Prólogo de David Loyola López.
Biblioteca Nueva. Barcelona, 2022.
Octubre era el mes, y 18 el día. De esta fecha no me queda duda, porque al día siguiente salió la escuadra. Nos levantamos muy temprano y fuimos al muelle, donde esperaba un bote que nos condujo a bordo.
Figúrense ustedes cuál sería mi estupor, ¡qué digo, estupor!, mi entusiasmo, mi enajenación, cuando me vi cerca del Santísima Trinidad, el mayor barco del mundo, aquel alcázar de madera, que visto de lejos se representaba en mi imaginación como una fábrica portentosa, sobrenatural, único monstruo digno de la majestad de los mares. Cuando nuestro bote pasaba junto a un navío, yo le examinaba con cierto religioso asombro, admirado de ver tan grandes los cascos que me parecían tan pequeñitos desde la muralla; en otras ocasiones me parecían más chicos de lo que mi fantasía los había forjado. El inquieto entusiasmo de que estaba poseído me expuso a caer al agua, cuando contemplaba con arrobamiento un figurón de proa, objeto que más que otro alguno fascinaba mi atención.
Por fin llegamos al Trinidad. A medida que nos acercábamos, las formas de aquel coloso iban aumentando, y cuando la lancha se puso al costado, confundida en el espacio de mar donde se proyectaba, cual en negro y horrible cristal, la sombra del navío; cuando vi cómo se sumergía el inmóvil casco en el agua sombría que azotaba suavemente los costados; cuando alcé la vista y vi las tres filas de cañones asomando sus bocas amenazadoras, por las portas, mi entusiasmo se trocó en miedo, púseme pálido y quedé sin movimiento asido al brazo de mi amo.
Pero en cuanto subimos y me hallé sobre cubierta, se me ensanchó el corazón. La airosa y altísima arboladura, la animación del alcázar, la vista del cielo y la bahía, el admirable orden de cuantos objetos ocupaban la cubierta, desde los coys puestos en fila sobre la obra muerta, hasta los cabrestantes, bombas, mangas, escotillas; la variedad de uniformes; todo, en fin, me suspendió de tal modo, que por un buen rato estuve absorto en la contemplación de tan hermosa máquina, sin acordarme de nada más.
Los presentes no pueden hacerse cargo de aquellos magníficos barcos, ni menos del Santísima Trinidad, por las malas estampas en que los han visto representados. Tampoco se parecen nada a los buques guerreros de hoy, cubiertos con su pesado arnés de hierro, largos, monótonos, negros, y sin accidentes muy visibles en su vasta extensión, por lo cual me han parecido a veces inmensos ataúdes flotantes. Creados por una época positivista, y adecuados a la ciencia náutico-militar de estos tiempos, que mediante el vapor ha anulado las maniobras, fiando el éxito del combate al poder y empuje de los navíos, los barcos de hoy son simples máquinas de guerra, mientras los de aquel tiempo eran el guerrero mismo, armado de todas armas de ataque y defensa, pero confiando principalmente en su destreza y valor.
Con esa espléndida descripción del ‘Santísima Trinidad’ comienza el capítulo IX de Trafalgar, el primero de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós que publica Biblioteca Nueva en una edición con abundantes ilustraciones que presenta un prólogo en el que David Loyola resalta que en esta novela “Benito Pérez Galdós recogía el testigo de una tradición histórica, cultural y literaria relacionada con la batalla de Trafalgar y sumaba, con este primer episodio, un eslabón más a esa cadena dentro del imaginario nacional español del siglo XIX. En su intento por ofrecer una obra literaria próxima a la realidad histórica en la que se inspira, el autor de Marianela lleva a cabo una intensa labor de investigación y documentación y, para ello, acude a diferentes fuentes orales y escritas con el fin de recrear esa España de comienzos del siglo XIX y entrelazar los sucesos históricos acaecidos con el propio relato ficcional que desarrolla en la novela.”
El proyecto de los Episodios nace en Galdós de su voluntad de explicar el presente a partir del pasado, con una intuición fundamental: la necesidad de cruzar individuo e historia, la realidad y la fabulación, lo personal y lo colectivo, lo novelesco y lo documental para recrear el pasado y los ambientes sociales del agitado siglo XIX en cuarenta y seis novelas, de Trafalgar a Cánovas, en una cronología interna que abarca desde 1805 hasta 1906.
Vida y literatura, realidad y ficción, en una suma equilibrada de narración y descripción son los ingredientes con los que se articula el relato en primera persona del narrador protagonista Gabriel Araceli, cuyo crecimiento personal y social es paralelo a los acontecimientos de los que va siendo testigo: «Y sólo más tarde adquirí la firme convicción de que un grande y constante esfuerzo mío me daría quizá todo aquello que no poseía».
Es todavía un Galdós inicial, pero en las páginas de Trafalgar está en ciernes su capacidad narrativa y la profundidad de su mirada sobre la realidad española. Una mirada cedida a Gabriel Araceli, espectador y narrador, que descubre en la novela el concepto de patria (“una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos”) y el sentimiento patriótico (“por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma.”).
En la figura de Gabriel Araceli, narrador de los diez episodios de la primera serie, se concreta el nacimiento de un nacionalismo universalista ilustrado y tolerante que nada tiene que ver con el fanatismo excluyente de los nacionalismos posteriores y que se perfila en Trafalgar, Zaragoza o Cádiz.
La novela se organiza alrededor de un eje argumental: el desarrollo de la batalla naval que tuvo lugar en las aguas de Trafalgar el 21 de octubre de 1805 entre la armada inglesa y la flota combinada de España y Francia. El relato del combate se lleva a cabo en los cinco capítulos centrales con un agilísimo ritmo narrativo que incorpora el análisis de los errores tácticos, de la incompetencia militar de la marinería o las deficiencias de armamento de la flota hispanofrancesa que hicieron inútil el comportamiento heroico de algunos jefes y pusieron de relieve por contraste los comportamientos dispares de Villeneuve o de Churruca o Gravina.
Y en torno a ese centro de historia novelada, antes y después, un prólogo de ocho capítulos y un epílogo de cuatro, enriquecidos con detalles narrativos ficticios, con magníficas descripciones, con pormenores verosímiles e invenciones oportunas incrustadas en los hechos históricos en torno a la peripecia del protagonista, para dar la hondura palpitante de lo vivido al acontecimiento histórico.
Estaba ya camino Galdós de forjar, muchos años antes de Unamuno, un enfoque intrahistórico que quedaría definitivamente perfilado en El equipaje del rey José, la novela que abre la segunda serie de los Episodios:
Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos.
Los libros que forman la capa papirácea de este siglo, como dijo un sabio, nos vuelven locos con su mucho hablar de los grandes hombres, de si hicieron esto o lo otro, o dijeron tal o cual cosa. Sabemos por ellos las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada. Reposa la sociedad en el inmenso osario sin letreros ni cruces ni signo alguno: de las personas no hay memoria, y sólo tienen estatuas y cenotafios los vanos personajes… Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre; no se contenta con saber de memoria todas las picardías de los inmortales desde César hasta Napoleón; y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano.