11/9/24

José Avello. Jugadores de billar

  


José Avello.
Jugadores de billar.
Alianza. Madrid, 2024.


El mejor amigo de Álvaro Atienza siempre fue Floro Santerbás, pero ninguno de los dos sabía por qué. En realidad nunca se lo preguntaron. Su amistad era una costumbre adquirida en la infancia y la seguían manteniendo por las mismas razones que uno se pone unos zapatos durante mucho tiempo: por comodidad. Naturalmente, tras la comodidad se escondía el apego afectivo y el bienestar emocional propios de la amistad, pero en general uno no se pregunta esas cosas cada vez que se pone los zapatos. Además, los dos jugaban muy bien al billar. Jugaban con viejos amigos del colegio, como Rodrigo de Almar, o de la universidad, como Manolo Arbeyo, y además con otros que se fueron sumando al juego y a la amistad a lo largo de los años, pero la partida estelar del café Mercurio siempre fue entre Álvaro Atienza y Floro Santerbás. A partir de las ocho, se reunía allí mucha gente: Mari la Gorda y otros profesores y profesoras de la facultad de Matemáticas, Carmina la de Arbeyo,  Aníbal Rico con alguna de sus novias, Prieto con su taco desarmable y varios habituales más. Yo solía ir todos los días, pero de mí prefiero no hablar. Ya sé que no tengo por qué dar razones ni explicaciones de ningún tipo (porque además nadie me las pide), pero si quiero ser sincero conmigo mismo debo decir que no hablaré de mí porque no me atrevo y porque no sabría hacerlo sin mentir. Aunque, bien mirado, quizás los dos motivos sean el mismo. No estoy seguro. En todo caso, no diré quién soy, sea porque no puedo, porque no quiero o porque no lo sé, da igual.
El juego del billar consiste en darle con un taco a una bola para que ésta toque las otras dos; eso se llama hacer una carambola. Lo digo por si alguien no lo sabe, porque en los bares de moda se juega sobre todo al pool o al snooker, sobre mesas con agujeros, y eso es otra cosa. En el Mercurio se jugaba al billar de carambolas de toda la vida y se jugaba bien, incluso muy bien, y sin embargo esta historia comienza una tarde en que los tres amigos, Álvaro Atienza, Rodrigo de Almar y Floro Santerbás, por distintos motivos, lo estaban haciendo mal.

Así comienza Primavera. Espejos y cristales, la primera de las cuatro partes en las que José Avello organiza su asombrosa novela Jugadores de billar, una obra imprescindible en la historia literaria de la España del siglo XXI que rescata Alianza Editorial en su colección de bolsillo, donde apareció recientemente su anterior novela, La subversión de Beti García.

José Avello Flórez (Cangas del Narcea, 1943-Madrid, 2015), que había sido finalista del Nadal con La subversión de Beti García en 1983, presentó en 2001 Jugadores de billar al premio Alfaguara/BBVA, que ese año ganaría Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo. Juan José Millás, miembro del jurado, recomendó publicarla a la editora de Alfaguara. Y poco después de su aparición ganó el Premio de la Crítica en Asturias y el Villa de Madrid y fue además finalista del Nacional de Narrativa en 2002, pero aun así pasó injustamente desapercibida.

Desde esos primeros párrafos, Jugadores de billar atrapa al lector con una narración vertiginosa y absorbente, de fácil lectura -por momentos divertida- con una sólida estructura y con una escritura diáfana y brillante que, además de su altura literaria, tiene la virtud de reflejar en su diseño coral con una mirada crítica el panorama social de una época y el paisaje humano, sentimental y moral de quienes la construyeron y la padecieron, de quienes la protagonizaron y la sufrieron.

Jugadores de billar se convierte así en una ambiciosa y densa novela de personajes que traza la cartografía social del desencanto y tiene su centro en el Oviedo de los años noventa. Desde ese tiempo actual se genera un constante viaje de ida y vuelta a un pasado que explica las claves del presente en un movimiento sugerido por el de las bolas del billar del deteriorado café Mercurio:

El café Mercurio era un viejo cafetón de mesas de mármol que pasó milagrosamente los devastadores años sesenta sin plastificarse en cafetería americana (por ejemplo, bajo el atractivo nombre de Mercury). Después logró mantenerse en su gloriosa decrepitud gracias al amable carácter de sus dos socios propietarios, cuñados entre sí, cuya feroz inquina mutua paralizaba cualquier iniciativa de reforma e incluso la simple y clamorosa necesidad de darle una mano de pintura.

Estructurada en cuatro partes -Primavera: Espejos y cristales; Verano: El lado oscuro de la calle; Otoño: El cuarto jugador; Invierno: Nieve sobre la ciudad- y articulada en veintiséis capítulos que se sitúan en las cuatro estaciones del año, el juego de billar se convierte en la clave metafórica del desarrollo de esta novela excepcional, de sus claves simbólicas y de su progreso narrativo a partir de una serie de carambolas que van llevando la acción de un lado a otro del tiempo, de sus tramas argumentales y sus redes de personajes a través de un tablero que es una imagen del mundo y de la vida. Ante esa mesa cada jugador, cada personaje, profunda y sabiamente trazado por Avello, deja con sus maneras billarísticas las claves de su personalidad, de su comportamiento y sus fracasos en un viaje al “corazón de la tristeza”. 

Así lo resume el narrador, que mantiene oculta su identidad hasta bien avanzada la obra:

Rodrigo de Almar enlazaba habitualmente diez o doce carambolas en cada tacada, pero a juicio de Floro le faltaba fantasía para llegar a ser un jugador brillante; aunque su visión de la jugada solía ser acertada, elegía siempre la opción más fácil, asegurando la carambola presente antes que arriesgarse para preparar una serie; resultaba eficiente y seguro, pero poco elegante, al contrario que Floro, capaz de fallos estrepitosos por jugar en función de un proyecto más amplio, como si el mérito estuviese más en el futuro que en la solución de la inmediata tirada. Cada una de sus carambolas constituía una indicación, un signo hacia un camino más fecundo, una puerta que se abría a carambolas sucesivas que ya estaban contenidas en la carambola presente; y en eso, y sólo en eso, consistía para él la belleza del billar. Cuando a veces ese riesgo le llevaba a perder con sus amigos, Floro se escudaba en la gloria de hacerlo por motivos artísticos y no, como bromeaba con Rodrigo, por desarrollar un juego reservón.
El juego menos revelador del carácter, el más neutro y escondido, era el de Álvaro Atienza. A veces se mostraba brillante, pero otras muchas, como hoy, resultaba inescrutable y confuso, sin que nadie fuese capaz de entender la finalidad de sus tiradas absurdas (y fallidas), que parecían responder a la torcida intención de quien pretende el engaño o lo imposible. Si entonces las bolas quedaban en posición difícil para el contrario, Floro le decía: «Me estás jugando a la contra, Alvarito, y eso no es nobleza baturra». Pero en otras ocasiones similares la posición le resultaba ventajosa y Álvaro Atienza, como se suele decir, quedaba «vendido» o «expuesto». De aquellas jugadas estrafalarias y sin sentido apenas se podría adivinar otra cosa que una desmedida ambición (falta de todo realismo) o un oscuro descontento, el rencor impotente de quien no acepta plegar su voluntad a los estrechos límites de la física que presiden el juego del billar.


Santos Domínguez 

9/9/24

Luke Stegemann. Madrid

  


Luke Stegemann.
Madrid.
Historia de una ciudad de éxito.
Traducción de Ana Bustelo.
Espasa. Barcelona, 2024.

“Madrid es la capital del mundo más difícil de comprender, según uno de sus hijos ilustres, el escritor modernista Ramón Gómez de la Serna. ¿Por qué será? La ciudad es engañosa: los tesoros de Madrid son más amplios y profundos, su historia más abundante, su cultura más sofisticada, con más matices de lo que se ve a primera vista. Poca gente, por ejemplo, reconoce que es la única capital europea de fundación islámica. La ciudad es magnífica, pero no hace ostentación”, escribe el historiador australiano Luke Stegemann en “Una ciudad recordada, una ciudad imaginada”, que sirve de introducción a su magnífico Madrid. Historia de una ciudad de éxito, que publica Espasa con traducción de Ana Bustelo.

Su medio millar de páginas admirables y sus cuatro cuadernillos de ilustraciones proponen un intenso recorrido por tiempos y lugares del pasado y el presente que configuran la identidad histórica y cultural de una de las grandes capitales del mundo en el siglo XXI.

Porque una mirada extranjera y distante es a menudo la más adecuada para hacernos contemplar a nueva luz una realidad tan cercana que nos aleja del matiz y nos empobrece los colores potentes de lo próximo con el velo de la costumbre.

Pueblo. Imperio. Ciudad. Mundo. Esas son las cuatro partes en las que se organiza esta guía histórica y cultural, arquitectónica y literaria, social y pictórica cuya existencia se remonta a la prehistoria y a la Carpetania ibérica, un lugar donde “abundan la vida y el cobijo”, el animal y el agua, porque “una serie de ríos riegan esta región de forma abundante: unos nacen en las lejanas sierras del este, otros en las cercanas e imponentes montañas del norte. Aún no llevan nombres que conozcamos y reconozcamos, pero les aguardan nombres musicales: Manzanares, Jarama, Henares, Lozoya, Guadarrama, Guadalix, Tajo y Tajuña. Por el lugar que hoy es el centro de Madrid fluyen arroyos de menor caudal. Sus nombres futuros son igual de hermosos: Abroñigal, Fuente Castellana, Arenal, Butarque, Meaques, Cantarranas, San Pedro y Leganitos. El agua -en la superficie y en el subsuelo- será clave en el desarrollo de Madrid, tanto en el pueblo medieval como en la ciudad moderna.”

Apoyado en una sólida bibliografía bien seleccionada en la que conviven diversos tratados históricos con novelas como Tiempo de silencio, el Quijote, La busca, Tomás Nevinson o Fortunata y Jacinta, este ensayo describe el desarrollo de una ciudad irrepetible desde la Edad de Hierro al Madrid medieval (de 1194 es el primer uso documentado del topónimo actual), desde el amurallado Mayrit islámico a la compleja y poliédrica realidad de los Madriles, de la leyenda de la Almudena a las Cuatro Torres con las nieves velazqueñas del Guadarrama al fondo, del Madrid renacentista convertido por Felipe II en capital del imperio en 1561, de la medieval Santa María la Antigua al renacentista San Jerónimo el Real, de San Lorenzo de El Escorial, que “albergaba tanto a Dios como a la sabiduría humana”, a Aranjuez, de El Pardo a Valsaín, el Madrid a vista de pájaro en el magnífico plano que hizo Pedro de Teixeira en 1656 por encargo de Felipe IV, impulsor del Palacio del Buen Retiro, “la pieza central de una renovación cultural más amplia“, cuando “Madrid era una cosmovisión, un orden establecido, una dinastía, una estructura de poder estatal, una administración y un proyecto estético y cultural.” 

Del catastrófico incendio del Alcázar en la Nochebuena de 1734 al que asoló el lado oeste de la Plaza Mayor, de los Habsburgo (“erráticos, brillantes, desconcertantes”) a los Borbones, que, con un modelo fuertemente centralizador, querían “reformar Madrid y crear una Corte española siguiendo las líneas administrativas y estéticas de Versalles”, bullen en estas páginas Velázquez y Goya, Cervantes y Lope, Quevedo y Galdós, Mesonero Romanos y Martínez de Pisón, Umbral y Trapiello, Julio Llamazares y Muñoz Molina, Olivares y Godoy, los corrales de comedias y los Jardines del Campo del Moro, San Antonio de la Florida y el Palacio Real.

De la Corte del Rey Planeta a la del Hechizado y de ahí a los nuevos absolutismos, de la primavera de la esperanza ilustrada al invierno de la desesperación de la invasión napoleónica, del crecimiento de las la ciudad moderna entre el Madrid de 1759 al que llega Carlos III desde Nápoles al de 1975 que entierra una dictadura, de sus parques y jardines, del Manzanares a la pradera de San Isidro, de los modelos urbanísticos y arquitectónicos de Sabatini, Ventura Rodríguez y Juan de Villanueva al diseño de la ciudad lineal de Arturo Soria o la pintura urbana de Antonio López, de la metrópoli emergente de finales del XIX y el ensanche de los años veinte a la ciudad sitiada de noviembre de 1936, de Luis Candelas a los cafés de tertulia, del grupo del 27 a Madrid Río, de la Casa de Campo al Rastro, de la movida al mercado de San Miguel, del Paseo del Prado a la Galería de las Colecciones Reales, la historia de Madrid, una “hermosa Babilonia” en palabras de Luke Stegemann, es un paradigma y un resumen de la historia de España.
                                              
Y el intenso recorrido histórico y urbanístico, artístico, literario y gráfico que propone esta Historia de una ciudad de éxito rebasa los límites urbanos de un espacio en que conviven el orden y el desorden para mirar también a su entorno natural:

Desde sus cumbres nevadas del norte hasta las llanuras semidesérticas del sur, la provincia de Madrid contiene gran parte de la diversidad geográfica que se puede encontrar en la Península. Para el ojo moderno, parte de esta belleza natural se ha visto transformada por la intensa urbanización, la industrialización y la creación de las enormes extensiones de naves para las redes de distribución del comercio mundial. Sin embargo, a pesar de la compleja logística del transporte y del comercio modernos, y de la necesidad de albergar a cerca de siete millones de personas, Madrid sigue disfrutando de un rico entorno natural, con zonas silvestres que se ciernen sobre la provincia desde el norte y el noroeste. Y en dirección sur desde la capital sigue siendo posible, en apenas veinte minutos de viaje en tren, verse rodeado por el silencio largo y seco de las llanuras.

Santos Domínguez 



6/9/24

La lentitud de los bueyes. Memoria de la nieve



 Julio Llamazares.
La lentitud de los bueyes.
Memoria de la nieve.
Edición de Raúl Molina Gil.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2024.

Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora.

Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve. Todo tan blando como las bayas rojas del acebo.

Nuestro abandono es grande como la existencia, profundo como el sabor de las frutas machacadas. Nuestro abandono no termina con el cansancio.

No es un error la lentitud, ni habitan nuestra alma las oquedades del conocimiento.

En algún zarzal lejano anida un pájaro de aceite que nace con el día. Siento su sed granate algunas veces. Su abandono es tan dulce como el nuestro.

Su lentitud no está desposeída de costumbre.

Ese es el primero de los veinte fragmentos en los que Julio Llamazares articulaba La lentitud de los bueyes, que publicó en 1979 y que ahora, junto con Memoria de la nieve (1982), reúne Cátedra Letras Hispánicas en un volumen con edición de Raúl Molina Gil, que en su espléndido estudio introductorio define estos libros como “la aventura lírica de un narrador poético”. Una aventura que repasa la introducción desde su formación literaria hasta los tres poemas del inacabado Retrato de bañista y los más recientes de Las ortigas.

Esa introducción orienta al lector cuando aborda las claves interpretativas de La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve: sus aspectos formales, la importancia de la memoria y el olvido en la espiral del tiempo o la función vertebral del paisaje rural de la montaña leonesa y el aparataje simbólico de una obra poética atravesada por la quietud, el silencio y la historia, como en este otro fragmento de La lentitud de los bueyes:

Nada trasciende la densa mansedumbre de esta tarde.

Todo está en calma delante de mis ojos: las cigüeñas varadas sobre el silencio, y los frutales florecidos más allá del tendido del ferrocarril.

En odres muy antiguos, tan antiguos que ni siquiera el dolor puede alcanzarles, está guardado el tiempo. Y su costumbre deja posos más ácidos y azules que el olvido.

Como hierba crecida entre ruinas, la soledad es su único alimento y, sin embargo, su sustancia es tan dulce como nata crecida.

Absteneos, no obstante, de ponerle interrogantes amarillas o de buscar dioses de trapo allí donde existen solamente aguas absurdas.

De todos es sabido que el tiempo no posee otra grandeza que su propia mansedumbre.

Narrador excepcional en libros tan relevantes como Luna de lobos o La lluvia amarilla, Julio Llamazares inició su trayectoria literaria en el campo de la poesía con La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve, unidos por una misma voz poética, por una misma tonalidad salmódica y lapidaria, y en los que se prefigura no sólo la vocación narrativa de su obra posterior sino también los temas que la recorren y la mirada que el autor proyecta sobre ellos. Así ha explicado él mismo la continuidad que vincula toda su obra y la transición natural desde la poesía a la novela:  

“Yo creo que sigo haciendo poesía en todo lo que escribo, porque mi visión de la realidad es poética. Mejor o peor, pero poética en el sentido de aplicar una cierta subjetividad límite a la contemplación.”
“Uno de los puentes que existen entre la poesía que escribí y la novela es el estilo, la manera de escribir. […] Yo no tengo conciencia de haberme pasado a la novela, ni de que existan diferencias entre una y otra. La lentitud de los bueyes y La lluvia amarilla es lo mismo. Memoria de la nieve y El río del olvido es lo mismo.”

Desde la búsqueda de las raíces y la elegía de un tiempo y un espacio perdidos para siempre, Julio Llamazares levanta con La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve una imagen mítica del paraíso perdido y la edad de oro. Y lo hace con unidad de tono y de recursos, de espacio y atmósfera existencial, de visión del mundo para fundir memoria y paisaje, naturaleza y sentimiento, como en el fragmento final de La lentitud de los bueyes:

Miro hacia atrás, hacia el árbol podrido que repentinamente se quedó sin sombra, y encuentro solamente un charco ensangrentado de silencio y una vía muerta por la que nunca pasó nadie.

Cruzo los soportales del mercado donde se exponen los despojos chorreantes del recuerdo.

Levemente descorro la cortina de niebla que levanté día a día en torno a mi memoria, y encuentro solamente los pájaros de invierno que se han quedado helados sobre los hilos del telégrafo.

Tras las choperas blancas, asciende lentamente el vaho dulce y tibio de un establo que espera en la distancia la vuelta ya imposible de los bueyes suicidados en el río.

Miro hacia atrás y sólo encuentro un lejano y dolorido olor a brezo.

En 1985, el año en que Luna de lobos inauguraba su obra narrativa, Llamazares puso al frente de la edición conjunta de ambos libros en un volumen un texto, “Como dos fotos viejas”, en el que escribía: “Así, desolados y sepias, como dos fotos viejas que el olvido ha sobado cuando las encuentras, encuentro yo estos libros que el tiempo ha abandonado y el polvo del silencio comienza ya a borrar. […] Yo sé muy bien qué tiempo se llevó el viento y las cenizas, la hierba que sepulta recuerdos y bueyes como el recuerdo sepulta lo que nunca existió.”

¿Qué espero aún de la espiral del tiempo, de esos cuernos epílogos que suenan en los bosques?

¿Quién atardece junto a mi corazón helado?

Por el paisaje gris de mi memoria, cruzan arrieros sin retorno, pastores y alfareros olvidados, bardos ahogados en el miedo lacustre de sus propias leyendas.

Solo estoy, en esta noche última, coronado de cierzo y flores muertas.

Solo estoy, en esta noche última, como un toro de nieve que brama a las estrellas.

Con ese poema cerraba en 1982 Julio Llamazares Memoria de la nieve, un poema narrativo y de tono épico, articulado con el lento ritmo salmódico de sus largos y solemnes versículos en torno al tiempo, el olvido, la soledad, el desarraigo y la muerte.

Lo abría este texto:

Mi memoria es la memoria de la nieve. Mi corazón está blanco como un campo de urces.

En labios amarillos la negación florece. Pero existe un nogal donde habita el invierno.

Un lejano nogal, doblado sobre el agua, a donde acuden a morir los guerreros más viejos.

En un mismo exterior se deshacen los días y la desolación corroe los signos del suicidio: 

globos entre las ramas del silencio y un animal sin nombre que se espesa en mi rostro.

La emoción y las pérdidas, la escritura y el paisaje, la memoria colectiva y la personal se dan cita en un conjunto de treinta intensos fragmentos que, en palabras del autor, “resume muy bien no sólo la poesía sino toda mi obra. [...] La memoria es como la nieve, escribes sobre ella y mientras escribes se va derritiendo. Es como si siempre escribiera sobre la nieve, no sobre el papel.”

“La nieve está en mi corazón como la hiedra de la muerte en las habitaciones donde nacimos”, escribe Llamazares en uno de los poemas del libro. Y, desde ahí, desde el frío y la melancolía, Memoria de la nieve se levanta sobre la escarcha y la tristeza, sobre el olvido y la herrumbre, sobre el silencio y el invierno para dejar fijada esa realidad desaparecida y para recrearla con la palabra “como si todo fuera igual. Como si no hubieran pasado tantos años.”

“La obra de Llamazares -escribe Raúl Molina Gil- trabaja por la recuperación de las raíces culturales del universo rural, mítico y atemporal a través de la descripción épica y romántica del paisaje, de sus costumbres, de sus leyendas y de sus pobladores. Sobre todos ellos, el hablante lírico imprimió su propia proyección sentimental y existencial para mostrar un paraíso perdido, colmado de una tristeza telúrica y de un fatalismo insuperable y desesperanzador.”


Santos Domínguez 

4/9/24

El espejo de lo maravilloso



Pierre Mabille.
El espejo de lo maravilloso.
Prólogo de André Bretón.
Traducción de Adrià Pujol Cruells.
Atalanta. Gerona, 2024.  


“Frente al espejo, nos vemos abocados a interrogarnos sobre la naturaleza exacta de la realidad, sobre los vínculos que unen las representaciones mentales con los objetos que las suscitan. […] Más allá de su encanto, de la curiosidad y las emociones que nos despiertan las historias, los cuentos y las leyendas, más allá de nuestra necesidad de que nos procuran distracción y olvido, sensaciones agradables o aterradoras, el verdadero propósito del viaje maravilloso, como ya podemos comprender, es la profunda exploración de la realidad universal”, escribe Pierre Mabille en la Introducción de su monumental El espejo de lo maravilloso, que publica Atalanta con un prólogo de André Bretón y traducción de Adrià Pujol Cruells.

En esa misma Introducción en la que delimita el objetivo y el contenido de su libro, Mabille define su obra como “una colección de mapas, desde la cartografía de los sentimientos apasionados hasta el planisferio celeste, pasando por los diagramas en los que los piratas representaban la ubicación de su tesoro enterrado.”

Se aborda así a través de una antología textual una novedosa indagación en lo maravilloso colectivo, en la tradición culta o en el folclore, y una sugerente exploración del universo poético a partir de sus temas esenciales: la creación, la destrucción y el fin del mundo, el miedo a la muerte, las catástrofes naturales y las pruebas purificadoras del héroe, la lucha contra la muerte, la travesía desde el más allá y el mito de la resurrección, los viajes por el camino de lo maravilloso, que “va desde las profundidades del abismo hasta las cumbres escarpadas”, la predestinación y los sueños o la búsqueda del Grial.

Temas esenciales presentes en cuentos y leyendas de diversas tradiciones y de muy variada procedencia: de la Alicia de Lewis Carroll al Matrimonio del Cielo y el Infierno de William Blake, de El asno de oro de Apuleyo a las Iluminaciones de Rimbaud, del Fausto de Goethe a Un médico rural de Kafka, de las Metamorfosis de Ovidio a la Atlántida de Platón, de las leyendas tibetanas o egipcias al Metzergenstein de Poe, de las historias finlandesas del Kalevala a las nórdicas de Sigfrido, de los Veda a los cuentos australianos sobre la creación del mundo y al Apocalipsis de San Juan, de la mitología mesopotámica de Ishtar y su descenso a los infiernos a los mitos precolombinos del Popol Vuh, de Chrétien de Troyes a René Char, de los conjuros mexicanos a los cuentos árabes y los relatos chinos, del África subsahariana a los tratados herméticos de alquimia, de Paul Éluard al viaje de Gilgamesh, de Los Cantos de Maldoror de  Lautréamont a la leyenda de Osiris o de Tasso a Shakespeare. 

Cuentos y leyendas en los que se cruzan lo místico y lo onírico, los ritos y los lugares sagrados, la imaginación y el mito, la tradición popular y la culta para invocar los bosques y el fuego, los misterios del amor de la Sulamita en el Cantar de los Cantares y las joyas milagrosas, los objetos mágicos y las búsquedas, los encuentros y los regresos, las islas encantadas y la raíz de la mandrágora, los viajes iniciáticos y el ámbito del sueño, los conjuros y las apariciones.

Y por debajo de la superficie diversa de esos relatos y leyendas tan distantes en apariencia, transcurre una misma corriente espiritual que refleja la unidad de conciencia y la persistencia en todas las tradiciones y en todas las épocas de las mismas preguntas y las mismas respuestas por medio de los mitos propios de cada cultura.

Mabille publicó en 1940 El espejo de lo maravilloso, que se convirtió muy pronto en una obra de referencia, en un clásico del que en el prólogo de la reedición de 1962 escribía Breton: “El espejo de lo maravilloso... Que no quepa duda de que Pierre Mabille hizo pesar –en polvo de oro– los dos términos de este título. Nada define mejor lo maravilloso que su oposición a «lo fantástico», que, por desgracia, nuestros contemporáneos tienden cada vez más a utilizar como su sustituto. El problema es que lo fantástico casi siempre cae en el orden de la ficción intrascendente, mientras que lo maravilloso ilumina el extremo más alejado del movimiento vital y comprende todo el ámbito de las emociones. En cuanto al espejo, nos hace saber que, si es posible encontrar en él una comparación con nuestro espíritu, debemos reconocer que «su plateado consiste en el rojo fluir del deseo».”

Antes que muchas otras cosas, esta antología que alimenta el imaginario poético universal a partir de la imagen del espejo como metáfora de lo maravilloso es el aleph del surrealismo. Y la vinculación entre la poética  surrealista y el impulso de lo maravilloso la explica de esta manera Pierre Mabille:

El surrealismo ha tenido la virtud de aclarar el problema de la inspiración, que hasta ahora se consideraba un don divino, misterioso y personal. El uso sistemático de los sueños y de la escritura automática, el rechazo del control consciente y la abolición de las clasificaciones artísticas han permitido el regreso a las fuentes de lo maravilloso.

“¿Dónde reside lo maravilloso?”, se pregunta Pierre Mabille en uno de los párrafos de su introducción. Esta magnífica antología comentada de textos que se reflejan en el espejo de lo maravilloso es no solo una respuesta a esa pregunta -“Lo maravilloso está en todas partes”-, sino sobre todo una invitación a penetrar en su ámbito a través de la palabra imaginativa y creadora.


Santos Domínguez 


2/9/24

Harold Bloom. Genios



Harold Bloom.  
Genios.
Un mosaico de cien mentes 
creativas y ejemplares.
Traducción de Margarita Valencia.
Anagrama. Barcelona, 2005. 

Los lectores que conocen El canon occidentalCómo leer y por qué Shakespeare, la invención de lo humano, saben que de Harold Bloom se puede esperar todo, el capricho, la agudeza, la salida de tono y el chispazo, y saben también que nunca defrauda las expectativas. Esas obras están escritas desde la posición  del francotirador que debe ser cualquier buen lector. Y es que Bloom es más un lector -un lector inteligente y libre, inicuo y caprichoso- que un crítico al uso.

Un lector capaz de transmitir su pasión desbordada por la lectura y de contagiársela a sus propios lectores. Su universo literario es tan amplio como definido y está inspirado por sus gustos antes que por valores de más prestigio intelectual.

Ese mundo de lecturas queda seguramente cerrado con los cien nombres que Bloom propone en este volumen titulado Genios, que Anagrama reedita, siete años después de su publicación en la colección Argumentos en su imprescindible serie Otra vuelta de tuerca.

Cien asedios sistematizados según una organización peculiar que no procede de criterios cronológicos, sino de la estructura cabalística y del gnosticismo, para adentrarse en las apaortaciones del genio a la literatura:

El genio literario es difícil de definir y depende de una lectura profunda para su verificación. El lector aprende a identificar lo que él o ella sienten como una grandeza que se puede agregar al yo sin violar su integridad. (...) La invasión de nuestra realidad por parte de los personajes principales de Shakespeare es prueba de la vitalidad de los personajes literarios cuando son el producto del genio. Todos hemos experimentado la sensación de vacío que nos deja la lectura de literatura popular, en la que encontramos nombres sobre una página pero no personas. Con el tiempo, sin importar cuántas alabanzas haya recibido, este tipo de literatura se vuelve anticuada y finalmente se convierte en basura.

Con su habitual tono directo, Bloom avisa y afirma provocativamente:

El estudio de la mediocridad, cualquiera que sea su origen, genera mediocridad. Thomas Mann, descendiente de fabricantes de muebles, profetizó que su tetralogía de José perduraría porque estaba bien hecha. No toleramos mesas y asientos a los que se les caen las patas, sin importar quién los haya hecho, pero pretendemos que los jóvenes estudien textos mediocres, sin patas que los sostengan.

Ese es el punto de partida de esta selección. A Jardiel Poncela once mil vírgenes le parecían demasiadas vírgenes. Nunca creyó que hubiera habido tantas. Es posible que a más de uno le parezca también excesivo el centenar de genios, pero en fin.

En esa prevención parece haber pensado Bloom cuando escribe:

¿Por qué estos cien? Había planeado incluir muchos más, pero después me pareció que cien era suficiente. Aparte de aquellos que no se pueden omitir —Shakespeare, Dante, Cervantes, Homero, Virgilio, Platón y sus pares—, mi selección es completamente arbitraria e idiosincrática. Ciertamente no se trata de la "lista de los cien mejores" ni a mi juicio ni al de nadie más. Yo quería escribir sobre ellos.

Aun sabiendo que el genio es inclasificable y solitario por definición, Bloom, bardólatra en jefe, como él mismo se define, agrupa en las diez secciones del libro, subdivididas en dos lustros de cinco autores cada una, a los cien autores por afinidades temáticas, formales, por actitudes o relaciones genéticas para completar un mosaico movible en el que cada artículo va precedido de un frontispicio. Estos criterios de afinidad para relacionar lo que es esencialmente individual le permiten colocar en la corona de la cabala a Shakespeare, a Cervantes, a Montaigne, a Milton, a Tolstoi con argumentos como los de este párrafo:

Shakespeare, Cervantes y Montaigne fueron contemporáneos, pero Shakespeare, abierto a cualquier influencia, se sirve en su trabajo tanto de Montaigne como de Cervantes (aunque Cardenio, la adaptación que de la obra cervantina hicieron Shakespeare y John Fletcher, se ha perdido). La influencia de Shakespeare en Milton es tan profunda como desasosegante: en Satanás se mezclan características de Yago, Macbeth, e incluso Hamlet. Tolstoi odiaba a Shakespeare y lo condenó por inmoral; sin embargo sentía un cierto afecto por Falstaff, además de lo cual Hadji Murad, la soberbia novela de su vejez, es shakespeariana en sus muy variadas caracterizaciones.

O unir en un lustro coherente a Wordsworth, Shelley, Keats, Tennyson y Leopardi. Y en otro a Walt Whitman, Pessoa, Hart Crane, García Lorca y Cernuda, al que valora como uno de los grandes poetas del siglo XX.

Sorpresas, iluminaciones, juicios agudos alejados por igual del prejuicio académico y de la superficialidad de la crítica mundana, es lo que puede esperar de un libro como este el lector al que se dirige: un lector corriente en el mejor sentido de la palabra al que se le propone una guía de lectura ordenada y coherente.

Harold Bloom sabe que pocos especialistas, pocos críticos, pocos profesores y pocos académicos siguen leyendo por gusto, por amor a la lectura. Y por eso ni este ni ninguno de sus libros están escritos para especialistas ni para estudiosos, sino para lectores receptivos y dispuestos a que se les abran nuevas sugerencias y a leer a nueva luz a los autores conocidos, que mantienen toda su fuerza en la lectura de Bloom:

El genio muerto está más vivo que nosotros, así como Falstaff y Hamlet son mucho más vitales que muchas personas que conozco. La vitalidad es la medida del genio literario. Leemos en busca de más vida y sólo el genio nos la puede proveer.

En Deconstrucción y crítica Bloom se hacía esta pregunta: ¿Es posible desarrollar una teoría lo suficientemente descriptiva y expositiva como para iluminar, en vez de entorpecer, las obras artísticas?

No me atrevería a decir que hay en Bloom un método sistematizado. Ha ido cambiando de sistema para hablar de la ansiedad de la influencia, del concepto de canon, del genio. En todo caso, con apoyo en una base teórica o sin ella, lo que hay en los libros de Bloom son las intuiciones y las razones de un lector genial que, en este y otros libros anteriores, ilumina y no entorpece el acceso a las obras, que no son ni templos para sacerdotes ni museos para diletantes.

Y lo que tampoco falta, como era previsible, son las viejas manías de cascarrabias, de lector impune: su indisimulada tirria hacia T. S. Eliot, "el abominable", su fijación más jocosa, o la veneración desmedida por el Dr. Samuel Johnson. Exageraciones que humanizan la lectura y la hacen viva y cercana, hasta cuando Bloom no pasa de ser un chismoso o un analista previsible.

Y, como siempre en Bloom, el Falstaff de la crítica, la celebración de la literatura como goce, el descaro compatible con el rigor intelectual de las propuestas, la alegría de la literatura y de la inteligencia contagiada a sus lectores, esos happy fews que empiezan a contarse por miles en todo el  mundo.

Santos Domínguez

30/8/24

Idea Vilariño. Poesía completa

 


Idea Vilariño.
Poesía completa.
Lumen. Barcelona, 2008.


Juan Carlos Onetti, con quien tuvo una tormentosa relación a principios de los cincuenta, le dedicó el que posiblemente sea su mejor libro, Los adioses. Y con ese mismo material de palabras, amores difíciles y despedidas continuas está hecha la poesía de la uruguaya Idea Vilariño (Montevideo, 1920).

Profesora de Secundaria, crítica y espléndida traductora de Shakespeare, desde su primer libro, La suplicante (1945) hasta esta recopilación de su Poesía completa que publica Lumen, Idea Vilariño ha construido una obra por la que está reconocida como una de las mayores poetas vivas de la lengua española.

El paraíso perdido de la infancia, la desolación amorosa y el sufrimiento por el paso del tiempo se convierten desde sus primeros poemas en los ejes de una obra que tiene una de sus cimas en sus Poemas de amor (1957), dedicados a Onetti:

Amor
desde la sombra
desde el dolor
amor
te estoy llamando
/ … /
te estoy llamando
como la muerte
amor
como la muerte.

Amarga y desvalida, apasionada, la de Idea Vilariño es una poesía potente e interrogativa, elaborada con recursos verbales escuetos en los que la queja existencial, profunda y sombría se expresa a través de un nivel muchas veces humilde y coloquial.

Sus poemas son una pregunta constante en la soledad de la noche sin nadie, una indagación en los límites hecha con un tono directo e imprecatorio que la acerca en seguida al lector por su tensión apasionada y su proximidad expresiva.

Dos experiencias traumáticas, la de la enfermedad que está en la raíz de Por aire sucio, y las explosivas relaciones con un Onetti imposible (Burro, perro, bestia), marcan una obra poética que tiene su eje en el desgarramiento y la soledad, en el cruce del dolor y el amor, de la pasión y la muerte, y –pese a todo- una admirable contención expresiva:

No sabré dónde vives
con quién
ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca
como esa noche
nunca.
No volveré a tocarte.
No te veré morir.

La conciencia de los límites, el tiempo y el amor, la vida y la muerte vertebran la tensión lírica del universo poético de Idea Vilariño. En Verano, el primer poema de su primer libro, La suplicante, escribía:

A orillas del amor, del mar de la mañana,
en la arena caliente, temblante de blancura,
cada uno es un fruto madurando su muerte.

Capaz de unir en un verso (la luz cereza y el estiércol) la belleza y la sordidez del mundo, Idea Vilariño ha ido avanzando en una poética de la intensidad que culmina en su último libro, significativamente titulado No, y en el fulgor de poemas breves y despojados como el que cierra el libro y esta Poesía completa:

Inútil decir más.
Nombrar alcanza.

Santos Domínguez

28/8/24

Marcel Proust. Sobre la lectura

Marcel Proust. 
Sobre la lectura.
Edición de Mauro Armiño.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2015.

Quizá no hay días de nuestra infancia que hayamos vivido con tanta plenitud como aquellos que creímos dejar sin vivir, aquellos que pasamos con un libro preferido. Todo lo que parecía llenarlos para los demás y que nosotros apartábamos como un obstáculo vulgar para un placer divino: el juego para el que un amigo venía a buscarnos en el pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol molestos que nos forzaban a levantar los ojos de la página o a cambiar de sitio, las provisiones de merienda que nos habían hecho llevar y que dejábamos a nuestro lado en el banco, sin tocarlas, mientras sobre nuestra cabeza el sol iba menguando su fuerza en el cielo azul, la cena por la que habíamos tenido que volver y durante la cual sólo pensábamos en subir inmediatamente después y acabar el capítulo interrumpido, todo eso, de lo que la lectura hubiera debido impedirnos percibir algo más que su importunidad, grababa en cambio en nosotros un recuerdo tan dulce, mucho más precioso -para nuestro juicio actual- que lo que entonces leíamos con tanto amor, que, si hoy llegamos a hojear esos libros de antaño, sólo sería como los únicos calendarios que hayamos conservado de los días idos, y con la esperanza de ver reflejadas en sus páginas moradas y estanques que ya no existen.

Así comienza, en la traducción de Mauro Armiño, Sobre la lectura, un ensayo rebosante de inteligencia y sensibilidad, que Marcel Proust concibió y publicó como prefacio a su traducción de las dos primeras conferencias de Sésamo y lirios de John Ruskin, pero que tiene una presencia autónoma en su obra, porque más que una introducción al maestro inglés, es una reflexión personal sobre la lectura. 

La evocación de esas lecturas en la infancia, clandestinas y nocturnas a la luz de una vela, se elabora ya con una mirada, un tono y un estilo que anticipan su obra posterior y es ya una muestra brillante del lector excepcional y del escritor portentoso que unos años después escribiría A la busca del tiempo perdido.

Lo resume así Mario Armiño en su introducción: “"Sobre la lectura" /.../ adelanta pasajes de A la busca del tiempo perdido. El recuerdo de las lecturas de la infancia anuncia las primeras páginas de Por la parte de Swann, no sólo por el ámbito en que se mueve el protagonista —los platos pintados de la casa veraniega de tía Léonie en Illiers, la péndola, los espinos blancos— /.../, sino también por el tono literario, por el fraseo largo e imbricado, por la sintaxis que se esponja /.../ y genera nuevas oraciones, por la mirada fijada en detalles en principio nimios, por la forma de abordar los personajes de los libros leídos, que cobran vida: no son fruto de la imaginación, la verdadera vida está en la lectura, de ahí la incomodidad que representan el mundo y las rutinas de la vida cotidiana, las obligaciones familiares, tener que comer con los demás, tener que obedecer órdenes como dejar el libro durante el paseo, irse a la cama y apagar la luz.”

Para Proust, la lectura activa, no meramente receptiva, debe ser el motor del pensamiento y de la creación literaria y artística, porque escribir presupone leer y la lectura es una condición previa, una incitación a la escritura.

Y como un don añadido, la excelente prosa que recorre la lucidez de estas reflexiones, su capacidad de sugerencia y de evocación, su hondura reflexiva en torno a una lectura que despierte y no reemplace la vida personal del espíritu, una lectura que movilice la conciencia y la creatividad, porque debe ser, escribe Proust,  la iniciadora cuyas llaves mágicas nos abren en el fondo de nosotros mismos la puerta de las moradas donde no habríamos sabido penetrar.

Un texto, tan brillante como imprescindible, tras el que –escribe Mauro Armiño- “Proust interiorizó de tal modo la influencia del pensador inglés que sobre ese cemento elaboró no sólo una teoría estética propia, sino que además formó ese "yo" que soporta la estructura de la novela-catedral que es A la busca del tiempo perdido."

Santos Domínguez


26/8/24

Goethe. La metamorfosis de las plantas

 




J. W. Goethe.
La metamorfosis de las plantas.
Edición y fotografías de Gordon L. Miller.
Traducción de Isabel Hernández.
Atalanta. Gerona, 2020.


Mira cómo crece, cómo lentamente la planta
guiada paso a paso da sus flores y frutos. […]
Cada planta las leyes eternas te anuncia ahora, 
cada flor conversa más y más alto contigo.

Esos versos pertenecen a un largo poema que Goethe tituló Metamorfosis de las plantas, como el tratado de botánica del que redactó una primera versión en 1790 para reescribirlo y darle forma definitiva veinte años después.

Así explicaba Goethe el objeto de su estudio y el sentido del título:

El secreto parentesco entre las diferentes partes externas de las plantas, como las hojas, el cáliz, la corola o los estambres, que se van desarrollando una después de otra y, en cierto modo, también una a partir de otra, es conocido por los investigadores en general desde hace largo tiempo, e incluso se ha estudiado en detalle. La acción por la cual uno y el mismo órgano permite que lo veamos transformado en toda su variedad se ha denominado metamorfosis de las plantas.

Los tipos de metamorfosis, las hojas seminales, la formación de las hojas del tallo de nudo en nudo, los procesos de floración, la formación del cáliz, la corola o los estambres, los nectarios, los frutos y las semillas, la formación de las flores y los frutos, la transición desde la hoja del tallo al pétalo, del pétalo o la corola al estambre, de estambres a nectarios, de flores a frutos y la transformación de frutos en semillas son algunos de los aspectos que Goethe aborda en este breve tratado de botánica en el que dedica un capítulo a la rosa prolífera y otro al clavel prolífero.

Está en este ensayo el Goethe naturalista, uno de los fundadores de la morfología comparada y del método genético, el científico que descifra “el libro de la naturaleza”, como le decía en una carta a Charlotte von Stein, pero también el pensador y el poeta que aspira a la fusión de análisis y creatividad, de observación y reflexión, razón científica e intuición poética, del ojo físico de la observación y el ojo interno de la reflexión.

Un Goethe que con esa perspectiva basada en el principio de armonía natural y cósmica reúne el microcosmos y el macrocosmos en su búsqueda del principio esencial, del patrón de la morfología botánica a partir de la planta primordial que sirva de modelo de desarrollo vegetal bajo el paradigma de Proteo, el símbolo mitológico griego de las transformaciones. 

“Johann Wolfgang von Goethe contemplaba una absoluta integración de la sensibilidad poética y científica capaz de ofrecer un modo simbólico a la par que científico de experimentar la naturaleza. La metamorfosis de las plantas constituye el propósito de Goethe de avanzar, entre  finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, en la comprensión científica de las plantas por medio de dicha integración”, escribe Gordon L. Miller en el prefacio de la edición ilustrada de La metamorfosis de las plantas que acaba de publicar Atalanta con traducción de Isabel Hernández.

Esta magnífica edición ilustrada reúne las bellísimas fotografías de Gordon L. Miller con grabados antiguos y con las acuarelas que encargó Goethe para ilustrar su ensayo a principios de la década de 1790.

“Emprendí con entusiasmo un proyecto que me brindaba la oportunidad de combinar mis intereses intelectuales con mis habilidades fotográficas.
Desde luego, la parte más desafiante del proyecto fue la localización de las especies botánicas para fotografiarlas. En su texto, Goethe menciona una cincuentena de plantas diferentes por género o especie, de las que pude encontrar la mayoría. Para todas aquellas que no me fue posible localizar, recurrí a algunas de las antiguas ediciones parcialmente ilustradas de su libro. [..]
Goethe consideraba que las ilustraciones ocupaban el lugar de la naturaleza, de ahí que abogara por la necesidad de representar fielmente los objetos naturales. Reconocía la importancia que en todas las ilustraciones de historia natural tenía para los artistas el respeto a los cánones de luz y sombra y a las reglas de la perspectiva, incluso el empleo de la camera lucida o la camera clara, inventadas hacía poco, a fin de asegurar una reproducción fiel. Tanto en su vida como en su obra, deseaba aunar no solo poesía y ciencia, sino también arte y ciencia. A principios del siglo XIX confiaba en que su libro de botánica se publicará algún día en una edición ilustrada, pues pensaba que la mejora de las técnicas gráficas contribuiría decisivamente al avance de la ciencia. Estoy seguro de que estaría muy satisfecho con los resultados que la posterior evolución de la cámara fotográfica ha puesto al servicio de su idealista visión científica.”

Santos Domínguez

23/8/24

Alejandra Pizarnik. Poesía completa


Alejandra Pizarnik.
Poesía completa.
Edición de Ana Becciú.
Lumen. Barcelona, 2016.

                         Los ausentes soplan y la noche es densa. La noche tiene el color de los párpados del muerto.
                        Toda la noche hago la noche. Toda la noche escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche.

Ese breve texto, Linterna sorda, es uno de los poemas de la primera parte de Extracción de la piedra de locura, que Alejandra Pizarnik publicó en 1968.

Un texto de 1966 que cumple ahora medio siglo y que se reedita en el volumen que recoge la Poesía completa de Alejandra Pizarnik en Lumen con los ocho libros que publicó en vida, entre La tierra más ajena El infierno musical, más los poemas no recogidos en libro y los póstumos que reunieron Olga Orozco y Ana Becciú bajo el título de Textos de sombra y otros poemas.

En la intensa brevedad de ese poema se resume la tonalidad oscuramente confesional de la poesía de Alejandra Pizarnik (1936-1972) y asoman alguno de los temas característicos de su universo literario, lleno de sombras y de fulguraciones.

Para conjurar sus miedos, sus incertidumbres y sus contradicciones eligió vivir en la poesía para acabar ocultándose en el lenguaje:

y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo,

escribió en Cold in hand blues, un poema de su último libro, El infierno musical.

Heredera de Rimbaud, que le presta una cita con la que abre su primer libro, y de una escritura irracionalista que va de Lautréamont al superrealismo de Bretón pasando por Mallarmé, su sensibilidad exacerbada dotó a su poesía de tensión verbal y emocional, de un ímpetu visionario que encuentra su cauce en los símbolos que recorren su obra: la noche, el silencio, el jardín o el viento, imágenes de una naturaleza turbia que refleja el enigma del mundo, por eso – escribía- cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa:

Adentro de tu máscara relampaguea la noche. Te atraviesan con graznidos. Te martillean con pájaros negros. Colores enemigos se unen en la tragedia.
Es la imaginería oscura de la desolación, del dolor y el amor, de una intimidad dramática y una sensualidad desgarrada que oscila siempre entre el deseo y las heridas. Esa era su concepción terapéutica de la escritura: “Escribir un poema –decía en una entrevista de 1972, poco antes de suicidarse- es reparar la herida fundamental."

Siempre a medio camino entre la creatividad y la autodestrucción, Alejandra Pizarnik entendió la poesía como un intento de iluminación en lo extraño. Aspiró a la precisión y practicó una escritura exigente y desatada de imágenes en libertad. Fue la extranjera ante el espejo, la que calla en el desierto en busca de sí misma, quien emprende un viaje sin regreso al fondo de la noche. Así en Árbol de Diana:

Sólo la sed
el silencio
ningún encuentro
cuídate de mí amor mío
cuídate de la silenciosa en el desierto
de la viajera con el vaso vacío
y de la sombra de su sombra.

Entre el miedo y la fascinación, entre el vértigo autodestructivo y las adicciones, el desorden y la insatisfacción, la poesía de Alejandra Pizarnik es una experiencia sin concesiones en el límite. Una experiencia que reflejan poemas tan estremecedores como este Continuidad, de Extracción de la piedra de locura:

No nombrar las cosas por sus nombres. Las cosas tienen bordes dentados, vegetación lujuriosa. Pero quién habla en la habitación llena de ojos. Quién dentellea con una boca de papel. Nombres que vienen, sombras con máscaras. Cúrame del vacío —dije. (La luz se amaba en mi oscuridad. Supe que no había cuando me encontré diciendo: soy yo) Cúrame —dije.

De la edición se ha encargado Ana Becciu, que define este volumen como "una compilación, hecha con lealtad a Alejandra Pizarnik, y devoción a su obra, única e irrepetible."

Santos Domínguez

21/8/24

Vidas de Pitágoras

 


David Hernández de la Fuente.
Vidas de Pitágoras.
Atalanta. Gerona, 2011.

A medio camino entre la historia y la leyenda, entre lo apócrifo y lo mágico, entre la filosofía y la ciencia, entre la música y la religión, la figura de Pitágoras atraviesa la historia del pensamiento occidental de los últimos veinticinco siglos.

Filósofo y chamán, astrónomo y orador, Pitágoras formuló una imagen del mundo en clave numérica, creyó en la inmortalidad del alma y en la reencarnación, oyó la música de las esferas astrales y percibió el movimiento armónico del universo. Su pensamiento originó una secta y sus seguidores fundaron un movimiento político que tuvo consecuencias trágicas.

Desde el siglo VI a.C., en que aún se confundían el mito con la historia y la poesía con la filosofía, el adjetivo pitagórico califica a una decisiva tradición literaria y filosófica que arranca de la figura legendaria y carismática de Pitágoras de Samos y de sus innumerables seguidores.

Hijo de Apolo, o avatar hiperbóreo del dios, según algunas tradiciones, sobre su vida se desarrolló entre el siglo I a. C. y el X d. C. una literatura abundante y tardía, distante de los hechos y emparentada con el neoplatonismo, que tuvo sus secuelas en la tradición medieval y en el idealismo renacentista en que confluyó su herencia con la de Platón y con el cristianismo.

A separar la realidad de la leyenda y a fijar la dimensión histórica y el legado cultural de Pitágoras se dedica David Hernández de la Fuente en las Vidas de Pitágoras que acaba de publicar Atalanta en su colección Memoria mundi.

Organizado en dos partes, la primera sección del volumen, un amplio estudio titulado Mediador con lo divino, es un lúcido ensayo que aborda la transcendencia cultural del inventor de la Filosofía. La segunda parte agrupa por primera vez en español, con una nueva traducción anotada, las biografías de Pitágoras que escribieron los antiguos Diodoro de Sicilia, Diógenes Laercio, Porfirio de Tiro, Jámblico de Calcis y Focio de Constantinopla, además del breve epítome que la enciclopedia bizantina Suda dedicaba al filósofo.

Son las biografías que construyeron, muchos siglos después, una imagen legendaria de Pitágoras, al que se le atribuía por ejemplo la formulación de un teorema que conocían en Babilonia dos mil años antes.

El esclarecimiento de la compleja biografía de Pitágoras frente a las falsificaciones, el estudio de la enorme variedad de temas que afrontó, la transcendencia de su pensamiento en la historia de las ideas, y sobre todo la original propuesta de ver en su figura una encarnación del chamanismo griego son las aportaciones fundamentales de este volumen que, como señala el autor, puede ayudar a superar la escisión entre las dos facetas de la secta, entre su escuela antigua y la nueva: la idea de Pitágoras como mediador a la par mántico y político. Esta visión presenta una combinación característica del pensamiento religioso de la Grecia arcaica, la que aúna adivinación y vida cívica.

Santos Domínguez

19/8/24

Ricardo Molina. Corimbo. Elegía de Medina Azahara

 


Ricardo Molina.
Corimbo. 
Elegía de Medina Azahara.
Ediciones Linteo. Orense, 2001.



Pese a su muerte prematura, sobrevenida en lo mejor de su edad poética, Ricardo Molina (1917-1968) ocupa un lugar relevante en la poesía española de los últimos cincuenta años. Fue, con Pablo García Baena y Juan Bernier, fundador del grupo Cántico que enlazó con la mejor tradición del 27 en unos años oscuros y difíciles y abrió una tercera vía, la de mayor calidad, frente a la poesía oficial y meliflua de los garcilasistas y la poesía rabiosa de Espadaña. Basta repasar la poesía de los autores de aquel tiempo para entender que por estos textos el tiempo ha pasado sin hacer los estragos que han sufrido los poetas arraigados y los desarraigados.

Pablo García Baena me contaba, con la emoción de siempre en el recuerdo del amigo muerto, las razones de aquella desaparición, el agotamiento de su corazón cansado por el esfuerzo de unas oposiciones a cátedras de Instituto. Dejaba dos libros preparados para la imprenta (Psalmos y Homenaje) y la herencia de algunos de los poemas de belleza más serena y desgarrada de los que se escribieron en España desde 1945: las Elegías de Sandua (1948), Corimbo, que ganó el Adonais al año siguiente, o, tras un largo silencio decepcionado, la Elegía de Medina Azahara, de 1957.

Ediciones Linteo ha recogido estos dos libros en un volumen editado con exquisito gusto y sobriedad. Con una introducción de Carlos Clementson, experto en Ricardo Molina, y dibujos de Ginés Liébana, el pintor del grupo, se recuperan también como pórtico las emocionadas palabras del texto (Adiós, Ricardo) que escribió Dámaso Alonso con motivo de la muerte del poeta cordobés.

Con su título vegetal que alude a la concepción unitaria del libro y a la integración inflorescente de los poemas, Corimbo reúne textos escritos entre 1945 y 1949, cinco años decisivos en la modulación de la voz poética de su autor. Más desgarradamente que en García Baena, hay en el Ricardo Molina de Corimbo una tensión sostenida entre religiosidad y paganismo, entre vitalismo y espiritualidad, entre el erotismo dionisiaco de las secciones La mirada virgen o El misterioso amante, y el recogimiento penitencial cristiano de la última parte del libro, Los fuegos solitarios.

El mundo interior y el exterior, la inteligencia y los sentidos, la exaltación vitalista del instante y la conciencia elegiaca del tiempo confluyen en este libro confesional y de cuidada y lenta dicción en el que el poeta percibe que

la sabiduría está en saber poco como el ruiseñor. 

Después de Corimbo, Ricardo Molina tuvo que hacer su personal travesía del desierto. Algún que otro enredo en los ambientes literarios nacionales y el silencio elocuente o la incomprensión provocaron en el poeta una decepción que le mantuvo callado hasta que en 1957 publica Elegía de Medina Azahara, una meditación del tiempo y de las ruinas, un libro de fluencias y confluencias en el que el verso se ha estilizado para evocar la destrucción de aquella residencia que era la capital del refinamiento y es ahora una metáfora del paraíso perdido, de la belleza fugaz de los jardines y la música de las fuentes, quizá también de la voz poética perdida, como al final de Atardecer:

Música y pena teje el ruiseñor oscuro. Y alguien, para quien es luz y dolor la vida, queda en la noche oyéndolo inmóvil, solo, mudo.

Feliz recuperación editorial de dos libros delicados y admirables. Feliz quien lea esta altísima poesía que sigue destilando su esencia de belleza inmune al tiempo.

Santos Domínguez

16/8/24

Félix Grande. Libro de familia

 

Félix Grande.
 Libro de familia.
 Visor. Madrid, 2011.


Franz Kafka rebautizó irónicamente lo que llamamos robo: «Préstamo con dilación indefinida». Para fortalecer varios instantes de este libro les he tomado en préstamo alguna que otra «calidad súbita del mundo» (así llamó Cintio Vitier a todo verso que merece tal nombre) a Leónidas Andréyev, Eladio Cabañero, José Hierro, Franz Kafka, Antonio Machado, Jorge Manrique, Luis Rosales y César Vallejo. En cursiva he anotado sus iluminaciones. // El poeta Santos Domínguez, tras interrogar al infinito ISBN, me informa de que el título Libro de familia ha aparecido anteriormente al frente de tres libros de poesía, firmados por Joaquín Márquez, José Ignacio Foronda y Ana Rosa Carazo... lo que sugiere que tal nominación nos aconseja no desconocer unas líneas del Refranero: «Algo tendrá el agua, cuando la bendicen» y «Nunca es mal año por mucho trigo». Envío mi solidaridad a mi amigo Santos Domínguez y a mis cómplices tres madrugadores.

Esta ‘Vindicación de la rapiña’ que firma Félix Grande forma parte de La letra pequeña, el epílogo de su Libro de familia, que editó Visor en su colección Palabra de Honor.

Es cierto que Félix me transmitió sus dudas con el título Libro de familia, que había aparecido en las ocasiones que le comenté. Pero si en vez del ISBN hubiéramos consultado el Registro Civil habríamos comprobado que ese sintagma figuraba en la portada de millones de ejemplares de determinados documentos burocráticos.

Da igual, porque este Libro de familia de Félix Grande es un libro intransferible y personal, un libro intenso que recupera la voz poética inconfundible de su autor tras décadas de silencio.

Ese silencio lo rompieron recientemente los versos de La cabellera de la Shoa que incorporó a la edición de Biografía y lo pueblan ahora de manera espectacular los once poemas en los que el poeta rinde homenaje a su familia genética, a las últimas habitaciones de la sangre de las que habló Lorca, a la intimidad sentimental, a los padres, a la esposa, a la hija, a la infancia propia. Hay en esos textos momentos memorables, conmovedores y curativos como los de Esta vejez, El madrigal del odio muerto o Hijopaterno de mí.

Pero el homenaje convoca también en estas páginas a sus ancestros literarios, éticos y artísticos: la hermandad radical con Machado y Vallejo –dos sombras tutelares que iluminan este libro y la obra toda de Félix Grande-, el parentesco con la criatura de dolor del cante flamenco en su noche solar o con la cuchara –en pie sobre el planeta- de aquel desollado altivo que se llamó Johann Sebastian Bach.

Libro de familia es lo que debe ser cada libro de poesía de un autor consagrado como Félix Grande: un arriesgado salto al vacío -ese hermoso abismo de la vida-, una abolición del tiempo –como la que hizo Machado cuando evocó a su padre joven desde sus canas filiales- en el espacio preciso del poema, una feliz incursión en la palabra, en la memoria y en la música como búsqueda y como consuelo.

Porque, igual que el flamenco, también la poesía nace

mordiendo. Y llorando. Así ha nacido. Y no sabemos cuándo.
Y no sabemos dónde, pues lo inmenso en el vértigo se esconde. 
Y no sabemos nada: sólo que suena a cósmica pomada:
 
que ante el penar y el yelo él es la redención y es el consuelo.


Santos Domínguez 

14/8/24

Manuel Ríos Ruiz. El gran libro del flamenco.


Manuel Ríos Ruiz.
El gran libro del flamenco.
Volumen I. Historia. Estilos.
Volumen II. Intérpretes.
Calambur. Madrid, 2002.

Desde que se publicó, hace más de dos décadas, El gran libro del flamenco, de Manuel Ríos Ruiz, se ha convertido en un clásico indispensable de la flamencología, junto con otras obras de referencia de Félix Grande, Caballero Bonald, José Manuel Gamboa, Ortiz Nuevo o Alfredo Grimaldos.

Editado por Calambur en un cuidado estuche con dos tomos, no es una enciclopedia aséptica, sino un tratado meticuloso en el que es fundamental  el enfoque valorativo y el juicio del experto prestigioso que es Manuel Ríos Ruiz.

La historia y los estilos flamencos son la base del primer volumen, completado con una bibliografía completa y una discografía selecta y suficiente. Generosamente ilustrado, se aborda en sus páginas el origen y la evolución de la más expresiva de las músicas mediterráneas, desde las raíces tartésicas a las influencias orientales árabes o persas de la música andalusí pasando por aquellas cantica gaditanae a las que aludían los latinos anteriores a Cristo. 

La genealogía, etimología y del flamenco, folclore elevado a arte desde que en el último cuarto del XVIII -a la vez que la Pragmática de 1783 con la que Carlos III reconocía a los gitanos su condición de españoles- se concretan su estilo, su estructura lírica y melódica y las diferentes ramificaciones en siete ritmos fundamentales: siguiriya, soleá, tangos, fandangos, cantes libres, cantiñas y bulerías. 

De Jerez a los Puertos, de Triana a Málaga, de Cádiz a Granada, de esas siete estructuras derivan los palos flamencos que desde las tonás a los cantes de ida y vuelta se abordan en la segunda parte de este primer volumen que incluye también un jugoso apartado sobre el coplerío tradicional de lso distintos estilos.

Canto porque me acuerdo de lo que he vivido, decía Manolito el de María, profundo y casi mendigo, desde su cueva de Alcalá de Guadaira. De la cueva oscura a las ventas, de las fraguas a los colmados, de los reservados a los tablados de los teatros y a las plazas de toros, desde las Cortes de Cádiz a la actualidad pasando por las sublevaciones campesinas, la época republicana, la dictadura y la clandestinidad antifranquista, la historia del flamenco es inseparable de la historia de España, del trasfondo social de la Andalucía de la injusticia y de la marginación. De la seguiriya a la soleá, es la historia de las calamidades y la pobreza hechas cante negro de fragua y de celda o cauce de la explosión a compás de la alegría festera.

Si en el primer volumen Ríos Ruiz evoca la evolución del flamenco hasta la actualidad, desde figuras fundacionales como El Fillo, Silverio Franconetti, La Serneta, El Nitri, Enrique el Mellizo, El Loco Mateo o Antonio Chacón hasta Camarón o Morente, pasando por nombres imprescindibles como Manuel Torre, Juan Talega, Manuel Vallejo o Antonio Mairena, el eje del segundo volumen son las semblanzas valorativas de las grandes figuras del cante, el baile y el toque flamencos, subrayadas con abundantes documentos gráficos.

Unos utilísimos índices onomástico y topográfico completan la obra y permiten la precisión de una consulta rápida sobre esa música abismal que viene del tronco mineral y negro de la fragua y emerge en los cantes oscuros de fragua, de mina o de celda  o en la claridad salinera del camino estrecho y jalonado de ventas entre San Fernando y Cádiz, con la prosodia rítmica del lamento y del duende o con la sintaxis amarga de la rebeldía y el dibujo secreto de sus sonidos negros.


Santos Domínguez