18/3/24

Javier Sáez de Ibarra. Un réquiem europeo


Javier Sáez de Ibarra.
Un réquiem europeo.
 Páginas de Espuma. Madrid, 2024.


Contempla el lugar tomándose su tiempo, sus ojos barren la realidad de un lado al otro con lentitud, de izquierda a derecha. Y luego otra vez lo mismo, en sentido contrario. Observa lo que hay delante, el camino disponible del que la separa ese claro. Su rostro es serio, tenso por la concentración. Quizá transcurran de esa manera uno o dos minutos. O tres, o cinco. La mujer baja la mirada. O diez, o doce. El espacio vacío ante ella se ha ido ensanchando.
Sin que nada lo anticipe, comienza a agitarse. La sacude un escalofrío, varios temblores. Ahora respira con relativa dificultad. Sufre, no hay duda, un mareo. Se toca la frente, palidece. Opta por caminar unos pasos hacia su derecha, adonde se halla el gran recipiente en el que se acumula el agua de las últimas lluvias que se adivina, más bien, bajo una superficie tejida de hojas amarillas, marrones, negras. La mujer llega hasta la estatua de piedra y se apoya en su base. Vuelve a mirar hacia la plaza abierta. Ha cesado el viento por completo y el tiempo hace rato que se ha detenido.
Algo la obliga a agacharse, se diría que un dolor le ataca el vientre. Gime. Se dobla sobre sí y sus rodillas casi tocan la tierra. La vemos inmovilizada en ese lugar cuando se aprecia de forma ostensible una transición. Su imagen va adelgazándose, como si una fuerza la consumiera con rapidez, toda ella pierde volumen, se ha ido convirtiendo en una lámina delgada, de mínimo espesor. Uno de sus brazos insiste todavía en agarrarse a la esfinge. En ella se sostiene mientras, sin que nadie pueda evitarlo, las manchas de color que ya son su cuerpo tiemblan, se difuminan y desaparecen.

Así termina el texto que abre Un réquiem europeo, de Javier Sáez de Ibarra, que publica Páginas de Espuma. Un texto hipnótico y potente, situado en un espacio oscuro que sugiere un recinto funerario, en el que un personaje dice: “Aquí no puede entrar nadie que no sepa leer. No es conveniente.” 

Precedidos de ese texto y organizados en las once partes de la estructura musical del réquiem (I. Introito, II. Kyrie, III. Gloria, IV. Aleluya, V. Credo, VI. Sequentia, VII. Ofertorio, VIII. Santo, IX. Agnus Dei, X. Communio, XI. Bendición) y en sus subdivisiones internas (Dies irae, Tuba mirum, Confutatis, Lacrimosa, etc.), sus veintitrés relatos se organizan en la secuencia musical de un libro que, como es lógico, no tiene índice sino partitura. 

Veintitrés relatos que se integran en un conjunto orgánico que va modulando las distintas tonalidades de su polifonía narrativa en un mosaico de voces en primera persona que dibujan un fresco de situaciones y protagoniza un elenco de personajes huidizos y complejos.

Las difíciles relaciones humanas, familiares y de pareja, la escisión del hombre contemporáneo frente al mundo virtual, el secreto y la incertidumbre ante una realidad ambigua y problemática en la que irrumpen los inmigrantes y los mendigos, la identidad y la conciencia de las máquinas inteligentes, la explosión amorosa heterosexual de dos adolescentes, los catorce resucitados que regresan a sus casas en 1916 en una región cercana a Londres, la traición entre hermanos y el remordimiento que impulsa un viaje vertiginoso entre la nieve en busca del perdón, la obsesión de una gota fantasmal, ilocalizable y egoísta en el silencio de la noche, las pérdidas y el destino, la incomunicación y la confusión en la que conviven sensaciones antagónicas:

Entonces, en aquella semioscuridad tan acogedora de los bares de copas, sentí que era un hombre digno y que no lo era en absoluto. Que iba a llorar y que no podía parar de sonreír, de reír, de enloquecer. Que todo quedaba resuelto y nada lo estaba. Que me hallaba solo y perdido en la tierra, cuando los extraños que me rodeaban podían comprenderme. Sentí que una sombra benéfica descendía a mi corazón. O que el destino se burlaba de mí.
Quería volar como un ángel, aunque no podía hacerlo. No deseaba encontrarme allí y, sin embargo, era mi sitio. ¿Quién era yo? ¿Quién se atrevería a decírmelo? Podía  enamorarme de la vida o arrojarme de un quinto. Ah, y con la copa vacía y la gratitud golpeándome.

Inquietantes y perturbadores, estos cuentos  proyectan en su conjunto una serie de miradas muy distintas al presente, a la existencia del hombre contemporáneo y a la crisis de la civilización europea: “El ocaso es la clave de esta tierra del confín del mundo llamada Occidente”, dice la periodista narradora de Confutatis. La Moraleja.

Y abundan en estas páginas los homenajes y relecturas de los cuentos de fantasmas y los relatos de ciencia ficción, la actualización de las figuras de Pleberio y Alisa, padres de la suicida Melibea, en Lacrimosa. O de la figura de Eva en el espléndido texto de cierre, Cuatro momentos de Eva, que corresponde al momento final de la Bendición y que culmina un viaje interior desde la sombra a la luz, desde la muerte a la vida. Termina con este párrafo, puesto en boca de la primera madre:

A veces me acuerdo de la Voz; pienso si no lo tramó todo desde el principio. Si bien nos prohibió comer, nos entregó el árbol; dejó deslizarse a la serpiente que me sedujo; abrió nuestros ojos a nuestros cuerpos para que nos amáramos, y ha permitido que brote una criatura de mi vientre. Yo no me cambiaría por lo que fui en aquel entonces; menos aún por los terribles ángeles inmóviles que vigilan si se nos ocurre la absurda idea de regresar. Alguna noche medito en el enigma de la Voz, que trazó este plan y renunció a tocarnos, pero no nos ha abandonado.


Santos Domínguez 


15/3/24

Antonio Carvajal. Nos diferencia el cuerpo



Antonio Carvajal.
Nos diferencia el cuerpo.
(Antología 1968-2022
Edición de Francisco Silvera.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2024.

“Mi moral era luchar por una vida más bella, más justa, siempre sagrada, cuya plenitud entreví en la delicia del amor compartido, de las primeras amistades con artistas y poetas con quienes compartí la indescriptible emoción de engendrar, conservar y transmitir la belleza. Ése es el germen de Tigres en el jardín y ése he querido que sea siempre el sentido de mi poesía. Una poesía donde cabe todo cuanto sea defensa y afirmación de la vida, denuncia y rechazo del mal”, afirmaba Antonio Carvajal (Albolote, 1943) en ‘Propósitos poéticos’, el texto con que presentó la lectura de su obra poética en la Fundación Juan March hace veinte años. Y añadía: “Encontré la singularidad de mi voz en la disciplina del estudio y en la aceptación razonada de los consejos de los mejores.”

Ese diálogo constante con la tradición recorre la obra poética de Antonio Carvajal, que acaba de recogerse en Nos diferencia el cuerpo, una amplia antología de su escritura entre 1968 y 2022 que publica Cátedra Letras Hispánicas con edición de Francisco Silvera, que en la introducción define la poesía de Carvajal como “una obra amplísima, diversa y monumental.”

Libros como Tigres en el jardín, Serenata y navaja, Sitio de ballesteros, El viento en los jazmines, Testimonio de invierno o Un girasol flotante son el testimonio poético de lo que Francisco Silvera resume como “una vida entregada a la poesía y la reflexión en torno a ella.”

Reflexiones como las que contiene este texto, que contiene las claves formales y temáticas de su poesía.

ARTE POÉTICA

Arte poética,
lección primera:
cuerda y tijera.

Arte poética,
lección segunda:
Que la palabra sea
como la luna,
mudable y engañosa
y exacta y única.

O sea, lección dos:
Que la palabra sea
puntual como el sol
que da, entre dos tinieblas,
luces al corazón.

O, por mejor decirlo,
que la palabra tenga
al par la luna, el sol:
Ágil la luz sagrada,
sangrando el corazón.

Con palabra heredada se titula muy significativamente una de las abundantes antologías poéticas de Antonio Carvajal. Y es que su poesía surge del diálogo con la tradición y de la emulación de los maestros en un proceso de escritura y reescritura en el que el himno se impone como elección frente a la elegía, el arte y la amistad se alzan frente a las pérdidas, la palabra se yergue frente al  silencio y el amor frente a la soledad con una mirada cósmica emparentada con la de Vicente Aleixandre.

Entre el fuego y el juego, entre la vida y la literatura, la constante celebración de la existencia y el amor que hay en su poesía hímnica encuentra su cauce formal en un diálogo renovador con la tradición poética y las estructuras métricas de la poesía culta, del soneto de raíz garcilasista, gongorina o quevedesca en Tigres en el jardín, de la silva de Serenata y navaja o o de la tradición popular del arte menor y la asonancia en Del viento en los jazmines o en Una canción más clara.

De Miradas sobre el agua es este soneto a modo de autorretrato poético y vital:

Quizá de la poesía sea yo el mejor obrero.
Lo dicen tantos. Ellos deben saber por qué.
Pero no saben darme la palabra que quiero,
toda ella encendida de esperanza y de fe.

Pero no saben darme el abrazo que espero;
porque antes que poeta, antes que artista, que
domador del vocablo rebelde, hubo un certero
rayo que hirió mi alma y curarla no sé.

Porque antes que poeta, y antes que profesor
de vanidades, soy un varón de dolor,
un triste peregrino que busca su alegría.

Tal vez cordial o vano, tal vez il miglior fabbro;
pero pocos entienden que en mis palabras labro
esa fosa con flores que llamamos poesía.

Santos Domínguez 

  
                                      

13/3/24

Jean Tulard. Napoleón


Jean Tulard.
Napoleón.
Traducción de Jordi Terré.
Editorial Crítica. Barcelona, 2024.


En las Memorias de ultratumba, dos personajes aparecen deformados: Napoleón y el propio Chateaubriand. Olvidémonos de este último. Por lo que respecta al primero, si la leyenda dorada lo hizo nacer en un tapiz donde estaban representados los combates de la Ilíada, la leyenda negra, cuyo principal chantre fue precisamente Chateaubriand, no se quedó a la zaga. Desde luego, se ha probado que Napoleón nació el 15 de agosto de 1769, pero no todo es falso en la corrección que llevó a cabo Chateaubriand de los momentos iniciales de la vida de Napoleón. En efecto, hay algo de extranjero en Napoleón, y Chateaubriand no se equivoca al hablar de una «existencia caída del cielo y que podría pertenecer a todos los tiempos y a todos los países». Aun así, Napoleón nació en Ajaccio, el 15 de agosto de 1769, en una Córcega todavía sobresaltada por su «anexión» a Francia.

Así comienza el primer capítulo (‘El extranjero’) del Napoleón de Jean Tulard, una magistral biografía que se ha convertido ya en un clásico de los estudios sobre la figura de Bonaparte y que acaba de publicar la Editorial Crítica con traducción de Jordi Terré.

Un clásico que se articula sobre la narración ágil de la biografía de un personaje que ha generado una inabarcable bibliografía desde Chateaubriand y Stendhal, una bibliografía ingente que en forma de folletos, panfletos y elogios oficiales circulaba mucho antes de la muerte del emperador en 1821, el  año en que se publica también la primera biografía completa de Bonaparte.

“El héroe de esta aventura -afirma Tulard en su introducción- inspiró más libros que días hayan transcurrido desde su muerte. Esta inflación no es un fenómeno estrictamente nacional ni siquiera europeo. Llega hasta Asia: en 1837 Ozeki San'ei escribió en chino una biografía de Napoleón.”

Y ha habido además una constante atención en el tratamiento cinematográfico de su figura, desde 1897 en que Lumière filmó su Entrevista entre Napoleón y el Papa y que, pasando por esa cima cinematográfica que es el Napoleón de Abel Gance, llega hasta la reciente y polémica versión bonapartista de Ridley Scott

Polémica ha sido también la figura de Napoleón. ¿Héroe de la libertad o dictador?, ¿salvador de la República o autócrata?, ¿usurpador del trono, aliado de los realistas o jacobino?, ¿defensor de los derechos humanos y la libertad o tirano sanguinario, obsesionado con fundar una dinastía que dominara Europa?, ¿un aventurero ambicioso o el fundador de la Francia moderna?

Dilucidar esa  controversia es el objetivo fundamental de esta magnífica obra que al final de cada uno de sus veinticinco capítulos incorpora una interesante y muy valiosa sección titulada “Debates abiertos”, en donde se analizan las distintas interpretaciones de los hechos a través de la extensa bibliografía sobre Napoleón. 

El ensayo comienza con una introducción -‘La elección’- que lleva al lector al momento central de la vida de Napoleón con la reconstrucción del golpe de estado del 18 de Brumario (9 de noviembre) de 1799, “uno  de los golpes de estado peor concebidos y peor desarrollados que imaginar se pueda”, según Tocquevillle.

Había pasado un mes justo desde su regreso a Francia el 9 de octubre de 1799, en un momento de crisis de la revolución, rodeado de prestigio militar y de popularidad tras las campañas de Italia y Egipto. Era un Napoleón ya muy consciente de la importancia de la propaganda y de la imagen: “Pocas veces -escribe Tulard- un personaje histórico se habrá preocupado tanto en fraguarse un perfil: pequeño sombrero y redingote gris, mano en el chaleco: apenas tuvieron trabajo la caricatura y la imagen de Épinal para aprovecharse del Emperador.”

Organizado en cuatro partes, la primera -‘Nacimiento de un salvador’- recorre  sus orígenes, su meteórica carrera militar y sus primeros escarceos políticos en Córcega. Desde esas primeras acciones se confunden en el comportamiento de Napoleón la acción militar y el propósito político, una confluencia que sería constante en la campaña de Italia y la explotación política de las victorias con la prensa puesta a su servicio o en la expedición a Egipto en donde se aunaron, además de  los intereses políticos, los objetivos militares, económicos y científicos.

La segunda parte -‘La Revolución salvada’- se centra en el proceso de liquidación de la Revolución, tras el fracaso del Directorio y el consiguiente paso de una dictadura revolucionaria a la dictadura militar del Consulado napoleónico. Bajo la dirección de Bonaparte se redactó una nueva constitución que suscitó el consenso de los antiguos revolucionarios burgueses y campesinos y de los nobles; se impulsó la recuperación financiera y la superación de la crisis económica y se restauraron instituciones inspiradas en el Antiguo Régimen; se procedió a una labor de pacificación interna, social, política y religiosa y se aspiró también a conseguir una paz continental.

Nombrado Cónsul vitalicio por plebiscito, la concentración de poderes en Napoleón como Primer Cónsul era solo el primer paso en el camino de un despotismo monárquico o imperial y en el retorno a las formas monárquicas del poder, que se concretarían en la proclamación de Bonaparte como emperador de los franceses, una dignidad que además se declaraba hereditaria en su familia.

El 2 de diciembre de 1804 en Notre-Dame se coronó a sí mismo Emperador ante el Papa Pío VII. Se iniciaba así simbólicamente un proceso que, tras las victorias en Austerlitz y Jena, llevarían al imperio napoleónico a su apogeo en 1807. Ese momento se aborda en la tercera parte -‘El equilibrio’-, donde se repasan los aspectos más relevantes de ese apogeo: el dominio sobre Europa, los avances sociales y económicos, el progreso de las ciencias, el estilo imperio o el desarrollo de la literatura y las artes, puestos al servicio propagandístico de Napoleón. 

En la cuarta parte -‘Los notables traicionados’- se resume el proceso de decadencia política del modelo napoleónico: la ruptura con los notables, sus viejos aliados del golpe de Brumario, a raíz de la creación de la nobleza de Imperio que recuperaba a la aristocracia antigua, y a causa del conflicto con España y “la locura dinástica de Napoleón”. 1808 fue “punto de inflexión en la aventura napoleónica, un verdadero comienzo del fin” de quien había pasado de ser un salvador a ser un déspota, afirma Tulard, que describe así su rutina diaria: 

El Emperador se despertaba a las siete y se hacía leer los periódicos y los informes de policía centralizados por Duroc, mariscal de Palacio, examinaba las facturas de sus proveedores y se entretenía con sus familiares. A las ocho estaba en su despacho de trabajo, donde dictaba su correo a sus secretarios, Bourrienne, y luego Méneval y Fain, y echaba un vistazo a los boletines de la policía. A las nueve: petit lever [ceremonia íntima del soberano con familiares y cortesanos], seguido a las diez por un desayuno del que daba cuenta en diez minutos, regado por el habitual chambertin cortado con agua, según una tradición heredada del Antiguo Régimen. Luego regresaba a su despacho, donde lo aguardaba el estudio de expedientes, catálogos y hojas de servicios, y consultaba los mapas que le preparaba Bacler d’Albe. A la una de la tarde asistía a las sesiones del Consejo de Ministros, del Consejo de Estado o de los consejos de administración. Cenaba a las cinco, aunque a menudo no se sentaba a la mesa hasta las siete. Después de cenar, se entretenía en el salón con la emperadora, echaba un vistazo a los últimos libros que le facilitaba Barbier, su bibliotecario, y luego regresaba a su despacho para acabar el trabajo del día. Se acostaba a medianoche y se despertaba hacia las tres de la madrugada para meditar en los asuntos más delicados, tomaba un baño caliente y se volvía a acostar a las cinco. 
Solo los viajes y campañas militares perturban este tipo de vida.

Esa última parte incide en el progresivo agotamiento intelectual y físico de Bonaparte, en el desapego de los notables, en el fracaso de la política exterior en el avispero español con una intervención que provocó la resistencia nacional y la Guerra de Independencia, en la que Napoleón acumuló unos errores sobre otros, lo que tuvo consecuencias desastrosas para él. A ello se sumaron la guerra con Austria, el conflicto con los Estados Pontificios que había invadido, la crisis económica, las derrotas militares en la desastrosa campaña de Rusia, el desmoronamiento de la Alemania napoleónica y el fin del reino de Italia, las sucesivas derrotas en España o la ruina de las colonias francesas en América.

Se fraguó así su caída, su pérdida de legitimidad, el abandono de sus aliados, la abdicación en 1814 en la persona de Luis XVIII, el exilio en la isla de Elba, el retorno a París en 1815, la derrota en Waterloo y una segunda abdicación antes del destierro definitivo y la muerte en Santa Elena el 5 de mayo de 1821.

Con descripciones vivas de los acontecimientos y el apoyo de un enorme aparato de erudición en notas y referencias, este ensayo desarrolla, además de la parte expositiva, una constante voluntad interpretativa ante la controversia sobre la actuación de Napoleón y sobre su significado histórico. Por eso su más admirable aportación son esos ‘Debates abiertos’ en los que al final de cada capítulo Tulard hace un análisis de la situación en que está el debate historiográfico sobre los diferentes aspectos de la figura de Napoleón, de sus ideas políticas y de su mandato.



11/3/24

Un artista del hambre



Franz Kafka.
Un artista del hambre. 
Traducción de Isabel Hernández. 
Ilustraciones de Federico Delicado.
Nórdica. Madrid, 2024.

Nórdica conmemora el centenario de la muerte de Kafka con la publicación en una bellísima edición conmemorativa de uno de sus relatos más perturbadores y significativos, Un artista del hambre, con una estupenda traducción de Isabel Hernández  y espléndidas ilustraciones de Federico Delicado.

Se abre con este párrafo:

En las últimas décadas ha disminuido mucho el interés por los artistas del hambre. Mientras que antaño merecía la pena organizar por cuenta propia grandes exhibiciones de este tipo, hoy resulta completamente imposible. Eran otros tiempos. Entonces la ciudad entera se entretenía con los artistas del hambre: con cada día de ayuno aumentaba el interés, todos querían ver al artista del hombre al menos una vez al día; las últimas jornadas había abonados que se pasaban horas enteras sentados delante de la pequeña jaula, incluso se hacían visitas por la noche para aumentar el efecto a la luz de las antorchas. Los días que hacía bueno sacaban la jaula al aire libre y entonces el artista del hambre se exhibía especialmente para los niños; mientras que para los adultos a menudo no era más que una diversión en la que participaban porque estaba de moda, los niños, asombrados y boquiabiertos, agarrándose de la mano unos a otros por seguridad, veían cómo el artista, sentado en la paja esparcida por el suelo, despreciando incluso una silla, pálido, con su maillot negro y las costillas muy marcadas, respondía a las preguntas con una sonrisa forzada, asintiendo a veces cortésmente con la cabeza, incluso sacando el brazo por entre los barrotes para que pudieran percibir su delgadez; pero luego volvía a sumirse en sus pensamientos, sin preocuparse de nadie, ni siquiera de las campanadas, tan importantes para él, del que era el único mueble de su jaula, el reloj, sin dejar de mirar al frente con los ojos casi cerrados y, de vez en cuando, beber un sorbito de un diminuto vaso de agua para humedecerse los labios.

Kafka lo publicó en 1922, dos años antes de su muerte, en la revista literaria Die neue Rundschau. Ese mismo año había muerto Arnold Ehret, uno de aquellos artistas del hambre que se habían puesto de moda como espectáculos circenses. Se había encerrado en una jaula de vidrio en Colonia en junio de 1909 y había estado casi cincuenta días sin comer. 

Ese ayunador o el italiano Giovanni Succi podrían haber sido el punto de partida de esta parábola kafkiana sobre cuyo sentido se siguen proponiendo diversas interpretaciones. El aislamiento y la muerte, la incomprensión y el fracaso, la degradación de las relaciones humanas o la soledad son los ejes temáticos de una alegoría irónica sobre el papel del artista, marginado en una sociedad indiferente, sobre la relación con el público, que lo acaba despreciando, y sobre la dificultad de la creación a través de un personaje que ayuna inevitablemente, porque no puede hacer otra cosa:

Porque -dijo el artista levantando un poco la cabecita y, redondeando los labios como para un beso, le habló al inspector al oído para que no se le escapara nada-, porque no he podido encontrar una comida que me guste. De haberla encontrado, créeme que no habría levantado ningún revuelo y me habría hartado de comer igual que tú y que todos. 

Fue uno de los pocos relatos que salvaba de todos los suyos cuando pidió a su amigo Max Brod que destruyera casi toda su obra. Un intenso y frustrante relato kafkiano sobre un viaje profesional hacia ninguna parte.

Santos Domínguez 




8/3/24

Ángel García López. Luna del verbo

 


Ángel García López.
Luna del verbo.
Antología.
Prólogo de Ángel Luis Prieto de Paula.
Selección de Felipe Benítez Reyes. 
Renacimiento. Sevilla, 2023.  


Pagado en ti, dolor, mi verso queda. 
Y, al igual que me saben, sé quién soy.

Así cerraba Ángel García López ‘Últimas voluntades’, uno de los poemas que forman parte de la antología Luna del verbo que publica Renacimiento con selección de Felipe Benítez Reyes y un prólogo en el que Ángel Luis Prieto de Paula destaca que García López “está naturalmente imbuido de sensorialidad muelle, liturgia ritualizadora y riqueza verbal derivadas de los neomodernistas meridionales, y es dueño del aparato compositivo de los grandes poetas barrocos. Dotado para hacer sonar todos los instrumentos de la orquesta, parece responder más a la imagen de un poeta sinfónico que de cámara.”

Veintiocho textos son los que recoge esta selección que ofrece un recorrido por los temas, los tonos y las formas de una extensa obra poética que más allá de su variedad temática y estilística responde a la profunda unidad de una mirada profunda al mundo y al fondo de sí mismo y una expresión exigente que, sin renunciar a la búsqueda de imágenes renovadoras y a los hallazgos verbales, se integra en una amplia tradición literaria.

Y esa integración se sustancia en la poesía de Ángel García López en la coexistencia armónica de lo antiguo y lo moderno, del rigor métrico y la libertad del verso libre, de la contención clásica del soneto y el desbordamiento expresivo del versículo.

Esta selección -advierte el antólogo en una nota inicial- responde a “un intento de componer una suerte de «libro de libros», una especie de recorrido biográfico sustentado en referencias especialmente características de las contenidas en la extensa y poliédrica obra poética de Ángel García López: el recuerdo de su tierra nativa, su vida en Madrid, el testimonio amoroso, la experiencia de la enfermedad reflejada en Trasmundo, la reflexión sobre la escritura propia…”

Con tonos distintos, conviven en esta poesía la expresión directa y la metáfora elaborada, la melancolía del sur de  Elegía en Astaroth y la exaltación del presente de Auto de fe, la confesionalidad autobiográfica y la bajada a los infiernos de Trasmundo, el impulso hímnico de Mester andalusí o la fuerza elegíaca de Memoria amarga de mí.

Esa tendencia elegíaca es una de las líneas vertebrales de la poesía de Ángel García López.  ‘Juventud ya fábula de fuentes’, uno de los textos incluidos en la antología, lo resume en sus versos cortos e interrogativos que hablan existencialmente del tiempo y de la identidad: 

La noche habla a la noche 
y, en sonidos de humo, 
se diluyen las voces.

A quien calla pregunto 
por saber quién me esconde 
del silencio en lo oculto.

Árbol solo, sin bosque, 
¿en algún otro mundo 
alguien me reconoce? 

Si pregunto, ninguno 
quiere oírme, responde 
confundido en lo mudo. 

¿Encontrarme ahora dónde 
si tan largo conjuro 
ha borrado mi nombre?


Santos Domínguez 




6/3/24

Una carta sin pedirla. Correspondencia de Virginia Woolf


 Virginia Woolf.
Una carta sin pedirla. 
Correspondencia 1912-1941.
Edición y traducción de Patricia Díaz Pereda.
Editorial Páginas de Espuma. Madrid, 2024.


“Virginia Woolf asegura, en carta a Hugh Walpole, que el escribir cartas «es uno de los dones que las hadas no me dieron cuando se asomaron a mi cuna». Afirmación de la que cualquier lector discrepará a lo largo de estas páginas ya que su vitalidad y frescura epistolar nunca decae, ni siquiera pocos días antes de su muerte. Fue una infatigable escritora de cartas, incluso cuando dispuso de teléfono, si bien con los años insiste en que cada vez detesta más escribirlas, pero le encanta recibirlas. Prueba de ello es que se han conservado casi cuatro mil”, escribe Patricia Díaz Pereda en la introducción con la que presenta Una carta sin pedirla, su magnífica edición de la correspondencia de Virginia Wolf entre 1912 y 1941 en un cuidado volumen publicado por Páginas de Espuma.

Y de este fragmento de otra carta a Walpole, narrador amigo, fechada el 1 de julio de 1928, toma su título esta selección. Escribía allí Virginia Woolf: “Sí, tengo tu carta y fue un gran placer recibirla. Es tan poco frecuente recibir una carta sin pedirla y sin que haya necesidad de escribirla y son las únicas que merece la pena recibir.”

Patricia Díaz Pereda, que reunió en De viaje (Nórdica, 2023) las cartas y notas de viaje de Virginia Woolf, recoge en este volumen una selección anotada de sus miles de cartas, que trazan un retrato cercano con las claves vitales y literarias de una creadora en la que se cruzan constantemente la literatura y la vida, la desazón íntima y el reconocimiento público, la lectura y la escritura, la vida privada y los proyectos editoriales. 

“Sí, soy una desgraciada que nunca escribe cartas”, afirmaba en 1932. Y sin embargo escribió miles de cartas. Familiares y amigos, lugares en los que transcurrió su vida, los paisajes campestres y urbanos en los que discurrió su existencia recorren esta abundante correspondencia que refleja de primera mano las claves personales, estéticas y ambientales que convirtieron a Virginia Woolf y al grupo de Bloomsbury en la expresión de la modernidad en la literatura inglesa.

Esta selección de casi doscientas cartas refleja sus cambios anímicos e incluso su evolución personal y literaria, la brillante aventura editorial que bautizó como The Hogarth Press, los laberintos creativos y los desalientos de la depresión, sus lecturas (Henry James, D. H. Lawrence, Proust, Guerra y paz, Chéjov, Dickens…) y sus enfermedades, las vacilaciones creativas y las dudas existenciales, sus relaciones con su marido Leonard Woolf (“queridísima mangosta”), con su hermana Vanessa Bell y con su amante Vita Sackville (“queridísima criatura”, “ángel”, “potrillo”).

Junto con ellos, amigos como Lytton Strachey, T. S. Eliot, Gerald Brenan, John Lehmann, Roger Fry, Dora Carrington o Stephen Spender son los destinatarios principales de sus cartas,  afectuosas, espontáneas y desinhibidas con las que “deseaba entretener, divertir, interesarse por la salud o las penas de sus destinatarios y aliviarlas en lo posible. Deseaba intercambiar ideas, comunicarse, conocer cotilleos, saciar su curiosidad por la vida de sus amigos, por sus relaciones, incluso por sus casas”

“En las páginas que siguen -apunta Patricia Díaz Pereda en su Introducción, ‘El don de escribir cartas’- el lector podrá disfrutar de una selección de las mismas, la gran mayoría inéditas en español; el período elegido abarca desde 1912, cuando se casó con Leonard Woolf, hasta su muerte en 1941. La elección de fechas no es aleatoria. Con ella se descubre a una Virginia Woolf a punto de convertirse en escritora de ficción, pues si bien es cierto que había empezado su primera novela antes de casarse, no publicó Fin de viaje, una vez revisada y corregida varias veces y superada su crisis mental, hasta 1915.[…]
La selección ha sido un trabajo exhaustivo y arduo, dado el interés y la calidad de este ingente material, y para ello se ha atendido a tres grandes criterios temáticos: la literatura, las casas y las gentes, tres temas esenciales para Woolf y a menudo entremezclados en una misma carta.”

Ordenadas de forma cronológica en cinco bloques (desde 1912, a punto de convertirse en escritora de ficción, hasta su muerte el 28 de marzo de 1941), las cartas de esta selección recorren los tres temas principales de su correspondencia -la literatura, las casas y las gentes-, para acercar al lector el retrato íntimo y el mundo literario y humano de Virginia Woolf, su papel como lectora y escritora, el ámbito literario de la casa, la habitación propia y sus espacios vitales en Monk’s House, Hogarth House o Bloomsbury. 

O su papel como editora, por ejemplo cuando renuncia a editar el Ulysses. El 17 de mayo de 1918 le escribe a Harriet Weaver, mecenas de Joyce: “Hemos leído los capítulos de la novela del señor Joyce [Ulysses] con gran interés y desearíamos poder imprimirla. Pero en estos momentos su extensión es una dificultad insuperable para nosotros. No tenemos a nadie que nos ayude y a nuestro ritmo, un libro de trescientas páginas nos llevaría producirlo al menos dos años, lo que es inadmisible, por supuesto, para usted o para el señor Joyce. 
Lamentamos  mucho esto, puesto que nuestro objetivo es producir libros de valía que los editores corrientes rechazan. Sin embargo, nuestro equipamiento es tan pequeño que nos resulta difícil sacar un libro de más de cien páginas.”

La presencia de lo doméstico y lo trivial en muchas de esas cartas, llenas de humor, de complicidad y cotilleos contribuye a acercar al lector la imagen de una Virginia Woolf espontánea y directa, cuando le cuenta sus problemas el 21 de agosto de 1921 a su amigo Roger Fry, pintor y crítico de arte: “He estado fastidiada por todo tipo de dolencias menores desde que llegamos y así hemos llevado una vida aburrida, triste y apenas humana, hasta la semana pasada, cuando me recuperé  y gracias a Dios retomé la escritura. Pero ¿por qué inventaron el sistema nervioso?”

O cuando hace esta autocrítica jocosa al final de una de sus cartas más largas: “¡Vaya carta! ¡Vaya carta! Es como el monólogo interminable de una vieja de pueblo a su puerta. Cada vez que le dices buen día e intentas irte, piensa en algo nuevo y todo empieza otra vez.”

El primer bloque lo constituyen las cartas escritas entre 1912, cuando Virginia Woolf se casa con treinta años, y 1918, cuando conoce a T. S. Eliot, al que le acabaría publicando en Hogarth Press La tierra baldía. De ese periodo es una carta a su amiga y protectora Violet Dickinson, del 11 de abril de 1913 en la que le cuenta: “Toda la mañana escribimos en habitaciones separadas. Leonard va por la mitad de su nueva novela [Las vírgenes prudentes], pero en cuanto el reloj da las 12 empieza un artículo sobre el trabajo para algún pálido periodicucho, o una crítica de literatura francesa para The Times o una historia del movimiento cooperativista.
Cosemos artículos para todo el mundo. Yo también estoy escribiendo para The Times, reseñas, artículos y biografías de mujeres muertas, así que esperamos ganar lo suficiente para mantener a los caballos.”

Las cartas de 1919 a 1925 forman otro apartado. En 1919 Leonardo y ella compraron Monk’s House, la que sería desde entonces su casa de campo: una casa de madera del siglo XVII, en Sussex, donde escribió gran parte de su obra y donde en 1925 terminaría La señora Dalloway. En ese periodo conoció a Vita Sackvile-West, que acabaría siendo su amante. “¿Tienes alguna opinión acerca de amar al propio sexo?”, le pregunta en una carta a su amigo Jacques Raverat el 24 de enero de 1925, a propósito de Vita.

Entre 1926 y 1931 Virginia Woolf escribió sus mejores novelas, Al faro y Las olas y tuvo una intensa relación amorosa hasta 1929 con Vita Sackvile-West, a la que inmortalizó en Orlando. En la carta que le envía el 9 de octubre de 1927 le dice “no podía atornillar una palabra y al final hundí la cabeza en las manos: mojé mi pluma en la tinta y escribí estas palabras, como de forma automática, en una hoja en blanco: Orlando: una biografía. En cuanto lo hice, mi cuerpo se inundó de éxtasis y mi cerebro de ideas. Escribí con rapidez hasta las doce. Luego le dediqué una hora a la novela. Así que todas las mañanas voy a escribir ficción (mi propia ficción) hasta las doce y novela hasta la una. Pero escucha; suponte que Orlando es Vita Y es todo sobre ti y las lujurias de tu carne y los señuelos de tu mente […] ¿te importaría? Di sí o no.”

Entre 1932 y 1936 se fecha otro conjunto de cartas. La muerte de su amigo Lytton Strachey y el suicidio de Dora Carrington abren ese periodo. En una de esas cartas, del 15 de marzo de 1932, evoca la última visita a Dora, que se suicidó el 11 de marzo, un día después de la visita de Virginia y Leonard: “fue terrible dejarla sola aquella noche, sin nadie en la casa.”

Es la época en la que escribió Los años, la última que publicó antes de morir. En una carta del 29 de septiembre de 1935 dice de ella: “me está llevando más tiempo del que esperaba, pero espero que esté lista para Navidad. He decidido llamarla Los años, pero preferiría no dar ninguna descripción de ella hasta que la haya leído entera […] Me queda aún mucho por hacer en cuanto a revisión y todavía es demasiado larga. En estas circunstancias, me parece difícil ofrecer un resumen inteligible.”

“Disculpa este egotismo. Aún más, disculpa este aburrimiento. No he visto a nadie. Mis amigos se mueren o caen enfermos.[…] solo leo sólida Historia o Dickens, para aliviar mi mente de las comas. El amor me parece algo que nunca sentí, esperé o creí, le escribe a su amiga feminista y música Ethel Smyth,, el 10 marzo de 1936. Y firma una “entintada, amarga y vieja V.”

Ethel Smyth, mucho mayor que ella -había nacido en 1858, casi veinticinco años antes que Virginia Woolf- es sin embargo la destinataria de sus cartas más sinceras. A ella le confiesa en otra ocasión que “como experiencia, la locura es tremenda, te lo aseguro, y no debe menospreciarse; en su lava aún encuentro la mayoría de las cosas acerca de las que escribo.”

Los años apareció el 15 de marzo de 1937, la referencia temporal que se ha tomado como inicio del último bloque de cartas. Por entonces había empezado a trabajar en Tres guineas, que terminó en octubre, y poco después inició la redacción de Entre actos, una novela que no acabó de satisfacerla.

La selección de cartas de 1941, el año de su muerte, más que a los tres criterios que guían el conjunto,  responde a su interés biográfico y humano, porque esas cartas permiten comprobar que Virginia Woolf siguió trabajando y escribiendo cartas hasta sus últimos días.

Antes de suicidarse el 28 de marzo de 1941 en el río Ouse dejó escrita esa misma mañana su última carta, dirigida a Leonard:

Queridísimo: 
Quiero decirte que me has dado una felicidad completa. Nadie podría haber hecho más de lo que tú has hecho. Por favor, créelo. 
Pero sé que nunca superaré esto: y estoy malgastando tu vida. Es esta locura. Nada de lo que me diga nadie puede persuadirme. Puedes trabajar y lo harás mucho mejor sin mí. Ya ves que ni siquiera puedo escribir esto, lo que demuestra que tengo razón. Todo lo que quiero decir es que hasta que llegó esta enfermedad fuimos perfectamente felices. Todo se debió a ti. Nadie podría haber sido tan bueno como lo has sido tú, desde el primer día hasta ahora. Todo el mundo lo sabe.
V.
Encontrarás las cartas de Roger a los Mauron en el cajón del escritorio en el cobertizo. Destruirás todos mis papeles.

Cierran el magnífico volumen, editado en tapa dura, una estupenda selección de fotografías de Virginia Woolf y sus corresponsales epistolares, una biografía de los principales destinatarios y dos índices: uno onomástico y otro general de las cartas seleccionadas en Una carta sin pedirla.

Santos Domínguez 
 


4/3/24

Marco Antonio Bazzocchi. Alfabeto Pasolini

 


Marco Antonio Bazzocchi.
Alfabeto Pasolini.
 Traducción de Juan-Ramón Capella
 y Víctor M. Vassallo.
Trotta. Madrid, 2023.

Abjuración, por razones alfabéticas, abre este volumen, pero es el último concepto del itinerario ideológico pasoliniano. Abjurar es el acto con que, por razones personales, Pasolini renegó de una parte de su propio pasado, o de todo su pasado, y se identificó como individuo distinto del individuo anterior a ese acto. La abjuración es una confesión de los errores cometidos y de la necesidad de modificar el itinerario de su propio destino”, escribe Marco Antonio Bazzocchi, Profesor de Literatura italiana contemporánea en la Universidad de Bolonia, en la primera entrada (‘Abjuración’) de Alfabeto Pasolini, que publica Trotta con traducción  de Juan-Ramón Capella y Víctor M. Vassallo.  

Organizado en forma de alfabeto, su enfoque y su estructura hacen de este libro “un instrumento ágil, sintético, esencial, que ofrece una base de conceptos y de orientaciones críticas para entrar en la obra de Pasolini”, como explica el autor en el Prefacio.

Entre ‘Abjuración’ y ‘Zanzotto’, pasando por Caravaggio y Ninneto, por Edipo rey y la Neovanguardia, por Pajarracos y pajaritos y Ungaretti, por Petróleo y Saló o las 120 jornadas de Sodoma; de Accatone a Chicos del arroyo, de Casarsa a la Trilogía de la memoria, este Alfabeto propone una introducción en el mundo de Pasolini a partir del recorrido por conceptos centrales en su mundo intelectual, como Crítica, Discurso libre indirecto, Muerte, Sagrado o Sueño, por referentes como Dante, Gadda o Ungaretti, por personas y personajes como María Callas y San Pablo, o por los títulos más significativos de sus obras literarias o sus películas, de Escritos corsarios a Teorema, de Medea a Poesía en forma de rosa, de Edipo Rey a Divina Mímesis o a Una vida violenta.

Un recorrido que es ante todo una invitación a navegar por la escritura y el cine de Pasolini, sin duda uno de los intelectuales y artistas más lúcidos de la segunda mitad del siglo XX.

Porque Alfabeto Pasolini incorpora también una bibliografía actualizada de la obra poética, narrativa y ensayística de Pasolini traducida al castellano, a la que se añaden las obras no traducidas y los abundantes estudios críticos sobre su producción literaria y cinematográfica.

“No, en este Alfabeto -avisa su autor- no está Pasolini: se escapa por todas partes; tratar de encerrarle en él sería como transformar un roble en un bonsai. […] Pero puede ser interesante, y atractivo, usar el alfabeto no solo para entrar en la obra de Pasolini, sino también para obtener secuencias de significado, o, digamos, relaciones, que se añadan a las ya manifiestas o las hagan más completas, al entrelazarlas y ponerlas en contacto entre sí.”

Este libro traza así una cartografía representativa del extenso mundo creativo de un Pasolini oceánico y plural, tanto en su vertiente cinematográfica como en la literaria, y a la vez ofrece con sus aproximaciones críticas y sus análisis interpretativos una brújula que permite orientarse en su complejidad intelectual y humana, en su diversidad de géneros y lenguajes, en la riqueza expresiva de una obra en la que las intersecciones entre vida y creación artística son constantes y acaban perfilando una potente poética verbal y visual.

Así comienza el artículo dedicado a la Trilogía de la vida:

La Trilogía representa la auténtica vertiente narrativa de la obra de Pasolini. Ideada, compuesta y rodada entre 1970 y 1974, comprende tres films procedentes de obras fundamentales de la cultura europea y oriental: el Decamerón (1971), los Cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974). […] 
Común a toda la Trilogía es la voluntad narrativa que, pese a desarrollarse en mundos distintos, sigue el ritmo de la alegría corporal y sexual, situada por el autor como fundamento de los destinos humanos.[…]
A este universo de intercambio gozoso y abierto va acontraponerse enseguida la mezcla sombría e indistinta de Salò, donde el relato se convierte en cambio en mecánica y gélida repetición.

Y así termina el dedicado a la televisión: 

La televisión es la metáfora de cuanto Pasolini considera una expresividad envenenada por el conformismo. Todo cuanto él trata de crear con las palabras o con las imágenes va en dirección exactamente contraria a eso. Esta diferencia entre una forma expresiva dominante y las vías de escape permitidas por la literatura o el cine tiende a agudizarse en los decenios que han seguido a la muerte de Pasolini.

Santos Domínguez 

1/3/24

Franz Kafka. Relatos y Aforismos



Franz Kafka. 
 Relatos y Aforismos.
 Traducciones de 
Carmen Gauger y Adan Kovacsis.
Alianza Editorial. Madrid, 2024.
 

“La naturaleza fragmentaria de las obras breves de Franz Kafka (1883-1924) y el destino editorial convulso que sufrieron sus textos, con el papel jugado por su amigo y albacea Max Brod -quien, como es sabido, desobedeció el deseo del autor de que se destruyera su obra inédita- y la prohibición a la que los sometió el régimen nazi a los pocos años de su muerte convierte en un reto la tarea de organizarlos”, se lee en la nota a la edición en la que Alianza Editorial reúne en un estuche los dos tomos de Relatos y Aforismos de Franz Kafka. 
 
Una cuidada edición que quedará como una de las aportaciones editoriales de referencia con motivo del centenario de la muerte de Kafka, con traducciones de Carmen Gauger y Adan Kovacsis, que se atienen a las recientes ediciones críticas de la obra de Kafka.

El primer volumen recoge los relatos preparados por Kafka y publicados en vida en tres antologías revisadas por el autor: Contemplación, Un médico rural y Un artista del hambre, además de La condena, un texto imprescindible, y de la novela corta En la colonia penitenciaria. 
 
Se reúnen así todos los relatos que el propio Kafka preparó en vida y agrupó en distintos volúmenes entre 1913 y 1924, más otros cuatro textos que publicó en revistas y no incluyó en sus libros: ‘Conversación con el orante’, ‘Conversacion con el ebrio’, ‘Estruendo’ y ‘El jinete del cubo’.

Se añaden a esos textos las narraciones que Max Brod publicó después de la muerte de Kafka en dos volúmenes: Durante la construcción de la muralla china y Descripción de una lucha. Entre ellos figuran cuentos tan significativos como ‘El silencio de las sirenas’, ‘El escudo de la ciudad’, ‘La verdad sobre Sancho Panza’ o ‘El cazador Gracchus’.

En conjunto, rematados por una orientadora cronología de Kafka, ochenta textos que constituyen la narrativa breve del autor de La metamorfosis, que se incluye en el segundo tomo de esta edición.

Desde Contemplación, el primer libro que publicó, con textos memorables como ‘Para que reflexionen los jinetes’ o el excelente ‘Deseo de ser piel roja’, hasta Un artista del hambre, pasando por Un médico rural, que apareció en 1920, está en estos cuentos el Kafka canónico y maduro, el escritor nocturno que cuestiona angustiosamente el mundo, el oscuro oficinista que se desdibuja en máscaras irónicas o se atrinchera en el interior de sí mismo y anticipa en Ante la Ley una semilla de El proceso; el que deja en sus páginas varias parábolas inolvidables (‘Chacales y árabes’, ‘Un mensaje imperial’ o ‘Un informe para una academia’) sobre el sinsentido y los límites de la expresión, sobre la crisis de la identidad y la razón. Porque, como escribió Borges, “el destino de Kafka fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas.”

La metamorfosis, que abre el segundo volumen, es una de esas pocas obras que pueden resumir el siglo XX. Kafka la escribió en un momento de intensa crisis personal que acabó desencadenando, en el otoño de 1912, la creación de textos tan esenciales en su obra como La condena, que compuso de un tirón durante la tarde y la noche del 22 al 23 de septiembre, o La metamorfosis, cuya escritura se prolongó del 17 de noviembre al 7 de diciembre de ese mismo año, con un parón por medio que Kafka lamentó luego, porque notaba que, tras esa interrupción, al retomar la escritura, la tercera parte se resentía de una suerte de recalentamiento que perjudicaba al funcionamiento narrativo del conjunto. 

Junto con El fogonero y La condena, Kafka proyectó una edición de La metamorfosis como parte de una trilogía que se iba a titular Los hijos, pues la relación problemática con el padre es el hilo conductor de los tres relatos. Frustrado ese proyecto inicial, La metamorfosis se publicó como libro exento en 1915 y se convirtió desde entonces en la obra fundamental de las que Kafka publicó en vida. 

Sabemos mucho de su historia textual, incluso de su proceso de construcción, sobre el que encontramos constantes referencias en los diarios y las cartas de Kafka a Felice. Pero sigue siendo una obra tan inaccesible como el castillo al que intentaría llegar el agrimensor K. muchos años después. 

Opaca y escrita para que la leamos como si estuviéramos despiertos en medio de un sueño, narrada con una llamativa frialdad por un narrador distante e imperturbable, es precisamente en esa distancia y en el "ligero fastidio" que provoca la situación en el propio Samsa en donde se encuentra uno de los rasgos más peculiares de La metamorfosis y de la manera kafkiana de narrar, con un punto de vista en el que el narrador se funde con el protagonista a través de la sutileza del estilo indirecto libre. 

Muchas sombras de los difuntos se dedican sólo a lamer las aguas del río de los muertos, porque este viene de donde estamos nosotros y aún tiene el sabor salado de nuestros mares. El río se resiste, de asco, fluye en sentido contrario y en sus ondas arrastra a los muertos a la vida. Ellos, por su parte, son felices, entonan cánticos de acción de gracias y acarician al río rebelde. 

Triste, nervioso, malestar físico, miedo a Praga, en cama. [25 de octubre de 1917]

Esos son dos de los textos que aparecen en los Cuadernos en octavo, un total de ocho cuadernos azules en los que, entre noviembre de 1916 y mayo de 1918, Kafka anotó pensamientos, esbozó fragmentos de relatos o tramas narrativas, elaboró diálogos o reconstruyó imágenes de sueños y visiones como esta, del Cuaderno G, que inició a mediados de octubre de 1917 y cerró a finales de enero de 1918:

Estamos -visto con los ojos impuros de este mundo- en la situación de unos viajeros de ferrocarril que han tenido un accidente en un largo túnel, y justamente en un punto en el que ya no se ve la luz del comienzo, y la del final sólo de modo tan escaso que la mirada la tiene que buscar de continuo, y la pierde de continuo, y además sin que ese comienzo y ese final sean siquiera seguros. Pero en torno a nosotros, en la confusión o en la hipersensibilidad de los sentidos, no tenemos sino monstruos y un juego de caleidoscopio, deleitable o fatigoso según el humor y las lesiones del individuo.

En ese conjunto se incorporan también ciento nueve aforismos escritos entre la primavera de 1918 y la segunda mitad de 1920. Entre ellos estos tres:

Hay una meta, pero no un camino; lo que llamamos camino es vacilación.

Dejar caer sobre el pecho la cabeza llena de asco y de odio.

Dos tareas al comenzar la vida: reducir cada vez más tu círculo y comprobar una y otra vez si no te ocultas en algún lugar fuera de tu círculo.

La última sección del segundo volumen incorpora la obra póstuma más fragmentaria de Kafka, una amplia muestra de fragmentos de cuadernos y hojas sueltas, escritos entre 1906 y 1924 y organizados en diez apartados según la secuencia cronológica fijada por la edición crítica de su obra completa.

Entre esos textos, Preparativos de boda en el campo, el largo fragmento de una novela inacabada que había escrito doce años años antes de la Carta al padre, un embrión malogrado en el que, varios años antes de La metamorfosis aparece la idea del personaje que en la cama se imagina transformado en un coleóptero. 

Como en el resto de los textos kafkianos, una línea borrosa separa lo ficticio de lo autobiográfico en estos fragmentos, de la misma manera en que en sus diarios alternan los apuntes de carácter muy personal con anotaciones de sueños y los sucesos triviales conviven con esbozos de relatos.

Está en todos ellos un Kafka en estado puro, desorientado en medio de un mundo opaco, y dueño de un lenguaje denso y frío y una literatura mágica y distante.

¿Es este un pequeño Kafka? No. No hay un Kafka pequeño. Con estos textos, breves pero no pequeños, estaba inaugurando una de las direcciones fundamentales del cuento contemporáneo.

Santos Domínguez 

28/2/24

Marco Aurelio. Pensamientos. Cartas




Marco Aurelio.
PensamientosCartas.
Edición de Jorge Cano Cuenca.
Trotta. Madrid, 2024.

“El 17 de marzo de 180 el emperador Marco Aurelio Antonino salió de escena, soltó los hilos de la marioneta, se volvió insensible a las impresiones, abandonó el servicio de la carne, cesó su peregrinaje por tierra extranjera, se disolvieron los elementos que le constituían como ser vivo y se reintegraron en aquello que había sido la causa de su composición. Ese mismo mes, antes de comenzar la temporada bélica, había enfermado gravemente, quizá de peste. Los fuentes le muestran consciente de la gravedad de su estado y elaboran de diversa manera sus últimos días: ayuno, sonrisas y palabras amables desde el lecho de muerte, aislamiento por miedo a contagiar a su hijo Cómodo, máximas diversas… Dion Casio alude a una conspiración entre los médicos y Cómodo. Difícilmente se sabrá de qué murió ni dónde: Vindobona, Sirmio o Bononia, tampoco es tan importante, al menos en lo que respecta a su libro.”

Con ese párrafo abre Jorge Cano Cuenca la introducción de su espléndida edición de los Pensamientos y Cartas de Marco Aurelio que publica Trotta.

Una introducción que aborda la trayectoria vital de Marco Aurelio y la compleja historia textual de unos textos escritos en griego helenístico en el siglo II y que -señala el editor- “nunca fueron concebidos como libro, tampoco son un diario, ni memorias, ni una autobiografía. No están organizados ni meditados para su publicación.”

Marco Aurelio (121-180) fue emperador durante veinte años, en un momento convulso, sacudido por epidemias, presiones de los bárbaros en las fronteras del Imperio, guerras y migraciones, cambios en la mentalidad religiosa y repetidas crisis sociales y económicas que evidenciaban el comienzo de la decadencia de Roma. Esos tiempos turbulentos son no sólo el contexto, sino el origen de este conjunto de reflexiones escritas en aquellas campañas bélicas fronterizas y dirigidas a sí mismo (tà eìs eautón en el título original griego; ad se ipsum en la traducción latina) que se levantan frente al mundo como una ciudadela interior, como un refugio existencial de autodisciplina intelectual frente al vértigo de la realidad. Es la misma concepción de la filosofía que Cicerón definía como medicina del alma en las Tusculanas.

Esas circunstancias históricas son inseparables del proyecto intelectual y existencial de Marco Aurelio. Son las circunstancias del emperador que sabe que en la raíz del buen gobierno están la serenidad y la contención, que el dominio de sí mismo es el primer paso para el gobierno del imperio.

Escritura de sí, sobre sí y para sí en un diálogo interior que construye una ética de la contención y el sosiego desde un difícil equilibrio entre la distancia y la solidaridad, entre el desprecio de la vanidad del mundo y el altruismo:

Qué poco queda para ser ceniza o esqueleto; o nombre, o ni siquiera esto: un nombre es un sonido y un eco. (V, 33)

Marco Aurelio se convirtió con estas notas sueltas en uno de los primeros eslabones de una cadena de filósofos morales de la que formarían parte también Séneca, Montaigne o Spinoza que, como él, hicieron de la ética el eje de su pensamiento y sus escritos.

La ecuanimidad, la independencia de juicio, la piedad y la liberalidad, la constancia y la continencia, la frugalidad y la vigilancia sobre sí mismo, la llaneza en el trato y la impasibilidad ante las adversidades, la autosuficiencia, la razón natural y la tolerancia son algunas de las claves de la vida y la obra de quien hizo de la contención su disciplina espiritual y existencial y dejó testimonio de ello en unas meditaciones que no contienen la propuesta de un sistema filosófico orgánico, pero constituyen la más alta producción ética del espíritu antiguo:

¿Qué es la maldad? Eso que tantas veces has visto. En todo lo que suceda, tenlo a mano: lo que tantas veces has visto. En todo, arriba y abajo, descubrirás las mismas cosas: de las que están repletas las historias antiguas, las menos antiguas, las recientes; de lo que están llenas la ciudades y casas. Nada nuevo. Todas habituales y efímeras. (VII,1)

Marco Aurelio, el filósofo estoico que escribió estos Pensamientos para sí mismo, estaba construyendo a la vez -aunque lejos de cualquier sistema cerrado y dogmático- una de las obras más imperecederas del pensamiento clásico. Y es que en sus páginas, como señaló Pierre Hadot en un estudio memorable, se produce un milagro inusual: Marco Aurelio habla consigo mismo, pero tenemos la impresión de que se dirige a cada uno de nosotros, como cuando escribe:

Al amanecer, repítete: me voy a encontrar con un entrometido, un ingrato, un soberbio, un falso, un envidioso, un egoísta; todo eso les sucede por ignorancia de los bienes y los males. (II, 1)

Vano celo del boato, obras teatrales en escena, rebaños de ovejas, de vacas, peleas con lanza, un huesecito arrojado a los perrillos, un  panecillo a los estanques de los peces, fatigas y cargas de hormigas, carreras de ratones atemorizados, marionetas movidas por hilos. Entre todo esto es necesario mantenerse con buen ánimo y sin insolencia: entender que cada uno es valioso en la medida en que es valioso aquello en lo que pone su celo. (VII, 3)

Y esa es probablemente una de las claves que explican la vigencia de un clásico como este: su capacidad de estar por encima de las circunstancias individuales, espaciales o temporales para entablar un diálogo con cualquier hombre de cualquier lugar en cualquier tiempo con su lección de desengaño, porque

El que ve lo de ahora ha visto todo cuanto ha sido desde la eternidad y cuanto será en la infinidad del tiempo: todo tiene el mismo género y forma. (VI, 37)

Y de ahí surge otra de las claves de la vigencia de los clásicos: en su lectura encontramos, no un sistema orgánico de pensamiento, sino a un hombre; no el sermón de un predicador, sino las palabras de quien decide cómo vivir conscientemente en esa disciplina interior, en esos ejercicios espirituales que prescribe la tradición estoica y en los que desarrolla además una búsqueda estilística de la concisión y el ritmo que convierte sus meditaciones en un admirable ejercicio de estilo sereno y equilibrado. Y esos dos rasgos, la serenidad y el equilibrio, son también los que definen al clásico:

Contempla desde arriba los miles de rebaños y las miles de ceremonias, toda clase de barcos que navegan entre tempestades y calmas, la diversidad de los que nacen, conviven, dejan de ser. Piensa también en la vida que vivieron otros antaño, en la que vivirán los que vengan después de ti, en la que se vive ahora entre los pueblos bárbaros: cuántos no conocen tu nombre, cuántos lo olvidarán pronto, cuántos acaso te elogian ahora y enseguida te cubrirán de reproches: cómo la memoria no merece consideración, ni la gloria ni nada en absoluto. (IX, 30) 

Al final de cada uno de los doce libros que componen los Pensamientos, el editor propone un comentario esclarecedor de las alusiones, las referencias, el contenido y el pensamiento filosófico de cada uno de los capítulos en los que se articulan estas meditaciones, un soliloquio interior que se ha convertido en su lucidez intemporal en la obra más representativa y perenne de la filosofía práctica del estoicismo romano.

En la admirable traducción de Jorge Cano Cuenca, este es su texto final, la despedida serena del teatro del mundo:

Hombre, has sido ciudadano de esta gran ciudad: ¿qué importa si durante cinco años o cincuenta? [...] Es como si a un actor de comedia lo hiciera salir de la escena el mismo pretor que lo contrató. ‘Pero no he representado los cinco actos, sólo tres’. Tienes razón: en la vida tres actos son una obra entera. El final lo  determina aquel que entonces fue el causante de la composición y ahora de la disolución. Tú no eres causante de ninguna de ambas: márchate con ánimo propicio, pues él te suelta propicio. (XII 36)

Cierra el volumen una selección de la correspondencia intercambiada con su maestro de retórica Marco Cornelio Frontón, al que le dice en una carta :

Estoy aprendiendo de ti a decir la verdad. Esto -decir la verdad- es cosa del todo ardua para dioses y para seres humanos.

Santos Domínguez 

 

26/2/24

Alice Munro. Todo queda en casa



 Alice Munro.
 Todo queda en casa.
Cuentos escogidos.
Traducciones de Marcelo Cohen, Carmen Aguilar, 
Isabel Ferrer Marrades, Carlos Milla Soler, 
Flora Casas Vaca, Eugenia Vázquez Nacarino, 
Aurora Echevarría Pérez y Francisco J. Ramos.
Lumen. Barcelona, 2024.

Poco después de obtener el Nobel de Literatura en 2013, la canadiense Alice Munro (Ontario, 1931), maestra del relato breve, reunía una selección de sus mejores cuentos en Family Furnishings [Mobiliario familiar]: Selected Stories 1995-2014, que Lumen publica en un amplio volumen titulado Todo queda en casa.

Con versiones de distintos traductores, se ofrece en este libro la selección de los veinticuatro cuentos que Alice Munro consideraba los más representativos de su obra narrativa, heredera de Chéjov y atravesada en los catorce libros de relatos que ha escrito, por una mirada autobiográfica, femenina y sutil, apasionada y problemática a la hora de encontrar su lugar en el mundo.

Y, como en Chéjov, se suceden en estas más de mil páginas, entre la realidad y la ficción, entre la imaginación y la memoria personal, las vidas minúsculas y las existencias triviales que resumen las heridas y las obsesiones personales en un cruce narrativo donde se confunden la vida y la literatura, la realidad y la ficción para que la infelicidad brote como un atributo de la manera femenina y periférica de estar en el mundo y la rebeldía ante lo establecido sea la manifestación de la trágica tempestad que subyace en lo profundo de su insatisfacción y se agita bajo la superficie plana de la tranquila apariencia doméstica del hogar familiar o el matrimonio.

Supervivientes de experiencias intensas y de ocultas encrucijadas emocionales, sus complejos personajes femeninos, a menudo amargos y desorientados en la búsqueda de su camino, constituyen el eje narrativo, centran el punto de vista y articulan el mundo humano de los relatos de Alice Munro, anclados en la banalidad aparente de lo cotidiano, que oculta con frecuencia una realidad tortuosa y problemática, aunque suavizada por la distancia narrativa y emocional que impone el tiempo.

Más próximos a la novela corta que al cuento por su tratamiento lento del tiempo o por la construcción demorada de los personajes, los relatos seleccionados en Todo queda en casa son textos sutiles y oscuros en su reflejo de lo cotidiano, densos y hondos para bucear en lo escondido, agudos y precisos como un bisturí que disecciona y limpia las zonas heridas de la existencia y la memoria en el entorno rural de su Ontario natal, que cobra aquí una dimensión literaria muy definida espacial y humanamente y adquiere así una entidad casi mítica.

“Alice Munro en sus propias palabras”, la entrevista en la televisión sueca de 2013, que sirvió como discurso de recepción del Nobel, es el texto que funciona como prólogo del volumen. Allí explica la narradora el objetivo de su escritura: “Quiero que mis cuentos conmuevan a las personas, no me importa si son hombres, mujeres o niños. Quiero que mis cuentos cuenten algo sobre la vida que haga que la gente diga: «¡No, eso no es verdad!», pero sentir una especie de recompensa de la escritura, y eso no significa que tenga que haber un final feliz, sino simplemente que todo lo que cuenta la historia conmueva al lector de tal modo que cuando haya terminado sienta que es una persona distinta.”

La hondura observadora de su mirada incisiva atraviesa sus relatos, entre los que habría que destacar los magníficos Yakarta, Amundsen, Pasión, La vista desde Castle Rock  Vida querida, el relato que cierra la selección y que comienza con estos párrafos:

Vivía, de pequeña, al final de un camino largo, o que a mí me parecía largo. Al volver a casa de la escuela, y más tarde del instituto, dejaba atrás el pueblo de verdad, con su trajín y sus aceras y las farolas para cuando oscurecía. Marcaban el final del pueblo dos puentes sobre el río Maitland: uno estrecho de acero, donde a veces los coches no se ponían de acuerdo sobre quién debía ceder el paso, y una pasarela de madera en la que de vez en cuando faltaba un tablón, con lo que al fondo se veían las aguas brillantes, presurosas. A mí me gustaba mirarlas, pero con el tiempo siempre venía alguien a reponer el tablón.
A continuación había una pequeña hondonada, un par de casas destartaladas que se inundaban cada primavera, aunque siempre había gente, gente distinta, que  iba allí a vivir de todos modos. Y luego otro puente sobre el canal del aserradero, que no era muy ancho pero sí bastante profundo para ahogarse. Después el camino se bifurcaba: un ramal se iba hacia el sur, pasando una montaña antes de volver a atravesar el río y convertirse en una carretera; el otro bordeaba el recinto de la antigua feria para girar al oeste.
Ese camino hacia el oeste era el mío.
Había también un camino hacia el norte, con una acera corta pero acera al fin, donde se alineaban varias casas una al lado de la otra, como si estuvieran en el pueblo. En la ventana de una de ellas se conservaba un cartel de «Tés Salada», prueba de que alguna vez allí se habían vendido comestibles. Después había una escuela, a la que fui dos años de mi vida y que hubiera querido no ver nunca más. Al cabo de esos dos años, mi madre hizo que mi padre comprara un viejo cobertizo en el pueblo, para que pagáramos impuestos allí y yo pudiera ir a la escuela municipal. Al final no hubiera hecho falta, porque ese año, el mismo mes que empecé  a ir a la escuela del pueblo, se declaró la guerra contra Alemania y las cosas se calmaron como por arte de magia en la otra escuela, la escuela donde los matones de la clase me quitaban el almuerzo y amenazaban con pegarme y donde nadie parecía aprender nada en medio del alboroto. Pronto solo hubo un aula y un maestro, que probablemente ni siquiera tuviera que cerrar las puertas con llave durante el recreo. Los mismos chicos que siempre me preguntaban retóricamente si quería follar, aunque yo me asustaba de todos modos, por lo visto tenían tantas ganar de ponerse a trabajar como sus hermanos mayores de alistarse en el ejército.
No sé si para entonces los lavabos de aquella escuela habrían mejorado, porque eran lo peor de lo peor. No es que en mi casa no recurriéramos al retrete del patio, pero estaba limpio, y hasta tenía un suelo de linóleo. En aquella escuela, por desacato o por lo que fuera, nadie parecía molestarse en apuntar al agujero. Aunque en muchos sentidos tampoco lo tuve fácil en el pueblo, porque todos los niños de mi clase iban juntos desde primero, y además había muchas cosas que yo aún no había aprendido, fue un consuelo ver los asientos del inodoro limpios y oír el noble sonido urbano de las cisternas.

Santos Domínguez 



23/2/24

Alfredo Rodríguez. Dragón custodiando el misterio

  


Alfredo Rodríguez.
 Dragón custodiando el misterio.
Chamán Ediciones. Albacete, 2024.


No es empresa fácil reconocer 
La armonía secreta 
Una experiencia sónica 
Cuando tu piel flota en su superficie 
Haciendo aún vida común con ella 
Magnetismo animal como en un mantra 
Cuando te es tan cercano 
El mundo de los mitos 
Y toda la belleza de ese mundo 

Entonas con tu voz los versos que te muestran 
Toda la maestría del oficio 
Que lucen entre cantos y tambores 
Como antiguos rituales abolidos 

Los barcos incendiados en la ciudad de Venus 
O los hechos antiguos de la lejana Hesperia 
La rueda de los astros El espesor del tiempo 
Los enigmas y símbolos que emergen 
De la nada y que vuelven a la nada 
Fractales en el reino de las formas 
Por los laberintos de tu memoria 
Gotas de láudano en tu corazón 

Y aún anhelas vivir 
Todo lo que te quedase de vida 
Como un dragón custodiando el misterio
Su huella luminosa

Ese poema, ‘La huella luminosa’, cierra el último libro de Alfredo Rodríguez, Dragón custodiando el misterio, que, publicado por Chamán Ediciones, llega hoy a las librerías. 

En ese poema final están reunidas las claves de su mundo poético: las epifanías del misterio y las incursiones en lo sagrado, el bosque interior de la conciencia y el fuego de la palabra iluminadora. Esas son algunas de las claves sobre las que se sustenta este Dragón custodiando al misterio, expresión de una ambiciosa poesía del conocimiento, de un ascendente camino de perfección que refleja el “tránsito hacia la luz” del que hablaba Javier Asiáin en el prólogo de su anterior Hierofanías.

De una cita de Clara Janés (“Nada le importa la difusión a la poesía, está en la reserva, dragón custodiando el misterio”) toma su título este libro que culmina una trilogía poética iniciada hace diez años con Alquimia ha de ser y continuada en 2017 con Hierofanías.

Una trilogía que es la expresión doble de un viaje espiritual y una aventura poética. Viaje y aventura que adquieren su sentido profundo con este libro que es menos un cierre que una cima, la meta que justifica y explica un itinerario poético de conocimiento de la realidad y de indagación en la identidad propia. Porque con Alquimia ha de ser Alfredo Rodríguez iniciaba una peregrinación hacia Oriente, que se convertía en el eje de Hierofanías, del que escribíamos entonces que era “un vuelo hacia lo hondo, hacia la esencia del ser, que eleva la poesía de Alfredo Rodríguez hasta la levedad de lo profundo, hasta un espacio espiritual en el que la palabra poética se convierte en ejercicio  ascético, en forma de conocimiento de sí mismo y de su lugar en el mundo.”

Diez años después del comienzo de esa intensa peregrinación poética hacia las raíces hondas de la conciencia, Dragón custodiando el misterio es el resultado de la fusión entre tradiciones orientales y occidentales, que muestran aquí sus líneas secantes, sus puntos de intersección y sus confluencias profundas. Y así como Alejandro consultó al oráculo de Amón en el templo del desierto egipcio de Siwa para afirmar su genealogía divina, el poeta pone a dialogar a Brahma y a Orfeo, invoca el mantra yoga y los ritos mistéricos dionisíacos, evoca el corazón de Ulises y el ciclo del Abraxas, el loto fecundado y las gotas de láudano, el toro de Shiva y el sueño de Escipión, los ritos órficos y las Upanishads del hinduismo en la noche iniciática del poema.

Como los cantes de ida y vuelta, la voz poética de Alfredo Rodríguez regresa a su punto de partida, que ya no será el mismo que antes del inicio del viaje, como no lo es el viajero que regresa enriquecido de sabiduría y conocimiento a su Ítaca de origen y destino. Y lo hace después de la enriquecedora experiencia de ese viaje espiritual en busca del centro y del fondo de la identidad, del sentido de la escritura y de la vida, de la conciencia y la existencia, del amor y la muerte, desde la reivindicación del azar y el caos como formas de lo sagrado.

Pero ese viaje iniciático en busca de revelaciones lo hace el poeta incorporándose a una tradición cultural y poética que invoca desde la dedicatoria del libro: “A mis viejos maestros, sin ellos nada de todo esto habría tenido lugar.”

Porque la de Alfredo Rodríguez es “una voz cuyo último deseo -afirma Sonia Betancort en su lúcido epílogo- es dar cuenta de la enseñanza recibida”. Una voz que se sabe parte, por elección y por destino, de una tradición poética que reivindica la palabra como rito de conocimiento de la verdad y de celebración de la vida, la belleza y el despojamiento, como en este espléndido poema, ‘Las puertas Esceas’:

No ser dioses ni sombras proyectadas 
En la caverna Ni instrumentos del alma 
Solo el flujo dinámico 
Del vivir El placer de hacer las cosas 
Por sí mismas La muerte que entra por los espejos 
Por las fotografías El vacío esencial 
De tu mente desnuda de prejuicios 

Y abandonarse al desorden instantáneo 
El descenso a la carne La gracia de lo impuro 
La flecha del Tiempo La fiesta mística

Organizados en tres partes -El alma en trance, Las estancias de la memoria y Vida pura en vida- que representan las fases progresivas de su itinerario poético y gnoseológico, los poemas de Dragón custodiando el misterio ofician la liturgia de la palabra con la que se articula el rito de la poesía. 

Una poesía sostenida también en una mirada recreadora que aspira a ir más allá de la superficie de las cosas, más hacia el fondo de la realidad y la conciencia en su ambición de conocimiento, en su voluntad creadora y en su afirmación de la vida: 

Música palabra y danza Todo era 
Lo mismo Y aún te preguntabas ¿Vida 
después de la muerte? No, vida ahora


Santos Domínguez