Llegué a Aldeaquemada en un frío amanecer de febrero, después de haber atravesado un solitario paisaje de encinares. El sol, que asomaba entre las montañas, iluminó débilmente la hondonada donde se enclavaba aquel pequeño pueblo andaluz. Dejé el coche junto a su plaza mayor y, envuelto en mi propio vaho, di un paseo por esas calles en los que no se veía un alma. El aire olía a leña y aceite.
Así comienza La frontera interior, el libro con el que Manuel Moyano obtuvo el Premio Eurostars Hotels de narrativa de viajes 2021, que publica RBA.
Entre la jienense Aldeaquemada y el portugués Barrancos, pasando por lugares de nombres tan evocadores como Andújar, Cerro Muriano, Guadalcanal, Cazalla de la Sierra, Calera de León, Fuenteheridos, Aracena o Rosal de la Frontera, Manuel Moyano traza en sus páginas la crónica de ocho días de andanzas, comidas y bebidas, de miradas al paisaje, de encuentros con interlocutores y sorpresas en una fría semana de comienzos de febrero de 2019, entre la escarcha, la niebla y el sol.
Y, como en sus anteriores Travesía americana y Cuadernos de tierra, lo hace con su acreditada capacidad narrativa para relatar las peripecias y los azares que surgen en el camino, un componente fundamental del relato clásico, desde la Odisea hasta el Quijote, cuyo protagonista también fatigó su asendereada figura con saltos y zapatetas por este territorio de Sierra Morena.
Un territorio de frontera y de fractura que Moyano define como “escalón longitudinal de casi quinientos kilómetros de largo entre la altiplanicie central y el sur de la Península Ibérica. Históricamente, y en cuanto que tierra de nadie, ha desempeñado un secular papel de frontera, de paréntesis territorial.”
Y por ese paisaje, cuyas vías de comunicación están pensadas más para los itinerarios que van de sur a norte que para los itinerarios de este a oeste, como el que emprende Manuel Moyano, transcurre este viaje en forma de libro.
Un viaje de cercanías como explica Sergio del Molino en su prólogo, en donde recuerda que, como el Cela del Viaje a la Alcarria o el Azorín de La ruta de Don Quijote, “Moyano cultiva una forma de viaje exótica, pero con mucha tradición ibérica: el viaje de cercanías. Si el explorador de largas distancias escribe con telescopio, el de cercanías tira de microscopio.”
Cercanías, añadimos, no sólo geográficas, sino también humanas. Porque esa proximidad marca el temple de su prosa, con la que no sólo describe con brillantez y economía de prosa eficiente los lugares por los que pasa. Hay también un tiempo para la evocación de la batalla de las Navas de Tolosa y el monasterio de La Peñuela o para anotar el heterogéneo factor humano en sus encuentros con los descendientes de los colonos alemanes de la repoblación ilustrada de estas tierras que luego fueron refugio de bandoleros, espacio habitado por leyendas, ermitas y santuarios, por curiosos poetas rurales, Virgilios de penillanura y sierra, minuciosos cronistas locales, intemporales venteros cervantinos o ferroviarios trastornados por la lectura del Quijote.
Porque ese precisamente, el paisaje humano, es -como en Cuadernos de tierra- el foco sobre el que proyecta su aguda mirada y su solvente escritura Manuel Moyano, que deja aquí la imagen cruda y compasiva a un tiempo de una España profunda tan heterogénea e inclasificable como la España superficial.
Y líneas tan inquietantes como estas: “ni los poetas ni los criminales difieren físicamente de sus conciudadanos, lo que los distingue fluye por dentro.”
O descripciones como esta, de la antigua mezquita de Almonaster la Real:
Recorrimos el interior caminando sobre viejas baldosas de barro. Todo tenía un aire primitivo, misterioso. La escasa luz penetraba por unas troneras estrechas y a través del patio. El mihrab donde se custodiaba el Corán, al que los fieles debían dirigirse mientras rezaban, era un nicho profundo con arco de ladrillo. Del pozo de las abluciones -en él brillaban monedas arrojadas por los visitantes- brotaba un agua fresca y cristalina. Parecía una modesta versión en miniatura de la mezquita de Córdoba. Las golondrinas revoloteaban incesantemente alrededor de las columnas y de nosotros mismos, como si fueran empujadas por la suave y susurrante brisa que recorría la estancia.
Salimos al exterior. Un alminar de planta cuadrada se levantaba junto a aquel templo construido por “alarifes insomnes”. Los montes cubiertos de pinos y encinas que nos rodeaban dibujaban un paisaje hermosísimo. El cielo era de un azul puro y tan sólo se oía el viento. Había algo en aquel lugar que transmitía felicidad. Era imposible no experimentarlo.
Santos Domínguez