31/3/21

Luis Landero. El huerto de Emerson

 

Luis Landero.
El huerto de Emerson.
Tusquets. Barcelona, 2021.

Tengo un cuaderno nuevo y no sé en qué gastarlo. Es invierno, ya ha oscurecido, hace mucho frío y afuera resuena el temporal. Yo me he arrimado a este cuaderno como el mendigo al calorcillo de la lumbre. Por el momento no sé qué escribir, es cierto, pero eso importa poco. Cuando uno no sabe qué escribir, cuando la imaginación flaquea, cuando el alma se apaga y se embrutecen los sentidos, y cuando aun así uno siente la necesidad de escribir, siempre queda la posibilidad de abandonarse a los recuerdos.

Con esas líneas comienza la vendimia de recuerdos, lecturas y ensoñaciones sobre las que se sustenta El huerto de Emerson, la última novela de Luis Landero que publica Tusquets.

Una vendimia de la que forman parte lo vivido, lo soñado y lo leído, porque “siempre he encontrado en mi pasado la chispa de la imaginación para idear personajes e historias que son ajenos ya a mi vida, que son pura invención, y que sin embargo han brotado de la tierra siempre fértil de la memoria.”

Desde ese tiempo inicial de vendimia a los finales días de invierno, sus quince capítulos recuperan el hilo narrativo iniciado con El balcón en invierno, en una nueva incursión en la memoria, la lectura y la imaginación fabuladora que dan coherencia y continuidad a esta autobiografía novelada con el contrapunto de la reflexión sobre la escritura, los recuerdos y el poder de los sueños frente a la vida:
 
Porque el viaje al pasado tiene mucho de mágico, y en sus remotos y azarosos parajes habitan sin duda las sirenas, la tierra de Jauja, El Dorado, la posibilidad cierta del unicornio, y todas las maravillas que existen en lo más hondo de nuestro corazón, pero que se quedaron sin vivir. No otra cosa hace Alonso Quijano sino ir en busca de un tiempo donde —según leyendas autorizadas por el corazón y legitimadas por la nostalgia de su pérdida— hubo prodigios a diario, aventuras sin cuento, sueños realizados, nobles valores que sucumbieron al azote de los malandrines y gigantes, que es tanto como decir de la vulgar e injusta y odiosa realidad. Contra las indigencias de la realidad va don Quijote, y a la busca del tiempo perdido.

Desde esas líneas iniciales el lector asiste desde dentro al proceso de la escritura, al libre fluir de las palabras, de los recuerdos de la infancia (“la edad de los hallazgos perdurables”) y de las invenciones, para comprobar de la mano del narrador que “la memoria, como la imaginación, es un pozo sin fondo” y que “la memoria de lo vivido no se acaba nunca”, aunque “a mí siempre me ha gustado más soñar la vida que vivirla.”

De esa manera, los materiales autobiográficos y la sabiduría narrativa de Landero combinan la memoria y la imaginación, los recuerdos y los sueños, la lectura y la escritura para embrujar al lector y compartir con él el placer de la narración y sus afluentes, del merodeo y la divagación en una narración asentada en la memoria y que se alimenta no sólo de recuerdos reales, sino que se construye con la imaginación y la fantasía, con el asombro y las lecturas: “porque yo soy de los que viven, archivan en la memoria, y luego, al recordar me lo reinvento casi todo.”

Entre el asombro y la ensoñación, la incertidumbre de la escritura y la confianza en la magia de las palabras “que nos sobrevivirán y hablarán por nosotros cuando hayamos muerto”, El huerto de Emerson es también un homenaje a las lecturas que han iluminado la vida de Landero: Kafka y Machado, Conrad y Ferlosio, Adorno y Shopenhauer, Cervantes y Shakespeare, Stendhal y Joyce…, autores que han mantenido encendida la lumbre de las palabras pero que también movilizan con el recuerdo de su lectura la memoria personal del narrador.

Así cuando evoca una de sus lecturas formativas, los Ensayos escogidos de Emerson en la colección Austral, “aquel libro providencial” del que surge el título del libro:
 
Dice Emerson que cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento. Que a todos nos ha tocado en suerte un terrenito en el que laborar. Que es seguro que habrá alrededor terrenos más grandes y fértiles, donde crecen lechugas mejores que las nuestras, pero que nosotros tenemos que cultivar lo nuestro, el huerto que nos tocó en suerte, sin envidiar lo ajeno, conformes y alegres con nuestras lechugas, por pequeñas y pálidas que sean.

Y junto con las lecturas, los recuerdos de la infancia en Alburquerque y la adolescencia en Madrid: la figura de Pache, el campesino existencialista y visionario; los amores lánguidos y vigilados de Florentino y Cipriana; la evocación del secreto de su abuela Frasca; la memoria de los animales mortíferos y sagrados, envueltos en leyendas ancestrales; la pérdida del paraíso de la infancia; una plegaria al señor de la invención y la gramática para que obre el milagro de la escritura; el recuerdo de un gordo desmesurado y flotante o de siniestros personajes entrevistos, inmortales y casi invisibles; la oficina sombría en lo que trabajó en su juventud; la metáfora del viejo marino que regresa a su aldea cargado de noticias y regalos…

Una inolvidable sucesión de tiempos y lugares entrecruzados en la memoria y tamizados por el filtro del recuerdo y de la literatura, porque “yo sólo necesito un poquito de realidad para escribir; lo demás es añadido imaginario.”

Y porque, en definitiva, “es un gusto escribir. Uno se siente como niño con cuaderno nuevo. Un gusto y un vértigo”, afirma un Landero maduro y eficaz, directo y emocionante, que contó parte de estas historias de modo más o menos elíptico en sus novelas o en los textos de Entre líneas, donde el autor aún se escondía tras la figura de su alter ego Manuel Pérez Aguado.

Y al fondo del recuerdo, desde un Lejano Entonces, la nostalgia, la pérdida de un mundo que una vez parecía que era nuestro, Cuando éramos tan guapos:
 
Esto ocurrió en un tiempo y en un país en que muchos de nosotros estábamos enamorados de la vida. ¿Os acordáis?, ¿os lo han contado acaso? Estimábamos a nuestros políticos y confiábamos en ellos. Confiábamos también en los periódicos y en los periodistas, y los admirábamos, y había muchos jóvenes que de mayores querían ser periodistas. Era una época incierta, pero nosotros vivíamos confiados y alegres. Casi podíamos acariciar el futuro como el lomo de un tigre amigo y hasta cómplice. No temíamos por nuestros hijos. Los llevábamos al parque, al zoo, montábamos en el teleférico, en un camello, comíamos helados, vestíamos de cualquier forma, y al otro día madrugábamos y nos íbamos contentos al trabajo. Nos gustaba la vida, nos gustábamos a nosotros mismos, nos sabíamos muchas canciones de memoria y las cantábamos a coro en las sobremesas. Parecía que en el resto de Europa era lunes y que aquí era domingo. Éramos felices, pero no solo por ser jóvenes sino porque todo parecía entonces joven. Las promesas tenían casi tanto valor como las monedas de curso legal. Todo lo viejo había quedado atrás, y todo tenía un aire de novedad y livianía, y no solo nos gustaba disfrutar de la libertad sino que, exagerando su disfrute, representábamos cada día la alegre comedia de la libertad. Y luego, no sé en qué momento, en qué aciaga sucesión de momentos, todo aquel alarde de dicha y de vigor comenzó a convertirse en rutina, en decepción y en impostura. Y nosotros, todos, de pronto nos hicimos feos y empezamos a envejecer y a olvidar las alegres canciones de entonces.


Santos Domínguez

29/3/21

Borrow. La Biblia en España

 

 
 George Borrow.
La Biblia en España.
Introducción, notas y traducción
de Manuel Azaña.
Alianza Editorial. El libro de bolsillo.
Madrid, 2021.

“La obra que ahora ofrezco al público, titulada La Biblia en España, consiste en una narración de lo que me sucedió durante mi residencia en aquel país, adonde me envió la Sociedad Bíblica, como agente suyo, para imprimir y propagar las Escrituras”, escribía George Borrow en el prólogo de la primera edición de La Biblia en España, que se publicó en 1842.

Es sin duda uno de los mejores libros de viajes del siglo XIX y ofrece una vívida descripción de primera mano de aquella España en plena guerra carlista que recorrió durante cinco años. Pero hasta setenta años después no se traduciría al español:

“No es muy honroso para nuestra curiosidad que hayan transcurrido cerca de ochenta años desde que vio la luz, sin ponerlo hasta hoy, traducido, al alcance de todos. El libro fue compuesto, en su mayor parte, en los lugares mismos que describe. Borrow redactaba un diario de viaje”, escribía en 1921 Manuel Azaña en la Nota preliminar a su edición en tres tomos de La Biblia en España en la colección Granada del editor Jiménez Fraud.

La había traducido del inglés para aquella primera edición en España, hace ahora un siglo exacto. Poco podía sospechar el insigne traductor que el libro volvería a desaparecer de las librerías hasta que Alianza Editorial recuperó en 1971, medio siglo justo después, aquella traducción que ahora acaba de reeditarse.

Así describía Azaña a Borrow, don Jorgito el inglés, como se le conocía en los cafés y mentideros madrileños, en la Nota preliminar a su traducción: “Era alto, flaco, zanquilargo, de rostro oval y tez olivácea; tenía la nariz encorvada, pero no demasiado larga; la boca, bien dibujada, y ojos pardos, muy expresivos. Una canicie precoz le dejó la cabeza completamente blanca. Las cejas, prominentes y espesas, ponían en su rostro un violento trazo oscuro.”

Aquel misionero extravagante, protestante evangélico, ferviente y audaz, tenía treinta y dos años cuando entró en España a lomos de una mula por la frontera portuguesa de Elvas con Badajoz. El viaje de Borrow por España, que comenzó en enero de 1836, se prolongaría -con paréntesis de ida y vuelta a Inglaterra- hasta octubre de 1840. Dos años después, en 1842, publicaba el libro. 
 
Así recordaba Azaña el proceso de aquella primera edición: “Ford aconsejó a Borrow que publicase sus aventuras personales y se dejara de extractar libracos españoles. Al saber que tenía entre manos una Biblia en España, insistió en sus advertencias: nada de vagas descripciones, nada de erudición libresca; hechos, muchos hechos, observados directamente; arrojo para no caer en las vulgaridades ; no preocuparse del bien decir; evitar las gazmoñerías y la declamación. Borrow se aprovechó de esos consejos. En su retiro de Oulton ordenó y completó los materiales de que disponía: diarios de viajes, cartas a la Sociedad Bíblica, y en diciembre de 1842 se publicaba la obra que velozmente le llevó a la celebridad.
Su triunfo fue inmenso. En el primer año se agotaron seis ediciones de a mil ejemplares en tres volúmenes, y una edición de diez mil ejemplares en dos tomos. Dos veces reimpresa en Norteamérica aquel mismo año 43, fue traducida al alemán, al francés y al ruso; en 1911 iban publicadas de La Biblia en España más de veinte ediciones inglesas. Borrow saboreó la popularidad; sus escritos posteriores contribuyeron poco a sostenerla.”

Subtitulado Viajes, aventuras y prisiones de un inglés en su intento de difundir las Escrituras por la Península, la agilidad narrativa del libro hace que sus abundantes páginas se lean como una narración novelesca pródiga en episodios y en incidentes, en  paisajes evocados con mirada plástica y en personajes descritos con innegable habilidad para la caracterización.

Entre campos y ciudades, entre clérigos facciosos y alguaciles, bandoleros y ventas peligrosas, viajó a Madrid, a Andalucía, a Galicia por Castilla, a Asturias, a Santander. Evocó con solvencia el ambiente de Cádiz y Sevilla, de Toledo y Segovia, de Aranjuez y Sanlúcar. Convivió con los gitanos, que llamaron su atención desde Badajoz, y tradujo a su lengua el Evangelio de San Lucas; trató con los gobernantes para que autorizaran la edición de la Biblia, atravesó lugares peligrosos y vadeó corrientes tempestuosas, fue encarcelado en varias ocasiones, reflejó las intrigas cortesanas, el ambiente de los cafés y la dureza de los caminos carreteros de la época.

Pese a esa dureza, fue la mejor época de la vida de Borrow, que recordaba en su prólogo la experiencia que quedaba reflejada en los cincuenta y siete capítulos del libro como la más feliz de su existencia:

“Es muy probable que si yo hubiese visitado España por mera curiosidad o con el propósito de pasar uno o dos años agradablemente, jamás hubiese intentado dar cuenta detallada de mis actos ni de lo que vi y oí. Yo no soy un turista ni un escritor de libros de viajes; pero la comisión que llevé allá era un poco extraña y me condujo necesariamente a situaciones y posiciones insólitas, me envolvió en dificultades y perplejidades, y me puso en contacto con gente de condición y categoría muy diversas; de suerte que, en conjunto, me lisonjeo pensando que el relato de mi peregrinación no carecerá enteramente de interés para el público, sobre todo, dada la novedad del asunto; pues aunque se han publicado varios libros acerca de España, éste es el único, creo yo, que trata de una obra de misiones en aquel país.
[...]
En España pasé cinco años, que, si no los más accidentados, fueron, no vacilo en decirlo, los más felices de mi existencia. Y ahora que la ilusión se ha desvanecido ¡ay! para no volver jamás, siento por España una admiración ardiente: es el país más espléndido del mundo, probablemente el más fértil y con toda seguridad el de clima más hermoso. Si sus hijos son o no dignos de tal madre, es una cuestión distinta que no pretendo resolver; me contento con observar que, entre muchas cosas lamentables y reprensibles, he encontrado también muchas nobles y admirables; muchas virtudes heroicas, austeras, y muchos crímenes de horrible salvajismo; pero muy poco vicio de vulgar bajeza, al menos entre la gran masa de la nación española, a la que concierne mi misión; porque bueno será notar aquí que no tengo la pretensión de conocer íntimamente a la aristocracia española, de la que me mantuve tan apartado como me lo permitieron las circunstancias; en revanche he tenido el honor de vivir familiarmente con los campesinos, pastores y arrieros de España, cuyo pan y bacallao he comido, que siempre me trataron con bondad y cortesía, y a quienes con frecuencia he debido amparo y protección.

Nada mejor para resumir la admirable empresa que había significado en su momento La Biblia en España que estas palabras elogiosas con las que destacaba Azaña la humanidad de Borrow:

The Bible in Spain es un libro autobiográfico. [...] No emplea en esta obra las confidencias, no se confiesa con el lector; su procedimiento consiste en dejar hablar a los que le tratan, para pintar el efecto que su persona y sus hechos causan en el ánimo del prójimo; asomándonos a ese espejo, vemos la imagen de un don Jorge muy aventajado: subyugaba y domaba a los animales fieros; los gitanos le adoraban; era la admiración de los «manolos»; temíanle los pícaros; confundía al posadero ruin y a los alcaldillos despóticos; encendía en sus servidores devoción sin límites; era afable y llano con los humildes; trataba a los potentados de igual a igual y hacía bajar los ojos al soberbio; nunca se apartaba de la razón, ni perdía la serenidad; un prestigio misterioso le envuelve; en suma: el héroe y el justo se funden en su persona; es un apóstol que propaga la palabra de Dios, pero sin el delirio de la Cruz, sin romper el decoro; es un caballero andante que se compadece de la miseria y a cada momento cree uno verle emprender la ruta de Don Quijote, pero sin burlas, sin yangüeses, en una España que creyese en él y le tomase en serio. Apóstol y caballero están bajo el amparo del pabellón británico.”

Santos Domínguez 

26/3/21

Francisco Brines. Desde Elca


 
 
Francisco Brines.
Desde Elca.
(Antología)
Selección e introducción de Francisco Brines.
Prólogo de Fernando Delgado.
Pre-Textos. Valencia, 2021.

“Aún con emoción y enorme gratitud recibo la noticia de haber sido reconocido recientemente con el Premio Cervantes 2020, aquí, en Elca, donde transcurrió lo mejor de mi infancia, desde el lugar donde me dispuse a contemplar con sosiego y temblor la vida, y que para mí ha llegado a simbolizar el espacio del mundo. El sentido que le he dado a la vida y a la función que la poesía ha ejercido sobre mí lo aprendí aquí, a través del amor que inundaba las estancias de esta casa”, escribe Francisco Brines en la introducción a Desde Elca, la antología que ha preparado de su obra para la colección La Cruz del Sur de la Editorial Pre-Textos.

Elca es en la poesía de Francisco Brines el nombre del paraíso, el lugar de la felicidad y de las pérdidas, la casa donde se cruzan, entre la contemplación y la meditación, el presente de la celebración y el pasado de la evocación, la realidad y el sueño:

Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde.

Es la Arcadia evocada por El niño perdido y hallado (en Elca), como titula uno de los poemas de esta selección que se cierra con La última costa, el poema que cerraba también su último libro:

Mi madre me miraba, muy fija, desde el barco,
en el viaje aquel de todos a la niebla.

Y aunque el título aluda a ese espacio de la casa, es el tiempo el eje de referencia de estos poemas, muestras significativas de esa extensa elegía que es la obra poética de Brines, que reúne en Elca tiempos y personas que han marcado la biografía del poeta, sus esperanzas y sus decepciones, su amargura y su sosiego, como en El extraño habitual, que comienza con estos versos:

La casa, blanca y grande, vacía de su dueño,
permanece. Silban los pájaros; las tapias, un olor.
Quien regresa se duele del destierro de la casa.
Aquí descubrió el mundo; lugar para morir.

Porque -explica Brines en su introducción, “El poema como instrumento ético”- “un territorio se convierte en lugar en el momento en que le otorgamos unas posibilidades afectivas, y ese proceso siempre reclama a la mirada del otro. Desde Elca aprendí a reflexionar conmigo mismo, a leer sin prisas y escribir con tiempo. Elca, el lugar donde se han cruzado todas mis edades.”

Elca pasa así de ser un territorio a ser un lugar, el escenario de tardes y jardines que da coherencia a la poesía elegíaca de Brines y la integra en un común marco emocional o meditativo y en la línea continua de una temporalidad convocada y negada en el espacio del poema, como en este Reencuentro, el inédito que abre la selección:

He bajado del coche
y el olor de azahar, que tenía olvidado,
me invade suave, denso.
He regresado a Elca
y corro,
            no sé en qué año estoy
y han salido mis padres de la casa
con los brazos abiertos,
me besan,
les sonrío,
me miran
              –y están muertos–,
y de nuevo les beso.

Santos Domínguez


24/3/21

Tomás Nevinson

 
Javier Marías.
Tomás Nevinson.
Alfaguara. Madrid, 2021.

Pero ya se ve que matar no es tan extremo ni tan difícil ni injusto si se sabe a quién, qué crímenes ha cometido o anuncia que va a cometer, cuántos males se le ahorrarán a la gente con eso, cuántas vidas inocentes se preservarán a cambio de un solo disparo, un estrangulamiento o tres navajazos, eso apenas dura unos segundos y después ya está, se acabó, ya cesó y se sigue adelante -casi siempre se sigue adelante, largas son las existencias a veces y nada se para nunca del todo-, hay casos en los que la humanidad respira aliviada y además aplaude, y siente que se le ha quitado un gigantesco peso de encima, se siente agradecida y ligera y a salvo, risueña y libre por un asesinato, transitoriamente feliz.

En ese párrafo está resumido el núcleo moral del sentido de Tomás Nevinson, la última novela -quizá tambien la más ambiciosa y adictiva- de Javier Marías que publica Alfaguara.

Está ambientada en 1997 y 1998, dos años después del final de Berta Isla, “de la que Tomás Nevinson no llega a ser continuación, pero con la que forma ‘pareja”, como explica Marías en la nota final.

La protagoniza y la narra un viejo conocido, Tomás Nevinson, que a instancias de Bertram Tupra, el artista de la calumnia, el del engaño original y los diversos nombres (“mi mayor enemigo, la persona que más había hecho por mí y contra mí y más sabía en el mundo de mi trayectoria”), vuelve a su actividad en el servicio secreto británico para investigar unos atentados de ETA y el IRA y ejecutar el encargo de indagar -convertido en Miguel Centurión- en Ruán, imaginaria ciudad fluvial del noroeste, la existencia de tres colaboradoras de esas organizaciones (Inés Marzán, Celia Bayo y María Viana) e identificar entre ellas y eliminar, sin odio ni remordimiento, a Maddie Orúe O’Dea, una terrorista medio irlandesa, medio española, sospechosa de haber intervenido en los atentados de Hipercor en Barcelona y de las casas-cuartel de la Guardia civil en Zaragoza y Vic, entre 1987 y 1991.

La potencia de su voz narrativa está presente desde la primera línea de esta novela en la que Marías vuelve a explorar con un pesimismo lúcido que se mueve entre la ironía y la amargura la complejidad de los comportamientos humanos y sus límites éticos en la frágil frontera que separa el bien y el mal, el secreto y la memoria (“Somos lo que nunca olvidamos”), la realidad y la ficción:

Yo fui educado a la antigua, y nunca creí que me fueran a ordenar un día que matara a una mujer. A las mujeres no se las toca, no se les pega, no se les hace daño físico y el verbal se les evita al máximo, a esto último ellas no corresponden. Es más, se las protege y respeta y se les cede el paso, se las escuda y ayuda si llevan un niño en su vientre o en brazos o en un cochecito, les ofrece uno su asiento en el autobús y en el metro, incluso se las resguarda al andar por la calle alejándolas del tráfico o de lo que se arrojaba desde los balcones en otros tiempos, y si un barco zozobra y amenaza con irse a pique, los botes son para ellas y para sus vástagos pequeños (que les pertenecen más que a los hombres), al menos las primeras plazas. Cuando se va a fusilar en masa, a veces se les perdona la vida y se las aparta; se las deja sin maridos, sin padres, sin hermanos y aun sin hijos adolescentes ni por supuesto adultos, pero a ellas se les permite seguir viviendo enloquecidas de dolor como a espectros sufrientes, que sin embargo cumplen años y envejecen, encadenados al recuerdo de la pérdida de su mundo. Se convierten en depositarias de la memoria por fuerza, son las únicas que quedan cuando parece que no queda nadie, y las únicas que cuentan lo habido. Bueno, todo esto me enseñaron de niño y todo esto era antes, y no siempre ni a rajatabla. Era antes y en la teoría, no en la práctica. Al fin y al cabo, en 1793 se guillotinó a una Reina de Francia, y con anterioridad se quemó a incontables acusadas de brujería y a la soldado Juana de Arco, por no poner más que un par de ejemplos que todos conocen.

A partir de ese comienzo poderoso se suceden, indisolublemente ligados a una bien trabada intriga, los dilemas entre la razón moral y la razón de estado, se exploran los límites de lo justo y lo injusto, de las acciones y los remordimientos, el conflicto entre el deber y la culpa, entre la memoria y la mentira, la escisión entre el presente y el pasado, el rencor y la piedad, la justicia y la venganza, la realidad y la apariencia, las dudas y el odio, los escrúpulos y la revancha sobre el telón de fondo de la ambigüedad de lo real, la complejidad de las personas y los comportamientos, porque “los relatos jamás son fiables, ni siquiera los de testigos directos, que ven u oyen turbiamente y se equivocan o mienten.”

Es fácil execrar y condenar al que estranguló o apretó el gatillo o asestó los navajazos, y nadie se para a pensar a quién se eliminó ni cuántas vidas se salvaron con ello, o cuántas se había cobrado la persona asesinada o cuántas había causado con sus instigaciones o inflamaciones, con sus prédicas y sus plagas morales, viene a ser lo mismo o peor (el que sólo habla y azuza no se mancha de sangre, encomienda la suciedad a los persuadidos, les instila veneno y con eso basta para ponerlos en marcha y conseguir que se excedan salvajemente), aunque no se considere así siempre.

Medio siglo después de su inicial Los dominios del lobo, Javier Marías ha escrito su novela más extensa, una novela monumental, intensa y profunda a la que ha dotado de una tensión narrativa que es el resultado de la admirable fusión de acción y reflexión, de peripecias detectivescas, cargas de profundidad e introspección moral de un Nevinson que es heredero narrativo y ético del Jacobo Deza de las novelas del ciclo de Oxford:

Pienso que nuestras vidas no son sino el largo anhelo de volver a ser indetectables Sólo el primer paso cuesta. Quizá se podría decir eso de todo, o de la mayoría de los esfuerzos y de lo que se hace con desagrado o repugnancia o reservas, es muy poco lo que se acomete sin ninguna reserva, casi siempre hay algo que nos induce a no actuar y a no dar ese paso, a no salir de casa y no movernos, a no dirigirnos a nadie y a evitar que otros nos hablen, nos miren, nos digan. A veces pienso que nuestras enteras vidas —incluso las de las almas ambiciosas e inquietas y las impacientes y voraces, deseosas de intervenir en el mundo y aun de gobernarlo— no son sino el largo y aplazado anhelo de volver a ser indetectables como cuando no habíamos nacido, invisibles, sin desprender calor, inaudibles; de callar y estarnos quietos, de desandar lo recorrido y deshacer lo ya hecho que nunca puede deshacerse, a lo sumo olvidarse si hay suerte y si nadie lo cuenta; de borrar todas las huellas que atestigüen nuestra existencia pasada y por desgracia aún presente y futura durante un tiempo. Y sin embargo no somos capaces de intentar dar cumplimiento a ese anhelo que ni siquiera nos reconocemos, o lo son tan sólo los espíritus muy valientes y fuertes, casi inhumanos: los que se suicidan, los que se retiran y aguardan, los que desaparecen sin despedirse, los que se ocultan de veras, es decir, los que de veras procuran que jamás se los encuentre; los anacoretas y ermitaños remotos, los suplantadores que se sacuden su identidad (‘Ya no soy mi antiguo yo’) y adquieren otra a la que sin vacilaciones se atienen (‘Idiota, no creas que me conoces’). Los desertores, los desterrados, los usurpadores y los desmemoriados, los que en verdad no recuerdan quiénes fueron y se convencen de ser quienes no eran cuando eran niños o incluso jóvenes, ni aún menos en su nacimiento. Los que no regresan.

Santos Domínguez


22/3/21

Saint-John Perse. Obra poética

 

Saint-John Perse.
Obra poética.
Edición bilingüe.
Traducción del francés
de Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2021.

“El poeta se adentra en el orbe para ver el universo íntimo de la creación, y allí reconstruye el cosmos de un perenne fluir cuántico del lenguaje, un articulado sistema de semejanzas y correspondencias, de euritmias y regularidades, de azarosas leyes naturales que implican al astro y al insecto, al cuarzo y la pirámide, a la justicia y a la ética. Una ética que, desde su temprana conciencia de la otredad, impulsada por las hélices de la infancia, es la jocundidad luminosa de la mar, el océano siempre vivo de su memoria, y que calificará el decurso de su obra habitada por el avatar, aventura y tragedia, de toda la odisea humana.
La oscuridad que equívocamente se le reprende a Perse no es más que exploración de la zona velada de una realidad complementaria, el quehacer mistérico de la propia tarea poética, el destino que indaga y anticipa la poesía”, escriben Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre en el prólogo de su magnífica traducción de la Obra poética de Saint-John Perse que publica Galaxia Gutenberg en una espléndida edición bilingüe que recoge por primera vez en español toda su producción lírica.

En ese prólogo, que titulan La memoria de la imaginación, se exploran las claves poéticas de Saint-John Perse, “geógrafo del alma humana”, para descifrar el sentido de su concepción de la poesía, sobre la que dijo en su discurso de recepción del Nobel de 1960: “Es acción, poder, innovación que desplaza los límites... La oscuridad que se le reprocha no le es consustancial. Lo propio de la poesía es iluminar.”

Nacido en las Antillas francesas en 1887 y traducido por Rilke, Eliot o Ungaretti, es uno de los grandes poetas del siglo XX. Poeta del asombro y del canto, tituló aquel discurso La ciencia poética y escribió allí párrafos tan memorables como estos acerca del valor de la poesía como forma de iluminación de la realidad: “Mucho más que forma de conocimiento, la poesía es, en primera instancia, un modo de vida, de vida total. El poeta existía en el hombre de las cavernas y también existirá en el hombre de las edades atómicas: pues es parte irreductible de lo humano. Las religiones han nacido de la exigencia poética, que coincide con el rigor espiritual, y por esa gracia poética la chispa de la divinidad vive para siempre en el sílex humano.
Cuando las mitologías se desvanecen, lo sagrado encuentra en la poesía su refugio; y quizá su relevo. Y tanto en lo social como en lo inmediato humano, cuando aquellas que conducen el pan en el cortejo legendario son reemplazadas por las portadoras de antorchas, dentro de la imaginación poética se ilumina la más alta pasión de los pueblos que persiguen la claridad.
Poeta es aquel que rompe, para nosotros, la costumbre.”

Su asombroso mundo poético, apoyado en una cosmovisión iluminada por imágenes visionarias, metáforas sorprendentes y versículos torrenciales, está ya presente en su primer libro, Elogios, de 1911. A una de sus secciones, Estampas para Crusoe, pertenece este poema:

El muro

El lienzo de la pared queda enfrente, para conjurar el círculo de tu ensueño.
Pero la visión profiere su plañido.
La cabeza apoyada en la orejera del pringoso sillón, repasas la dentadura con la lengua: el sabor de las mantecas y los aliños contagia tus encías.
Y rememoras la pureza de las nubes sobre tu isla, cuando el alba verde se esclarece en el regazo de las misteriosas aguas.
... Es la exudación de las savias en exilio, el amargo mucílago de las plantas de silicuas, la acre insinuación de los manglares carnosos y la aceda dicha de una oscura sustancia en las vainas.
Es la miel silvestre de las hormigas en las galerías del árbol muerto.
Es un sabor de fruta verde, que acidula el alba que sorbes; el aire lechoso enriquecido con la sal de los alisios...
¡Alborozo! ¡oh júbilo desatado en las alturas del cielo! Las te- las resplandecen limpias, en los atrios invisibles arraigan las hierbas y las agraces delicias de la tierra se coloran en el siglo de un largo día...
 
La celebración de la infancia y la nostalgia del paraíso ultramarino de las Antillas recorren ese primer libro, al que seguiría en 1924 Anábasis, un deslumbrante poema largo en prosa, el más significativo y celebrado de sus libros, compuesto en versículos que evocan desde su título la expedición de los diez mil que narró Jenofonte, un experimento verbal a la vez que una revisión de la escritura épica en una época de víctimas sin héroes:

¡Tierra cultivable del sueño! ¿Quién habla de edificar? -He visto la tierra distribuida en vastos espacios y mi pensamiento no se ha distraído del navegante.


Diplomático de oficio hasta la invasión de Francia por los nazis, huyó a Estados Unidos en 1940 y allí rompió el largo silencio poético que mantenía desde la publicación de Anábasis.

Empezó así, de 1941 a 1946, su época más fecunda, en la que escribió varios poemas largos: Exilio, Lluvias, Nieves, Poema a la extranjera, Vientos y Mares, “texto de madurez del poeta”, como señalan los editores, en el que “retoma la continuidad del relato iniciado en Anábasis: 
 
Me llamaron el Oscuro, y mi discurso era la mar.

Volvió a Francia en 1957 y en 1960 recibió el Premio Nobel. Ese mismo año publicó Crónica, poema de la vejez, un poema que resume su existencia poética y condensa su visión cosmológica con la fusión de lo terrenal y lo aéreo. Comienza con estas palabras:

Henos aquí, vejez. Frescor del atardecer en las alturas, brisa de altamar sobre todos los umbrales, y al desnudo nuestras frentes por más amplias cuencas…

Desde sus primeros libros hasta los finales Pájaros o Canto para un equinoccio, Perse es un poeta de la celebración del universo y el hombre, de selvas y montañas, mares y desiertos, vientos y lluvias contempladas con la mirada extranjera que se impone en su poesía desde Exilio.

Tradiciones orales y escritas, orientales y occidentales convergen en la formación del mundo poético de Saint-John Perse, en el que se funden la historia y el mito, la leyenda y la profecía, la naturaleza y la historia, los paisajes y las civilizaciones, lo terrestre y lo celeste, la luz y la oscuridad para proponer la reconstrucción de un relato que dé sentido al mundo con su prosa dilatada y sus versículos desbordantes, porque -señalaba en La ciencia poética- “cuando las mitologías se desvanecen, lo sagrado encuentra en la poesía su refugio; y quizá su relevo.”

Jorge Zalamea, uno de los mejores traductores de su poesía al castellano, afirmaba que “es difícil, si no imposible, descubrir las fuentes próximas o remotas de la poesía pérsica. No hay un estilo, ni siquiera un tono en la poesía europea posterior a la Edad Media, que pueda emparentarse al suyo. Es preciso llegar a los grandes textos antiguos: Píndaro, el Libro de los muertos de los egipcios, ciertas crónicas de corte babilónicas, el Antiguo Testamento, Tácito y acaso, más reciente la historia secreta del pueblo mongol, determinados anales chinos y algunas poesías africanas, para encontrar el mismo tono, el mismo ritmo externo e interno del versículo, determinadas y antiquísimas formas gramaticales, la copiosa enumeración censal y catastral y la floración inesperada de la metáfora irremplazable. No se crea, por esto, que la poesía de Saint-John Perse es arcaizante. Por el contrario: brota como un agua viva, transparente y tumultuosa pero que acarrea todos los sabores, olores y colores de los profundos senos de los cuales fluye y de las diversas comarcas que su corriente recorre.”

Entre el poema en prosa de Anábasis, en donde se exploran los límites de la épica y la lírica, y los largos versículos de Lluvias, Nieves, Vientos o Mares, la poesía irracionalista y telúrica de Saint-John Perse, deslumbrante y opaca, enigmática y torrencial, está poblada por imágenes visionarias y por una densidad deslumbrante de metáforas y asociaciones libres, por la constante celebración verbal que tiene como eje de referencia la integración del universo y la historia, del tiempo y el espacio, de la eternidad y la naturaleza en una elaborada cosmogonía polifónica donde el futuro se impone al pasado, lo abierto y lo dinámico a lo cerrado y lo quieto, la velocidad de la nueva civilización a la inmovilidad de lo antiguo:

...Impetuosos fueron los vientos sobre la tierra de los hombres -enormes vendavales en acción entre nosotros,
Que entonaban el horror de vivir, y nos cantaban el honor de seguir viviendo, ¡ah!, nos celebraban y nos cantaban en las más altas cúspides del peligro,
Y con las zampoñas de la desdicha nos conducían, hombres nuevos, hasta las más novedosas formas.


La obra de Perse se levanta sobre la afirmación de la realidad, sobre la celebración de la poesía y del hombre, sobre la búsqueda de revelaciones de sentido, porque “la verdadera poesía -añade- es en realidad palabra escuchada; no algo que decimos, sino algo que nos habla.”

Por eso, intentar reducir la poesía inspirada, oracular y visionaria de Saint-John Perse a una etiqueta o caracterizarlo como superrealista es reconocer la insuficiencia crítica en su abordaje, porque su obra funda un universo poético y lingüístico inclasificable, un mundo estético propio que constituye una de las aventuras espirituales y estéticas más admirables de la poesía del siglo XX.
 
Santos Domínguez


19/3/21

Trakl. Poesía completa



 Georg Trakl.
Poesía completa.
Traducción y prólogo 
de José Luis Reina Palazón.
Editorial Trotta. Madrid, 2020.

GRODECK 
 
En la tarde resuenan los bosques otoñales 
de armas mortales, las áureas llanuras
y lagos azules, sobre ellos el sol
rueda más lóbrego; abraza la noche 
murientes guerreros; la queja salvaje
de sus bocas destrozadas.
Pero silente se reúne en los prados del valle
roja nube, allí habita un Dios airado
la sangre derramada, frescura lunar;
todos los caminos desembocan en negra putrefacción.
Bajo el áureo ramaje de la noche y las estrellas
oscila la sombra de la hermana por la arboleda silenciosa
al saludar los fantasmas de los héroes, las cabezas sangrantes; 
y suenan suave en el cañar las oscuras flautas del otoño.
¡Oh duelo tan orgulloso! Oh altares de bronce,
a la ardiente llama del espíritu nutre hoy un inmenso dolor, 
los nietos no nacidos.

Ese magnífico texto, que condensa la traumática experiencia de Georg Trakl (Salzburgo, 1887- Cracovia, 1914) en el frente de Grodeck, es el último que escribió y forma parte de la edición de su Poesía completa que publica Trotta, con traducción de José Luis Reina Palazón, que escribe en el prólogo (“La vida breve de Georg Trakl”): “Nada es aditivo ni superfluo en la obra central de Trakl. La forma es severa y grandiosa porque concentra imagen y sonido en una realidad significativa más allá tanto de los datos inmediatos como de un uso simbólico habitual.[...] De ahí que sea el contraste entre belleza sonora y sensitiva y el trágico sentido de su significado lo que deja en el lector la impronta de una autenticidad profunda y espléndida, silenciada hasta entonces, en un mundo extrañamente oculto y evidente.”

Junto a Celan y Rilke, Georg Trakl es uno de los poetas esenciales de la lírica en lengua alemana del siglo XX. Con una producción corta, enmarcada en el primer expresionismo alemán, que como todos los movimientos consistentes no es sólo una corriente estética, sino una forma de entender el mundo, la obra de Trakl es un claro exponente del irracionalismo y de las poéticas contemporáneas que proponen la distorsión onírica y visionaria de la realidad y de la sintaxis. 
 
“El Hölderlin del siglo XX” le ha llamado más de un crítico a Trakl, un poeta que deslumbraba a Wittgenstein, que fue su protector y escribió sobre él: “No llego a entender la poesía de Trakl, pero su lenguaje me deslumbra.” 
 
Poeta más visionario que hermético, Trakl vivió menos de treinta años, cultivó el malditismo y se enganchó al alcohol y a las drogas, a las que tenía fácil acceso por su profesión de farmacéutico. Publicó su primer libro de poemas en 1913 y, cuando murió en Cracovia en 1914 de una sobredosis de cocaína, tenía en imprenta Sebastián en sueño y estaba al borde de una depresión aguda. Su vida breve y problemática explica, junto con el ambiente de su época, lo extraño de su poesía, enraizada en el simbolismo francés de Baudelaire y Rimbaud y en el Hölderlin más perplejo y enigmático, emparentada con la actitud de prosistas como Kafka y Walser ante el sinsentido del mundo o con Hofmannsthall frente a la crisis del yo y del lenguaje. 
 
Órfica y crepuscular, con paisajes desolados, solitarios y habitados por la nieve y la noche, la de Trakl es una poesía que explora siempre los límites del sentido y de la realidad a través de una palabra que sale del silencio vaciada de sus valores referenciales y pragmáticos para construir la imagen desolada de un mundo en sombras. Como en este alucinado De profundis:
 
Hay un campo de rastrojos donde cae una lluvia negra.
Hay un árbol pardo que está allí solo.
Hay un viento silbante girando entre chozas vacías.
Qué triste es esta tarde.
 
A la vera del caserío
recoge aún la dulce huérfana escasas espigas.
Sus ojos redondos y dorados pacen en el crepúsculo
y su seno anhela al esposo celeste.
 
De vuelta al hogar
encontraron los pastores el dulce cuerpo
podrido en el espino.
 
Una sombra soy yo lejos de oscuras aldeas.
Silencio de Dios
bebí en la fuente del bosque.
 
Frío metal huella mi frente.
Arañas buscan mi corazón.
Hay una luz que se apaga en mi boca.
 
De noche me encontré en un brezal,
erizado de costra y polvo de estrellas.
En los avellanos
sonaron de nuevo ángeles cristalinos.
 
De ahí que, como en Hölderlin, otro poeta lunático, en su poesía sea más importante el proceso poético mismo que el resultado del poema. Un proceso que desemboca en una poesía del fragmento, porque ese era el signo de aquellos tiempos, de búsqueda y disolución del sentido. Una poesía erigida sobre la reiteración verbal y sobre imágenes desconcertantes que revelan a un hombre desconcertado y aluden a un mundo tan incomprensible como la imaginería que intenta no reproducirlo, sino expresarlo. Su visión terminal de un mundo en crisis provocó estas palabras de Rilke: “La poesía de Trakl es un objeto de existencia divina, para mí el más conmovedor de los lamentos ante un mundo imperfecto.”
 
Pocos poetas tan abismales y extraños como él, en quien la poesía es una forma de expiación de la culpa autodestructiva, una respuesta imposible al caos de un mundo opaco ante el que fracasa todo intento de explicación y desciframiento. Con dolorosa lucidez, expresó con sus imágenes nocturnas y lunares la imposibilidad de expresar lo inefable, de comprender lo incomprensible.
 
Adelantado a su tiempo, Trakl fue el autor de una obra tan breve como intensa, cuya influencia ha ido creciendo desde la publicación póstuma de su libro Sebastián en sueño, en 1915. Por eso estas palabras de Oscar Wilde parecen pensadas para él: “Hay dos clases de artistas. Unos traen respuestas y otros preguntas. Hay obras que esperan largo tiempo antes de que se las pueda comprender, pues traen respuestas a preguntas que aún no han sido formuladas.”
 
Hugo Mujica escribió sobre la poesía hiriente y fascinante de Trakl un memorable ensayo, La pasión según Georg Trakl, con párrafos como estos: “Tal como uno de esos pálidos ángeles de mármol que se emplazan sobre los sepulcros, como un pálido mensajero sobre las ruinas del fin de una época, Georg Trakl se alza como el testigo —testigo, partícipe y víctima— de la imposibilidad de nuestro tiempo: encarnar el alma en el mundo. 
Trakl miró la vida y vio la muerte, por eso escribió, para vivir. Para dejarnos lo que fue esa vida: su obra.”
 
Canto del retraído se titula significativamente una de las secciones más conmovedoras de Sebastián en sueño, que tiene como eje este poema:
 
CANTO DEL RETRAÍDO

Todo armonía es el vuelo de las aves. Los verdes bosques
se han reunido en la tarde junto a más tranquilas cabañas;
los cristalinos prados del corzo.
Algo oscuro calma el murmullo del arroyo, las húmedas sombras
y las flores del verano, que tan bello tintinean al viento.
Ya es crepúsculo en la frente del hombre pensativo.
 
Y una lamparita se enciende, la bondad, en su corazón
y la paz de la cena; pues consagrados están el pan y el vino
por las manos de Dios, y te mira desde ojos nocturnos
silente el hermano, que así reposa del camino de espinas.
Oh, morar en el azul de alma de la noche.
 
Amoroso también abraza el silencio en la estancia las sombras de los mayores,
los martirios purpúreos, queja de una gran estirpe
que piadosa ahora acaba en el nieto solitario.
 
Pues más radiante siempre despierta de los negros minutos del delirio
el paciente en el umbral petrificado
y poderosos lo envuelven el frío azul y el declinar luminoso del otoño,
 
la casa silente y las sagas del bosque,
mesura y ley y los caminos lunares de los retraídos.
 
Ese poema es una muestra muy significativa de su obra subyugante en la que el atardecer y el sueño, la melancolía y la noche, la destrucción y la muerte, el silencio y la música y el paisaje de otoño son los motivos insistentes que evidencian, más que un mero interés temático, una modulación espiritual, la grave entonación de una poesía de tonalidades azules y oscuras que, pese a todo, transmiten al lector una rara armonía. A esa misma sección de Sebastián en sueño pertenece este otro poema:
 
CANTO DE UN MIRLO PRISIONERO
Negro aliento en verdes ramas.
Florecillas azules rodean la faz
del solitario, el paso de oro
moribundo bajo el olivo.
Se alza la noche batiendo ebrias alas.
Tan suave sangra la humildad,
rocío que lento gotea del espino florido.
La misericordia de brazos radiantes
abraza un corazón quebrantado.
 
El mirlo que canta en ese y en otros textos de Trakl es padre del que sigue cantando en Zagajewski, que dijo una vez una frase definitiva que se podría aplicar también a esta poesía: “El poeta está vinculado a los muertos.” Como en este estremecedor poema:
 
AL MUCHACHO ELIS
 
Elis, cuando el mirlo en el negro bosque llama,
es tu declinar.
Tus labios beben el frescor de la fuente azul de las rocas.
 
Deja si tu frente sangra suave
antiguas leyendas
y el oscuro sentido del vuelo de las aves.
 
Pero tú entras con tiernos pasos en la noche
que cuelga cargada de uvas purpúreas,
y más bellos mueves los brazos en el azul.
 
Un espino suena,
donde están tus ojos lunares.
Oh, hace tanto tiempo, Elis, que has muerto.
 
Tu cuerpo es un jacinto
en el que un monje hunde los céreos dedos.
Una negra gruta es nuestro silencio
 
de la que sale a veces un manso animal
y deja caer lentos los pesados párpados.
Sobre tus sienes gotea negro rocío,
el último oro de estrellas declinantes.
 
Sigue oyendo el lector en estos poemas la campana que sonaba en los atardeceres de Hölderlin en un paisaje que es el mismo que el de Trakl, mientras lo sobrevuela el mismo ángel terrible que oiría a la orilla del mar Rilke, que escribió que “en la obra de Trakl la caída es excusa para la ascensión imparable”, como recuerda Reina Palazón al final de su prólogo.
Santos Domínguez


17/3/21

Italo Calvino. El escritor que quiso ser invisible


Antonio Serrano Cueto.
Italo Calvino. 
El escritor que quiso ser invisible.
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2020.

“Escribir una biografía de Italo Calvino es traicionar de algún modo su idea, a menudo repetida en sus cartas y entrevistas, de que la vida de un escritor no tiene importancia, pues lo sustancial es su obra. Y es que siempre tuvo una relación compleja -‘neurótica’ escribió- con la biografía. Rechazaba las concesiones fáciles a la nostalgia y al sentimentalismo, la complacencia narcisista. Llegó a afirmar que su única biografía posible era política y donde la política terminaba, no quedaba nada que contar. Esta negación de la memoria emotiva se explica por razones de preferencia literaria, pero también por su carácter introvertido, discreto y pudoroso, el mismo que convertía en un martirio para él el acto de hablar en público; más aún si debía hacerlo improvisando, porque la inmediatez de la expresión oral, a diferencia de la escritura, no le permitía enmendar si se equivocaba o no quedaba satisfecho. Se sentía mejor lejos de las miradas, al margen de los focos. Le gustaba presentar su vida en París como el retiro voluntario de un ermitaño. Fue su deseo en aquellos años ser un escritor invisible, como sus bellas ciudades con nombre de mujer”, explica Antonio Serrano Cueto en la introducción de la magnífica biografía de Italo Calvino con la que obtuvo el Premio Domínguez Ortiz de biografías que convoca y publica la Fundación José Manuel Lara.

El bien articulado conjunto, sustentado en la amplia bibliografía final y en un amplio aparato de notas, refleja la evolución vital y literaria, estética y moral de Italo Calvino y traza un panorama global de la escritura y el pensamiento de uno de los escritores más lúcidos e inquietos de la segunda mitad del siglo pasado, cuyo universo se mueve entre el realismo y lo fantástico, entre el testimonio y la alegoría, la meditación teórica y el experimento narrativo, entre la naturaleza y la historia, la narrativa y el ensayo -con especial relevancia de sus clarividentes Seis propuestas para el próximo milenio.

Una aproximación profunda y rigurosamente documentada a la vida y la obra de uno de los escritores imprescindibles de la segunda mitad del siglo XX, creador de un mundo literario inconfundible y consistente que oscila entre el neorrealismo y la literatura fantástica, entre el compromiso político y la reflexión sobre la literatura, entre lo cotidiano y lo extravagante, y se alimenta por igual del sentido crítico y el humor irónico, de la verosimilitud y la imaginación.

Desde su juventud partisana a su abandono de la militancia, del neorrealismo de El sendero de los nidos de araña, su primera y vacilante novela, en la que evoca su actividad como resistente, a la fábula alegórica y el relato fantástico, con una primera cima narrativa que es su asombrosa trilogía Nuestros antepasados (El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente), su paso por Estados Unidos y París antes de instalarse en Roma, de trabajar como lector en Einaudi y publicar los cuentos galácticos de Las cosmicómicas o las historias cruzadas y barajadas de El castillo de los destinos cruzados, antes de llegar a la magia poética de Las ciudades invisibles, seguramente su cumbre literaria, a la experimental Si una noche de invierno un viajero y a la autobiográfica y testamentaria Palomar.  

Así resume Serrano Cueto el enfoque de su investigación:

Un libro que se propone este objetivo debe confrontar necesariamente los datos desde una variada perspectiva: biográfica, literaria, cultural e histórica. Este ha sido, pues, el propósito: por un lado enhebrar la peripecia vital y el decurso literario -mediante mi propia lectura crítica de su obra completa- y, por otro, analizar ambos a la luz de las transformaciones históricas y los movimientos culturales de los que Calvino fue testigo y partícipe. Porque solamente así es posible apreciar la tupida red de acontecimientos y relaciones personales que envuelven al biografiado desde su nacimiento.

Santos Domínguez 


15/3/21

Steiner. Un lector


 George Steiner. 

Un lector. 

Siruela. Biblioteca de ensayo. 

Madrid, 2020



“El crítico cita estratégicamente con objeto de transmitir su idea, de alcanzar una convincente economía. Su crítica es una recapitulación con fines judiciales; las citas son las pruebas que presenta como evidencia. Si la crítica filosófica es una rama de la estética, la crítica performativa o mimética es una de las múltiples formas de la retórica aplicada. Cabría decir que, grosso modo, esta forma abarca nueve décimas partes del oficio. Se extiende desde el iceberg constituido por la masa de la crítica diaria —el “crítico de arte”, el “crítico literario”, en los medios de prensa— hasta indiscutibles pináculos de representación y recapitulación judiciales tales como el discurso de Samuel Johnson sobre Shakespeare o el de T. S. Eliot sobre Dante. Pero puede ser que lo que Eliot dijo sobre Dante sea crítica inspirada, mientras que lo que dijo Mandelstam sobre Dante sea “lectura”.
Muy a menudo esta clase casi ubicua de crítica tiene por motivo el elogio. La finalidad del acto de la visión organizadora es potenciar la fortuna, reforzar el impacto de una obra o movimiento dados. En su autoritaria inocencia, el término comunista agitprop da en el clavo. Describiría la polémica de Zola en defensa de Manet, la de Pound en la del modernismo. Cada uno de estos observadores es, en el ejemplo dado, un virtuoso de la celebración. La categoría contrastiva es la de un distanciamiento crítico calculado (“motivado”) para reducir, incluso erradicar el objeto: ocasionar, por ejemplo, su retirada de los planes de estudio, de la galería pública al sótano. Aunque antitéticos en sus fines, la defensa o el castigo festivos son parte general de la clase de práctica crítica “presentacional” o performativa”, escribía George Steiner en «Critico» / «Lector», uno de los textos que forman parte de Un lector, una amplia antología panorámica que preparó él mismo y que, aunque se publicó en 1984, permanecía inédita en español hasta su aparición reciente en Siruela.

Una retrospectiva que seleccionó el propio Steiner sobre las primeras etapas de lo que entonces era una obra en marcha que se había iniciado en 1960 con un libro dedicado a Tolstói y Dostoievski, del que dice en el Prefacio de esta recopilación en 1983: “Aunque por entonces no podía saberlo, la convicción de la que surgió aquel primer libro, esto es, que la crítica literaria y filosófica seria proviene de «una deuda de amor», que escribimos acerca de los libros o la música o el arte porque «un instinto primordial de comunión» nos impulsa a comunicar y a compartir con los demás un enriquecimiento incontenible, iba a ser la raíz de toda mi enseñanza y mi obra posteriores.”

Lo subtituló provocadoramente “Ensayo según la vieja crítica”, en respuesta a la separación entre texto y contexto que estaba promoviendo por entonces la llamada Nueva crítica. Porque ya en ese primer libro Steiner presta una enorme atención al fondo ideológico, filosófico, social o religioso de los textos y no sólo a su construcción como artefacto lingüístico.

Esa es una línea crítica por la que Steiner seguirá transitando en todos sus libros con “un entendimiento de la literatura como una ‘humanidad central’”, con una mirada trascendente en la que se implican mutuamente la ética y la estética. Ese papel fundador de su primer libro lo percibe él mismo y lo destaca con estas palabras:

“El fundamento de esta discrepancia y cierta anticipación de lo que nos aguarda cuando el estudio y la lectura de la literatura se desgajan de la historia, de la historia del lenguaje y de la ética del sentido común ya se encuentran en Tolstói o Dostoievski. Es posible que este haya sido el más oportuno de mis libros.”

Entre ese primer ensayo y En lo profundo del mar, con hitos intermedios como La muerte de la tragedia -uno de sus libros más celebrados, sobre “aquellos dramas que llegan hasta el corazón de la noche para quedarse”-, Lenguaje y silencio, Después de Babel («pésimo libro, que es también, ay, un clásico», como lo saludó un reseñista obtuso; “condena que se lleva con agradecimiento”, decía un sarcástico Steiner) o Sobre la dificultad y otros relatos, el sabio lector y crítico que ya era Steiner en 1983, cuando escribe el prefacio, organiza esta selección en torno a cinco ejes: El acto crítico, Lecturas, Obsesiones, Cuestiones alemanas y Lenguaje y cultura.

Y en todos estos textos, que afronta con ejemplar mirada autocrítica, porque “esta recopilación no puede sino dejarme con una idea más clara de las ocasiones perdidas”, Steiner se muestra crecientemente como maestro de lectura, como se definió a sí mismo. Un lector. Un maestro.

Un lector. Ningún título mejor que ese para resumir lo que representa la imprescindible figura de George Steiner, uno de los pocos faros fiables para orientarse en el confuso y agitado panorama crítico de la posmodernidad. Ejemplo y lección de un grande.

Santos Domínguez

12/3/21

Simic. Poesía (1962-2020)


Charles Simic.
Poesía (1962-2020).
Edición y prólogo de Nieves García Prados. 
Traducciones de Nieves García Prados y Juan José Vélez.
Valparaíso Ediciones. Granada, 2020.

Barquito mío,
ten cuidado.
 
no hay
tierra a la vista.

Ese breve poema, El viento ha muerto, es uno de los cuatro inéditos de Charles Simic que, cedidos por el autor para esta publicación, se incorporan a la edición de su Poesía (1962-2020), que publica Valparaíso con un prólogo de Nieves García Prados y traducciones de Nieves García Prados y Juan José Vélez.

Casi sesenta años de escritura se reúnen en este generoso volumen que ofrece la más amplia muestra en español de la poesía de Simic, uno de los poetas contemporáneos esenciales, que -como recuerda Nieves García Prados- “siempre ha sido considerado por la crítica literaria un poeta norteamericano, y de hecho siempre ha escrito en inglés pese a que su lengua materna es el serbo-croata y a que llegó a los Estados Unidos siendo un adolescente, procedente de Serbia.”

Poesía directa, de línea clara, pero rica en matices, en sugerencias y en connotaciones, porque tras su aparente transparencia se encuentra siempre una enorme profundidad, una honda carga meditativa, una desolación ante el tiempo y el mundo que a veces se oculta bajo una distancia irónica o humorística, pero que no disimula otras veces su esencial carácter elegíaco. Así ocurre en el estremecedor y visionario Guerra:

El dedo tembloroso de una mujer
recorre la lista de víctimas
la noche de la primera nevada.

La casa está fría y la lista es larga.

Todos nuestros nombres están incluidos


En Simic el lirismo brota de lo intranscendente, el misterio de lo imprevisible acecha en lo cotidiano y la anécdota es el motor de una indagación profunda en la realidad, el cimiento de su manera de entender el mundo.

Hay en su poesía un movimiento constante desde la descripción a la reflexión, desde la mirada a la palabra, desde la experiencia autobiográfica o el recuerdo trivial a la parábola de sentido universal. Así evoca el año de su nacimiento en uno de sus poemas más conocidos:

MIL NOVECIENTOS TREINTA Y OCHO

Fue el año en que los Nazis invadieron Viena,
Superman debutó en Action Comics.
Stalin mataba a sus camaradas revolucionarios,
abrieron la primera Dairy Queen en Kankakee, III,
mientras en la cuna yo me orinaba en los pañales.

“Seguro que fuiste un precioso bebé”, cantaba Bing Crosby.
Un piloto a quien los periódicos llamaron 
     “El despistado Corrigan”
despegó de Nueva York hacia California
y aterrizó en Irlanda, mientras yo veía a mi madre
sacarse el pecho de su bata azul y acercarse a mí.

En septiembre hubo un huracán que hizo que un teatro
en Westhampton Beach acabara en el mar.
La gente temía que fuera el fin del mundo.
Un pez que se creía extinguido desde hace más de setenta millones de años
apareció en una red en la costa de Sudáfrica.

Yo estaba tumbado en mi cuna mientras los días
eran cada vez más cortos y fríos,
y la primera gran nevada cayó de noche
silenciando las cosas en mi habitación.
Creo que entonces me oí llorar por mucho, mucho tiempo.


Exploración en la memoria y voluntad interrogativa, reflexión e imaginación se combinan en estos poemas que indagan en los secretos de la identidad, en la soledad y la incomunicación, en el enigma de lo cotidiano.

“Todo ello -explica Nieves García Prados en su prólogo- le ha llevado a convertirse en un defensor de una poética donde “menos es más”, con imágenes salvajemente impredecibles y un estilo conciso, plagado de elipsis y metáforas sorprendentes.”

Y es que la simplicidad engañosa de su estilo narrativo y su tono conversacional persigue la movilización de los sentidos a través de imágenes visionarias y metáforas inesperadas que revelan su estirpe surrealista en el cruce de lo interior y lo exterior, de lo real y lo irreal que anticipaba la cita de Wallace Stevens que puso al frente de uno de sus libros, El señor de las máscaras: “Todo lo irreal puede ser real.”

Los poemas de Simic, conmovedores más allá de su superficie trivial, nacen de un difícil equilibrio entre la celebración y la tristeza, entre la mirada meditativa y la iluminación simbólica sobre una realidad en la que se cruzan lo trágico y lo cómico. Conviven en ellos en distintas proporciones la imaginación y la descripción, entre lo figurativo y lo visionario, entre la melancolía y el ingenio.

Se trata en todo caso de una imaginación más ligada a la construcción alegórica que surge de lo cotidiano que al relámpago de la metáfora para expresar la profundidad emocional con la que Simic observa el paisaje y evoca la infancia o proyecta su mirada compasiva a la vez hacia fuera y hacia dentro para hablar de la fugacidad y la muerte o de la opacidad del mundo, como en este El futuro, que bajo la superficie descriptiva del detalle intranscendente contiene una enorme y oscura carga simbólica de profundidad:

Debe de haber un motivo para que se nos oculten
sus muchas sorpresas,
y puede que tenga que ver
o con la compasión o con la maldad.

Sé que la mayoría de nosotros lo tememos,
y seguramente eso explique
que no hayamos sido debidamente presentados,
aunque seamos vecinos

que se chocan a menudo
por accidente y luego se quedan ahí
sin palabras y avergonzados,
antes de fingir que nos habíamos distraído

por algún niño que caminaba hacia la escuela,
o una paloma picoteando una pizza
junto al coche fúnebre con la corona de flores
estacionado frente a una pequeña iglesia gris.
 
Santos Domínguez





10/3/21

El gran Gatsby

F. Scott Fitzgerald.
El gran Gatsby.
Edición de Juan Ignacio Guijarro.
Traducción de María Luisa Venegas.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2021.

“Casi cien años de soledad” titula Juan Ignacio Guijarro el extenso estudio introductorio que abre su edición de El gran Gatsby, que publica Letras Universales Cátedra con traducción de María Luisa Venegas.

Cuando está a punto de cumplir un siglo -se publicó en 1925-, El gran Gatsby se ha convertido en una novela canónica en Estados Unidos, hasta el punto de que en 1998 figuraba en la lista de las cien mejores novelas del siglo XX de la Modern Library en la segunda posición, sólo superada por el Ulysses de Joyce.

Y si este es uno de esos títulos que han ido creciendo con el paso del tiempo hasta convertirse en un clásico contemporáneo, su protagonista, Jay Gatsby, “se ha erigido -como recuerda la Introducción- en uno de los personajes más icónicos de las letras estadounidenses, junto al capitán Acab, Huckleberry Finn, Willy Loman, Blanche Dubois o Lolita, entre otros.”

Scott Fitzgerald la escribió en Francia en una época complicada, marcada por los problemas personales en la relación con su mujer, Zelda Sayre. Sometido a la presión de ese conflicto sentimental, el autor proyectó su propia situación en la del protagonista en su difícil relación con Daisy.

Lo reconocía el novelista en un texto autobiográfico que escribió años después. Decía allí Scott Fitzgerald de su personaje, Jay Gatsby: “Es lo que siempre fui: un joven pobre en una ciudad rica, un joven pobre en una escuela de ricos, un muchacho pobre en uní club de estudiantes ricos, en Princeton. Nunca pude perdonarles a los ricos el ser ricos, lo que ha ensombrecido mi vida y todas mis obras. Todo el sentido de Gatsby es la injusticia que impide a un joven pobre casarse con una muchacha que tiene dinero. Este tema se repite en mi obra porque yo lo viví.”

Probablemente a esas alturas ya había comprendido que, de la misma manera que Gatsby traza su propio destino autodestructivo -sin saberlo, como un protagonista de tragedia clásica-, en esa novela había prefigurado también lo que sería su sino trágico.

Como todas las novelas clásicas, lo que plantea El gran Gatsby es la relación conflictiva entre el protagonista y el mundo. De Cervantes a Proust y de Dickens a Joyce o a Kafka, esa mirada a la sociedad en relación con el individuo es un elemento que forma parte de la raíz del relato largo.

Y esa característica es la que fundamenta la vigencia de El gran Gatsby: la crítica social de un mundo frágil y superficial, el de los felices veinte y el fracaso del sueño americano. Porque, por debajo de su superficie melodramática, sentimental y folletinesca y más allá de su desenlace truculento, esta novela es la más acabada representación del ambiente americano de los años veinte -la edad del jazz  (así tituló su segunda colección de cuentos) y la ley seca, los gansters  y el dinero fácil de los nuevos ricos-, con su rara y explosiva mezcla de vitalismo y decadencia, de miseria y lujo.

Un mundo que acabaría estallando en el crack del 29 y la Gran Depresión, cuatro años después de la aparición de esta obra que de alguna forma profetizaba su desenlace con el reflejo de aquella rara combinación de lujo y violencia.

Porque eso es lo verdaderamente importante de esta novela: la atmósfera social y humana de West Egg, en Long Island, que evoca el narrador, Nick Carraway, un excelente hallazgo técnico que acredita la solvencia narrativa de Scott Fitzgerald, desde las primeras, inolvidables, frases del libro:

Siendo yo joven y vulnerable, mi padre me dio un consejo que me ronda aún en la cabeza.
-Cuando te apetezca criticar a alguien -me dijo-, recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú.

El mundo de El gran Gatsby es un mundo de apariencias y de imposturas, un festival de máscaras en el que nadie es lo que parece, empezando por el propio protagonista, que oculta su pasado oscuro, se inventa una biografía presentable y cambia su nombre real -James Gatz- por el más elegante Jay Gatsby.

Scott Fitzgerald siempre tuvo sentimientos encontrados hacia el mundo de los ricos, con los que alternó en fiestas tan dadas al exceso como las que ofrece Gatsby, un advenedizo como él en ese paraíso mundano y vertiginoso.

Son los mismos sentimientos encontrados que tiene Nick Carraway, un narrador comprensivo, bondadoso y simpático, que ha aprendido a no juzgar a nadie, hacia un Gatsby complejo y poliédrico, protagonista de una novela “elíptica, ambigua y simbólica”, como señala Juan Ignacio Guijarro en su magnífica introducción, en la que sitúa la novela en su contexto histórico, cultural y literario, recuerda la mala recepción crítica que tuvo entonces y analiza sus temas principales y sus rasgos formales más significativos: el estilo, la estructura y el punto de vista.

Ambiguo y misterioso, problemático y contradictorio, víctima o verdugo, ángel o demonio, héroe o antihéroe, Gatsby no es ni una cosa ni otra. O tal vez las dos a un tiempo, tras la cortina de humo o de niebla que difumina su contorno moral y lo convierte en un personaje opaco, siempre a medio camino entre la realidad, la imaginación y el deseo.

Pero en todo caso, como explicó lúcidamente Vargas Llosa, Gatsby es un personaje emparentado con una genealogía de personajes como don Quijote o Emma Bovary, habitantes de un mundo en el que se han borrado las fronteras entre la realidad y la fantasía, entre la vida vivida y la vida soñada y acaban asumiendo la derrota y el fracaso de sus sueños perdidos.

Y eso es lo que hace de Gatsby, por encima de su pasado turbio y su ambigüedad ética, un personaje admirable. Y lo que convierte esta novela, además de en una denuncia del clasismo, en un texto existencial y fatalista que traza la épica de la derrota, en una elegía de la autodestrucción de una época y de unos personajes que comparten con el autor esa virtud poliédrica, cambiante y hasta contradictoria que solo tienen los clásicos.

Santos Domínguez

8/3/21

Kevin Prufer. Himno nacional

 
 
 Kevin Prufer.
Himno Nacional.
Traducción de Luis Ingelmo.
Prólogo de Pablo Luque Pinilla.
Bartleby. Madrid, 2021.

Fue por entonces cuando la ciudad se sumió en el silencio.
Me dijiste No me hagas daño y yo te dije Si tuviera intención de herirte, ya lo habría hecho.
Dejamos atrás una tienda decadente de escaparates brillantes como gemas.
                        Una puerta que el viento batía. Me dijiste Deja que me vaya.
Como en una película del apocalipsis, un jaleo de periódicos pasó volando a nuestro lado.
No te haré daño, te dije.
Un coche yacía muerto en la calle. Miré en su interior pero no había qué comer.
La luna creció como un imperio, después cayó como una bomba
entonces dije que era una noche perfecta para dar un paseo, que encontraríamos comida en la ciudad   moribunda para compartirla con los otros, hambrientos.
En esos días, los televisores ya no nos molestaban. Ni los helicópteros ni los focos.
La ciudad cayó como la luna en un océano -una escena funesta- y una noche la lluvia arrastró los cuerpos del cementerio.

 
Así comienza Apocalipsis, el poema que abre Himno nacional de Kevin Prufer, que publica en edición bilingüe Bartleby, con traducción de Luis Ingelmo y un prólogo en el que Pablo Luque Pinilla escribe que “el lamento pruferiano [...] se debe al estado de denuncia y expectativas de reparación de los males que el poeta percibe de una nación en la que se mira todo Occidente en el marco de una sociedad globalizada. Para ello, recurre a un escenario posapocalíptico y a las circunstancias del pasado que han conducido a dicha realidad.”

Sobre ese escenario sombrío de pesadilla y secuelas, de oscuridad, silencio y soledad, desde los presagios de la demolición entre la ceniza y la nieve, el hollín y los ataúdes, entre ese poema inicial y el dedicado al pájaro moribundo que cierra el libro, Prufer proyecta en Himno nacional una mirada desolada a las ruinas de un mundo desde el futuro posterior al apocalipsis. 
 
En sus cuarenta y dos poemas nocturnos y nevados, organizados en dos partes, más exterior la primera, más intimista la segunda, “todo está siempre / hablando” en una polifonía de voces espectrales que sin embargo crean un clima de soledad e incomunicación y componen una elegía por el colapso de una civilización, por los despojos de un paisaje de ultratumba o por los aviones abandonados en aeropuertos solitarios.

Ante ese panorama postapocalíptico, la aguda mirada del poeta, a un tiempo visionaria y crítica, oscila entre la perplejidad y el desasosiego, entre la denuncia, la impotencia y las premoniciones, entre el desconcierto y la melancolía para hablar de lluvias radiactivas y cadáveres de niñas, de soldados muertos, hospitales y cementerios.

Y en ese cruce de actitudes, Prufer se expresa con voz transparente para elaborar pequeñas escenas narrativas con potentes imágenes oníricas sobre la profecía cumplida del desastre ecológico y social, sobre un camino de destrucción que tiene su contrapunto metafórico en el pasado (el declive del imperio romano) y en un presente fantasmal que se desmorona mientras siembra las semillas de su propia aniquilación, como en el espléndido Arde la luna:

«¡Cuánta nieve!», dije, y luego: «No», 
                                                              embadurnándome 
los dedos de hollín. «No es nieve». La luna crujía y brillaba 
sobre los árboles. Una sola llamarada 
                                                          como un pétalo 
surgió de un cráter, se despegó y desapareció 
                                               
                                                       +++
                                                                          en el cielo nocturno.
Luna naranja, la luna y las chispas que caían como cigarrillos 
o diminutos imperios al suelo.
[...]
                                              las casas despertaron y derramaron 
sus luces sobre el paisaje cubierto por un manto. Mis vecinos 
se cubrieron los ojos para contemplar 
                                                             la luna que temblaba en el cielo, 
que silbaba y escupía y caía. Gimieron de pena 
                                                      
                                                            +++

y se llevaron la mano a la boca al toser. Encendieron sus radios: 
nada oyeron.
                    La noche entera pasaron viéndola despojarse de sí misma 
y encoger: níquel, llama y, por fin, agujero. Entonces se fueron a dormir.

                                                         +++

Aquí, en las provincias, apenas hay noticias.
                                                                       Somos gentes sencillas 
y vivimos medio ocultos. A la mañana siguiente paleamos la ceniza 
y nos ocupamos de nuestras cosas. Se habían hundido un par de tejados.