28/4/23

Rafael Guillén. Del conocimiento al asombro

 


Pepa Merlo.
Rafael Guillén. 
Del conocimiento al asombro.
Centro Andaluz de las Letras. Sevilla, 2023.

“Poeta al fin, en tiempo de poeta”, escribió de sí mismo Rafael Guillén (Granada, 1933), a quien el Centro Andaluz de las Letras dedica una nueva entrega de su espléndida colección Clásicos Singulares.

Rafael Guillén. Del conocimiento al asombro titula Pepa Merlo este recorrido por la vida y la obra del poeta. Un recorrido que, como en los otros volúmenes de la serie, ofrece también un breve itinerario de lectura con la intercalación de algunos de los textos más significativos de su trayectoria humana y literaria.
De esa manera, el relato biográfico, el estudio crítico y la antología breve completan el acercamiento a la vida y la obra de Rafael Guillén.

El recuerdo de la prematura orfandad infantil y el desamparo en La Zubia (“De pronto, y no es posible / porque el recuerdo en mí siempre / ha corrido por delante, de pronto, /pero es así, regreso”); las penurias de la posguerra en Granada (Supe decir que no mucho más tarde, / negar con la cabeza y mirar hacia arriba / preguntándolo todo con los ojos”); el amor (¿A dónde  irá este amor cuando la muerte / socave en nuestros cuerpos su cimiento?”); la reivindicación del presente y el despertar de la vocación poética ( “Habría que crear / una palabra nueva”); las travesías nocturnas por las tabernas del Albaicín (“Y en el toro de la noche / las puyas de los cipreses”); las tertulias del grupo de poetas jóvenes de Versos al Aire Libre; el conocimiento de Blas de Otero en Bilbao (“y Blas y no es posible / la paz sin libertad y sin justicia. // Hoy recuerdo la lluvia de Bilbao, / mis afanes ¿de qué? Y lo que debo / a un hombre paseando, ¡tantas tardes!, / chapela y gabardina, por la ría.”) son algunas de las estaciones de paso de ese recorrido Del conocimiento al asombro que da título al volumen.

Y luego el primer libro en 1956, Antes de la esperanza, y otros libros como El gesto, Límites o Los estados  transparentes, al que pertenece este ‘Cristal romano’:

Si este ungüentario de cristal romano 
que veinte siglos irisaron, donde
la transparencia envejecida apenas 
deja ya ver el soplo que le diera
forma de lágrima y que aún se esconde 
en su interior como con miedo a verse 
en otro tiempo; si este vaso leve
que otro soplo o milagro ha conservado 
indemne entre los mármoles partidos 
de la arrasada villa, resbalase
de mis manos y en un funesto instante
se estrellase en el suelo dulcemente, 
consternación aparte, no sabría 
apreciar las distintas magnitudes
de tamaño suceso, ni sabrí
ponerle fecha; pero estoy seguro
de que en el tiempo aquel, que permanece 
detenido entre togas y columnas,
se oirían los clamores del desastre.

Y los reconocimientos y los viajes (“Hoy mi castigo / es saber que no he estado en sitio alguno /  jamás por primera vez.”), la vejez y la muerte que aparece en este texto de su último libro, Balada en tres tiempos para contrabajo y frases cotidianas:

ESTOY ESPERANDO UNA LLAMADA…

Estoy esperando una llamada. Hace
ya muchas vidas que la espero.
Si coges el teléfono y escuchas
una canción, como una nana, susurrada 
por una voz antigua, con regusto
de miel y de calostro, esa llamada 
ya fue un día para mí.

Si coges el teléfono y percibes, 
como a través de una tupida malla 
de sonidos y voces y diario 
ajetreo, algo
como un aliento cálido, que sabes 
no volverás a percibir, esa llamada 
ojalá fuese para mí.

Si coges el teléfono y resuenan
silbidos, roces cósmicos
como de rocas que se incendian o cometas 
que peinan sus lucientes colas, o te aturde 
un silencioso estruendo de sistemas 
solares que entrechocan y se multiplican 
hasta un confín desconocido, esa llamada 
tal vez sea para mí.

Si coges el teléfono y, tras una larga 
espera, no oyes nada,
esa llamada sí; esa llamada
es para mí.


Santos Domínguez 

26/4/23

Carlos Fidalgo. El baile del fuego

 

Carlos Fidalgo.
El baile del fuego.
La Esfera de los Libros. Madrid, 2023.

Me enamoré de Amalia Quiroga mientras tocaba un fragmento de El amor brujo en el piano de cola del Club Lyceum, en la Casa de las Siete Chimeneas. Amalia tenía veinte años, era hija de un empresario de Mondoñedo que la alojaba en la Residencia de Señoritas de la calle Fortuny después de inscribirla en el conservatorio, y los cuatro minutos y medio que duró su interpretación me marcaron como un hierro candente.
Era la primera vez que veía a una mujer al piano y los dedos de Amalia repicaban en las teclas blancas y negras de marfil con una energía desconcertante. Todo el salón escuchaba en silencio. Los hombres conteníamos el aliento, embobados ante aquel despliegue repentino de fuerza y de coordinación. Las mujeres asentían satisfechas. Y Amalia inclinaba levemente la cabeza y temblaba como si estuviera en trance mientras deslizaba las manos sobre el teclado con una concentración y una intensidad tan arrebatadoras que arrancaron un aplauso rotundo en el momento en que terminó la pieza, tras un movimiento final contundente, definitivo, que sonó como un desafío.
Cuando me acerqué para preguntarle, pobre de mí, qué es lo que había tocado aquella noche, me respondió: «La danza ritual del fuego, del maestro Manuel de Falla». Después se levantó de la banqueta y enseguida la rodearon para felicitarla.

Así comienza El baile del fuego, la nueva novela de Carlos Fidalgo que publica La Esfera de los Libros y que toma su título de esa parte del ballet de Falla.

Subtitulada “Una historia de amor en tiempos de guerra y paz”, es una historia amorosa narrada por el protagonista, Vicente Yebra, aprendiz de tipógrafo en El Socialista y en el diario gráfico Ahora, y la pianista Amalia Quiroga, que acabarán separados por la guerra: 

Me llamo Vicente Yebra —les dije muy ufano—. Y he venido a fotografiar a Lorca para las páginas del Ahora.
Federico García Lorca, en la plenitud de su talento, era un ser luminoso que se paseaba por el salón de la Casa de las Siete Chimeneas con un manojo de poemas bajo el brazo. Y yo era un mentiroso que usaba el nombre del periódico donde solo trabajaba como aprendiz de tipógrafo para tomar fotografías con la esperanza de colocárselas a Manuel Chaves, el subdirector, y que me diera la oportunidad de convertirme en reportero gráfico.

Es el protagonista que fue luego “el fotógrafo de la columna Mangada, el paparazzi que pedía permiso a las actrices de Hollywood para retratarlas”. El que antes había sido “el niño que revelaba los fotogramas al sol sin echarles fijador en una plaza de Ponferrada.”

Desarrollada entre 1935 y 1953, entre Chicote y el Café Barbieri, entre Madrid y Mondoñedo, entre la Casa de las Siete Chimeneas y Lavapiés, desde el primer capítulo la narración de El baile del fuego vincula dos tiempos diferenciados con distinta tipografía: el pasado de la evocación y el presente del narrador, cuando Vicente rememora en enero de 1990 aquellos hechos en diálogo con Pedro Almodóvar, el director de moda, al día siguiente de la muerte de Ava Gardner:

-Ayer murió Ava en Londres. Lo he leído en los periódicos. Y cada vez que entro aquí lo veo mirándome por encima del hombro de Frank Sinatra. Ahora puedo contarlo.

“La mitad de las mentiras de este libro son ciertas.” Esa frase, adaptación de un dicho irlandés, figura en el frontispicio de la novela y orienta al lector acerca de la ligada mezcla de realidad y ficción, de historia e imaginación que está en la base de su elaboración argumental, en la que se cruzan la narración histórica, la novela amorosa y el relato de fantasmas.

Organizada en tres partes en las que se conjugan la narración histórica, la novela amorosa y el relato de fantasmas, El baile del fuego refleja la madurez como novelista de Carlos Fidalgo, que proyecta en ella su agilidad narrativa, su capacidad de recreación del Madrid de finales de la Segunda República y la posguerra, su admirable sentido del ritmo del relato y un eficiente manejo de la intriga hasta el sorprendente desenlace.

Y al fondo de la literatura, la literatura y los sueños: Lorca y Alberti, las sinsombrero y las sirenas de Cunqueiro, Hemingway y Dos Passos, Dalí y Poeta en Nueva York, Neruda y Miguel Hernández, El bosque encantado y Merlín y familia, Villa Rosa y Ava Gardner, Luis Miguel Dominguín y Sinatra. 

Al fondo, la fuerza de la literatura y el humo de los sueños.

Santos Domínguez
 

24/4/23

J. Benito Fernández. El contorno del abismo


 

J. Benito Fernández.
El contorno del abismo. 
Vida y leyenda de Leopoldo María Panero.
Anagrama. Barcelona, 2023.

Pasaron quince años desde que apareció en 1999 El contorno del abismo. Vida y leyenda de Leopoldo María Panero, de J. Benito Fernández hasta la muerte del biografiado en 2014.

Y casi un cuarto de siglo ha transcurrido entre la primera edición de este libro y la nueva, corregida, aumentada y actualizada que publica Anagrama en su Biblioteca de la memoria.

En la Introducción de esta nueva edición de El contorno del abismo, J. Benito Fernández evoca, con la ironía distanciada que recorre todo el libro, algunas conversaciones con Leopoldo María Panero a propósito de los beneficios económicos del libro: “Desde un locutorio, Leopoldo llamó de nuevo para recla­mar el contrato de su biografía y un cinco por ciento de los be­neficios. «Tengo abogado», amenazó. Se interesó por la fecha de publicación, pero no por la editorial. Con el libro en la ca­lle, volvió a la carga. «Ya que no hay derechos de autor», dijo, «a ver si me puedes mandar veinte ejemplares más.» Ya le ha­bían enviado libros desde Barcelona. Le pregunté si lo había leído y me respondió afirmativamente: «Está muy bien, joder». Michi me informó de que su hermano andaba con el libro bajo el brazo por Las Palmas.
Tras la vuelta de vacaciones escuché los mensajes en el contestador telefónico. Leopoldo: «Me dicen que estás ganando millones y me gustaría hablar contigo para aclarar este asunto. Llámame al hospital. Si te dicen que estoy comatoso, diles que es mentira». En sucesivas llamadas me volvió a reclamar ejemplares y distintas cantidades de pesetas, con rebajas incluidas. La última vez que nos encontramos fue en Zaragoza, con motivo de «Poéticas novísimas. Un fuego nuevo», invitados por Túa Blesa. En el comedor del hotel Romareda traté de darle un abrazo cariñoso y me frenó: «No me beses, hippy. ¿Eres maricón o qué?». Durante aquellas jornadas en los corredores del Palacio de Congresos, muy deteriorado, me recordó que teníamos que renovar el contrato. Y tras mirarme con detenimiento, me soltó: «¿Tú para qué quieres tanto dinero, tío?». Respondí: «Se lo debo todo al banco». Desató unas carcajadas desabridas que daban miedo.”

A los catorce capítulos de la primera edición se añaden ahora tres nuevos: ‘A bordo de una isla (1997-2002)’, ‘Tiempo que precede a la muerte (2003-2007)’ y ‘Cenizas al fin (2008-2014)’, que rastrean minuciosamente los últimos años de Leopoldo María Panero desde su salida del manicomio de Mondragón hasta su muerte.

Son los años insulares en Las Palmas, “en la isla gasosa” que no le gustaba y en la que murió, convertido casi en una atracción de feria. Fue una época en la que se le invitaba a leer en diversos lugares porque, al margen de su discutible valor literario, garantizaba el espectáculo extrapoético que a veces incluía el añadido de una vomitona.

El 5 de marzo, el vate cierra los ojos para dejar de hacer poesía y dejar de hacer prosa; cierra los ojos llenos de sueño. Hacia las diez menos diez de la noche muere Leopoldo María Panero en la Unidad de Clínica y Rehabilitación del Hospital Juan Carlos I, dependiente del Hospital Universitario de Gran Canaria Doctor Negrín. El poeta ha dejado de interpelar a la vida. Oficialmente, el último Panero ha muerto de un fallo multiorgánico. De una fuerte personalidad, poseía una patología subyacente crónica muy grave, vinculada a sus excesos (tenía hepatitis, diabetes, era fumador, bebedor…)
[…]
Todos los periódicos se hacen eco de la muerte del poeta. Páginas y páginas donde el término más manoseado es el de maldito. Todos y cada uno de quienes escriben tienen su anécdota con el fallecido, parecen querer decir: «El loco es mío».

Apoyada en un amplísimo material documental extraído de los múltiples encuentros con el poeta, de las cartas a la madre y los amigos y de entrevistas con quienes lo trataron, El contorno del abismo deja al descubierto a un Panero desnudo más allá de su escenografía lamentable y de su problemática familia: el padre poeta y bebedor, la madre fantasiosa, los conflictivos hermanos Juan Luis y Michi. 

Desastrado y desastroso, su cultivado malditismo mediático sabía astutamente cómo llamar la atención. Porque desde El desencanto hasta Después de tantos años tuvo menos lectores que espectadores de sus delirios paranoicos. Compaginaba sus lecturas disparatadas, en las que “apenas habla, farfulla” y a veces vomita, con la participación en congresos de rehabilitación de enfermos mentales crónicos o con entrevistas en las que “el poeta expone su consabido discurso sobre el capitalismo y la antipsiquiatría, el caso Panero, el alcohol, las drogas, la locura, el golpe de Estado, el rey, Aznar, la resurrección y el paraíso. Al loco le oyen, pero no le escuchan.”

Así describe J. Benito Fernández una de esas frecuentes escenas esperpénticas protagonizadas por Leopoldo María Panero y aplaudidas por el público:

Panero sube el escenario y le dice a Galindo -sentado, a la espera- que necesita orinar. Bruno le acompaña al servicio. En la última pieza, Leopoldo regresa al escenario, pero no recita. Se acerca el micrófono y con una Coca-Cola light en la mano dice: “¡Esto es una puta mierda! ¡Iros todos a la puta mierda!” El auditorio en pie ovaciona al poeta.

El psiquiatra Baldomero Montoya, que lo trató en Leganés en 1981, lo describía en estas palabras que se reproducen en el libro: “Leopoldo no es un loco, pero sabe especular muy bien con la locura. Es un hombre mal hecho. Él está dentro de la realidad y la maneja como quiere. Tiene un juego perfectamente lúcido y racional. Trató de seducirme y engancharme a él, pero yo nunca le seguí. Tiene el embrujo especial del loco que, a la vez, no lo es. Aquí se le respeto como persona y no como sujeto que deslumbra. Es un personaje curioso: un psicópata listo, como todos, con garra y con arte. Y ha construido una personalidad perfectamente estudiada.”

De sus andanzas por el mundillo literario y por otros submundos da cumplida cuenta esta biografía que desde la distancia emocional o el sarcasmo inevitable refleja el patetismo del personaje. Con todo, el peor papel en esta penosa historia no es el de Leopoldo María Panero, sino el de quienes lo utilizaron como a un juguete roto, lo jalearon entre risas y lo expusieron a la burla pública a cambio de unas cuantas Cocacolas o de los veintidós vasos de leche que se bebió en una cafetería durante una entrevista con Benjamín Prado, que la publicó en El País con un poco sutil titular: ‘Panero el loco”.

Entre la extravagancia y la locura, entre la provocación teatral del personaje algo infantil al que le rieron las gracias desde chico y el desgarro interior de la persona que arrastra un largo historial de excesos y drogas, de paranoias grandilocuentes e internamientos en manicomios, un Panero que tuvo menos vida que espectáculo. Y menos poesía que leyenda.

Santos Domínguez 





21/4/23

Céline. Guerra


 Louis Ferdinand Céline.
Guerra.
Traducción de Emilio Manzano.
Anagrama. Barcelona, 2023.

En junio de 1944, cuando estaba próxima ya la victoria aliada, el colaboracionista Louis Ferdinand Céline (Courbevoie, 1894-Meudon, 1961), escritor maldito pero imprescindible, huyó de Francia a Alemania y a Dinamarca. Con las prisas de la huida, dejó en París dos maletas llenas de manuscritos que estuvieron desaparecidos durante casi ocho décadas hasta que se recuperaron en 2020. 

Uno de esos textos es Guerra, la novela corta que Céline escribió entre sus dos obras maestras, Viaje al fin de la noche (1932) y Muerte a crédito (1936). Permaneció inédita hasta 2022, cuando se publicó en Francia con edición de Pascal Fouché y un prólogo de François Gibault que se reproduce también en la edición española, que publica Anagrama con traducción de Emilio Manzano.

Recibida por la crítica francesa con una evidente división de opiniones entre quienes la proclamaron obra maestra y los que veían en el manuscrito de primera redacción sólo un esbozo sin revisar, Guerra vuelve al protagonista de Viaje al fin de la noche, el autobiográfico Ferdinand Bardamu, y a su experiencia traumática como soldado en la Primera Guerra Mundial que se relataban en su primera parte. Las heridas sufridas en su primer combate le dejaron secuelas irreversibles de carácter físico y psíquico que arrastró toda su vida y que fueron determinantes en la configuración de su literatura y de su desgarrada visión del mundo.

Porque Céline “regresó del frente mutilado de cuerpo y de espíritu”, como afirma en el prólogo François Gibault, que añade que “este libro es a la vez una crónica y una novela. Una crónica que, a medida que pasan las páginas, resulta cada vez más novelada.” 

 Comienza con este potente párrafo, que rememora las heridas que sufrió en el brazo derecho y en la cabeza cerca de Ypres, en Bélgica: 

Parte de la noche siguiente aún debí de pasarla allí tirado. Tenía la oreja izquierda pegada al suelo con sangre, la boca también. Y entre las dos, un ruido inmenso. Me dormí en el ruido y luego llovió, una lluvia muy densa. Kersuzon, a mi lado, estaba tendido pesadamente bajo el agua. Moví un brazo hacia su cuerpo. Lo alcancé. El otro no podía moverlo. No sabía dónde estaba el otro brazo. Había volado muy alto, se arremolinaba en el espacio y luego bajaba a tirarme del hombro y arrancarme la carne. Cada vez me hacía dar un grito, y entonces era peor. Luego, sin dejar de gritar, conseguí hacer menos ruido que el horrible barullo que me reventaba la cabeza, como si tuviese un tren metido dentro. Rebelarse era inútil. Fue la primera vez que dormí, en medio de aquella tormenta de obuses que pasaban silbando, en medio de todo el ruido posible, pero sin perder de toda la consciencia; dormí en el horror, en definitiva. Excepto cuando me operaron, nunca volví a perder del todo la consciencia. Desde entonces siempre he dormido así, en un ruido atroz, desde diciembre de 1914. Atrapé la guerra en la cabeza. La tengo encerrada en la cabeza.

Así resumía Céline en un escrito privado las secuelas que padecía desde entonces: 

“CABEZA: dolor de cabeza permanente (o casi) (cefalea) contra el cual cualquier medicación resulta más o menos ineficaz. Tomo ocho comprimidos de Garde­nal diarios, más dos comprimidos de aspirina, y me masajean la cabeza a diario, unos masajes que me re­sultan muy dolorosos. Padezco de espasmos cardio­vasculares y cefálicos que me hacen imposible cual­quier esfuerzo físico (así como la defecación).

OÍDO: completamente sordo del oído izquierdo, con agudos zumbidos y silbidos ininterrumpidos. Ese es mi estado desde 1914, cuando fui herido por primera vez y fui arrojado contra un árbol por el estallido de un obús.”

“Y entonces me dolieron tres cosas a la vez: el brazo, la cabeza llena de ese ruido horrible y, aún más profundo, la conciencia”, confiesa el narrador autobiográfico de Guerra en una frase que podría ser el resumen de la obra.

Con la usual mezcla de realidad y ficción que hay en todas sus obras, Céline escribe esta novela en primera persona sobre el horror, la guerra y la muerte desde la misma perspectiva autobiográfica y radical del Viaje al fin de la noche, con parecida suma de memoria y ficción, con el mismo estilo descarnado que provocó el escándalo entre sus lectores, con el mismo pesimismo desesperado del Viaje… y de Muerte a crédito, con la misma explosividad de su prosa y con la brutalidad expresiva que originó la implosión irreversible de la novela francesa.

Porque hay un antes y un después de la radicalidad temática y la explosividad verbal de la narrativa de Céline en la literatura europea. El sexo y la muerte, la pasión y el dolor, la violencia y el erotismo, la sensualidad destructiva recorren toda su obra y están presentes en toda su intensidad también en la furia expresiva y en la crudeza lingüística de Guerra, una novela que no quiso o no pudo publicar cuando la escribió, aunque en julio de 1934, en una carta a su editor, Céline le anunciaba su propósito de publicarla al año siguiente.

El dolor y los ruidos, las pesadillas y los cuerpos mutilados, los muertos y la anestesia, el campo de batalla y los ataúdes, el hospital, el médico Méconille y la enfermera L’Espinasse, el sexo y la relación conflictiva con los padres, su compañero Bébert/Cascade y su mujer Angèle se suceden en las páginas de Guerra, de la que afirma Pascal Fouché en el apéndice (‘Guerra en la vida y la obra de Louis Ferdinand Céline’) que “es imposible saber qué habría hecho Céline con el presente manuscrito de no haber desaparecido, muy a pesar suyo, en 1944. Pero todos estos elementos nos permiten inscribirlo de manera coherente en su obra y en la cronología que da forma a la trama narrativa. Guerra llena un vacío sobre un episodio capital de la vida y la obra del escritor, con un relato que, si bien es un primer borrador, es cabalmente representativo de su escritura.”



Santos Domínguez 

19/4/23

La Filosofía como rito de renacimiento


 Algis Uždavinys
La Filosofía como rito de renacimiento.
Del Antiguo Egipto al Neoplatonismo.
Traducción de José Manuel Espadas.
Atalanta. Memoria Mundi. Gerona, 2023.

“Este libro plantea un serio desafío a la visión ortodoxa de la filosofía y a la correspondiente historia de su desarrollo. 
En la Antigüedad, la realidad se entendía como una serie de pasos descendentes que partían de lo más inefable y simple y se desplegaban mediante la divinidad a través de las diversas condiciones de la existencia. Las más altas de estas condiciones se situaban próximas a la simplicidad originaria y por ello eran puramente inteligibles, mientras que las más bajas iban cobrando complejidad y mutabilidad hasta hacerse perceptibles a los sentidos. Estas condiciones inferiores de la existencia no eran rechazadas por malignas o ilusorias, sino que se apreciaba su valor y fiabilidad por su relación con lo más elevado. Cada plano de la realidad tenía su correspondiente respuesta en la naturaleza del ser humano. Al poseer los niveles más altos el mayor grado de sensibilidad e inteligibilidad, era en ellos donde los filósofos trataban de ubicar el centro del arte y la ciencia de la filosofía. Por eso la filosofía se consideraba en la Antigüedad una disciplina interior que hacía posible la participación consciente y activa en un drama de naturaleza divina e intelectual; si lo expresáramos en términos actuales, podríamos decir que la filosofía era un camino espiritual o un yoga para la iluminación.
Pero, en algún punto de la transición de la Edad Antigua a la Moderna, esta visión y propósito de la filosofía fue perdiéndose en gran medida, y hoy nos encontramos con que aquello a lo que aún damos el nombre de filosofía ha permitido que su centro descienda y se sitúe en los niveles más bajos de la realidad. Por tanto, no cabe duda de que las facultades humanas sobre las que se asienta la filosofía moderna serán, por necesidad, los niveles más bajos del pensamiento: si en un principio la filosofía fue meditativa, contemplativa e incluso intuitiva, ahora, en cambio, se halla reducida a una estrecha forma de razonamiento lógico, atrapada para siempre en el mundo temporal. La razón, valorada antaño como un punto de partida para alcanzar el reino de la inteligencia eterna y la divinidad supraeterna, es ahora un fin en sí misma. La filosofía ha perdido su nervio a lo largo de la modernidad, y, como un piloto que ya no confía en su aeronave, el empuje de la razón nos obliga a volar a ras de tierra sin poder elevarnos hacia el aire libr”, escribe Tim Addey en el Prefacio de La Filosofía como rito de renacimiento. Del Antiguo Egipto al Neoplatonismo, el monumental ensayo del lituano Algis Uždavinys que publica Atalanta con traducción de José Manuel Espadas.

Ese carácter desafiante, que defiende una mirada alternativa a la Filosofía frente a la que impuso el racionalismo ilustrado del siglo XVIII, inspira las setecientas páginas de este volumen organizado en siete partes, desde ‘Entender la Filosofía antigua’ hasta ‘La transformación teléstica y el renacimiento filosófico’.

‘La filosofía y la maravilla del asombro eterno’; ‘Aprender a vivir y aprender a morir’,; ‘Animales sagrados, filósofos y números cósmicos’; ‘Rituales y máscaras sagrados’; ‘Las imágenes vivientes y los dioses eternos’; ‘El intelecto como espíritu de luz’; ‘El regreso a casa de Odiseo’ o ‘El despertar del intelecto y la rehabilitación de las imágenes’ son los títulos de algunos de sus capítulos. A partir de ellos se puede orientar el lector acerca de los temas y los enfoques propuestos por Uždavinys (1962-2010), catedrático de Filosofía y especialista en neoplatonismo y en estudios comparados de las filosofías egipcia, griega y de Oriente Medio.

El nacimiento de la Filosofía como “ritual sagrado de los grandes misterios divinos de la existencia, correctamente escenificados y vividos, como si fueran representados por el Ser, la Vida y el Intelecto” parece ignorarse en las interpretaciones modernas, como señala Uždavinys: “La historia convencional de la «filosofía occidental», establecida y canonizada entre los siglos XVIII y XIX, nos dice que la filosofía consiste en reemplazar el mito por la razón, dando así nacimiento a una sociedad racional basada en leyes racionales. Para la Ilustración europea, esto supone la eliminación de la religión y de todas las supersticiones irracionales. Aquí, la «filosofía» es identificada con una ocupación secular y racionalista dirigida contra los «ídolos» de la imaginación religiosa y de la fe, o, haciendo alguna concesión, con una apología racional de los sentimientos y la moralidad cristiana y su «natural» derecho de dominación mundial. Esta convincente identificación poskantiana de la filosofía con un discurso filosófico abstracto impera todavía hoy tanto en la consciencia académica como en la popular y provoca diferentes reacciones, en especial entre aquellos que han sido educados, por un lado, por tradicionalistas y, por el otro, por posmodernos.”

Frente a esas interpretaciones, Uždavinys defiende la relación entre la cultura del Antiguo Egipto, la filosofía griega y el neoplatonismo en la concepción de la Filosofía como ejercicio de transformación interior y renacimiento espiritual. En esa propuesta, el sacerdote egipcio y el filósofo griego, el rito y la Filosofía formarían parte de una misma tradición: la de una Filosofía perenne y universal basada en la intuición y en la contemplación. La mitología egipcia sería así un precedente directo de la metafísica platónica.

Además de una abundante bibliografía y un extenso índice onomástico, completa el volumen un magnífico glosario de términos griegos y egipcios en el que se aborda el desarrollo histórico de conceptos como AretéMythosMímesis o Phantasía. En el apartado Philosophía se resume la propuesta central de esta monografia: 

Amor a la sabiduría; el camino intelectual y erótico que conduce a la virtud y al conocimiento; es posible que el término en sí fuera acuñado por Pitágoras; la filosofía helénica es una prolongación, modificación y modernización de las formas de vida sapiénciales de Egipto y de Oriente Próximo; la filosofía no puede ser reducida al discurso filosófico; para Aristóteles, la metafísica es la prôte philosophía, o theología, mientras que la filosofía como theoría se refiere a la bíos theoretikós, es decir, a la «forma de vida contemplativa», por lo que la vida filosófica será aquella en la que se lleven a término la participación en la divinidad y la actualización de lo divino en lo humano a través de la áskesis personal y de la transformación interior; Platón define la filosofía como una preparación para la muerte; la filosofía platónica ayuda al alma a tomar conciencia de su propia inmaterialidad: la libera de las pasiones y extirpa todo lo que no sea verdaderamente ella misma; para Plotino, la filosofía no sólo aspira a «ser un discurso sobre objetos, aunque sean los más elevados, sino que también desea conducir el alma a la unión viva y concreta con el Intelecto y con el Bien»; en el neoplatonismo, la inefable téurgia se considera la culminación de la filosofía.

Santos Domínguez 


17/4/23

Francisco Estévez. Las voces del texto

  


Francisco Estévez.
Las voces del texto. 
Teoría, poética y comparatismo europeo.
Comares Literatura. Granada, 2022.

“Somos un país sin lectores que, de forma curiosa, continúa con un nutrido y valioso número de escritores. Al mismo tiempo, como durante al menos todo el siglo XXI, Internet no ha hecho más que radicalizar tal situación, se publica y se escribe más de lo que infinitamente se puede leer. Todo el mundo ansía escribir y, de un modo u otro, por algún canal consigue hacerlo, siquiera en blogs. 
[…]
Ante esta situación presentada la crítica literaria, queramos o no, es la judicatura de toda esa desbordante literatura (y la patronal es sin duda el mundo editorial). Ese lector cualificado que es el crítico debe mediar entre la obra de arte y el lector común para ayudarle a que la entienda mejor y la disfrute. Esta simple definición pondría en entredicho gran parte de los mejores esfuerzos académicos que hoy día se aplican a interpretar y «explicar» la literatura contemporánea, pues vienen envueltos en jergas ininteligibles para aquel que no se haya dado al fútil y arduo trabajo de aprenderla previamente, como ya se ha advertido en otras ocasiones. El esoterismo en terrenos críticos es, las más de las veces, síntoma de incomprensión. Los griegos no enseñaban a sus iguales nada que un niño no pudiese entender. Mediar entre los productos literarios y el lector de a pie es la función hermenéutica. La crítica debe juzgar, condenar o alabar, pero, sobre todo, analizar, no proporcionar informaciones huecas que nadie solicita”, escribe Francisco Estévez en “Valor de la crítica literaria”, uno de los artículos que ha recopilado en el volumen misceláneo Las voces del texto. Teoría, poética y comparatismo europeo, que publica Comares Literatura.

Sus veinte artículos sostienen un enriquecedor diálogo crítico con esas voces del texto que evoca el título en una sucesión de capítulos “de aliento comparatista y fondo teórico” recorridos por una constante reflexión sobre la creación y la función de la crítica.

De la modernidad clásica del Quijote a la voz plural de Pessoa, de la conciencia crítica de voces creativas como Poe o Eliot pasando por el recuento de la cosecha narrativa de 2015, por los límites de la autobiografía en el Siglo de Oro o la voz interior de Juan Ramón Jiménez en Arias tristes, Francisco Estévez asume conscientemente el riesgo de publicar un libro de crítica literaria.

Y precisamente porque sabe que al hacerlo confirma la afirmación de Montaigne de que “se invierte más tiempo en interpretar las interpretaciones que en interpretar las cosas y hay más libros sobre libros que sobre cualquier otro asunto”, también tiene clara la necesidad de la labor del crítico y su responsabilidad como orientador de los lectores en estos tiempos de confusión:

Internet ha abierto varias brechas tanto en el lado creativo como en el terreno crítico, pero los problemas siguen siendo los mismos. Internet no debe dirigirnos hacia el sinsentido, la crítica cuando es creativa nos acerca al consentimiento y a la comprensión de la alteridad del texto. En definitiva, trasladar las sutilezas del arte literario a la crítica solicita otras sutilezas. Pero siempre quedará la obra y si la crítica incentiva en algo es para buscar entre anaqueles la novela, el poemario, aquel drama, en las estanterías, en las librerías o las bibliotecas públicas o privadas, allí encontraremos lo que, las más de las ocasiones, el crítico quizá no supo transmitir.


Santos Domínguez 



14/4/23

Darwish. ¿Por qué has dejado solo al caballo? Estado de sitio


Mahmud Darwish. 
¿Por qué has dejado solo al caballo?
Estado de sitio.
Edición bilingüe de Luz Gómez.
Letras Universales Cátedra. Madrid, 2023.


Aquí, en la falda de las colinas, antes el ocaso 
y las fauces del tiempo, 
junto a huertos de sombras arrancadas, 
hacemos lo que hacen los prisioneros, 
lo que hacen los desempleados: 
alimentamos la esperanza.

Así comienza Estado de sitio, el poema libro que Mahmud Darwish escribió en Ramala en enero de 2002 durante el asedio israelí.

Es una reivindicación de la esperanza que resume así Luz Gómez en la introducción de ¿Por qué has dejado solo al caballo? (1995y Estado de sitio (2002) en Letras Universales Cátedra: “Ante la brutalidad naturalizada de la ocupación israelí y, en general, el desorden del mundo, lo absurdo y lo lúdico proclaman su derecho al sentido: resistir al ruido canturreando, a la violencia a base de paradojas, a la fealdad con el colorido de las cosas, para inventar la esperanza; aunque sea a base de indiferencia; y celebrar la victoria en plena derrota. Como en los hallazgos de la física, como en las creaciones jazzísticas, Darwish equilibra lo previsible con lo sorprendente y construye un personalísimo canto a la vida en medio de la aniquilación.”

Los dos libros reunidos en esta edición bilingüe forman parte de Obra nueva, el volumen que reunía cinco libros de Darwish (Palestina,1941- Estados Unidos, 2008) que, escritos entre 1995 y 2004, abrieron  una nueva línea en su poesía, caracterizada por un mayor grado de distanciamiento con la cuestión palestina, porque “liberado del traumático presente palestino, el poeta se acerca a él cada vez más, trastocando las dimensiones: lo colectivo se convierte en personal, lo nacional en histórico, y la lengua en patria.”

En ‘De intendencia poética’, uno de los mejores poemas de ¿Por qué has dejado solo al caballo?, escribe Darwish:

No es el turno de los astros, 
ellos han cumplido 
enseñándome a leer: 
tengo una lengua en el firmamento 
y otra en la tierra.
¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo? 

No quiero responder por escrito. 
Acaso una estrella cayera sobre su imagen, 
o un monte de castaños me elevara 
en la noche hacia la Vía Láctea, 
mientras ella me decía: te quedarás… 

El poema está arriba: puede 
enseñarme lo que quiera, 
por ejemplo a abrir la ventana 
y ocuparme de las cosas de casa 
entre leyendas. Puede 
desposarme… por un tiempo.

Mi padre está abajo: carga un olivo 
con más de mil años, 
no es de Oriente 
ni de Occidente. 
Quizá se deje de conquistadores 
y me dedique un poco de tiempo, 
y hasta recoja azucenas para mí. 

El poema se aleja de mí: 
se adentra en el puerto de los marineros amantes del vino, 
los que nunca vuelven a la misma mujer, 
libres de nostalgia 
y de tristezas.

Con los treinta y tres poemas de ¿Por qué has dejado solo al caballo?, que Darwish definió como su autobiografía personal y poética, se iniciaba la etapa mayor de su poesía.

En esta etapa -explica Luz Gómez- “Darwish vuelve a una estética de lo cotidiano, examina lo que la historia hizo de un niño. Y para rematar este viaje constitutivo que le hace parte de la historia, recurre a las (pre)figuraciones que ha conocido Palestina: las diosas cananeas, la Torá, los Evangelios, el Corán y los grandes poetas árabes tejen una trama de voces que dialogan entre sí tanto como con el presente. El resultado es un canto mitad épico mitad lírico, que recupera el pasado desde el presente y atrapa el presente desde las preguntas más simples -empezando por la del título de la obra, que le hace el niño a su padre en la huida de Birwa- para preservar el futuro.”

Para alguien como Darwish, con la mirada tan acostumbrada a las destrucciones y a los memoricidios, la poesía es una cuestión de arquitectura que se manifiesta en el gusto por la composición de la qasida clásica y se enriquece con las aportaciones de la modernidad y el verso libre. Este es un ejemplo, tomado del poema ‘Los siete días del amor’: 

LUNES: MOAXAJA
 
Recorro tu nombre -si me sumerjo en lo más mío-
como Andalucía un damasceno.

Fue aquí donde el limón encendió por ti la sal de mi sangre, 
fue aquí, y un viento se cayó del corcel.

Recorro tu nombre, ningún ejército me rodea, 
ningún territorio. Como si yo fuera el último centinela, 
o un poeta que se pasea por su mundo.

Esa condición autobiográfica la comparten estos dos libros que, sobre el telón de fondo de Palestina, son un magnífico resumen de la poesía de Darwish, que surge de la armonización en la lucha de contrarios: entre lo épico y lo lírico, entre la desolación y la esperanza, lo antiguo y lo moderno, lo local y lo universal, el pasado y el presente, el mito y la historia, lo individual y lo colectivo, el exilio y la afirmación de la identidad en la palabra y en la poesía.

“De mi lengua he nacido”, escribió en un verso memorable. En esa lengua, una misma palabra sirve para nombrar el verso y para designar la casa, de la misma manera que en su obra la búsqueda poética se funde con el tema de la patria y el exilio y la experiencia personal con el destino humillado de su pueblo.

Porque, escribió Darwish, “mi nación es una maleta… Hace ya años que mi nación es sólo lenguaje.” Y por eso estos dos libros -como señala la editora en su introducción- “nacen de la creencia irrenunciable en la poesía, en su lugar presente y su futuro, y, ayudan a nombrar lo innombrado para que pueda ser pensado y obrado.”

Santos Domínguez 


12/4/23

Doce visiones para un nuevo mundo



Doce visiones para un nuevo mundo.
Colección Obra Fundamental.
Fundación Santander. Madrid, 2021

 “La literatura, por mucho tiempo, fue cómplice de la ciencia y copartícipe de muchos descubrimientos científicos. Pero también, por lo general, la ficción se adelantó, y mucho, a esos avances. La literatura fue premonitora, y lo sigue siendo. Y la ciencia ficción es un género que siempre ha ido por delante de los centros de investigación. En realidad, hoy habría que cambiarle el título, renombrarla algo así como «ciencia realidad».
Este libro, por lo tanto, se incardina en esa tradición secular: un grupo de los más grandes narradores de la literatura actual en lengua española nos muestran cómo ellos se imaginan ese futuro muy cercano”, escribe César Antonio Molina en el epílogo de Doce visiones para un nuevo mundo, un volumen especial de la Colección Obra Fundamental de la Fundación Santander que reúne doce relatos de otros tantos narradores españoles contemporáneos que proyectan en ellos sus perspectivas del futuro en la conjunción de la observación de lo cotidiano con la perspectiva imaginativa de la ciencia ficción.

Se ha ocupado de la edición y la selección de autores del responsable del área literaria de la Fundación Santander, Francisco Javier Expósito, que ha realizado una serie de entrevistas que, aunque no figuran en el volumen, están disponibles -además de una lectura dramatizada de los textos- en la página de la Fundación y en el código QR incluido en el volumen.

Agustín Fernández Mallo, Ana Merino, Andrés Ibáñez, Care Santos, Cristina Cerezales Laforet, Elena Medel, Irene Gracia, José María Merino, Juan Manuel de Prada, Mercedes Cebrián, Pablo d'Ors y Ricardo Menéndez Salmón son los doce nombres -seis narradoras y seis narradores- que reúnen aquí sus relatos para explorar el futuro, entre la reflexión y la imaginación, entre la realidad y la fantasía.

La convivencia problemática de hombres y máquinas, la identidad y la conciencia, la fragilidad ante las catástrofes, el deterioro medioambiental, la vulnerabilidad ante los avances tecnológicos, la digitalización del mundo o su suplantación con la realidad virtual en una sociedad conformista y acrítica son algunos de los temas que recorren estos relatos visionarios y perturbadores que invitan a la reflexión del lector sobre el futuro y sobre el presente. ‘¿Hacia dónde camina el ser humano?’es su elocuente subtítulo.

La rebelión de la materia y el derrumbamiento veneciano en Menéndez Salmón; la suma de naturaleza y silencio, de escucha y esperanza en el relato de Pablo d'Ors; la ciberalienacion de un mundo sin libros en el cuento de José María Merino o el relato de Andrés Ibáñez, entre el progreso y el regreso  son algunos de los argumentos de estos doce relatos, que, diversos en técnicas y en perspectivas, apocalípticos o esperanzados, utópicos o distópicos, tienen, independientemente de su capacidad prospectiva, un indudable valor literario y reflejan el panorama de la narrativa española actual.

Santos Domínguez 


10/4/23

Peter Burke. El polímata

 


Peter Burke.
El polímata.
Una historia cultural 
desde Leonardo da Vinci hasta Susan Sontag.
Traducción de Alejandro Pradera.
Alianza Editorial. Madrid, 2022.

«La historia», se ha dicho, «trata mal a los polímatas». Algunos caen en el olvido, mientras que muchos acaban «espachurrados en una sola categoría que podemos reconocer». Son recordados, como veremos una y otra vez en estas páginas, únicamente por una modalidad, o unas pocas modalidades, de sus distintos logros. Ha llegado el momento de enmendar el balance. De hecho, en los últimos años se han publicado cada vez más estudios sobre determinados polímatas, tal vez como reacción a nuestra cultura de la especialización. Yo he tenido la suerte de poder utilizar muchas de esas monografías, entre las que figuran no solo estudios sobre gigantes intelectuales como Leonardo y Leibniz, sino también sobre figuras casi olvidadas como Dumont Durville y William Rees. Los estudios generales son más difíciles de encontrar, aunque su número va en aumento, sobre todo en forma de breves colaboraciones en revistas o programas de radio.
En el intento de hacer un estudio sobre el tema, ese libro ofrece una aproximación a la historia cultural y social del saber. Todas las modalidades del conocimiento, tanto prácticas como teóricas, merecen que se escriba su historia.

Así comienza Peter Burke la introducción de su monumental El polímata, que publica Alianza Editorial con traducción de Alejandro Pradera.

Autor de una imprescindible Historia social del conocimiento, Burke es uno de los más eminentes historiadores de la cultura y en este libro se ha propuesto abordar una historia cultural desde Leonardo da Vinci a Susan Sontag, como señala el subtítulo, a través de la figura del polímata, la “persona que ha llegado a dominar varias disciplinas.”

Así delimita Burke el campo de investigación de esta obra: “Este libro se concentrará en el saber académico, antiguamente denominado «erudición». Se centra en los eruditos con unos intereses «enciclopédicos» en el sentido original de que se movían por todo el «recorrido» o «currículo» intelectual, o en cualquier caso por un importante segmento de dicho círculo. 
[…]
En los capítulos que siguen se hablará de algunos escritores y escritoras de ficción de fama mundial, entre los que destacan Johann Wolfgang von Goethe, George Eliot, Aldous Huxley y Jorge Luis Borges, pero sobre todo porque además escribieron obras de no ficción, habitualmente ensayos. Análogamente, también figura Vladimir Nabokov, no como autor de Lolita, sino como crítico literario, entomólogo y escritor de libros de ajedrez, mientras que August Strindberg aparece como historiador cultural, más que como dramaturgo. Y, a la inversa, Umberto Eco aparecerá en estas páginas como un erudito que también escribía novelas.”

Y así, a lo largo de las diversas secciones y capítulos de esta historia de la erudición, subyace un elogio de la interdisciplinariedad para recorrer la estrecha relación que hubo entre disciplinas humanísticas y disciplinas científicas en figuras de actividad enciclopédica como Leonardo da Vinci (que escribió: «Que no me lea nadie que no sea matemático»), Leibniz, filósofo y matemático, o Swedenborg, teológo, ingeniero, químico y astrónomo.

Peter Burke explica que el núcleo de su estudio “se basa en una prosopografía, en una biografía colectiva de un grupo de quinientas personas que llevaron a cabo su actividad en Occidente entre los siglos XV y XXI.”

Porque si con la explosión cultural del Humanismo y el Renacimiento creció el número de intelectuales de amplio espectro, la revolución científica con su especialización excesiva provocó la división del trabajo intelectual, la escisión de los campos del conocimiento y la fragmentación del saber que lamentó John Donne a comienzos del XVII en su poema ‘An Anatomy of the World’.

Por eso, tras lo que Burke llama “la era de los monstruos de la erudición”, a partir del XVIII, en “la era del hombre de letras”, y sobre todo en nuestra “era de las demarcaciones”, se cuestiona la posibilidad de conectar los saberes universales y los diversos campos del conocimiento, se desconfía del polímata y el erudito pluridisciplinar:

“Ser polímata -escribe Burke- tiene un precio. En algunos casos, los de los denominados «charlatanes» que veremos más adelante, ese precio incluye la superficialidad. La idea de que los polímatas son unos impostores se remonta a muy atrás, por lo menos hasta la antigua Grecia, cuando Pitágoras fue tachado de impostor. Gilbert Burnet, un obispo del siglo XVII, y que tuvo unos intereses lo bastante amplios como para sufrir el problema en sus propias carnes, escribía que: «Muy a menudo quienes tratan muchas cosas son ligeros y superficiales en todas ellas». En otros casos encontramos lo que podría denominarse el «síndrome de Leonardo», a saber, una dispersión de energías que se manifiesta en proyectos fascinantes y brillantes que acaban siendo abandonados o simplemente se dejan sin terminar.”

Uno de los ejes del libro es la supervivencia del polímata en el contexto de una creciente especialización. Porque, a pesar de lo que se podría esperar, desde el siglo XVIII la figura del polímata ha resistido en circunstancias adversas, en un esfuerzo solitario amparado a veces por centros de investigación, por institutos de estudios avanzados como el que se creó en la Universidad de Princeton en 1930 o por programas como el de la Universidad de Sussex, que propugnaba la interdisciplinariedad en la docencia y la investigación para recomponer “el mapa del saber”. Humboldt, Coleridge, Carlyle, Ruskin, Frazer, Jung o Campbell son algunos de estos polímatas que sobrevivieron y brillaron en lo que Burke llama “un clima inhóspito”.

“¿Sobrevivirán los polímatas, o la especie está a punto de extinguirse?”, se pregunta Burke en la Coda del libro, escrito en 2019, en plena era digital. Y esta es su conclusión:

Los nuevos retos exigen nuevas respuestas, de modo que debemos poner nuestras esperanzas —si somos optimistas— en la generación digital. En cualquier caso, todavía es pronto para escribir una elegía de la especie. Y eso es una buena señal, dado que en el seno de la actual división del trabajo intelectual seguimos necesitando generalistas, es decir, personas que sean capaces de percibir lo que, en el siglo XVII, Isaac Barrow denominaba la «conexión de las cosas, y la interdependencia de los conceptos». Como dijo Leibniz en una ocasión, «lo que necesitamos son hombres universales. Porque alguien que es capaz de conectar todas las cosas puede hacer más que diez personas». En una era de hiperespecialización necesitamos más que nunca personas así.

Santos Domínguez 

7/4/23

Li Bai. Antología poética

 

Li Bai.
Antología poética.
Edición bilingüe de Guojian Chen.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2023.

Entre flores y ante un jarro de vino, 
bebo solo, sin compañía alguna.
Alzo la copa y convido a la luna.
Con mi sombra somos tres. 

Así comienza el primero de los cuatro poemas de ‘Bebiendo solo bajo la luna’, del poeta chino Li Bai (701-762) en la traducción de Guojian Chen para la Antología poética que publica en edición bilingüe Cátedra Letras Universales.

Li Bai es la pronunciación en mandarín moderno del nombre del poeta conocido también como Li Po, que ha sido hasta ahora la transcripción más habitual de su nombre.

Autor de casi diez mil poemas, perdidos en su mayoría, idealista e imaginativo, Li Bai es uno de los poetas imprescindibles de la literatura clásica china y, en palabras de Guojian Chen, “el poeta chino más conocido y más traducido en el mundo hispánico.”

Un poeta excelente, existencialista y conmovido bajo la luna de hace mil doscientos años. Nadie ha tenido borracheras tan líricas como la que aparece en este poema: 

EN UN DÍA PRIMAVERAL, 
AL LEVANTARME TRAS LA BORRACHERA

La vida en este mundo es un largo sueño.
¿Para qué abrumarla con afanes? 
Por eso estoy borracho todo el día.
Decaído, duermo junto a la puerta.
Al despertar, miro hacia el jardín del patio.
En medio de las flores canta un pájaro.
«Dime, por favor. ¿En qué tiempo vivimos?» 
«¿No ves que es la primavera 
quien hace hablar, con su brisa,
a la vagabunda oropéndola?» 
Emocionado, iba a lanzar un suspiro, 
pero vuelvo a servirme. Frente al vino, 
canto a voces, esperando a la luna.
Al terminar, todo queda en el olvido.

Nadie ha hablado mejor con la luna que en este espléndido poema, titulado ‘Copa en mano, pregunto a la luna’: 

Brilla la luna en el azul infinito.
Ceso de beber y le pregunto:
¿cuándo has venido? 

Por más que lo pretenda, 
el hombre no puede alcanzar la luna. 
Pero ella, en su curso, le acompaña.
Es un fúlgido espejo que vuela 
por encima de los palacios púrpura.
Sus luces puras resplandecen, 
disipando los humos grises.
Se la ve solo de noche
ascendiendo del mar, 
y al despuntar el día 
se pierde entre las nubes.
 […]
Los hombres de hoy no ven la luna de antaño 
mas la luna de hoy ha alumbrado a los hombres antiguos.
Tanto los del pasado como los del presente, 
vienen y se van como las aguas de un río, 
y todos contemplan la misma luna.
¿Qué podría yo desear sino ver siempre, 
mientras canto y bebo, 
su reflejo en el fondo de mi copa de oro?

El paso del tiempo y la fugacidad de la vida son los ejes centrales de su poesía, que se refugia ante esa angustia en el ensueño de la imaginación y en el consuelo de la quietud, la inacción y la ebriedad.

En los ciento cuarenta y ocho poemas de Li Bai que recoge esta antología, el amor y la guerra, el ensueño y la meditación se mezclan con el paisaje en el marco de una naturaleza estilizada, con otoños propicios para sentir la fugacidad y el agua de los años, con un sfumato difuso como la tristeza que flota en estos poemas y estos paisajes como una variante de la plenitud.

Llenos de levedad etérea, de nostalgia otoñal, de despedidas y sugerencias, sus versos concisos fundan una escuela de la mirada entre bosques de bambú y flores de almendro, bajo la luna llena y por los senderos del tiempo. 

Como en este poema:

Una gasa de nieblas vela infinitos bosques.
Los montes gélidos derraman un verdor de tristeza.
El crepúsculo envuelve el alto pabellón, 
morada de una joven melancólica.

Vana espera en la escalinata de jade. 
Los pájaros vuelan presurosos a sus nidos.
¿Por dónde regresará el ser más querido? 
Quioscos y quioscos a lo largo del camino.

El temblor de la sensibilidad, la hondura de la reflexión y un agudo sentimiento de la naturaleza se unen en Li Bai, como en otros poetas de la literatura china clásica, para darnos otra dimensión de la poesía y de la realidad en una actividad que tiene más de ejercicio espiritual de contención que de simple práctica literaria.

De esa actividad verbal y espiritual surge la piedra filosofal de la poesía como una forma superior de conocimiento y depuración del espíritu. Hay en todos estos textos una serenidad contemplativa y una conciencia que ilumina el mundo y es iluminada por él en un diálogo incesante que llamó la atención de otros poetas occidentales como Ezra Pound, Octavio Paz o Borges, que la tradujeron, la imitaron o la integraron en sus propias creaciones.

Guojian Chen, prestigioso hispanista vietnamita experto en poesía china, murió en el verano de 2021. Con esta edición de la poesía de Li Bai, que fue su último trabajo, culminó su brillante trayectoria de cuarenta años como traductor de la poesía china al español. 

Santos Domínguez


 

5/4/23

Bernardo Kastrup. Pensar la ciencia

  


Bernardo Kastrup.
Pensar la ciencia.
Traducción de J. Rafael Hernández Arias.
Atalanta. Gerona, 2023.

“Los nuevos retos exigen nuevas respuestas, de modo que debemos poner nuestras esperanzas —si somos optimistas— en la generación digital. En cualquier caso, todavía es pronto para escribir una elegía de la especie. Y eso es una buena señal, dado que en el seno de la actual división del trabajo intelectual seguimos necesitando generalistas, es decir, personas que sean capaces de percibir lo que, en el siglo XVII, Isaac Barrow denominaba la «conexión de las cosas, y la interdependencia de los conceptos». Como dijo Leibniz en una ocasión, «lo que necesitamos son hombres universales. Porque alguien que es capaz de conectar todas las cosas puede hacer más que diez personas». En una era de hiperespecialización necesitamos más que nunca personas así”, escribe Peter Burke en su magnífico El polímata. Una historia cultural desde Leonardo da Vinci hasta Susan Sontag (Alianza Editorial). 

En el elogio de la interdisciplinariedad de ese magnífico ensayo de historia cultural se describe la estrecha relación que hubo entre disciplinas humanísticas  y disciplinas científicas en figuras como Leonardo da Vinci (que escribió: «Que no me lea nadie que no sea matemático»), Leibniz, filósofo y matemático, o Swedenborg, teológo, ingeniero, químico y astrónomo, antes de que la especialización excesiva provocase la escisión y la fragmentación del saber que lamentó John Donne a comienzos del XVII en su poema “An Anatomy of the World”.

En una línea semejante, aunque más propositiva y menos descriptiva, se mueve Bernardo Kastrup en la introducción a Pensar la ciencia, que publica Atalanta con traducción de J. Rafael Hernández Arias:

“La historia de cómo la ciencia y el materialismo metafísico llegaron a entrelazarse es curiosa. En el siglo XVII, cuando la ciencia tal como hoy la conocemos dado sus primeros pasos, los científicos basado en todo su trabajo -cómo no- en la experiencia perceptiva: en las cosas y los fenómenos de su alrededor que podían ver, tocar, oler, gustar, oír. Ese punto de partida es, desde luego, de índole cualitativa. Después de todo, la concreción percibida de la manzana proverbial que cayó sobre la cabeza de Newton, así como su color rojo y su dulzura, eran cualidades sentidas. Todo lo que aparece en la pantalla de la percepción es necesariamente cualitativo. De hecho, el punto de partida de la ciencia -entonces y ahora- es el mundo de las cualidades que percibimos en nuestro entorno. Incluso el resultado de los instrumentos que mejoran la percepción sólo es útil en la medida en que se percibe cualitativamente.
Sin embargo los científicos no tardaron en darse cuenta de que es muy oportuno describir este mundo evidentemente cualitativo por medio de cantidades, Tales como pesos, longitudes, ángulos, velocidades, etcétera. Estas cantidades capturan las diferencias relativas entre cualidades. 
[…]
Pero entonces ocurrió algo extraño: muchos científicos parecieron olvidar dónde había comenzado todo y empezaron a atribuir una realidad fundamental sólo a las cantidades. Dado que sólo las cantidades pueden ser medidas objetivamente, comenzaron a postular que en realidad sólo la masa, la carga, el momento, etcétera, existían ahi fuera, siendo las cualidades, de algún modo, efímeros epifenómenos -efectos secundarios- de la actividad cerebral que existían únicamente dentro de los confines de nuestro cráneo. Éste fue, en pocas palabras, el nacimiento del materialismo metafísico, una filosofía que -absurdamente- confiere una realidad fundamental a meras descripciones mientras niega la realidad de lo que es descrito en primer término.”

Desde esas primeras líneas está claro el objetivo de este libro y el posicionamiento intelectual de Kastrup, que es además de doctor en Filosofía, también doctor en Ingeniería informática e inteligencia artificial, lo que le coloca en una situación inmejorable para armonizar filosofía y ciencia, materia y espíritu, con una mirada equilibrada a lo cuantitativo y lo cualitativo. Esa es la base de una propuesta de reinterpretación de la realidad desde una posición que cuestiona el consenso materialista de la ciencia.

Kastrup denuncia que el materialismo reduce la conciencia al producto material de la mera aglomeración de partículas que llamamos cerebro, una mirada reduccionista que simplifica la complejidad de la mente e impide entenderla como instrumento de mediación entre el individuo y la realidad.

El libre albedrío, el inconsciente colectivo, el inconsciente personal y la memoria o la ya mencionada representación metafórica de la realidad son algunas de esas propuestas imaginativas que construyen una nueva teoría de la verdad para reinterpretar la realidad.

En una línea de pensamiento emparentado con las tesis de Peter Kingsley, los treinta y un capítulos de Pensar la ciencia reúnen una suma de propuestas y especulaciones que reivindican una metafísica sin física y la defensa del idealismo analítico frente a los tópicos materialistas y positivistas que lo han venido desacreditando.

Y así, frente a una ciencia materialista, Kastrup destaca la importancia de la mente y frente a la mera objetividad científica defiende una perspectiva cuántica que integre el mundo exterior y el mundo interior, de lo visible y lo invisible y que asuma también el valor del espíritu en una conjunción que debe estar en la raíz de cualquier abordaje completo de la realidad para integrar descripción e interpretación en busca del sentido del mundo y de la existencia.

La mente, no la materia, debe ser el principio orientador de esa nueva concepción científica que desde la integración de ciencia y consciencia aspira a delimitar “los contornos de una nueva visión científica del mundo”, como señala el esclarecedor subtítulo de Pensar la ciencia.

Porque -afirma Kastrup- el materialismo nos ha llevado a un callejón sin salida y “ahora, en el siglo XXI, no cabe duda de que podemos hacerlo mucho mejor. Ahora estamos en posición de examinar con honestidad nuestras suposiciones ocultas, confrontar objetivamente la evidencia, llevar a la luz de la autorreflexión nuestras necesidades psicológicas y nuestros prejuicios, y luego preguntarnos si el materialismo sirve en verdad para algo. La respuesta debería ser obvia, pero no lo es. El materialismo es una reliquia de una época más ingenua y menos sofisticada, en la que ayudó a los investigadores a separarse de lo que estaban investigando. Pero no está a la altura de nuestro tiempo y nuestra época.”

Santos Domínguez 



3/4/23

Dickens. Nicholas Nickleby


Charles Dickens.
Nicholas Nickleby.
Traducción de 
Pedro Horrach Salas y David González.
Montesinos. Barcelona, 2023.


Mientras el autor avanzaba en su labor, mucho le divirtió y satisfizo enterarse, por amigos del campo y por una variedad de declaraciones ridículas publicadas respecto a él en periódicos de provincias, que más de un maestro de escuela de Yorkshire afirmaba ser el original del Sr. Squeers. El autor tiene razones para creer que un benemérito llegó al punto de consultar con autoridades versadas en derecho, con el fin de tener buenos fundamentos para sustentar un pleito por difamación. Otro ha considerado la posibilidad de emprender un viaje a Londres con el propósito expreso y exclusivo de perpetrar violencias físicas contra su caracterizador. Un tercero recuerda perfectamente haber sido visitado, ya hizo un año en enero pasado, por dos caballeros, uno de los cuales lo distraía con su conversación mientras el otro dibujaba su retrato; y aunque el Sr. Squeers tiene solo un ojo, y él tiene dos, y el boceto publicado no se le parece (sea quien fuese) en ningún otro aspecto, de todas formas él y todos sus amigos y vecinos saben de inmediato a quién está destinado, porque su parecido con el personaje resulta evidente.

Así comienza el prefacio que Charles Dickens escribió en 1839 para la primera edición de Nicholas Nickleby, su memorable novela que antes de aparecer en un volumen se había ido publicando por entregas entre abril de 1838 y octubre de 1839.

Esas entregas provocaron el fervor del público lector, que se contaba en decenas de miles a juzgar por las tiradas, y la ira de quienes se sintieron retratados o aludidos en la novela, ilustrada con veintinueve láminas de “Phiz”, que había viajado con Dickens a Yorkshire para documentarse en el terreno sobre un internado que inspirará el de la obra.

Porque Nicholas Nickleby, aparte de la confirmación como novelista de Dickens tras la revelación asombrosa de Los papeles póstumos del Club Pickwick y de Oliver Twist, es una denuncia de los métodos escolares de la época simbolizados en la figura de Wackford Squeers, el maestro tuerto y brutal.

En el prólogo a la edición económica que apareció en 1848 escribía Dickens: “Esta historia comenzó a los pocos meses de la publicación de los Papeles póstumos del Club Pickwick. En aquel entonces existían muchas escuelas baratas en Yorkshire. Ahora hay muy pocas.”

 Y añadía estas líneas demoledoras sobre el origen de su novela: “A lo largo de muchos años, esta clase de escuelas brindó un ejemplo notable del monstruoso abandono de la educación en Inglaterra, y de la desatención del estado respecto a ella como medio de formar ciudadanos buenos o malos, y hombres miserables o alegres. Cualquier hombre que hubiera demostrado su incompetencia para cualquier otra ocupación en la vida quedaba en libertad de abrir, sin ningún examen ni cualificación, una escuela en cualquier parte. Al cirujano que ayuda a traer a un niño al mundo, o quizás ayuda algún día a enviarlo fuera de él, se le exigía que estuviese preparado para las funciones que “debía asumir, al igual que al químico, al abogado, al carnicero, al panadero, al fabricante de velas; a toda la ronda de oficios y negocios, con excepción del maestro de escuela. Y aunque los maestros de escuela, como raza, eran los zopencos e impostores que naturalmente es dable esperar que surjan de semejante estado de cosas, y que florezcan en él, esos maestros de escuela de Yorkshire eran el escalón más bajo y podrido de toda la escala. Comerciaban con la avaricia, la indiferencia o la imbecilidad de los padres y la indefensión de los niños; hombres ignorantes, sórdidos, brutales, a quienes pocas personas consideradas habrían confiado el cuidado y la alimentación de un caballo o de un perro, formaban la piedra de toque de una estructura que, por absurdo y por una magnífica desatención arbitraria de laissez-aller, rara vez ha sido sobrepasada en el mundo.
A veces oímos de procedimientos por daños y perjuicios contra el practicante no cualificado de medicina que haya deformado o roto un miembro al pretender curarlo. ¿Pero qué hay de los cientos de miles de mentes que han sido deformadas para siempre por los incapaces charlatanes que han pretendido formarlas? 
Hablo de esa raza, la de los maestros de escuela de Yorkshire, en pretérito. Aunque aún no ha desaparecido totalmente, día a día disminuye.”

Dickens escribía desde su propia memoria y su experiencia como víctima de aquella brutalidad de los maestros de escuela, como explicaba él mismo: “No puedo recordar en este momento cómo llegué a oír hablar de los colegios de Yorkshire cuando aún era un chiquillo, no muy robusto, y me sentaba en los apartados lugares de las cercanías del Castillo de Rochester […], pero sí sé que fue entonces cuando recogí mis primeras impresiones sobre ellos, y que estaban en cierto modo relacionadas con un niño que había regresado a su casa con un abceso supurado, a consecuencia de que su mentor en Yorkshire, filósofo y amigo, se lo había abierto con un cortaplumas manchado de tinta.”

El mismo día que cumplió los veintiséis años, escribió el comienzo de Nicholas Nickleby un Dickens dueño ya de un portentoso mundo narrativo: magistral en la caracterización de los personajes, en la elaboración de la trama episódica, en la construcción de los diálogos ágiles y vivaces o en la descripción plástica de los ambientes. Técnicamente, en esta su tercera novela asumía el novelista lo mejor de Los papeles póstumos del Club Pickwick y de Oliver Twist.

Su peculiar mezcla de humor y crítica, de piedad e ironía, de melodrama sentimental y denuncia reformista se proyecta sobre personajes inolvidables como el odioso ignorante Squeers; la habladora madre de Nicholas, Catherine Nickleby, una mujer insoportablemente hueca en la que Dickens vertió rasgos de su propia madre; la resuelta Kate Nickleby, hermana del protagonista, que hace frente al tío Ralph, especulador y usurero de fondo demoníaco; Madeline Bray, vendida por su padre al prestamista acreedor Arthur Gride y rescatada por Nicholas; Smike, el maltratado alumno de Squeers; Tim Linkinwater, el pintoresco empleado de los filantrópicos hermanos Cheeryble, empleadores también del protagonista; el bondadoso señor Crummles, el empresario teatral en quien se autorretrató Dickens, o el lascivo noble Mulberry Hawk, otro de los villanos de la novela.

Con un envidiable ritmo narrativo, se suceden en la obra una enorme variedad de episodios y, consecuentemente, un abundante número de personajes y de ambientes. Esa conjunción de elementos explica su éxito, desde que era un proyecto en marcha que iba apareciendo por entregas en tiradas de cincuenta mil ejemplares hasta las frecuentes reediciones en distintos formatos de libro.

Ese éxito consolidó la trayectoria profesional de Dickens como novelista y contribuyó decisivamente con su denuncia a frenar los abusos y la ignorancia en las escuelas inglesas de la época.

La Editorial Montesinos acaba de publicar en un cuidado volumen una reedición de la novela con la magnífica traducción de Pedro Horrach Salas y David González, de la que puede servir como ejemplo este pasaje:

Siguieron avanzando, traqueteando por las calles ruidosas, animadas y atiborradas de Londres, que ahora exhibían largas hileras dobles de faroles que ardían con brillantez, salpicadas aquí y allá con las luces deslumbrantes de las farmacias y abrillantadas, además, por los vivos destellos que irradiaban las vitrinas de los comercios, donde la fulgente joyería, las sedas y los terciopelos de los más ricos colores, las más llamativas delicias y los más suntuosos artículos de rica ornamentación se sucedían unos a otros en espléndida y rutilante profusión. Torrentes de personas que parecían infinitos corrían más y más, empujándose unos a otros en la multitud y avanzando con prisa, sin parecer apenas conscientes de las riquezas que los rodeaban por todos lados, mientras que vehículos de todos los modelos y formas, mezclados en una masa que se movía como el agua al correr, prestaban sus perennes rugidos al maremagno de ruido y tumulto.
Al dejar atrás aquella masa de objetos en constante y vertiginoso cambio, era extraño observar en qué curiosa procesión pasaban ante la vista. Emporios de vestidos suntuosos, cuyos materiales habían sido traídos de todos los confines del mundo; vitrinas tentadoras, con todo lo que estimula y mima el apetito ya saciado y vuelve de nuevo a deleitarlo con un banquete a menudo repetido; receptáculos de oro y plata bruñidos, forjados en todas las exquisitas formas posibles de jarrones, y platos, y copas; fusiles, espadas, pistolas e ingeniosos instrumentos —a todas luces— de destrucción; tornillos y fierros para criminales, ropas para los recién nacidos, medicinas para los enfermos, ataúdes para los muertos, y camposantos para los sepultados…, todos ellos en gigantesco revoltijo o apiñados unos junto a otros, parecían pasar rápidamente en abigarrada danza, como los grupos fantásticos del viejo pintor holandés, y con la misma estricta moral ante los ojos de la multitud sorda e inquieta.
Tampoco faltaban en esta misma multitud objetos que imprimieran nuevo sentido y propósito a la cambiante escena. Los andrajos del escuálido cantante de baladas revoloteaban en la misma rica luz que mostraba los tesoros del orfebre, rostros pálidos y demacrados rondaban en torno a las vidrieras con comida tentadora, ojos hambrientos vagaban sobre la abundancia protegida por una sola y fina lámina de frágil cristal… pared de hierro para ellos. Figuras medio desnudas y tiritantes se detenían a contemplar los mantones chinos y los dorados tejidos de la India. Un festivo bautizo tenía lugar en el mayor taller de fabricación de ataúdes, y un adorno heráldico funerario interfería con las obras de remozamiento de la más vistosa mansión. La vida y la muerte iban de la mano. Marchaban codo a codo la riqueza y la pobreza. Juntos yacían el hartazgo y la inanición
Pero era Londres, y la anciana campesina que iba dentro del coche, y que dos o tres kilómetros más acá de Kingston había sacado la cabeza por la ventanilla para gritarle al cochero que con toda seguridad había pasado su parada y se le había olvidado dejarla, al fin respiraba satisfecha.


Santos Domínguez