyola López.
Biblioteca Nueva. Barcelona, 2022.


Octubre era el mes, y 18 el día. De esta fecha no me queda duda, porque al día siguiente salió la escuadra. Nos levantamos muy temprano y fuimos al muelle, donde esperaba un bote que nos condujo a bordo.
Figúrense ustedes cuál sería mi estupor, ¡qué digo, estupor!, mi entusiasmo, mi enajenación, cuando me vi cerca del Santísima Trinidad, el mayor barco del mundo, aquel alcázar de madera, que visto de lejos se representaba en mi imaginación como una fábrica portentosa, sobrenatural, único monstruo digno de la majestad de los mares. Cuando nuestro bote pasaba junto a un navío, yo le examinaba con cierto religioso asombro, admirado de ver tan grandes los cascos que me parecían tan pequeñitos desde la muralla; en otras ocasiones me parecían más chicos de lo que mi fantasía los había forjado. El inquieto entusiasmo de que estaba poseído me expuso a caer al agua, cuando contemplaba con arrobamiento un figurón de proa, objeto que más que otro alguno fascinaba mi atención.
Por fin llegamos al Trinidad. A medida que nos acercábamos, las formas de aquel coloso iban aumentando, y cuando la lancha se puso al costado, confundida en el espacio de mar donde se proyectaba, cual en negro y horrible cristal, la sombra del navío; cuando vi cómo se sumergía el inmóvil casco en el agua sombría que azotaba suavemente los costados; cuando alcé la vista y vi las tres filas de cañones asomando sus bocas amenazadoras, por las portas, mi entusiasmo se trocó en miedo, púseme pálido y quedé sin movimiento asido al brazo de mi amo.
Pero en cuanto subimos y me hallé sobre cubierta, se me ensanchó el corazón. La airosa y altísima arboladura, la animación del alcázar, la vista del cielo y la bahía, el admirable orden de cuantos objetos ocupaban la cubierta, desde los coys puestos en fila sobre la obra muerta, hasta los cabrestantes, bombas, mangas, escotillas; la variedad de uniformes; todo, en fin, me suspendió de tal modo, que por un buen rato estuve absorto en la contemplación de tan hermosa máquina, sin acordarme de nada más.
Los presentes no pueden hacerse cargo de aquellos magníficos barcos, ni menos del Santísima Trinidad, por las malas estampas en que los han visto representados. Tampoco se parecen nada a los buques guerreros de hoy, cubiertos con su pesado arnés de hierro, largos, monótonos, negros, y sin accidentes muy visibles en su vasta extensión, por lo cual me han parecido a veces inmensos ataúdes flotantes. Creados por una época positivista, y adecuados a la ciencia náutico-militar de estos tiempos, que mediante el vapor ha anulado las maniobras, fiando el éxito del combate al poder y empuje de los navíos, los barcos de hoy son simples máquinas de guerra, mientras los de aquel tiempo eran el guerrero mismo, armado de todas armas de ataque y defensa, pero confiando principalmente en su destreza y valor.

Con esa espléndida descripción del ‘Santísima Trinidad’ comienza el capítulo IX de Trafalgar, el primero de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós que publica Biblioteca Nueva en una edición con abundantes ilustraciones que presenta un prólogo en el que David Loyola resalta que en esta novela “Benito Pérez Galdós recogía el testigo de una tradición histórica, cultural y literaria relacionada con la batalla de Trafalgar y sumaba, con este primer episodio, un eslabón más a esa cadena dentro del imaginario nacional español del siglo XIX. En su intento por ofrecer una obra literaria próxima a la realidad histórica en la que se inspira, el autor de Marianela lleva a cabo una intensa labor de investigación y documentación y, para ello, acude a diferentes fuentes orales y escritas con el fin de recrear esa España de comienzos del siglo XIX y entrelazar los sucesos históricos acaecidos con el propio relato ficcional que desarrolla en la novela.”

El proyecto de los Episodios nace en Galdós de su voluntad de explicar el presente a partir del pasado, con una intuición fundamental: la necesidad de cruzar individuo e historia, la realidad y la fabulación, lo personal y lo colectivo, lo novelesco y lo documental para recrear el pasado y los ambientes sociales del agitado siglo XIX en cuarenta y seis novelas, de Trafalgar a Cánovas, en una cronología interna que abarca desde 1805 hasta 1906.

Vida y literatura, realidad y ficción, en una suma equilibrada de narración y descripción son los ingredientes con los que se articula el relato en primera persona del narrador protagonista Gabriel Araceli, cuyo crecimiento personal y social es paralelo a los acontecimientos de los que va siendo testigo: «Y sólo más tarde adquirí la firme convicción de que un grande y constante esfuerzo mío me daría quizá todo aquello que no poseía».

Es todavía un Galdós inicial, pero en las páginas de Trafalgar está en ciernes su capacidad narrativa y la profundidad de su mirada sobre la realidad española. Una mirada cedida a Gabriel Araceli, espectador y narrador, que descubre en la novela el concepto de patria (“una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos”) y el sentimiento patriótico (“por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma.”).

En la figura de Gabriel Araceli, narrador de los diez episodios de la primera serie, se concreta el nacimiento de un nacionalismo universalista ilustrado y tolerante que nada tiene que ver con el fanatismo excluyente de los nacionalismos posteriores y que se perfila en TrafalgarZaragoza o Cádiz.

La novela se organiza alrededor de un eje argumental: el desarrollo de la batalla naval que tuvo lugar en las aguas de Trafalgar el 21 de octubre de 1805 entre la armada inglesa y la flota combinada de España y Francia. El relato del combate se lleva a cabo en los cinco capítulos centrales con un agilísimo ritmo narrativo que incorpora el análisis de los errores tácticos, de la incompetencia militar de la marinería o las deficiencias de armamento de la flota hispanofrancesa que hicieron inútil el comportamiento heroico de algunos jefes y pusieron de relieve por contraste los comportamientos dispares de Villeneuve o de Churruca o Gravina.

Y en torno a ese centro de historia novelada, antes y después, un prólogo de ocho capítulos y un epílogo de cuatro, enriquecidos con detalles narrativos ficticios, con magníficas descripciones, con pormenores verosímiles e invenciones oportunas incrustadas en los hechos históricos en torno a la peripecia del protagonista, para dar la hondura palpitante de lo vivido al acontecimiento histórico. 

Estaba ya camino Galdós de forjar, muchos años antes de Unamuno, un enfoque intrahistórico que quedaría definitivamente perfilado en El equipaje del rey José, la novela que abre la segunda serie de los Episodios:

Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos.
Los libros que forman la capa papirácea de este siglo, como dijo un sabio, nos vuelven locos con su mucho hablar de los grandes hombres, de si hicieron esto o lo otro, o dijeron tal o cual cosa. Sabemos por ellos las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada. Reposa la sociedad en el inmenso osario sin letreros ni cruces ni signo alguno: de las personas no hay memoria, y sólo tienen estatuas y cenotafios los vanos personajes… Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre; no se contenta con saber de memoria todas las picardías de los inmortales desde César hasta Napoleón; y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano.

Santos Domínguez 

11/4/22

James Joyce. Dublineses


James Joyce.
Dublineses.
Ilustraciones de Javier García Iglesias.
 Traducción de Susana Carral.
Reino de Cordelia. Madrid, 2022.

Esta vez no había esperanza para él; era el tercer derrame cerebral. Noche tras noche había pasado frente a la casa (estaba de vacaciones) y observaba el cuadrado de luz de la ventana; y noche tras noche comprobaba que la iluminación era prácticamente la misma. Pensé que, si hubiera muerto, vería el reflejo de las velas en la contraventana oscurecida, pues sabía que junto a la cabeza de un cadáver deben situarse dos velas. Me había dicho muchas veces: «No duraré mucho en este mundo», y sus palabras siempre me parecieron frívolas. Pero entonces supe que decía la verdad. Todas las noches, al mirar hacia la ventana, me repetía a mí mismo la palabra parálisis. Siempre me había sonado rara, como la palabra gnomon en Euclides y simonía en el catecismo. Pero ahora me parecía el nombre de algún ser maléfico y pecador. Me llenaba de miedo y a la vez deseaba acercarme más y observar su obra letal.

Así comienza en la traducción de Susana Carral, Las hermanas, el primero de los relatos de Dublineses, que publica Reino de Cordelia en una magnífica edición ilustrada por Javier García Iglesias, que en palabras del editor, Jesús Egido, “ilumina en blanco y negro ese Dublín sucio y atrasado de principios del siglo XX que describe Joyce. Lo hace a bolígrafo de tinta negra, como el carbón, mostrando su dominio para retorcer el realismo, para caricaturizarlo y atraparlo. Nunca herramienta tan humilde adquirió mayor nobleza.”

Las hermanas cumple una función de obertura y anuncia algunas de las líneas temáticas de Dublineses, que entre ese magnífico relato y el portentoso Los muertos ofrece un conjunto de quince cuentos ordenados según una estructura muy meditada que obedece a una pensada secuencia cronológica interna: infancia, adolescencia, madurez y vida social para componer la representación del fresco humano de una ciudad sórdida. 

Su escritura fue para Joyce una liberación, un ejercicio de exorcismo de muchos demonios personales agrupados en torno a una ciudad y un país del que se había alejado antes de escribir estos relatos en Trieste y en Roma. Esa distancia física y emocional marca el tono de los textos, que tardaron en publicarse casi diez años. No aparecieron hasta 1914, tras un largo y tormentoso proceso editorial lleno de incidentes y de frustraciones.

Bajo la aparente levedad de estos cuentos en los que parece no ocurrir nada se oculta un mundo tempestuoso contemplado con una mirada corrosiva hacia el insoportable ambiente moral de Dublín. Porque estos relatos no pretenden ser una crónica naturalista de la ciudad y sus ambientes, sino algo más profundo y más complejo: “un capítulo de la historia moral de mi país”, como afirmó el propio Joyce, que aludió a que estas historias de parálisis colectiva con fondo autobiográfico, que no esconden ni lo trivial ni lo desagradable, tenían “el olor de los cubos de basura, de los hierbajos y los desperdicios.”

Ezra Pound escribió a propósito de Dublineses una muy elogiosa reseña en la que destacaba, por encima de su valor local, su sentido universal: “Nos ofrece Dublín como presumiblemente la ciudad es. No desciende a la farsa. No se nutre de la caricatura dickensiana. Nos ofrece las cosas como son, no sólo en el caso de Dublín, sino de cualquier ciudad. Basta borrar los nombres locales, unas pocas alusiones específicamente locales, y unos pocos hechos históricos del pasado, y sustituirlos por nombres locales distintos, por alusiones y acontecimientos diversos, y estas historias podrían volver a contarse de cualquier ciudad.”

Y si hay un relato que confirma, por encima de cualquier reduccionismo localista, esa universalidad de los materiales narrativos es el que cierra el volumen, Los muertos, que termina con estas memorables líneas:

Unos leves golpecitos en el cristal lo hicieron volverse hacia la ventana. Había vuelto a nevar otra vez. Adormilado, observó los copos, plateados y oscuros, caer en oblicuo, recortados contra la luz de la farola. Había llegado el momento de emprender su viaje hacia el oeste. Sí, la prensa tenía razón: la nieve afectaba a toda Irlanda. Caía por toda la oscura llanura central, sobre las colinas sin árboles, caía suavemente sobre la turbera del Bog of Allen y, más hacia el oeste, caía delicadamente sobre las olas rebeldes y oscuras del río Shannon. También caía en el solitario cementerio de la colina en el que habían enterrado a Michael Furey. Se amontonaba en las sinuosas cruces y lápidas, en las lanzas de la pequeña verja, en los desamparados espinos. Su alma se fue ensimismando poco a poco, mientras oía la nieve caer suavemente por todo el universo, caer suavemente, como el descendimiento de su mortalidad, sobre los vivos y los muertos.

En el sentido coherente que tiene la escritura de Joyce como un proceso de obra en marcha, Dublineses es el banco de pruebas del Ulises, la primera aparición de lugares y personajes que reaparecerán en la novela. Pero considerado en sí mismo, al margen de su posición en el proceso evolutivo de la narrativa joyceana, tiene un indiscutible como un conjunto narrativo fundamental en la literatura del siglo XX. 

“No hay nada en la literatura actual que esté a su altura”, decía Ezra Pound en su reseña.

Santos Domínguez 

 


8/4/22

María Ángeles Pérez López. Incendio mineral




María Ángeles Pérez López.
 Incendio mineral.
 Vaso Roto. Madrid, 2021.

 “Sólo soy una herida en el lenguaje”, escribe María Ángeles Pérez López al final del primer poema de Incendio mineral, que publica Vaso Roto.

Esa voz en diálogo consigo misma, con las voces de otros poetas, con el mundo y con el lenguaje mismo sale desde su noche oscura en busca de la identidad propia y de las claves del mundo, en busca del otro y de lo otro en quince intensos poemas en prosa que expresan el fluir de la conciencia en una respiración rítmica acompasada a una mirada profunda que indaga en la realidad a través de la analogía y, de la piedra al árbol, de la lombriz al pájaro, se proyecta en lo animal, lo vegetal o lo mineral:

El fuego alguna vez fue un animal. Un músculo violento que saltaba abrazando cada hoja. Un lengüetazo extremo de calor en la altura voluble del bejuco. La imperiosa fricción de lo invisible con los órganos blandos de la luz, como boca que todo lo mordiese.

Sus quince poemas completan una ambiciosa poética corporal, una aventura interrogativa y telúrica, poblada de imágenes potentes que son a la vez el instrumento para iluminar la oscuridad y la materialización de ese proceso de conocimiento propio y de lo ajeno en que se convierte el poema, siempre en busca del centro y sus alrededores.

Los poemas de Incendio mineral recorren el camino de ida y vuelta hacia el encuentro verbal con el mundo, con el amor, con la noche o con la piedra fundadora, esa “piedra padre que todo lo ha fundado”, desde la conciencia de los límites de un lenguaje que nombra el tiempo mientras delimita el perfil de la propia identidad en el espacio de la presencia.

Porque, como señala Julieta Valero en el Epílogo, “para alguien tan consciente de que el lenguaje nos hace, el poema se convierte en el lugar donde revertir la potencia disgregadora de las palabras en favor de la unidad y de la vida.”

Palabra que es centro y brújula en la constante aspiración de luz que recorre la escritura de estos poemas, en el ímpetu de fusión con la realidad que vertebra el conjunto y anima su implacable búsqueda de identidad. Y todo ese proceso culmina en el poema final, cima del creciente movimiento expansivo y ascendente sobre el que se articula el libro. 

Un sostenido ascenso desde la raíz al fruto, desde el subsuelo oscuro a la “zoología del amor que alza la luz” a partir del ardiente impulso poético que reúne ejemplarmente intensidad verbal y voluntad de conocimiento:  

¿Y si eres nadie?
Miras dentro de ti y solo hay un inmenso páramo en el que nada se oye. Ni siquiera la respiración agitada en el incendio de aquello que fuiste. ¿Adónde irás cargando tu vacío?
Nada pesa lo que no tienes, pero no hay ligereza posible para ti porque el vacío te arrastra hacia sus pies. Ha arrasado con toda la flora, los días sin viento, las reservas de agua y de pardales. Quedan muchos más pájaros atrapados contra las vallas: vencejos, cormoranes, petirrojos. Un viejísimo albatros sacude su cabeza como si se hubiera atragantado con un mal verso. Entre ellos se disputan las raspas del sol y todos los poemas sobre ruiseñores o palomas que han sido capaces de digerir. Disputan también con quienes han quedado crucificados contra esas vallas, atrapados en la larga migración del hambre, de la guerra.
 Y mientras, tú sobre tu páramo vacío.
Te asomas con miedo al brocal de la boca y solo se ve un espejo negro que parece saludarte desde el fondo. También alguna mano de gente difusa tras tantas pantallas entreabiertas. Nada se oye sino la frugalidad de la desgana.
A lo lejos, tal vez el agua pida que abras la puerta de tu cuerpo. ¿O vas a conformarte con ser páramo? ¿Eriazo que no habilitan las hormigas? ¿Pedregal que golpea con su sed?
 ¿Y si nadie somos todos? Pájaro perro, pájaro persona, población y polluelo enardecido. ¿Qué harás en el tránsito de las taxonomías?
[…]
Porque tú no eres suficiente para ti.
Desconoces quién eres y no importa.
De pronto apremian la vida y los tendones. De pronto estallan granos rojísimos de luz sobre la superficie torpe de tu lengua. Algunos estorninos los disputan y te besan con su canción de alambre.
¿Cómo dejar entonces que el día colisione? ¿Que haya personas aparcadas como muebles mientras viajan las mesas en primera?
Alguna vez recibiste en herencia un baúl y una silla de esparto pero hoy todo ha sido arrasado en el fuego, hasta el flequillo que desordenó los días y la expiación y nota a lápiz del convenio laboral, mientras hay personas aparcadas como muebles y están dentro de ti, son tu apellido. Con el agua que mana de sus letras humedeces tu frente y te levantas.

Santos Domínguez 

6/4/22

Valle-Inclán. Sonatas



Ramón del Valle-Inclán.
Sonatas.
Ilustraciones de Manuel Alcorlo.
Edición y prólogo de Luis Alberto de Cuenca.
Reino de Cordelia. Madrid, 2022.

“Junto a Cervantes y Borges, Ramón del Valle-Inclán (1866-1936) es el nombre propio más valioso de la literatura escrita en español. […] Y es que en la literatura española de los últimos ciento cincuenta años no hay nada comparable a las Sonatas de don Ramón del Valle-Inclán”, escribe Luis Alberto de Cuenca en el prólogo de la monumental edición que ha preparado de las Sonatas de Valle-Inclán en Reino de Cordelia con ilustraciones de Manuel Alcorlo.

Aparecen cuando se cumplen ciento veinte años de la primera edición de la Sonata de otoño, con la que se inauguró en 1902 el ciclo, planteado como “un fragmento de las ‘Memorias Amables’, que ya muy viejo empezó a escribir en la emigración el Marqués de Bradomín. Un Don Juan admirable. ¡El más admirable, tal vez!…
Era feo, católico y sentimental.”

Desde la doble distancia que le dan a Bradomín el exilio y la edad, esa nota que aparece al frente de las Sonatas explica que “aquel viejo cínico, descreído y galante como un cardenal del Renacimiento” es el narrador y protagonista de una admirable tetralogía, de cuatro “solos de violín”, en expresión del propio Valle-Inclán, que persisten como modelo de prosa modernista, de decadentismo espiritual y de orgullo literario: “Solo, altivo y pobre, he llegado a la literatura sin enviar mis libros a esos que llaman críticos, y sin sentarme una sola vez en el corro donde a diario alientan sus vanidades las hembras y los eunucos del Arte”, escribía Valle en 1904 en la dedicatoria de la Sonata de Primavera.

Es un cuidadísimo volumen con el texto fijado por Luis Alberto de Cuenca a partir de la última versión corregida por Valle, la edición de 1933 en Rivadeneyra, para ofrecer al lector –señala en el prólogo-  “un texto limpio, nítido, claro, listo para acoger tanto al entusiasta de las Sonatas como a quien todavía no las conozca. Un texto que dirige su flecha ecdótica del siglo XXI al corazón de uno de los libros más hermosos de la literatura universal.”

Los jardines italianos de la Sonata de Primavera, la caliente tierra mexicana de la Sonata de Estío, los brumosos pazos gallegos de la Sonata de Otoño y la Navarra de la guerra carlista en la Sonata de Invierno sirven de telón de fondo a las memorias amables y escandalosas de Bradomín, a sus recuerdos de la novicia María Rosario en los ambientes vaticanos, de la Niña Chole en las llanuras de Tierra Caliente, de una Concha a punto de morir en el palacio de Brandeso o de María Antonieta en la corte estellesa.

Cuatro estaciones, cuatro edades del marqués, cuatro paisajes, cuatro mujeres sobre un fondo estilizado y culturalista de jardines y conventos, palacios y salones, obras de arte y armonías musicales que crecen en la prosa rítmica de las Sonatas, cima del Modernismo, y en la sensorialidad esteticista de su lengua exuberante y su erotismo refinado. 

El amor y la religión, la muerte y la melancolía atraviesan las páginas de esta irrepetible obra de arte del lenguaje, una cumbre de la prosa hispánica por su plasticidad figurativa y por su capacidad evocadora:

Anochecía, cuando la silla de posta traspuso la Puerta Salaria y comenzamos a cruzar la campiña llena de misterio y de rumores lejanos. Era la campiña clásica de las vides y de los olivos, con sus acueductos ruinosos, y sus colinas que tienen la graciosa ondulación de los senos femeninos. La silla de posta caminaba por una vieja calzada: las mulas del tiro sacudían pesadamente las colleras, y el golpe alegre y desigual de los cascabeles despertaba un eco en los floridos olivares. Antiguos sepulcros orillaban el camino y mustios cipreses dejaban caer sobre ellos su sombra venerable.
La silla de posta seguía siempre la vieja calzada, y mis ojos fatigados de mirar en la noche, se cerraban con sueño. Al fin, me quedé dormido y no desperté hasta cerca del amanecer, cuando la luna, ya muy pálida, se desvanecía en el cielo. Poco después, todavía entumecido por la quietud y el frío de la noche, comencé a oír el canto de madrugueros gallos, y el murmullo bullente de un arroyo que parecía despertarse con el sol. A lo lejos, almenados muros se destacaban negros y sombríos sobre celajes de frío azul. Era la vieja, la noble, la piadosa ciudad de Ligura.

Así empieza la Sonata de Primavera, la primera de estas cuatro obras  maestras. “Las Sonatas de Valle -escribe Luis Alberto de Cuenca- están hechas para ser leídas en voz alta, como la obra oratoria de Cicerón, pues han sido escritas con tal maestría lingüística que te producen en el alma una especie de conmoción estética que se parece mucho al «síndrome de Stendhal»: no puede acumularse en ellas una brizna más de belleza, no cabe más encanto ni más capacidad de seducción auditiva en sus páginas, no puede soportarse tanta perfección.”

Santos Domínguez 



 

4/4/22

Augusto Monterroso. Movimiento perpetuo


Augusto Monterroso.
Movimiento perpetuo.
Alianza Editorial. Madrid, 2022.

“La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo”, escribe Augusto Monterroso en el preámbulo de su Movimiento perpetuo, un libro brillante e inclasificable que cumple este año medio siglo y que acaba de incorporar a su catálogo El libro de bolsillo de Alianza Editorial.

“Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño”, escribe en ‘Estatura y poesía’ Monterroso, que decía con sorna que era tan bajo que no le cabía la menor duda. Y en un volumen tan breve como este cabe sin embargo, si no el mundo, sí una asombrosa cantidad de miradas, tonos y formas literarias, del relato al ensayo, de lo serio a lo lúdico, del humor a la reflexión, de la ironía a la parodia. 

En ese constante ejercicio de libertad literaria, de crítica y creación que es este libro, están en Movimiento perpetuo algunos de los textos más significativos de Monterroso: ‘Homenaje a Masoch’, ‘Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges’, ‘Onís es asesino’, ‘La brevedad’ o este cáustico ‘Homo scriptor’:

El conocimiento directo de los escritores es nocivo. “Un poeta —dijo Keats— es la cosa menos poética del mundo.” En cuanto uno conoce personalmente a un escritor al que admiró de lejos, deja de leer sus obras. Esto es automático. Por lo que se refiere a las obras mismas, una idea sensata, y que ahora comienza a ponerse en práctica, es publicar al mismo tiempo en diversos países de América las mejores, o por lo menos las más resonantes, que también pueden ser buenas. Las muy malas deben ser editadas por el Estado a todo lujo, empastadas en piel y con ilustraciones, para hacerlas prohibitivas a los pobres y, a la vez, tener contentos a la mayoría de los poetas y novelistas.

Y como nexo que vincula los treinta y dos textos del libro, una antología de textos sobre las moscas, porque -escribe Monterroso en el texto inicial, ‘Las moscas’- “hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Desde que el hombre existe, ese sentimiento, ese temor, esas presencias lo han acompañado siempre. Traten otros los dos primeros. Yo me ocupo de las moscas, que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres. Hace años tuve la idea de reunir una antología universal de la mosca. La sigo teniendo. Sin embargo, pronto me di cuenta de que era una empresa prácticamente infinita. La mosca invade todas las literaturas y, claro, donde uno pone el ojo encuentra la mosca. No hay verdadero escritor que en su oportunidad no le haya dedicado un poema, una página, un párrafo, una línea; y si eres escritor y no lo has hecho te aconsejo que sigas mi ejemplo y corras a hacerlo; las moscas son Euménides, Erinias; son castigadoras. Son las vengadoras de no sabemos qué; pero tú sabes que alguna vez te han perseguido y, en cuanto lo sabes, que te perseguirán para siempre.”

Treinta y una citas -de la poesía a la novela y al ensayo, de Jonathan Swift a Wittgenstein, de Pascal a Eliot, del maestro Eckhart a Proust- conforman esa antología que sirve a la vez de conexión y de transición entre los textos. Alguna tiene toda la apariencia de ser apócrifa, como esta de Cicerón, que Monterroso señala como extraída de un inexistente tratado de Oratoria:

Niño, espanta las moscas.

Santos Domínguez 

1/4/22

Billy Collins. El día de la ballena

  


Billy Collins.
El día de la ballena.
Traducción de Juan José Vélez Otero.
Valparaíso Ediciones. Granada, 2022.


Me desperté temprano un martes, 
me hice una taza de café, 
luego, conduje hasta el pueblo, 
me pasé por la oficina de correos 
y después por el banco, donde cobré un cheque 
de una revista. Cuando llegué a casa, 
leí un poco el periódico, comenzando por la sección de Ciencia, 
y me tomé otro café y un tazón de cereales.
Muy pronto, llegó la hora del almuerzo.
No tenía nada de hambre, 
así que me detuve un momento 
a mirar por la ventana grande de la cocina 
y fue entonces cuando me di cuenta 
de que la función de la poesía es recordarme 
que en la vida hay muchas más cosas 
de las que suelo hacer 
cuando no estoy leyendo o escribiendo poesía.

Con ese texto, titulado con más ironía que pretenciosidad ‘La función de la poesía’, se abre El día de la ballena, la nueva colección de poemas de Billy Collins que publica Valparaíso en edición bilingüe con traducción de Juan José Vélez Otero.

Billy Collins (Nueva York, 1941) es el poeta más popular de Estados Unidos y ha cimentado su poesía en un tono confesional y en una voz afable que, entre la seriedad reflexiva y el humor irónico, busca la complicidad del lector y da testimonio de la vida humilde y diaria, de la trivialidad de lo cotidiano, del misterio cercano de la existencia. 

Humildad, precisión y fuerza expresiva son los tres ejes que definen la tonalidad y el timbre emocional de este medio centenar de textos de Collins, un poeta de interiores que enlaza con la tradición de los poemas conversacionales de Coleridge, otro poeta del domicilio, para hablar de la pintura y del amor, de la soledad y la muerte, del tiempo y los viajes.

Vinculado a la poesía de Frost, Larkin o Lowell y a su desnudez expresiva, como todos ellos Collins convierte la escritura aparentemente circunstancial de sus poemas en poesía meditativa que se remonta desde el objeto cotidiano en la habitación, la calle o el bar a una profundización en su interior. 

Y así están dosificados los elementos de su poesía: con un punto de partida en la descripción de un escenario doméstico, una anécdota intranscendente o una situación trivial para sacar de allí revelaciones llenas de matices o intuiciones de gran intensidad emocional.

Porque la poesía se plantea en Collins como viaje de un lugar a otro de la mente, desde la realidad a la imaginación, una imaginación lúcida y divagadora que lleva al poema, al autor y al lector a terrenos desconocidos desde una poesía tan doméstica como los perros que aparecen con frecuencia en sus libros, aquí en la forma de su perra de setenta y cinco años a la que saca de paseo en un poema.

Y así los objetos humildes, los tiempos y los paisajes, las situaciones triviales e irrepetibles del presente dan lugar a una celebración alegre de lo cotidiano y del instante que se revela como expresión de una aguda conciencia del tiempo, de una presencia de la muerte, que se convierte en el centro de varios poemas del libro, como ‘Aguacero’, ‘Cremación’, ‘Mi funeral’ o ‘La muerte de los amigos’, que comienza con estos versos:

Simplemente se mueren, 
o enferman y se mueren de la enfermedad, 
o enferman, se recuperan, y luego mueren de otra cosa, 
o enferman, parecen recuperarse, 
y luego mueren de lo mismo, 
de la enfermedad que vuelve 
para darte otro bocado 
en el bosque de tus horas últimas.

Convencido de que cada sustantivo cuenta una larga historia, de que cualquier palabra encierra toda un épica, Collins huye de la grandilocuencia metafórica o de la sorpresa del adjetivo y dirige su esfuerzo poético a conseguir que el poema sea claro, articulado e inteligible, como el poema del que toma su título el libro:

EL DÍA DE LA BALLENA
Hoy me desperté con un café cargado
y con la conciencia de que la tierra está llena de ballenas 
aunque no veamos ninguna 
a menos que nos montemos en un barco para ver ballenas; 
y aun así sería decepcionante si, haciéndolo no viésemos ninguna.

Puedo ver el vapor que se eleva desde mi taza amarilla, 
los muebles habituales repartidos por la casa 
y una leve luz temprana que se filtra entre las palmeras. 

Mientras tanto, miles de ballenas surcan 
los mares a velocidades diferentes, 

entrecruzándose, nadando de un lado a otro 
por la Corriente del Golfo, algunas con sus crías 
al lado, ¡qué cabezas tan grandes y contundentes! 

Entonces, ¿es demasiado pedir que reservemos 
un día al año para pensar, 
mientras subimos al autobús, nos comemos un bocadillo de jamón, 
o nos agachamos a recoger una moneda de la acera, 
en esa multitud de gigantescas criaturas 
que navegan de un continente a otro, 
algunas por diversión, otras con otros propósitos en sus periplos, 
todas ocultas bajo el mar, a menos que en un lugar 
alguna rompa la superficie 
agitando asombrosamente los aguas, 
y toda la gente con impermeables amarillos 
corra hacia un lado del barco para señalar y gritar 
y plantearse cómo contarles a sus amigos el día que vieron una ballena?

Santos Domínguez