8/3/21

Kevin Prufer. Himno nacional

 
 
 Kevin Prufer.
Himno Nacional.
Traducción de Luis Ingelmo.
Prólogo de Pablo Luque Pinilla.
Bartleby. Madrid, 2021.

Fue por entonces cuando la ciudad se sumió en el silencio.
Me dijiste No me hagas daño y yo te dije Si tuviera intención de herirte, ya lo habría hecho.
Dejamos atrás una tienda decadente de escaparates brillantes como gemas.
                        Una puerta que el viento batía. Me dijiste Deja que me vaya.
Como en una película del apocalipsis, un jaleo de periódicos pasó volando a nuestro lado.
No te haré daño, te dije.
Un coche yacía muerto en la calle. Miré en su interior pero no había qué comer.
La luna creció como un imperio, después cayó como una bomba
entonces dije que era una noche perfecta para dar un paseo, que encontraríamos comida en la ciudad   moribunda para compartirla con los otros, hambrientos.
En esos días, los televisores ya no nos molestaban. Ni los helicópteros ni los focos.
La ciudad cayó como la luna en un océano -una escena funesta- y una noche la lluvia arrastró los cuerpos del cementerio.

 
Así comienza Apocalipsis, el poema que abre Himno nacional de Kevin Prufer, que publica en edición bilingüe Bartleby, con traducción de Luis Ingelmo y un prólogo en el que Pablo Luque Pinilla escribe que “el lamento pruferiano [...] se debe al estado de denuncia y expectativas de reparación de los males que el poeta percibe de una nación en la que se mira todo Occidente en el marco de una sociedad globalizada. Para ello, recurre a un escenario posapocalíptico y a las circunstancias del pasado que han conducido a dicha realidad.”

Sobre ese escenario sombrío de pesadilla y secuelas, de oscuridad, silencio y soledad, desde los presagios de la demolición entre la ceniza y la nieve, el hollín y los ataúdes, entre ese poema inicial y el dedicado al pájaro moribundo que cierra el libro, Prufer proyecta en Himno nacional una mirada desolada a las ruinas de un mundo desde el futuro posterior al apocalipsis. 
 
En sus cuarenta y dos poemas nocturnos y nevados, organizados en dos partes, más exterior la primera, más intimista la segunda, “todo está siempre / hablando” en una polifonía de voces espectrales que sin embargo crean un clima de soledad e incomunicación y componen una elegía por el colapso de una civilización, por los despojos de un paisaje de ultratumba o por los aviones abandonados en aeropuertos solitarios.

Ante ese panorama postapocalíptico, la aguda mirada del poeta, a un tiempo visionaria y crítica, oscila entre la perplejidad y el desasosiego, entre la denuncia, la impotencia y las premoniciones, entre el desconcierto y la melancolía para hablar de lluvias radiactivas y cadáveres de niñas, de soldados muertos, hospitales y cementerios.

Y en ese cruce de actitudes, Prufer se expresa con voz transparente para elaborar pequeñas escenas narrativas con potentes imágenes oníricas sobre la profecía cumplida del desastre ecológico y social, sobre un camino de destrucción que tiene su contrapunto metafórico en el pasado (el declive del imperio romano) y en un presente fantasmal que se desmorona mientras siembra las semillas de su propia aniquilación, como en el espléndido Arde la luna:

«¡Cuánta nieve!», dije, y luego: «No», 
                                                              embadurnándome 
los dedos de hollín. «No es nieve». La luna crujía y brillaba 
sobre los árboles. Una sola llamarada 
                                                          como un pétalo 
surgió de un cráter, se despegó y desapareció 
                                               
                                                       +++
                                                                          en el cielo nocturno.
Luna naranja, la luna y las chispas que caían como cigarrillos 
o diminutos imperios al suelo.
[...]
                                              las casas despertaron y derramaron 
sus luces sobre el paisaje cubierto por un manto. Mis vecinos 
se cubrieron los ojos para contemplar 
                                                             la luna que temblaba en el cielo, 
que silbaba y escupía y caía. Gimieron de pena 
                                                      
                                                            +++

y se llevaron la mano a la boca al toser. Encendieron sus radios: 
nada oyeron.
                    La noche entera pasaron viéndola despojarse de sí misma 
y encoger: níquel, llama y, por fin, agujero. Entonces se fueron a dormir.

                                                         +++

Aquí, en las provincias, apenas hay noticias.
                                                                       Somos gentes sencillas 
y vivimos medio ocultos. A la mañana siguiente paleamos la ceniza 
y nos ocupamos de nuestras cosas. Se habían hundido un par de tejados.