27/2/23

Andrew Graham-Dixon. Caravaggio


Andrew Graham-Dixon.
 Caravaggio. 
Una vida sagrada y profana.
 Traducción de Belén Urrutia.
Taurus. Madrid, 2022.


El duelo no dura mucho. Las espadas son cortas y afiladas; no tienen nada que ver con los floretes de esgrima actuales. Tomassoni y Caravaggio no llevan yelmos ni protección alguna porque ello habría desmentido la historia de que se trataba de una pelea sobre un juego de raqueta. Ocupando toda la anchura de la pista, luchan en un canal formado por las dos filas de sus testigos y padrinos. En el momento culminante Caravaggio toma la iniciativa y el agotado Ranuccio Tomassoni tropieza en su retirada. Caravaggio lanza una estocada a la ingle de su oponente y le perfora la arteria femoral. La sangre brota a chorros de la herida. Caravaggio retira la espada y se dispone a golpear de nuevo, pero entonces Giovan Francesco Tomassoni abandona su lugar para defender a su hermano «herido, sangrando». Por azar, los movimientos de la pelea le habrían situado al lado de Caravaggio en este momento crítico. Desenvaina la espada en un instante y golpea al pintor en la cabeza, impidiéndole que vuelva a herir a Ranuccio. Ante esa violación del compromiso de «mantener el orden y las promesas de cumplir lo acordado», Petronio Toppa saca su espada y le salva la vida a Caravaggio, corriendo a su vez un grave peligro. Cuando él y Giovan Francesco se enfrentan, Onorio Longhi y el boloñés tuerto intervienen para impedir más heridos de ambas partes.
Entretanto, Federico e Ignazio Giugoli hacen lo que pueden para ayudar a su cuñado. Caravaggio, aturdido por su herida, no puede luchar más. Entonces se detiene la carnicería y todos se dispersan en la penumbra de las calles. Cuando los amigos de Ranuccio llevan su cuerpo ominosamente inmóvil al barbero-cirujano de la Via della Scrofa están representando sin darse cuenta el gran retablo de Caravaggio sobre El descendimiento que se encuentra en la Chiesa Nuova: una solemne descripción de unos hombres que cargan con un cadáver, reflejo inmóvil de la escena que ha tenido lugar en la calle.

Así evoca Andrew Graham-Dixon en su espléndido Caravaggio. Una vida sagrada y profana, que publica Taurus con traducción de Belén Urrutia, el duelo en una pista de tenis en el que el pintor mató a Ranuccio Tomassoni en el Campo Marzio. 

Fue el 28 de mayo de 1606 y Caravaggio, que añadió las graves heridas del duelo a la que ya traía por el reciente rechazo de su cuadro El tránsito de la Virgen, encargado para la iglesia carmelita de Santa Maria della Scala, tuvo que huir de Roma, a donde ya no volvería nunca. 

Esos dos hechos, el rechazo del cuadro y la muerte de Tomassoni, marcaron un antes y un después en la obra y en la vida del pintor, un hombre de temperamento difícil y violento del que escribe Graham-Dixon:

Al escribir una biografía de Caravaggio no sólo hay que hacer de historiador del arte, sino también de detective. Los hechos rara vez son evidentes y las motivaciones que hay tras ellos con frecuencia resultan oscuras. La vida del artista puede parecer meramente caótica, el ascenso y la caída de un hombre impetuoso, tan dominado por la pasión que sus acciones se suceden sin orden ni concierto (así fue como se le vio durante siglos). Pero todo tiene una lógica y, retrospectivamente, una fatalidad trágica. A pesar de los muchos agujeros negros y discontinuidades en el teatro de las sombras de la vida de Caravaggio, hay ciertas estructuras de pensamiento y hábitos de conducta en todo lo que hizo y lo que pintó. Los indicios han de decodificarse con suposiciones, intuición y, sobre todo, imaginación histórica -la disposición a ahondar lo más profundamente posible en los códigos y valores que subyacen a las palabras y actos de un pasado lejano-.

Buena parte de lo que se sabe de Michelangelo Merisi, el nombre civil del Caravaggio artista, son los repetidos hechos delictivos que reflejan una vida prófuga y violenta de la que acabó siendo víctima aquel genio desarraigado, de temprana orfandad y carácter difícil, de existencia al límite que frecuentó los márgenes de los bajos fondos y murió prematuramente en un final trágico a los 38 años. La biografía de Caravaggio de Graham-Dixon reconstruye con ritmo narrativo trepidante una vida llena de claroscuros como los de su pintura, que reflejó en la violencia explícita de sus cuadros.

Así lo resume el biógrafo: “El arte de Caravaggio se compone de oscuridad y de luz. Sus pinturas presentan momentos decisivos de una experiencia humana extremada y con frecuencia dolorosa. Un hombre es decapitado en un dormitorio y del profundo corte en el cuello salta un chorro de sangre. Un hombre es asesinado en el altar de una iglesia. A una mujer le disparan una flecha en el estómago a quemarropa. Las imágenes de Caravaggio detienen el tiempo, pero también parecen estar suspendidas al borde de su propia desaparición. Los rostros están iluminados. Los detalles surgen de la oscuridad con una claridad tan misteriosa que podrían ser alucinaciones. Sin embargo, siempre están cercados de sombras, profundidades de negrura que amenazan con hacerlos desaparecer. Contemplar estas pinturas es como mirar un mundo iluminado por relámpagos. La vida de Caravaggio es como su arte, una serie de relámpagos en la noche más oscura. Fue un hombre al que nunca se puede conocer por completo porque casi todo lo que hizo, dijo y pensó está perdido en un pasado irrecuperable. Fue uno de los artistas más originales y electrizantes que han vivido nunca; sin embargo, sólo tenemos una única frase suya sobre la pintura.”

Porque este ensayo, resultado de diez años de arduo trabajo, rastrea la agitada peripecia vital de Merisi y la sitúa en el contorno próximo de su vida diaria y en el contexto sociocultural de su tiempo histórico, pero incorpora también iluminadores y plurales análisis de los cuadros de Caravaggio apoyados en casi un centenar de espléndidas reproducciones en color. 

Su temperamento tempestuoso, la ruptura de vínculos familiares, sus altercados en Roma y su vida prófuga, con repetidas huidas de la justicia, o su posible homosexualidad son objeto de la atención del biógrafo, que perfila así algunos de los rasgos de su personalidad conflictiva. 

Pero los momentos más brillantes de este ensayo son los que se dedican a analizar su obra pictórica: el cruce entre lo sagrado y lo profano en el Baco que pintó para su protector, el cardenal Del Monte; las dos pinturas sobre San Mateo en la capilla Contarelli de San Luis de los Franceses; el monumental y escultórico Descendimiento de la cruz; la desafiante Crucifixión de san Pedro; el asombroso Tránsito de la Virgen; el irónico e ingenioso Cupido dormido que dedicó a Francesco dell’Antella o el sombrío La cena en Emaús, un reflejo de la conexión entre los avatares de su biografía y la evolución de su obra.

Con el dinero que ganó por ese cuadro pudo refugiarse en Nápoles, donde siguió recibiendo sustanciosos encargos como el de la espectacular Las siete obras de misericordia, “una pintura -dice Graham-Dixon- que comprime el tiempo y el espacio, llevando todo el mundo y toda la historia del mundo a su oscuro centro. La Antigüedad clásica, el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, la Edad Media y la época actual: cada periodo está representado simbólicamente en los distintos episodios que llenan el lienzo. «Nápoles es el mundo entero», escribió Capaccio, y en la pintura de Caravaggio un rincón de la ciudad se ha transformado precisamente en eso. Esta oscura calle, escenario de desesperación, dolor y muerte, es el microcosmos en el que el pintor muestra la brutalidad de la propia existencia.”

De Nápoles también tuvo que huir tras pintar obras maestras como La flagelación de Cristo o La crucifixión de san Andrés. Oscuras razones le aconsejaron ir a Malta, donde pintó el lúgubre San Jerónimo escribiendo y La decapitación de san Juan, el retablo más grande de todos los suyos.

Volvió a caer en desgracia debido a lo que Graham-Dixon define en estos términos: “El carácter de Caravaggio siempre había sido un compuesto volátil, una inestable mezcla de piedad de Cuaresma y algazara de Carnaval. Esto nunca sería más cierto que en Malta. Es imposible saber qué provocó el estallido que le causó la ruina”, aunque “sin duda, Caravaggio cometió en Malta una ofensa lo suficientemente grave como para ser encarcelado.”

Fue, de nuevo, una reyerta tumultuosa en la que participó activamente lo que le llevó a prisión, de donde escapó hacia Siracusa. Allí hizo por encargo El entierro de santa Lucía, de extrañas dislocaciones, antes de instalarse en Mesina para pintar La resurrección de Lázaro, una obra oscura, heterodoxa y generosamente pagada.

Después de unos meses en Palermo, Caravaggio volvió a Nápoles. “Su obra nunca había sido más desolada ni más desnuda emocionalmente”, comenta Graham-Dixon, que reconstruye las circunstancias en las que sufrió una emboscada de cuatro malteses que le acuchillaron la cara a la salida de una taberna napolitana a finales de octubre de 1609. Se llegó a rumorear su muerte, pues las heridas eran de una gravedad tal que le dejaron secuelas irreversibles en la cara, en la vista y en la movilidad.

Caravaggio arrastró hasta su muerte los efectos de aquel ataque. Efectos que repercuten en la inseguridad de la pincelada y del enfoque de sus últimas obras: la introvertida, melancólica y algo desmañada La negación de san Pedro y el desarticulado y sombrío El martirio de santa Úrsula, en el que incluyó su último autorretrato. 

Fue el último cuadro que pintó antes de su muerte en Porto Ercole en julio de 1610: “Caravaggio había vivido buena parte de su vida muy cerca de los márgenes de la sociedad, rodeado de gente pobre y humilde. Los había pintado, representado historias bíblicas con sus rostros y sus cuerpos. Había pintado para ellos y desde su perspectiva. Al final, murió entre ellos y fue enterrado entre ellos, en una tumba anónima. Tenía treinta y ocho años.”

En los dos siglos posteriores a su muerte la crítica europea, académica y clasicista, oscureció premeditadamente su nombre. Y tras una serie de altibajos en su fama póstuma -explica Graham-Dixon- “la reputación de Caravaggio fue rehabilitada de forma decisiva por el brillante y elocuente historiador del arte italiano Roberto Longhi, que en 1951 organizó una retrospectiva extremadamente influyente. Desde entonces Caravaggio quizá se haya convertido en el más popular de todos los antiguos maestros. En muchos sentidos es el pintor perfecto para una edad que tiene un interés obsceno en las vidas privadas de las celebridades. Su fama nunca ha sido mayor y su vida privada es positivamente escabrosa. Sus numerosos pecados y delitos, sus irregularidades y excentricidades, que durante tanto tiempo sirvieron para manchar su nombre, le han convertido en una celebridad póstuma. Pero su mayor capacidad de atracción sigue estando en su arte.
Desde que Longhi organizó su pionera exposición, la influencia de Caravaggio no ha dejado de aumentar. Sin embargo, su obra parece que no ha servido de inspiración tanto entre los practicantes de los campos cada vez más conceptuales del arte como entre fotógrafos y cineastas. Caravaggio es uno de los pocos pintores que ha tenido un profundo impacto sobre otras disciplinas aparte de la pintura, y puede considerarse un precursor de la cinematografía moderna. Pier Paolo Pasolini, que hizo algunas de las películas italianas con más fuerza de los años sesenta, estaba profundamente influido por el sentido de la luz de Caravaggio, por su inmediatez narrativa, por sus figuras de gente pobre y ordinaria en los papeles principales. Martin Scorsese, uno de los directores estadounidenses de más talento de los últimos cuarenta años, ha confesado su enorme admiración por Caravaggio. El guionista Paul Schrader le dio a conocer la obra del pintor a finales de los sesenta, cuando estaban trabajando en Taxi Driver, su película sobre un asesino que abraza la misión de enfrentarse al submundo neoyorquino de traficantes de droga y prostitutas. Ve a Caravaggio con los ojos de alguien que busca cosas que pueda utilizar, tomar, adaptar. En las palabras de Scorsese, la larga tradición de Caravaggio como un verdadero artista de artistas se renueva y se reencarna.”

Como las luces y las sombras de su biografía, en la que frecuentó los palacios y los callejones, los conventos y los burdeles, sus pinturas reflejan la relación conflictiva entre el paganismo humanista y la severidad tridentina, entre el vitalismo alegre del primer Renacimiento y la mentalidad religiosa de la Contrarreforma que desembocó en un Barroco que dio sus mejores frutos en la escultura y la arquitectura de Bernini y Borromini o en la pintura de Caravaggio. La técnica del contraste, el gusto por la teatralidad y el desarrollo de un arte del movimiento y el escorzo son algunos de los rasgos más reconocibles de ese Barroco italiano que tuvo en ellos sus manifestaciones más acabadas y significativas.

Santos Domínguez 


24/2/23

Selena Millares. Lámpara de madrugada

 

Selena Millares.
Lámpara de madrugada.
 El Sastre de Apollinaire. Madrid, 2022.
 

ÁNGEL DEL VINO

Una copa de vino, una bóveda celeste del revés
las estrellas se derraman por sus paredes frías
y en la baranda que espera a tus labios hay una estrella
que cae hacia lo oscuro y te guiña y reverbera

Mírame soy planeta o pájaro soy diamante y vuelo,
repto y simulo o me escondo pero soy paloma y gaviota
mírame al fondo de esta copa de vino negro y también carmesí
mírame bébeme te traigo el corazón de tu sueño

Porque aquí en mi fondo oscuro y secreto todo es soñar
mírame ahora soy púrpura y granate o del color
de la noche, soy tu copa bébeme azul engañemos la noche
ésta y las otras y la última que nos mira y no sabe

que podemos ser también noche ser luz ser manzana, sólo
bébeme amor al fondo de esta copa de vino negro
o rojo o rubí, en el fondo de esta copa te miro y te espero
para bañar tu corazón de noche tu corazón de luz

Ese poema resume algunas de las claves de la primera -‘Ángeles y cosas’- de las cinco partes de Lámpara de madrugada, el libro de Selena Millares que publica El Sastre de Apollinaire.

En esa primera parte, los textos y los fotopoemas se van alternando en la sucesión de ángeles que habitan una poesía intensa por la que transitan el amor y la muerte, los cuerpos y la ausencia, la memoria y el olvido, la indignación desolada de ‘Ángel de los niños’ o el vacío de la orfandad del ‘Ángel de la habitación 611’.
 
Las cinco secciones del libro reflejan una poesía escrita desde la herida abierta, desde la memoria elegíaca y las cicatrices, desde la soledad y la mirada conmovida, desde el silencio iluminado de su palabra potente, en la que el lector percibirá enseguida la vibración de lo auténtico.

Una autenticidad poética y humana que recorre los poemas breves, isleños y costeros, de secciones como “Isla del silencio” u “Ofrendas”, para completar un admirable conjunto de poemas que surgen del diálogo con el otro y con lo otro, o con una realidad a veces tan dura como la de los ‘Ángeles diminutos’ o ‘La sagrada familia’, pero sobre todo del diálogo interior de quien mira, reflexiona y escribe desde un insobornable lugar moral en el mundo. 

Un diálogo del que acaba emergiendo “a toda luz” la lámpara que ilumina en la noche para proclamar el triunfo estelar de la luz sobre la sombra, como en este espléndido poema:

ORMUZ Y AHRIMÁN
Ahrimán centellea sobre la escarcha
con su sombra eléctrica y su cola de espinas:
ronda por los caminos con hambre de corazones
para su banquete de tinieblas
y se instala en su atalaya nocturna
para arrancar sus alas a los niños y a los ángeles
y alentar con su fuego la bacanal del odio
y sembrar el olvido donde nace la luz

Ormuz gravita como el vilano o la tarde
y sueña con ese sol que dora los trigales
y que ilumina los ojos de los que aman;
de la luz blanca de la mañana hace pan
para burlarle las trampas a la noche
y de la luz del crepúsculo hace vino dulce
para guarecer el alma de los solitarios,
los desamparados y los vagabundos
y con cada madeja de nube escribe en el cielo
los nombres de los olvidados y de los ausentes:
Contra viento y marea y de nuevo y siempre
vuelven sus hilos de luz en el cielo
de día y de noche su cometa de luz:
luz en la sábana de los que sueñan
y en la mortaja de los que se van
porque regresan en la llama del alba
y en la piel del durazno y en las velas desplegadas
del barco de la vida, radiantes sobre el mar
y su sabor eterno: a toda luz

Pese a sus diferencias tonales y a la diversidad métrica de sus textos, Lámpara de madrugada está unida por la presencia de una misma voz, verdadera y reflexiva. Es una voz que habla desde la distancia y la hondura de la mirada poética sostenida de Selena Millares, que esta Lámpara de madrugada consolida como una referencia ineludible en la mejor poesía española actual.

Santos Domínguez
 

22/2/23

Jacques Barzun. Del amanecer a la decadencia


Jacques Barzun.
Del amanecer a la decadencia.
Quinientos años de vida cultural en Occidente.
(de 1500 a nuestros días).
Traducción de Jesús Cuéllar y Eva Rodríguez Halffter.
Taurus. Madrid, 2022. 

“No hay más que dirigir la vista a los números para saber que el S. XX ha llegado a su fin. Pero hace falta una mirada más ancha y más profunda para ver que la cultura occidental de los últimos 500 años está finalizando al mismo tiempo”, escribe Jacques Barzun en las líneas iniciales de su monumental ensayo Del amanecer a la decadencia, que publica Taurus con traducción de Jesús Cuéllar y Eva Rodríguez Halffter.

Quinientos años de vida cultural en Occidente es el subtítulo del libro. Alguien podría pensar que ese subtítulo es grandilocuente, ambicioso y exagerado. Pero basta con leer párrafos como este para darse cuenta de que no estamos ante un libro cualquiera, sino ante una sólida construcción de historia de la cultura que une rigor científico y claridad expositiva:

Admitiendo para efectos de la hipótesis que «nuestra cultura» pudiera estar terminando, ¿por qué elegir estos 500 años? ¿Qué es lo que les da unidad? La fecha de arranque, el año 1500, sigue la costumbre: desde época inmemorial, los libros de texto dicen que es el comienzo de la Era Moderna. En casi todas las páginas de la primera media docena de capítulos se hallarán buenas razones para esta clasificación. El lector advertirá de pasada que aquí se utiliza la palabra era para referirse a periodos de 500 años o más; tiempo suficiente para que puedan fructificar las posibilidades de una cultura en evolución; periodo, época o edad denotan lapsos más breves y diferenciados dentro de una era.
Mantener el rigor a este respecto contribuye a aclarar la confusión por la cual «moderno» se ha utilizado para aludir tanto a la época que sigue a la Edad Media como a los periodos mal definidos en que se dice que comienza la «modernidad»: 1880 o 1900 o 1920. Se verá también que las divisiones dentro de la Era Moderna difieren de las que aparecen en los libros de texto universitarios de historia general. La perspectiva cultural exige una estructuración distinta. Tres periodos de tiempo, cada uno de 125 años aproximadamente, nos llevan, grosso modo, desde Lutero a Newton, desde Luis XIV a la guillotina, y desde Goethe al New York Armory Show. El cuarto y último periodo abarca el resto del siglo.
Si esta periodización hubiera de justificarse, cabría decir que el primer periodo —1500-1660— estuvo dominado por la cuestión de qué creer en religión; el segundo —1661-1789—, por cuestiones en torno al status del individuo y el modo de gobierno; el tercero —1790-1920—, por las vías para lograr igualdad social y económica. El resto es consecuencia mixta de todos estos esfuerzos.

Organizado en cuatro partes -De las noventa y cinco tesis de Lutero al “Colegio Invisible” de Boyle; Del cenagal y las arenas de Versalles a la pista de tenis; De la primera parte de Fausto a “Desnudo descendiendo una escalera n° 2”; De La gran ilusión a “La civilización occidental tiene que desaparecer”-, Del amanecer a la decadencia es una obra monumental en la que cada página ofrece motivos de deslumbramiento por el rigor intelectual, la agudeza interpretativa y la claridad expositiva en una narración que -anuncia su autor en el prólogo- “no sólo trata sobre hechos y tendencias sino también sobre personalidades. La exposición está punteada de retratos rápidos, algunos de figuras presumiblemente muy conocidas, pero las más de las veces de otras olvidadas con excesiva frecuencia. Nos encontramos, cómo no, con Lutero y Leonardo, Rabelais y Rubens, pero también con Margarita de Navarra, Marie de Gournay, Cristina de Suecia y personajes de su categoría de todas las épocas. Todos ellos aparecen en tanto que personas, no simplemente como actores, porque la historia es ante todo concreta y particular, no general y abstracta. Es conveniente recordar solamente que al volver a relatar muchos hechos el historiador ofrece generalidades y da nombres a «periodos» y «temas», pero su materia prima en sí está formada por los pensamientos y actos de seres que un día estuvieron vivos.”

Cada una de esas cuatro secciones cronológicas se subdivide en capítulos sobre las ideas fundamentales de cada periodo con secciones transversales -La vista desde Madrid hacia 1540, desde Venecia hacia 1650, desde Londres en 1715, desde Weimar en 1790, desde París en 1830, desde Chicago en 1895, desde Nueva York en 1995- que ofrecen una perspectiva intrahistórica de cada época a partir de testimonios diversos de quienes fueron sus protagonistas anónimos o famosos, para “examinar acontecimientos e ideas de orden diverso como podrían haber sido advertidos o conocidos por un observador atento en un tiempo y lugar determinados.”

A esa mirada cambiante se refiere Barzun en este significativo párrafo:

¿Qué caracteriza, pues, a una edad nueva? La aparición o desaparición de determinadas encarnaciones de una finalidad dada. Miremos por la ventana: ¿dónde está el pregonero?, ¿dónde los desocupados que asisten a una lucha entre perros y un oso o ríen ante las puertas de un manicomio? Y ¿utiliza alguien la palabra «noble» para alabar a una persona o, como Ruskin, para clasificar los tipos de arte? Observemos la dedicatoria de un libro nuevo: ¿por qué no hay ya esas tres o cuatro páginas de adulación altisonante dirigida a un protector? Cada uno de estos elementos hoy inexistentes dan fe de cambios en tecnología, actitudes morales, jerarquía social y defensa de la literatura.

Jacques Barzun (1907-2012), francés afincado en Estados Unidos, donde fue profesor de la Universidad de Columbia y vivió hasta los 105 años, la publicó en 2000, a los 93, como culminación de una larga trayectoria dedicada a la historia de las ideas y del pensamiento occidental y favorecida por “el insomnio y la longevidad -puros accidentes- que contribuyeron a cristalizar ideas fugaces gracias a su obsesiva reaparición”, como señala él mismo en la nota preliminar.

Del amanecer a la decadencia es un ambicioso recorrido por medio milenio decisivo de cultura, un brillante ensayo de interpretación en el que arte y literatura, filosofía y religión, política y economía, música y teatro, ciencia y técnica, moda y costumbres, sexualidad y gastronomía van siendo vinculados en una trama que se articula alrededor de un conjunto de temas centrales en la historia del pensamiento occidental: la abstracción, el análisis, la emancipación, el individualismo, el primitivismo, el cientificismo, el secularismo o la autoconciencia, ideas motrices de la evolución de la cultura y la sociedad.

Y en torno a esos temas centrales, Barzun aporta meditaciones y juicios de valor, propone interpretaciones, incorpora digresiones iluminadoras sobre la historia de la cultura y de las ideas e intercala citas, recomendaciones de lecturas y retratos de figuras representativas de cada momento, de cada actitud o de cada idea. La magistral evocación de Martín Lutero abre una serie de la que forman parte Petrarca y Descartes, Leonardo da Vinci, Rabelais y Rubens, Giordano Bruno y Cromwell, Shakespeare, Bach y Mozart, Beaumarchais y Rousseau, Burke y Samuel Butler, Bernard Shaw y mujeres como Isabel de Castilla, Catalina de Médicis, Margarita de Parma, Isabel I, Margarita de Navarra, Cristina de Suecia o Florence Nightingale.

De la monumentalidad enciclopédica de su empeño y de su voluntad panorámica dan cuenta no sólo las mil trescientas apretadas páginas del volumen, sino las cuarenta páginas de su apabullante índice onomástico o las más de treinta de un índice de materias en el que conviven la lectura silenciosa y la invención de la cuchara, Hamlet y la evolución de la sexualidad, la alegoría y el tabaco, la tolerancia y la alquimia, la Biblia y la torre Eiffel, el Despotismo ilustrado y la importancia de la fotografía en la guerra civil de los Estados Unidos.

La última parte proyecta una mirada muy crítica y muy pesimista sobre el mundo actual y sobre la decadencia a la que alude el título como signo de esta época, en la que Barzun da por agotado el impulso humanista que dio lugar al Renacimiento. 

Pero para dejar una puerta abierta a la esperanza en el futuro, Barzun cierra el libro con una fantasía ucrónica que termina con estas líneas:

Después de cierto tiempo, que se calcula en torno a un siglo, el pensamiento occidental se vio atacado por una plaga: la del aburrimiento. La embestida fue tal que esa gente tan excesivamente entretenida, dirigida por un puñado de incansables hombres y mujeres de los círculos superiores, pidió que se llevara a cabo una reforma y finalmente la impuso de la manera habitual: repitiendo una idea. Estos radicales habían comenzado a estudiar los viejos y abandonados textos literarios y fotográficos y sostenían que en ellos estaba registrada una vida más plena. Instaron a que se observaran con una nueva mirada los monumentos que aún quedaban en pie alrededor y reabrieron unas colecciones de obras de arte a las que nadie se acercaba porque hacía tiempo que parecían uniformemente insulsas. Diferenciaron estilos y las distintas épocas en que aparecieron; dicho en pocas palabras, encontraron un pasado y lo utilizaron para crear un nuevo presente. Por fortuna, eran malos imitadores (a excepción de unos pocos pedantes) y la torcida idea que tenían de sus fuentes sentó las bases de nuestra naciente —o quizás habría que decir renaciente— cultura, que ha resucitado el entusiasmo entre los jóvenes con talento, que no dejan de proclamar el gozo de estar vivo.


Santos Domínguez
 

20/2/23

La busca. Edición conmemorativa


Pío Baroja.
La busca.
Ilustraciones de Bastian Kupfer.
Alianza Editorial. Madrid, 2022.


 Acababan de dar las doce, de una manera pausada, acompasada y respetable, en el reloj del pasillo. Era costumbre de aquel viejo reloj, alto y de caja estrecha, adelantar y retrasar a su gusto y antojo la uniforme y monótona serie de las horas que va rodeando nuestra vida, hasta envolverla y dejarla, como a un niño en la cuna, en el oscuro seno del tiempo.

Poco después de esta indicación amigable del viejo reloj, hecha con la voz grave y reposada, propia de un anciano, sonaron las once, de modo agudo y grotesco, con impertinencia juvenil, en un relojillo petulante de la vecindad, y minutos más tarde, para mayor confusión y desbarajuste cronométrico, el reloj de una iglesia próxima dio larga y sonora campanada, que vibró durante algunos segundos en el aire silencioso.
¿Cuál de los tres relojes estaba en lo fijo? ¿Cuál de aquellas tres máquinas para medir el tiempo tenía más exactitud en sus indicaciones? El autor no puede decirlo, y lo siente.

Así comienza La busca, una de las novelas imprescindibles de Pío Baroja, de la que Alianza Editorial acaba de publicar una magnífica edición ilustrada con imágenes de Bastian Kupfer para celebrar el 150 aniversario del nacimiento del autor. 

La busca es el título inaugural de una de las trilogías esenciales de Baroja, La lucha por la vida, cuyo título tomó prestado de una expresión de El origen de las especies de Darwin. Apareció inicialmente por entregas en el diario El Globo con un total de cincuenta y nueve capítulos, entre el 4 de marzo y el 29 de mayo de 1903. Era aquella una primera versión de las tres novelas, La busca, Mala hierba y Aurora roja, que aparecerían al año siguiente ampliadas en su forma definitiva en volúmenes independientes. 

“El convivir durante algunos años con obreros, panaderos, repartidores y gente pobre, el tener que acudir a veces a la taberna para llamar a un trabajador con frecuencia intoxicado, me impulsó a curiosear en los barrios bajos de Madrid, a pasear por las afueras y a escribir sobre la gente que está al margen de la sociedad”, escribía Baroja a propósito de La busca, de la que destacaba que “ha sido, de mis novelas, de las que más aceptación han tenido. No sé a punto fijo por qué.”

Abigarrada y barojiana para bien y para mal, La busca es, más que un testimonio documental de los bajos fondos madrileños de comienzos del siglo XX, una novela de formación. Porque en Baroja lo individual se impone siempre a lo colectivo, que no pasa de ser un telón de fondo de la médula narrativa de la novela, a diferencia de lo que ocurre con las obras de Galdós, en donde lo histórico y lo colectivo es lo sustancial y la peripecia individual de los personajes no parece más que una anecdótica viñeta animada de lo verdaderamente importante, que es la voluntad documental.

Eso sí, el proceso de formación de la personalidad del protagonista adolescente, Manuel Alcázar, desde su llegada a Madrid en 1888 hasta 1891, es inseparable de ese abigarramiento de personajes diversos y acontecimientos sucesivos que le dan a la novela el característico ritmo barojiano, asegurado además por la aceleración progresiva del tiempo interior de la narración y por la agilidad de la prosa de un Baroja que estaba llegando ya a su plenitud creativa con una admirable capacidad para la caracterización de los personajes y para las descripciones de lugares:

Se acercaron los dos a la verja. Era aquello un cónclave de mendigos, un conciliábulo de Corte de los Milagros. Las mujeres ocupaban casi todo el patio; en un extremo, cerca de una capilla, se amontonaban los hombres; no se veían más que caras hinchadas, de estúpida apariencia; narices inflamadas y bocas torcidas; viejas gordas y pesadas como ballenas melancólicas; viejezuelas esqueléticas, de boca hundida y nariz de ave rapaz; mendigas vergonzantes con la barba verrugosa, llena de pelos, y la mirada entre irónica y huraña; mujeres jóvenes, flacas y extenuadas, desmelenadas y negras; y todas, viejas y jóvenes, envueltas en trajes raídos, remendados, zurcidos, vueltos a remendar hasta no dejar una pulgada sin su remiendo. Los mantones, verdes, de color de aceituna, y el traje triste ciudadano, alternaban con los refajos de bayeta, amarillos y rojos, de las campesinas.

El sórdido ambiente de la pensión en la que trabaja su madre, los arrabales del barrio de las Injurias, los desmontes del Observatorio o los lavaderos del Manzanares son los espacios poblados por una variada fauna de personajes de muy distinta condición moral. Casi un centenar de personajes con los que se relaciona directa o indirectamente Manuel, que desempeña distintos empleos y sostenidos vagabundeos por los barrios bajos en busca de un proyecto de vida para sí mismo, en medio de un entorno en el que la mayoría “vivían como hundidos en las sombras de un sueño profundo, sin formarse idea clara de su vida, sin aspiraciones, ni planes, ni proyectos, ni nada” y en una “inercia moral, resignada y pasiva.”

Uno de esos trabajos lo ejerce Manuel en la zapatería de un primo de su madre, un negocio que Baroja describe irónicamente en estos párrafos:

En el piso bajo de la casa, en la parte que daba a la calle del Águila, había una cochera, una carpintería, una taberna y la zapatería del pariente de la Petra. Este establecimiento tenía sobre la puerta de entrada un rótulo que decía:
«A LA REGENERACIÓN DEL CALZADO»

El historiógrafo del porvenir seguramente encontrará en este letrero una prueba de lo extendida que estuvo en algunas épocas cierta idea de regeneración nacional, y no le asombrará que esa idea, que comenzó por querer reformar y regenerar la Constitución y la raza española, concluyera en la muestra de una tienda de un rincón de los barrios bajos, en donde lo único que se hacía era reformar y regenerar el calzado.

Con otro de esos personajes, el providencial señor Custodio, el trapero, trabaja Manuel una temporada decisiva para cambiar de vida:

Atraía a Manuel, sin saber por qué, aquella negra hondonada con sus escombreras, sus casuchas tristes, su cómico y destartalado Tío Vivo, su caballete de columpio y su suelo, lleno de sorpresas, pues lo mismo brotaba de sus entrañas negruzcas el pucherete tosco y ordinario, que el elegante frasco de esencias de la dama; lo mismo el émbolo de una prosaica jeringa, que el papel satinado y perfumado de una carta de amor.
Aquella vida tosca y humilde, sustentada con los detritus del vivir refinado y vicioso; aquella existencia casi salvaje en el suburbio de una capital, entusiasmaba a Manuel. Le parecía que todo lo arrojado allí de la urbe, con desprecio, escombros y barreños rotos, tiestos viejos y peines sin púas, botones y latas de sardinas, todo lo desechado y menospreciado por la ciudad, se dignificaba y se purificaba al contacto de la tierra.
Manuel pensó que si con el tiempo llegaba a tener una casucha igual a la del señor Custodio, y su carro, y sus borricos, y sus gallinas, y su perro, y además una mujer que le quisiera, sería uno de los hombres casi felices de este mundo.

La influencia benéfica de personajes como este, como su madre o como Roberto Hasting con el ejemplo de su enérgica voluntad, frente a la degradación de otros como el tío Patas, el repulsivo y violento Bizco o el enloquecido, celoso y brutal Leandro, van modelando la frágil voluntad del protagonista, que acaba sobreponiéndose al entorno adverso de las viviendas miserables, los patios pestilentes y las corralas insalubres, del “comunismo del hambre” y “los matices de la miseria”, de las pandillas de muchachos maleantes y golfillos de los suburbios, de unos ambientes marginales en los que abundan los chulos y las prostitutas, los holgazanes y los delincuentes, las “vestales de arroyo”, los estafadores, los matones o los trogloditas que viven en cuevas en la montaña del Principe Pío.

Al final de la novela, Manuel, muy influido por la ejemplaridad del señor Custodio, ya ha tomado una decisión ética sobre su aún indefinido proyecto vital: 

Tardó mucho en aclarar el cielo; aún de noche se armaron puestos de café; los cocheros y los golfos se acercaron a tomar su vaso o su copa. Se apagaron los faroles de gas.
Danzaban las claridades de las linternas de los serenos en el suelo gris, alumbrado vagamente por el pálido claror del alba, y las siluetas negras de los traperos se detenían en los montones de basura, encorvándose para escarbar en ellos. Todavía algún trasnochador pálido, con el cuello del gabán levantado, se deslizaba siniestro como un búho ante la luz, y mientras tanto comenzaban a pasar obreros… El Madrid trabajador y honrado se preparaba para su ruda faena diaria.
Aquella transición del bullicio febril de la noche a la actividad serena y tranquila de la mañana hizo pensar a Manuel largamente. Comprendía que eran las de los noctámbulos y las de los trabajadores vidas paralelas que no llegaban ni un momento a encontrarse. Para los unos, el placer, el vicio, y la noche; para los otros, el trabajo, la fatiga, el sol. Y pensaba también que él debía de ser de éstos, de los que trabajan al sol, no de los que buscan el placer en la sombra.

Santos Domínguez 


17/2/23

Leonardo Sciascia. El caso Moro

 


Leonardo Sciascia.
El caso Moro.
 Traducción de Juan Manuel Salmerón.
Tusquets. Barcelona, 2023.

El 9 de mayo de 1978 aparecía el cadáver de Aldo Moro en el maletero de un coche en Via Caetani.

Muy cerca de allí, casi dos milenios antes, en el Largo de Torre Argentina, había sido asesinado Julio César, como relató Plutarco.

Aldo Moro tuvo su Plutarco en Leonardo Sciascia, que escribió en agosto de 1978 El caso Moro, que acaba de reeditar Tusquets, con traducción de Juan Manuel Salmerón, al calor de Exterior noche, la magnífica serie de Marco Bellocchio que tiene en la base de su mirada y de su tesis este libro del novelista siciliano.

Lo escribió en caliente, con los hechos muy cercanos, y lo terminó el 24 de agosto de 1978. Cuando presentó la edición definitiva en 1983, Sciascia, que había sido miembro de la comisión de investigación del caso Moro, reivindicó, desde el rigor y la independencia, el carácter documental de este libro, al que se añadió, en esa última versión, el informe de la comisión parlamentaria que presentó el mismo Sciascia, diputado por entonces del Partido Radical, en junio de 1982 para denunciar, entre otras cosas, las raras irregularidades que frustraron las investigaciones policiales que pudieran haber evitado el desenlace mortal del caso.

Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana, fue secuestrado el 16 de marzo de 1978 en Via Fani, cuando se dirigía a la Cámara de diputados, que esa misma mañana iba a ratificar el nuevo gobierno democristiano, que -encabezado por Andreotti como primer ministro- contaría por primera vez con el apoyo o con la abstención del Partido Comunista Italiano.

Durante los casi dos meses que dura su secuestro, Moro escribe una gran cantidad de cartas, entre cincuenta y setenta, unas públicas, otras secretas. Empezando por la primera, destinada a Francesco Cossiga, ministro del Interior y protegido suyo, las más importantes se las dirige a “los que creía suyos”, para suplicarles que abriesen una negociación con sus secuestradores, los miembros de las Brigadas Rojas, “hijos, nietos o biznietos del comunismo estalinista”, en palabras de Sciascia. 

Andreotti, ya como primer ministro, tuvo un papel decisivo en el desenlace de los acontecimientos, porque la inacción disfrazada de firmeza gubernamental acabó desembocando en el asesinato de Moro.

Frente a la cobardía de quienes desoyeron sus súplicas y no evitaron su muerte, porque vieron en las cartas de Moro una muestra de locura sobrevenida, de síndrome de Estocolmo o de sumisión al chantaje, Sciascia lee esas cartas con distancia y lucidez y hace un meticuloso e inteligente análisis de esos “documentos del castigo”. Un análisis que arranca de la significativa y orientadora cita de Elias Canetti en La provincia del hombre que abre el libro: “La más monstruosa de las frases: alguien ha muerto «en el momento justo».”

Abandonado por quienes se refugiaron en la hipocresía, en el cinismo y en la doblez, Moro fue en primer lugar víctima de los terroristas que lo ejecutaron, pero también de oscuros conflictos de poder entre las facciones de la Democracia Cristiana y de los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos, que veían con alarma la posibilidad del llamado compromiso histórico con el Partido Comunista de Berlinguer, en cuyas filas también había sectores reticentes o abiertamente contrarios a la colaboración con los democristianos de Moro.

Uno de esos disidentes era el propio Sciascia, que en el momento de los hechos había abandonado el PCI y era diputado del Partido Radical. 

Pero El caso Moro no es un mero reportaje ni un informe. Es también una construcción literaria que parte de un doble modelo narrativo: el Pierre Menard, de Borges y la Vida de don Quijote y Sancho, donde Unamuno reinterpreta el texto cervantino para desmentir la locura de don Quijote.

De similar manera, Sciascia deduce de las cartas de Moro una versión distinta de la que se estaba queriendo transmitir desde el poder, que creó la imagen de un Moro trastornado por el secuestro y por el instinto de supervivencia. La lectura que hace Sciascia de las cartas del cautiverio desmonta la distorsión interesada de la imagen de un hombre enloquecido para reivindicar como autor de las cartas no al loco, sino al político reconocible por su trayectoria anterior, con la que Sciascia era muy crítico, aunque reconocía que, como había escrito Pasolini, Moro era “el menos implicado” en corruptelas de los miembros de su partido.

Desde la primera carta confidencial a Cossiga, escrita casi dos semanas después del secuestro, Moro expone por primera vez la idea que será el núcleo de argumentación de las sucesivas: 

El sacrificio de los inocentes en nombre de un abstracto principio de legalidad, cuando la necesidad obligaría a salvarlos, es inadmisible.[…] Comprendo que en un caso así, cuando se presenta, cueste decidir, pero no debemos olvidar que también puede ocurrir lo peor.

Y ahí se intercala la reflexión de Sciascia: “La cuestión no es si ya antes pensaba que un Estado de derecho puede y debe negociar con grupos subversivos para intercambiar prisioneros, si lo pensó entonces para salvar la vida o si fingió que lo pensaba; la cuestión es que si no hubiera estado dispuesto a colaborar con las Brigadas Rojas en el chantaje, ninguna carta habría salido de la «prisión del pueblo».”

Y Sciascia desenmascara con esta ironía la respuesta de firmeza de los Andreotti, Fanfani, Piccoli, Cossiga o Zaccagnini: “Es como si un moribundo se levantase de la cama, de un salto se agarrase a la lámpara del techo como Tarzán a una liana y, sano y vigoroso, se lanzara a la calle por la ventana. El Estado italiano ha resucitado. El Estado italiano está vivo y es fuerte y duro. Lleva más de un siglo conviviendo con la mafia siciliana, con la camorra napolitana, con el bandolerismo sardo; lleva treinta años siendo un Estado corrupto e incompetente, despilfarrando y malversando el dinero público impunemente; lleva diez años aceptando lo que De Gaulle llamó -y no toleró - «el recreo»: aulas ocupadas y destrozadas, violencia de los jóvenes entre sí y con los profesores. Pero ahora, ahora que las Brigadas Rojas tienen prisionero a Moro, el Estado italiano se alza fuerte y solemne. ¿Quien osa dudar de su fuerza, de su solemnidad?”

Y esa respuesta sorprende a Moro, que se teme lo peor cuando escribe que también “el Partido Comunista, que tanta firmeza exige ahora, no debe olvidar que mi dramático secuestro sucedió cuando me dirigía al Parlamento a consagrar al gobierno en cuya formación tanto trabajé.”

La lectura entre líneas de las cartas de Moro junto con los comunicados de las Brigadas Rojas, que a menudo llegaban a la vez a la redacción de La Reppublica, articulan esta potente indagación de Sciascia en torno a las circunstancias y el desarrollo del caso. Una indagación en la que su punto de vista sobre aquel asesinato que se pudo haber evitado queda muy claro en párrafos como este: “No existe razón alguna para no haber intentado que no se cometiera, y menos aún la llamada razón de Estado, de un Estado que ha suprimido el martirio y el horror de la pena de muerte.
Moro lo soportó sin enloquecer. No era un héroe, ni estaba preparado para serlo. No quería morir así y trató de evitarlo. Pero en esta voluntad de no morir, y de no morir así, había también una preocupación, una obsesión, que trascendía su propia vida (y su propia muerte).”

A los ojos de Sciascia, la figura de Moro crece y se dignifica durante el cautiverio, en el que se refiere “a su inteligencia, a su circunspección, a su lucidez, cualidades de las que dio muestras, más que en sus treinta años de actividad política, en las cartas que envió desde la «prisión del pueblo».” Y añade páginas después: “Moro no quiere ser aplastado. No por cobardía, sino, se diría, por probidad.”

Es un Moro que lamenta la escolta insuficiente que facilitó el secuestro, la falta de eficiencia policial para localizarlo y la ausencia de respuestas a sus peticiones desesperadas. Un Moro que se sentía el chivo expiatorio que iba a pagar por todos, como le decía a Zaccagnini en una carta en la que lamenta que “las acusaciones que se dirigen al partido nos afectan a todos, aunque el llamado a pagar por ellas soy yo, con consecuencias que no es difícil imaginar. 
[…]
Soy un prisionero político al que vuestra repentina decisión de negaros a hablar sobre otras personas también detenidas pone en una situación insostenible. El tiempo pasa y por desgracia no hay mucho. Cada momento podría ser demasiado tarde.”

Lo fue. Finalmente fue demasiado tarde para Aldo Moro, que en los dos meses de secuestro fue encadenando decepciones ante sus compañeros de partido o ante el Vaticano, defensores de la razón de Estado; escribió cartas demoledoras como la que dirigió contra el senador democristiano Paolo Emilio Taviani y dejó afirmaciones como estas, ante la posibilidad cada vez más cercana de su muerte: 

Aun en este momento supremo, sigo sintiendo una gran amargura. ¿Nadie ha discrepado? Habría que explicarle a Giovanni qué es la actividad política. ¿Nadie se arrepiente de haberme obligado a dar un paso que yo no quería dar? ¿Y Zaccagnini? ¿Cómo puede seguir tan tranquilo? ¿Y Cossiga, que no ha sabido defenderme? Mi sangre recaerá sobre ellos.

Lo digo claramente: yo no perdonaré ni justificaré a nadie.

Este derramamiento de sangre no beneficiará ni a Zaccagnini, ni a Andreotti, ni al partido, ni al país: todos pagarán sus consecuencias.

A lo largo de ese agónico proceso de cautiverio -escribe Sciascia- Moro “ha entrado trágicamente en la vida; ha pasado de ser personaje a ser «hombre solo», y de ser «hombre solo» a ser criatura, pasos que, según Pirandello, son el único modo de salvarse.”

Las cartas se van haciendo cada vez más dramáticas y en una de ellas, a finales de abril, Moro denuncia que se siente abandonado por el poder y concluye con estas palabras casi póstumas: 

Por eso, por una incompatibilidad evidente, pido que a mis funerales no asistan ni autoridades del Estado ni hombres de partido. No quiero más que a las pocas personas que realmente me quisieron y serán dignos de acompañarme con sus oraciones y su amor.

“La clave del drama -concluye Sciascia-, la razón por la que a Moro le corresponde morir (como «reconocimiento») es precisamente esa: que ha sido el artífice del regreso del Partido Comunista a la mayoría gubernamental después de treinta años. Y las Brigadas Rojas no solo lo acusan explícitamente de ello en sus comunicados, sino que tienen la fúnebre ocurrencia de hacerlo también solemne y simbólicamente dejando su cuerpo entre Via delle Botteghe Oscure, donde tiene su sede el Partido Comunista Italiano, y la plaza del Gesù, donde tiene su sede la Democracia Cristiana.”

“Pero la verdadera razón -añadió Sciascia en su informe a la comisión parlamentaria-, la explicación principal de que no se llegara a un desenlace feliz, fue la decisión de no reconocer que el Moro al que las Brigadas Rojas tenían prisionero era el Moro que, político agudo, equilibrado y juicioso, se reconocía (ya casi unánimamente, como un reconocimiento póstumo, necrológico) que había sido hasta las 8:55 horas del 16 de marzo, momento en el que Moro dejó de ser el que había sido y se convirtió en otro, como demuestran las cartas en las que pedía que lo rescataron, y sobre todo el hecho de pedirlo.”

Santos Domínguez 


  

15/2/23

Manuel Moya. Pessoa, el hombre de los sueños

  


Manuel Moya.
 Pessoa, el hombre de los sueños.
Ediciones del Subsuelo. Barcelona, 2023.

“Fernando Pessoa es, en nuestro imaginario de lectores del siglo XXI, un hombre tan singular como fascinante. Y tan fascinante, ay, como desconocido. Sobre él pesa más la leyenda o las leyendas que la probada realidad. Su primera singularidad estriba en que se lo conoce antes y mejor por su caso que por su obra. Entre quienes no lo han leído lo suficiente existe la sospecha de que su celebridad está más unida a su peculiaridad heteronímica que al valor de sus versos, y este es el primer tópico que es necesario romper. La importancia de Pessoa reside en su obra, una de las más sólidas, originales y gratificantes del siglo XX. Pessoa, Caeiro, Campos, Reis y Soares son autores clásicos sin posible discusión. Leer a cualquiera de ellos resulta una experiencia fascinante. La genial anormalidad consiste en que los cinco -pero hay más- cohabiten en un mismo individuo y que ese individuo nos parezca, así, sin más, un pobre hombre”, escribe Manuel Moya al comienzo de la Introducción de su magnífico Pessoa, el hombre de los sueños, la extensa biografía que, publicada por Ediciones del Subsuelo, acaba de llegar a las librerías.

Organizado en doce capítulos, Pessoa, el hombre de los sueños es un ensayo biográfico que recorre la vida y la obra, los proyectos y los fracasos de Pessoa, grafómano y ocultista, sebastianista y fingidor, polemista y desdichado, y las perfila sobre el telón de fondo panorámico de la sociedad, la cultura portuguesa del primer tercio del siglo XX y la Lisboa de aquel viajero inmóvil que “hizo de su ciudad un ámbito interior” y que, “como Baudelaire, lleva la ciudad en la cabeza, pero la traza con el sueño.” Porque el poeta “se identifica con su ciudad, con su fracaso, con su decadencia, con su esperanza, con sus  sueños, y así queda confundido con ella, en ella […] Lisboa modificó a Pessoa hasta conducirlo a un lento suicidio.”

Las lecturas inglesas en sus años de formación en Durban, la Lisboa revisitada de la que fue huésped perpetuo a su regreso, las influencias (Sá-Carneiro, Cesário Verde, Camilo Pessanha, António Nobre o Antero de Quental), los movimientos literarios (Orpheu o el sensacionismo) que orientaron la escritura de aquel “huérfano de sí mismo” y nostálgico del Quinto Imperio, así como algunas claves esenciales de su obra, como los heterónimos en los que proyectó su deseo de hacerse invisible (el neopagano Caeiro, maestro y raíz nutricia, fundador de la poética y la filosofía de Pessoa; el vanguardista Campos, cosmopolita, insolente y provocador; el epicúreo Reis, nihilista, reflexivo y neoclásico, además del semiheterónimo Soares son los fundamentales) son algunas de las claves de la construcción de una biografía mental que se desintegra en otras vidas soñadas, en la muerte o en la fama póstuma del autor del Libro del desasosiego.

Un ensayo construido con un hilo conductor, resumido en estas líneas: “No estamos tan seguros de que Pessoa carezca de biografía y, menos aún, que esta no ejerciera una definitiva influencia en sus escritos. Para un tipo como Fernando Pessoa, al que vemos como un Sísifo que empujara una y otra vez la pesada piedra sobre la pina cuesta de su existencia, para luego, ay, verla rodar ladera abajo, para alguien como él, decíamos, siempre menesteroso, siempre dependiente de unos reales, siempre atado a pequeñas transacciones, siempre asomado activamente a la política de su país, siempre en el vértigo de la necesidad, su ajetreada vida va al par de sus escritos. Es más, su vida es el esqueleto donde se sujetan sus escritos.”

Porque, añade el biógrafo, “pese a su pinta de hastiado oficinista, Fernando Pessoa se manejó en una vida intensa, tanto en lo intelectual como en lo vivencial.”

Y con esa mirada vertebradora del conjunto se van sucediendo las setecientas páginas de este libro, rematado con un ‘Dibujo final’ que resume la trayectoria biográfica y poética de Pessoa y que se cierra con estas palabras emocionadas: 

La madre y la muerte. Y el naufragio definitivo y el ir cayendo día a día en el pozo de la soledad y de la abulia. El cansancio de existir, esa titánica desazón, ese afán sin tregua, ese navegar más preciso que el vivir y, de nuevo el amor, o quizás solo sus cenizas, otro certificado de defunción, pues allá al fondo está la muerte, la inmortalidad que lo espera en la otra orilla. Y, así, los últimos pasos de un hombre fatigado que se marcha tras haber hecho todo, tras intentar y fracasar en todo, habiendo dejado ese foco de luz a sus espaldas mientras sus vecinos de desasosiego siguen imperturbablemente con su contabilidad y sus paquetes, sin que de la bruma, ay, veamos aparecer a ningún rey de regreso de extrañas tierras. Un alma hecha vida, una vida sustanciada en un alma.

Cierran el volumen varios apéndices que resumen la cronología vital de Pessoa, sus más de veinte domicilios o las oficinas en las que trabajó, enumeran “los otros Pessoas de Pessoa” (hasta ciento treinta y seis heterónimos o seudónimos) y consignan las referencias bibliográficas utilizadas en la elaboración de esta obra.

Un libro sólido y brillante que va más allá de los límites genéricos de la mera biografía de Pessoa para proponer un ensayo de interpretación de su obra plural a la luz de su personalidad huidiza, de su oscura y agitada peripecia vital, de su ambicioso proyecto intelectual y su compleja e imprescindible aventura poética.

Tan imprescindible como lo será este ensayo para los lectores y estudiosos del autor de Tabacaria, “acaso uno de los más bellos y sustanciosos poemas que se hayan escrito nunca”, afirma Manuel Moya, que dedica una de sus intensas páginas al análisis de ese texto atribuido por Pessoa a su heterónimo Álvaro de Campos.

“Páginas -escribe Moya- que son fruto del estudio y del interés, pero también de la admiración por la figura y la obra de este hombre tan singular como genial.”

Santos Domínguez 


13/2/23

Dos obras de Ana María Martínez Sagi


 Ana María Martínez Sagi
Donde viven las almas.
Andanzas de la memoria.
Edición y prólogo de Juan Manuel de Prada.
Cuadernos de obra fundamental. 
Fundación Banco de Santander. Madrid, 2022.

Treinta años separan Donde viven las almas (1932-1935) y Andanzas de la memoria (1963-1968), los dos inéditos de Ana María Martínez Sagi (1903-2000) que reúne en un volumen la Fundación Banco de Santander en su colección Cuadernos de obra fundamental.

 Lo abre una introducción de Juan Manuel de Prada, legatario de ambas obras, que recibió “con la enco­mienda de que las entregásemos a la imprenta después de que hubiesen transcurrido veinte años desde su muerte.”

Diversas entre sí, escritas en situaciones muy diferentes, antes y después del exilio en Francia y Estados Unidos, “ambas podrían adscribirse al género autobiográfico, con la condición de que aceptemos que, para Martínez Sagi, el Sueño y el Recuerdo se entrecruzan «para formar la urdimbre de la vida verdadera e insobornable, fija y total».

“Dos calas en la memoria (Sueño y Recuerdo) de Ana María Martínez Sagi” titula significativamente su prólogo Juan Manuel de Prada, que afirma que la unión de esos dos conceptos vertebran una obra articulada en torno a la experiencia autobiográfica transmutada en literatura directa o indirectamente confesional, idealizada a menudo desde la ensoñación que mezcla memoria y fantasía, invención y realidad mediante una prosa de innegable calidad literaria.

Por eso Prada define el conjunto como una “obra autobiográfica, sin duda, pero de una autobiografía soñada que se alza sobre las cenizas del pasado, para proclamar que la literatura puede -y debe- sublimar la realidad.”

En Donde viven las almas, del que se ofrece aquí una amplia selección, conviven el diario intimista y el cuaderno de viaje, la estampa y el poema amoroso para evocar los días vividos en Mallorca en abril de 1932 con la escritora Elisabeth Mulder -Antinea en estos textos-, una experiencia amorosa intensa en su desarrollo y traumática en su final, a la que siguieron otras relaciones, como la que mantuvo después con la suiza Elsy Logoni, también evocadas en estos textos de carnalidad sublimada y de exaltación emocional con el fondo del paisaje marítimo y la forma plástica de su prosa impresionista:

En el zafiro transparente del mar se encienden y apagan irisaciones de oro. Con un ritmo raudo y truncado, gaviotas y golondrinas vuelan por el azul, puro y traslúcido como un mineral. La marea alta abandonó a orillas de la playa hileras de medusas moradas y madréporas brillantes. Una brisa cálida balancea las ramas de los pinos y la copa despeinada de los eucaliptos.
Abril puebla las ramas de hojas tersas, los rosales de rosas opulentas. Bullicio infantil en las playas. Una mujer, ceñido el duro y elástico cuerpo por un bañador blanco, penetra lentamente en el mar, se rodea de sus espumas rumorosas, se abraza a sus turgencias azules y en él se recuesta, entregada a su cadencia.
Primavera triunfante. Claridad, belleza y vida palpitan en el cielo esplendente y en la tierra estremecida por el canto delirante de los pájaros. Yo sé que esta luz, que todo este desbordamiento de vitalidad y color penetrarían en mi si no estuvieras a mi lado. Pero tu brazo se apoya en mi brazo y toda tu angustia secreta, toda tu inquietud tensa, me abruman con su peso.
Sobre la rutas doradas, Antinea, tu paso abre estelas de sombra, y un sabor de ceniza se enfría en mis labios.

También el viaje y la autobiografía son el hilo conductor de las Andanzas de la memoria, un libro rememorativo que intentó publicar sin éxito a finales de los 60. Escritas en los años sesenta y con repetidos rechazos editoriales, las Andanzas de la memoria son viñetas de evocación nostálgica de la infancia y la adolescencia de la autora, sucesiones de estampas y reportajes de sus viajes por Francia, Italia o Suecia y crónicas de su experiencia docente en la Universidad de Illinois y en Canadá. Una “rara mezcla de autobiografía fragmentaria y literatura viajera”, en palabras de Juan Manuel de Prada.

Así comienza uno de los textos, ‘Nocturno provenzal’: 

Fuegos agudos de las estrellas. Extiende la higuera los ásperos dedos de sus hojas sobre la luna del estanque. Al borde de este, un friso de ranas verdes, chiquitinas, estremece la noche con su flautas estridentes. Es increíble la barahúnda que meten. Y esta no cesará hasta que las primeras luces del alba comiencen a sonrosar el cielo; allá, detrás de las lomas, distinguiendo uno tras otro los luceros. Al lanzarles una piedra, la zambullida general rompe en mil pedazos el espejo de la alberca.
El gato, sentado en un ángulo de la terraza, yergue la cabeza, asombrado por tan súbito silencio.
A los pocos minutos, irrumpe, agria, la primera nota; seguida de otra, de registro más bajo. El dúo prosigue tenaz -un croar en do, un croar en fa- hasta que por fin el coro completo interviene nuevamente, ensordeciendo a tres kilómetros a la redonda.

Santos Domínguez 


10/2/23

Raquel Ramírez de Arellano. La cesta del lobo



 Raquel Ramírez de Arellano.
La cesta del lobo
Ya lo dijo Casimiro Parker. Madrid, 2022.

todo lo que nace puede ser un buen poema 
puede ser un poema 
uno bueno 
puede ser el poema que no es 
el poema que no está en el tallo de la pragmática 
me interné contigo en un bosque 
había relato 
no hubo spoiler 
ni rama 
en el amor 
en las caricias 
en nuestra primera piedra 
nos hicimos hombres 
tú la hembra del clan 
sin noción del tiempo que llevo en el cascarón del poema 
que no es 
que es esto 
una ráfaga demasiado ocupada 
la electricidad del final 
la ternura de un dron

Así termina La cesta del lobo, el largo poema que abre y da título al libro de Raquel Ramírez de Arellano que publica Ya lo dijo Casimiro Parker.

Dedicado a Guadalupe Grande, a la que le unen el afecto personal, la coexistencia en el mismo lugar moral y las afinidades poéticas, La cesta del lobo, rito de nieve ardiente y declaración de amor y de principios, es una reivindicación del sentido del poema como puerta de entrada o de salida, del latido de la vida y las turbulencias del sentimiento, de la dignidad de la mirada resistente a través de una reflexión constante sobre la escritura, sobre la soledad intransitiva y el ardor irrefrenable del deseo desbocado.

Afirmados sobre el peso de la palabra alucinada y desobediente y sostenidos en la potencia de sus imágenes, la intensidad expresiva de estos textos reconstruye un itinerario amoroso de dudas, preguntas y decisiones, de inseguridades y ausencias. Textos que tienden puentes entre las dos primeras personas del verbo en un ejercicio que vincula lo cotidiano y lo literario, la palabra coloquial y la ambición poética, el hastío de la costumbre y el prodigio de las revelaciones en el instante irrepetible del poema y en su caudalosa palabra en libertad:

Deja sobre la mesilla tu gorrión 
y tráeme otra noche 
córtale una pluma al transeúnte armado del próximo tranvía 
da de comer al ocaso

Textos que, entre la reflexión serena y el ímpetu verbal, surgen del diálogo consigo mismo y con el otro, con ese tú revelador hacia el que se proyectan las incertidumbres y las certezas, los recuerdos y los días:

se me acaba la memoria ram
del poema 
en su punto álgido todas las cabalgatas se vienen abajo 
solo pongo lo que puedo poner
lo que no pueden los otros 
lo que no pueden 
lo que no puedo yo

Santos Domínguez 

8/2/23

Emily Dickinson. No soy nadie. ¿Quién eres tú?



 Emily Dickinson.
No soy nadie. ¿Quién eres tú? 
60 poemas comentados.
Edición bilingüe.
Edición de Jesús García Rodríguez.
El sastre de Apollinaire. Madrid, 2022.


«La naturaleza» es lo que vemos:
la colina, el atardecer,
la ardilla, el eclipse, el abejorro.
No: la naturaleza es el cielo.

La naturaleza es lo que oímos:
el tordo charlatán, el mar,
el trueno, el grillo.
No: la naturaleza es armonía.

La naturaleza es lo que conocemos,
aunque carecemos de arte para decirlo:
tan impotente es nuestra sabiduría
frente a su simplicidad.

Es la traducción que Jesús García Rodríguez hace de uno de los sesenta poemas de Emily Dickinson que publica El sastre de Apollinaire en una espléndida edición bilingüe que se enriquece con los comentarios de cada uno de los textos.  

Comentarios como este, sobre el poema citado:

“Se trata de uno de los poemas-definición de Dickinson, en los que juega a darnos una definición de algo que se va enredando en sucesivas definiciones cada vez más complejas. La definición inicial de naturaleza es rectificada hasta tres veces, en un diálogo que podríamos definir de mayéutico. Curiosamente, la mención inicial de la palabra «naturaleza» aparece entre comillas; podemos interpretar que Dickinson considera que los humanos solo podemos hacer aproximaciones imprecisas a la palabra o al concepto de naturaleza, nunca a su ser último, a su ser-en-sí, a su noúmeno. La aproximación a ese inalcanzable ser último se produce con los sentidos: primero el de la vista, y para ello se enumeran seres perceptibles con los ojos, incluidos animales: la ardilla, el abejorro. Pero de pronto, y tras la mención del volador abejorro, que se desplaza por el aire, la naturaleza se identifica con algo tan vasto e indefinible como el cielo, ampliando inmensamente el campo de consideración —e incluyendo también el elemento espiritual. Después se regresa a los sentidos, en este caso al del oído, con la enumeración de seres que percibimos por él, incluyendo algunos grandiosos como el mar y el trueno, junto a otros pequeños y cotidianos: de nuevo el tordo charlatán (Dolichonyx oryzivorus) y el grillo. Ya hemos visto que el charlatán es uno de los pájaros favoritos de Emily; el grillo es identificado con el verano (J. 1276), con la alegría o risa de su canto (J. 276) o con el rezo (J. 790). El canto del grillo introduce una nueva definición de la naturaleza, en este caso con un término abstracto: la armonía, que puede entenderse tanto en su sentido musical como ontológico. Pero también esta definición es rebatida, y reducida a aquello que somos los humanos capaces de conocer —algo en sí insuficiente, pues nuestro conocimiento es precario. En la edición de Franklin la última palabra del poema es «Sincerity», sinceridad, en lugar de «Simplicity». En cualquiera de los dos casos, la simplicidad o la autenticidad (sinceridad) de la naturaleza escapan a toda definición humana, y tanto a nuestro arte como a nuestro conocimiento que, en última instancia, no son sino elementos más de ella. Su naturaleza indefinible no impide que nos llene de gozo; precisamente todo lo contrario.
El poema contiene ecos de la concepción puritana de la naturaleza como manifestación visible y perceptible de Dios, y que por tanto participa de sus cualidades, incluida la incognoscibilidad.” 

Comentarios como este iluminan los textos de Emily Dickinson (Amherst, Massachusetts, 1830-1886), a menudo tan herméticos y elípticos como su vida recluida y oscura.

De personalidad tan extraña y opaca como su poesía, Emily Dickinson se aisló del mundo en una clausura progresiva como la ceguera que sufrió en sus últimos años. Atravesó episodios sucesivos de exaltación desmesurada y de profundo desánimo que se reflejan en los casi dos mil poemas que mantuvo a resguardo del mundo y de los que publicó sólo cinco en vida. Pese a ese carácter secreto y privado de su poesía, pese al conocimiento tardío y al aún más tardío reconocimiento de su obra, su influencia es comparable a la de Baudelaire, Hölderlin, Withman o Rimbaud. 

Desde 1861, se había parapetado detrás de lo que ella misma llamaba “mi blanca elección”. A partir de entonces llevó un luto particular de color blanco (“Era una cosa solemne -dije- / ser una mujer vestida de blanco”, escribió en uno de sus poemas.)

Se recluyó tras los muros íntimos de la casa familiar, ajena a la atmósfera asfixiante de una ciudad pequeña. Entre el entusiasmo creativo y las horas de plomo, Emily Dickinson quiso hacer de la poesía una casa embrujada semejante a la naturaleza. Hasta que murió en esa mítica penumbra en 1886, casi nadie la vio y de ella sólo se conserva esa diáfana imagen de una blanca mariposa de luz.

Su temperamento escindido entre el encierro físico y la huida espiritual proyectó en su obra las renuncias y los desengaños, las sublimaciones y las represiones de un ambiente puritano y calvinista como el de la Nueva Inglaterra de la que procedían los Dickinson.

Entre la distante frialdad y la emoción contenida y expresada con una inusual intensidad verbal, con una constante ambigüedad, con una enigmática retórica de la elipsis y el silencio y una radical concentración expresiva que satura de sentido las palabras, la poesía fue la vía de escape de su personalidad atormentada, la forma de expresión de su mundo ensimismado y ciclotímico en el que la muerte es a la vez liberación y aniquilación.

Sentí un funeral en mi cerebro, 
y plañideros aquí y allá 
[…]
Y entonces una tabla de la razón se rompió
y yo caí abajo, muy abajo, 
y me di contra un mundo, en cada caída, 
y acabé por entender -entonces

Poesía tan hermética e inquietante, tan clara y oscura como el mundo pequeño en el que se encerró su autora, retirada de la vida y confinada en los límites de su cuarto y un jardín que veía desde la ventana, con una discreta rebeldía ante la sociedad puritana de la que fue no sólo víctima, sino una de sus flores más pálidas y tristes.

La de Emily Dickinson es una poesía del pensamiento que indaga en lo inconcebible, una exploración en los límites del conocimiento. Por eso uno de sus núcleos temáticos es el de la muerte. Además de un problema existencial, la muerte fue para ella un reto epistemológico y el tema central de su peculiar poesía, siempre fuera del tiempo y del espacio. La forma de afrontar ese tema es un tanteo en las sombras y en el vacío, una indagación a ciegas en el misterio, un viaje intelectual o emotivo hacia el enigma.

Del comienzo de uno de sus poemas más conocidos (“¡No soy nadie! ¿Quién eres tú? / ¿Eres nadie también? / ¡Entonces ya somos dos!”) toma su título esta representativa selección de poemas de Emily Dickinson que está concebida, como indica Jesús García Rodríguez, “para servir de introducción a la lectura de la obra de Dickinson.”

Con ese planteamiento, las traducciones y los comentarios ofrecen una admirable iluminación de su mundo poético, abundante en referencias secretas y en una sintaxis elíptica que se complica a menudo con una puntuación extraña y pródiga en guiones. Así se refiere a este aspecto el traductor en el prólogo de su edición:

“El estilo de esta autora está lleno de antítesis y paradojas, juegos de sentido, ambigüedades, ambivalencias, polisemias, sentidos oblicuos, referencias externas: hemos intentado en lo posible allanar con nuestros comentarios la dificultad que todo ello entraña. Con esa misma finalidad de desentrañar y esclarecer, hemos normalizado completamente la puntuación de los poemas de Emily, personalísima puntuación (en especial sus omnipresentes guiones) que sin duda ha constituido siempre un quebradero de cabeza tanto para los editores, traductores y comentaristas como para los lectores de su poesía.”

Santos Domínguez 


6/2/23

Octavio Paz. Versiones de Oriente


 Octavio Paz.
Versiones de Oriente.
Prólogo de Alberto Ruy Sánchez.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2022.

Despedida

 Desmonto. Mientras bebemos vino: 
¿adónde irás? El mundo me ha engañado: 
a mi colina del mediodía me vuelvo.
Ve, vete. No pregunto más:
nubes blancas sin fin, nubes.

En la versión de Octavio Paz, ese es uno de los poemas de Wang Wei que forman parte de sus Versiones de Oriente, que publica Galaxia Gutenberg con un prólogo en el que Alberto Ruy Sánchez señala que  “toda traducción, desde la lengua que sea, implica para Octavio Paz una inmersión en las poéticas de esa cultura, de ese poeta, en ese poema. Una expedición de descubrimientos.”

“No más afán que regresar, / desaprender entre los árboles”, escribió el gran poeta chino en otro poema memorable que recoge este volumen, como este otro de Li Po:

Ante el monte Ching-t’ing

Pájaros que se pierden en la altura. 
Pasa una nube, quieta, a la deriva.
Solos y frente a frente, el monte y yo 
no nos hemos cansado de mirarnos.

O este -‘Escrito en el muro de la ermita de Chang’- de Tu Fu:

Es primavera en las montañas. 
Vine sólo en tu busca.
Entre las crestas silenciosas
El eco de las hachas: talan árboles. 
Los arroyos helados todavía.
Hay nieve en el sendero.
Bajo un sol indeciso
Llego a tu choza, entre dos rocas 
colgada. Nada pides, nada esperas.
No ves siquiera el halo que te envuelve, 
vaga luz oro y plata. Manso
Como los ciervos que has domado. 
¡Olvidar el camino de regreso,
Ser como tú, flotar,
Barca sin remo, a la deriva!

La segunda sección del volumen se dedica al Tanka y al haikú, formas características de la poesía japonesa. El mejor de sus poetas, Matsuo Basho, resumió en sus Sendas de Oku un recorrido vital que le dio pie para escribir uno de los libros más memorables de la poesía universal. Un libro en el que, como señaló Paz, “no pasa nada, salvo el sol, la lluvia, las nubes, una cortesana, una niña, otros peregrinos. No pasa nada, excepto la vida y la muerte.” 

De él son estos dos haikus:

Este camino
nadie ya lo recorre, 
salvo el crepúsculo.

Un relámpago
y el grito de la garza, 
hondo en lo obscuro.

Junto con la amplia muestra de poesía clásica china y japonesa, se recogen en Versiones de Oriente en la sección Kavya veinticinco epigramas en sánscrito de la poesía clásica de la India.

“La poesía clásica [de la India] -escribe Paz-, a un tiempo sutil y compleja, fue escrita para una minoría de cortesanos, brahmanes y guerreros, esto es, para una aristocracia refinada y sensual, amiga de las especulaciones intelectuales y de los placeres de los sentidos, especialmente los eróticos. […] A pesar de haber sido escritos hace más de mil años, estos poemas son modernos. La suya es una modernidad sin fechas.”

Y como muestra, este texto de Bhartrihari, que Paz tituló ‘Las dos vías’:

¿Para qué toda esta hueca palabrería?
Sólo dos mundos valen la devoción de un hombre:
la juventud de una mujer de pechos generosos, 
inflamada por el vino del ardiente deseo,
o la selva del anacoreta.

En estas versiones de poemas de India, Japón y China suena la voz inconfundible de Octavio Paz, que explicaba en 1973 en la nota preliminar de sus Versiones y diversiones: “La traducción poética exige el empleo de recursos análogos a los de la creación, sólo que en dirección distinta. Por eso pido que este libro no sea leído ni juzgado como un trabajo de in­vestigación o de información literaria. También por eso no he incluido los textos originales: a partir de poemas en otras lenguas quise hacer poemas en la mía.”

La intuición del instante, eternizado por encima del tiempo en unos versos intemporales, la mirada espiritual a la naturaleza, el paisaje como proyección de los estados de ánimo, la concentración expresiva, la sugerencia sutil, la leve melancolía hacen de estos textos orientales una de las manifestaciones más estilizadas de la poesía universal.

Ezra Pound, que lo sabía, asumió esos rasgos en su escritura poética, como Octavio Paz entre nosotros. La indeterminación elusiva, la concentración de la sugerencia (“No hay que decirlo todo: el poema está en lo no dicho”), la potencia connotativa son características diferenciales del lenguaje poético. Y por eso Pound y Paz encontraron en la poesía oriental –china o japonesa- una de las raíces fundamentales de su obra.

Porque eso es lo fundamental: Paz no aspira en estas versiones de poesía oriental al rigor filológico, sino a un ejercicio de escritura y de creación a partir de otros tonos, otras formas y otros registros estilísticos que acabaron dejando una huella profunda en su poesía a partir de los años sesenta. 
 
“Mis traducciones -explicaba Paz en el prefacio de sus traducciones de la poesía clásica de la India- son traducciones de traducciones y no tienen valor filológico. Quise que tuviesen, por lo menos, algún valor literario y aun poético. El lector decidirá.”

Porque Octavio Paz no hacía traducciones directas de esas lenguas orientales que desconocía, sino que utilizaba traducciones interlineares, transcripciones fonéticas y traducciones al inglés o al francés como base de sus versiones, a las que supo transmitir la evanescente levedad de la poesía oriental, sus resonancias esenciales, su tonalidad sugerente y su concentración verbal.

En 1995, en una nota final, añadía esta certera reflexión: “Muchos de esos poemas fueron compuestos en otros siglos; en mis versiones quise que tuviesen la antigüedad de todas las obras de arte: la de hoy mismo.”

La intemporalidad y la universalidad, la disolución del sujeto en el paisaje, la impersonalidad o la experiencia espiritual de la naturaleza con la que se funde el poeta son algunas de las claves no sólo de estos poemas intensos y delicados, sino de la gran poesía en la que ocupan un lugar privilegiado. Por eso esta poesía está tan próxima a la sensibilidad del lector contemporáneo.

Santos Domínguez