30/10/23

Jon Fosse. Mañana y tarde



 Jon Fosse.
Mañana y tarde.
Traducción de 
Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun.
Nórdicalibros /De Conatus. Madrid, 2023.


Más agua caliente, Olai, dice la vieja matrona Anna 
Venga, no te quedes ahí parado en la puerta de la cocina, dice 
Ya, ya, dice Olai 
y nota un frío y un calor extenderse por su piel y la piel se le eriza y una felicidad recorre todo lo suyo y se le sale por los ojos en forma de lágrimas cuando corre hacia el fogón y empieza a llenar una artesa con agua humeante, así que agua caliente, por agua no será, piensa, y echa agua en la artesa y oye a la vieja matrona Anna decir que con eso basta, será suficiente, dice, y Olai levanta la vista y ahí está la vieja matrona Anna, cogiéndo la artesa 
Ya la llevo yo, dice la vieja matrona Anna 
y en ese momento suena un grito contenido en la alcoba y Olay mira a la matrona Anna a los ojos y sacude la cabeza y ¿no esbozará también una sonrisilla?
Paciencia, dice la vieja matrona Anna 
Si es niño, se llamará Johanness, dice Olai
Ya veremos, dice la vieja matrona Anna 
Pues sí, Johannes, dice Olai 
Por mi padre, dice 
No le veo inconveniente al nombre, dice la vieja matrona Anna 
y suena  otro grito, ya más abierto 
Paciencia, Olai, dice la vieja matrona Anna
Paciencia, dice 
¿Me estás oyendo? dice 
Paciencia, dice 
Tú que eres pescador sabrás que en un barco no caben mujeres, dice 
Ya, ya, dice Olai 
Pues aquí pasa lo mismo con los hombres, sabes lo que traen ¿no? dice la vieja matrona Anna 
Si, ya, traen desgracias, dice Olai 
Eso, desgracias, dice la vieja matrona Anna 
y Olai ve a la matrona Anna enfilar hacia la puerta de la alcoba con la artesa con agua caliente por delante, con los brazos estirados y de pronto la matrona Anna se para en la puerta del alcoba y se vuelve hacia Olai 
No te quedes ahí parado, dice la vieja matrona Anna 
y Olai se estremece ¿estará él trayendo desgracias sin pretenderlo? es lo último que quiere ¿no irá a perder a su Marta, a su querida, amada y respetada Marta, a su novia, a su mujer? no la irá a perder ¿no? no puede ser Anda, cierra la puerta de la cocina y siéntate en tu silla dice la vieja matrona Anna 
y Olai se sienta ante la mesa de la cocina, hinca los codos sobre el tablero y apoya la cabeza en las manos y menos mal que llevó a Magda a casa de su hermano, piensa Olai, cuando salió a buscar a la vieja matrona Anna llevó primero a Magda a casa de su hermano, y no estaba seguro de si hacía bien porque Magda ya es casi una mujer, los años pasan volando, pero Marta le pidió que lo hiciera, cuando se puso de parto y lo mandó con la barca a buscar a la vieja matrona Anna  

 Así comienza Mañana y tarde, la espléndida novela del noruego Jon Fosse, reciente Premio Nobel, que publican en coedición Nórdicalibros y De Conatus con traducción de Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun.

Antes de la concesión del Nobel, Fosse ya era considerado uno de los mejores narradores europeos de las últimas décadas. Para quien no conozca su totalizadora Trilogía y su monumental Septología, editados en español por De Conatus, esta Mañana y tarde, una potente novela corta que transcurre entre el nacimiento de Johannes y su muerte, puede ser una buena vía de entrada en la escritura poderosa de Fosse, en su prosa hipnótica y a veces tortuosa, rítmica y exigente. 

Entre la mirada impertérrita del narrador omnisciente, la lentitud repetitiva del flujo de conciencia de los personajes y el chispazo rápido del diálogo escueto, entre la realidad y la alucinación, entre la vida y la muerte, Mañana y tarde obedece a un ritmo binario desde su título hasta su estructura y su desarrollo. Dos partes vertebran esta novela, que asume también dos perspectivas: la de Olai cuando nace Johannes, su segundo hijo, y la de un Johannes ya anciano que afronta el viaje de salida de su día final sin saber que es un viaje son salida ni el día final.

Organizada en torno a ese trayecto temporal del pasado al presente, la novela transcurre entre el primer y el último día de la vida de Johannes, a través del recuerdo de los episodios triviales de su vida cotidiana (su trabajo de pescador; la relación con Erna, su mujer, ya fallecida; sus siete hijos; sus nietos; Peter, su mejor amigo; Jakop el Zapatero).

Y al Johannes anciano le llega su hora. Se levanta una mañana más ligero que de costumbre, como sin peso, con una agilidad inusual, sin dolores ni molestias. No siente frío en la casa habitualmente destemplada y se fuma el primer cigarrillo relajante del día, “pero hoy no nota nada y mira que es raro, porque de toda la vida, hasta que no se fuma unos cuantos cigarrillos, es como si no entrara del todo en la vida, piensa Johannes”.

Cuando sale de la casa, todo parece igual pero distinto a la vez:  “Pero ¿qué está pasando? Es como si todo estuviera cambiado y al mismo tiempo estuviera como siempre, todo está como antes y todo está distinto, piensa Johannes.”

Seguramente está todo como siempre, piensa Johannes. Y él es el mismo viejo de siempre, viejo, sí, de eso no cabe duda, pero sano y fuerte, y esta mañana se sentía tan ágil como un niño, pero […] levanta el brazo y a duras penas consigue levantarlo y entonces mira sus dedos largos y ajados y ve que alrededor de las uñas los dedos se le están poniendo azules

Y cuando llega a la ensenada para coger la barca con rumbo oeste por un mar en rara calma, se encuentra en la orilla con Peter, su mejor amigo, muerto hace tiempo, al que le tira piedras que lo atraviesan. Juntos salen a pescar cangrejos para la señorita Pettersen, otra difunta con la que Johannes tiene un raro encuentro. Y a ese muelle vuelve el pasado con Erna y con Marta jóvenes en una primera cita con los jóvenes Johannes y Peter.

Ese reencuentro con el pasado contrasta con el desencuentro con su hija Signe en el presente de su último día:

Signe, Signe, dice Johannes
Y Signe que se para un momento ante él y nunca había visto Johannes tanto miedo en los ojos de Signe, tiene los ojos negros de miedo, piensa Johannes, y además no lo ve, avanza derecha hacia él y avanza y avanza hacia él
Signe, Signe ¿no me ves? grita Johannes 
y Signe avanza derecha hacia él y luego entra en él  y Signe lo atravesó como si nada y él notó su calor, pero ella lo atravesó como si nada, como si nada, piensa Johannes

En una línea literaria de estructuras simétricas y concéntricas y escritura envolvente que enlaza en enfoque y en tono con Beckett a través de Thomas Bernhard, Jon Fosse sostiene su Mañana y tarde sobre la sombría reflexión existencial acerca del sentido de la vida, un viaje de la nada a la nada, en palabras de Olai: “y ahora, mientras su madre Marta grita de dolor, el niño vendrá al frío de este mundo y aquí estará solo, separado de Marta, separado de todos los demás, estará solo aquí, siempre solo, y luego, cuando todo haya acabado, cuando llegue su hora, se descompondrá y volverá a la nada de la que salió, de la nada a la nada, ese es el curso de la vida, para las personas, los animales, los pájaros, los peces, las casas, las herramientas, para todo lo que existe, piensa Olai, aunque también es mucho más, piensa”

Este es el diálogo rápido e intenso que se produce ya al final de la novela. Es quizá el momento más conmovedor de Mañana y tarde, una obra cuya creciente intensidad se mueve entre el antes del nacimiento y el después de la muerte para dejar una huella indeleble en el lector:

Y Johannes mira a Peter y hay que ver qué cosas dice este hombre, qué horror, que está muerto 
¿Estoy muerto? dice Johannes 
Ya te has muerto, tú también, Johannes, dice Peter 
Y como yo era tu mejor amigo, me ha tocado ayudarte a cruzar, dice 
¿Ayudarme a cruzar? dice Johannes 
y Peter asiente con la cabeza 
Estás en tu cama, Johannes, dice Peter 
No me digas dice Johannes
Pues sí, dice Peter 
Venga, Johannes dice 
y Johannes se reúne con Peter y entonces Peter y Johannes echan a andar por el camino 
[…]
¿y adónde vamos? dice Johannes
Ay, ya estás preguntando cómo si aún vivieras, dice Peter 
¿A ninguna parte? dice Johannes 
Allí donde vamos no es ningún lugar, y por eso tampoco tiene nombre, dice Peter

Santos Domínguez

 


27/10/23

Virginia Woolf. El estrecho puente del arte


Virginia Woolf.
El estrecho puente del arte.
Ensayos literarios.
Edición y traducción de Rafael Accorinti.
Páginas de Espuma. Madrid, 2023.

Virginia Woolf acuñó en 1927, en uno de sus ensayos literarios, la metáfora del estrecho puente del arte para aludir al cruce entre tradición y modernidad en el que se sitúa la creatividad de un autor cuando asume por un lado las diversas herencias literarias y afronta por otro lado las novedades que justifican el sentido de su escritura.

Esa metáfora, “alude al momento paradigmático en que quien escribe ha de decidir qué llevarse de sus antecesores y qué aportar a sus contemporáneos”, como señala Rafael Accorinti en la introducción de su edición de El estrecho puente del arte, la colección de ensayos y artículos literarios que acaba de publicar Páginas de Espuma.

Organizados en dos partes -«El arte de la ficción» y «El arte de la biografía»-, Virginia Woolf aborda en estos textos ensayísticos la literatura de Melville, que “ha culminado su labor mejor que el artista más sofisticado de nuestra época”) y de Dickens, en cuyas novelas “todo es absoluto y extremo”; de Flaubert (que “tardó un mes en encontrar una frase para describir un repollo”) y de Dostoievski (“el fervor de su genio lo insta a cruzar todos los límites”), de Chéjov (“Nadie hay que parezca mejor dotado de un sentido más agudo de la belleza”) y Tolstói (“el más grande de todos los novelistas”, que “reescribió Guerra y paz siete veces’), de Stendhal (que “se propuso desde el principio dominar el arte de la vida”) y de Proust (‘todo su universo está impregnado de la luz de la inteligencia’); de Henry James ( de quien subraya “su manera majestuosa” y “la maestría de su prosa”); de Hemingway (“un escritor hábil y concienzudo”) o Thoreau, que “hizo todo lo que pudo para fortalecer su propia comprensión de sí mismo.”

En estos textos Virginia Woolf hace un repaso de sus lecturas y lanza  una invitación a la lectura modélica del lector común, aquella que está libre de prejuicios académicos y no se deja orientar por otra guía que su propio gusto y su independencia de criterio.

En “¿Cómo debería leerse un libro?”, el texto de una conferencia para un colegio femenino de Kent en enero de 1926, da este consejo:

El único consejo que, en verdad, una persona puede dar a otra sobre la lectura es que no permita que nadie le aconseje, que siga sus propios instintos, que use el sentido común, que llegue a sus propias conclusiones. Si estamos de acuerdo en esto, entonces me siento en la potestad de proponer algunas ideas y sugerencias, porque la lector de lector no has de dejar que cuarto en esa independencia que es la cualidad más importante que puede llegar a tener.

Con su criterio propio de lectora común, Virginia Woolf evoca memorablemente sus horas en una biblioteca (“Día tras día no hacemos otra cosa que leer. Es una época de una excitación y una exaltación asombrosas”), exalta la belleza de la poesía griega y la perfección de su lengua, hace una lectura superficial y anodina del Quijote, se acerca al Viaje sentimental de Sterne o a Defoe, uno de los grandes escritores sencillos, a través de Moll Flanders y de Roxana; declara su simpatía por Jane Austen, “la artista más perfecta entre las mujeres”, y su profunda clarividencia de lo cotidiano y habla con admiración de otras escritoras como Emily Brontë o George Eliot o hace una profunda lectura de los novelistas rusos en “El punto de vista ruso”, de 1919, uno de sus mejores ensayos.

Pero hay mucho más en estas páginas intensas y cercanas de una Virginia Woolf lectora sutil: una reflexión sobre la relectura y sobre la crítica, un profundo análisis de los relatos de fantasmas de Henry James, una evocación necrológica de Conrad, con un agudo estudio de Marlow como proyección analítica y sutil del novelista desdoblado en su personaje; la autobiografía de De Quincey como paradójica suma de defectos y muestra de talento, o una lúcida disección de la obra novelística  de Thomas Hardy.

Son las lecturas en voz baja, las propuestas de una lectora excepcionalmente penetrante, pero también las reflexiones técnicas de la novelista renovadora y consciente de su oficio que explora los procesos creativos y la anatomía de la ficción, la construcción del personaje desde dentro y la atención a su psicología, bajo una marcada influencia de tres novelistas decisivos en la configuración de su obra: Dostoievski, Henry James y Proust.

Cierra el conjunto el breve “Atardecer en Sussex: Reflexiones en un automóvil”, un ensayo de 1930 en el que Virginia Woolf  habla en un ejercicio de ventriloquía y desdoblamiento de las distintas identidades que coexisten en su personalidad.

Una personalidad compleja y problemática para la que, como afirma Rafael Accorinti en su introducción, “leer y escribir es dar pasos hacia el pensamiento crítico, la independencia intelectual y la posterior libertad de la mujer.”

Con la edición de El estrecho puente del arte Páginas de Espuma sigue enriqueciendo su espléndida colección de ensayos: Chéjov, Flaubert, Dostoievski, Proust, Poe, Stevenson, Clarín, Henry James, Joyce o Harold Bloom son algunos de los ilustres antecesores de su catálogo.

Santos Domínguez 




 

25/10/23

Rafael Chirbes. Diarios (tomo III)

 

Rafael Chirbes.
Diarios. 
A ratos perdidos 5 y 6.
Anagrama. Barcelona, 2023.


“Ser altivo, sectario e ignorante, todo junto, es algo terrible. No necesitas leer a un escritor. Consideras que sus libros son algo así como un asunto privado, intrascendente: como si no fuera justo al revés, que el único asunto público con el que lidia un escritor es su escritura, que justo todo lo demás, su sexo, su familia y hasta sus opiniones sobre esto o aquello, forma parte de lo privado que no debe interesarnos, o debe interesarnos solo muy relativamente”, escribía Rafael Chirbes el 9 de enero de 2007 en la segunda anotación de A ratos perdidos 5 y 6, la tercera y última entrega de sus Diarios, que publica Anagrama.

Es un voluminoso tomo que recoge el material de once cuadernos que abarcan desde el 8 de enero de 2007 al 28 de junio de 2015, cuando Chirbes presagiaba ya el fin, mes y medio antes de morir el 15 de agosto:

Cuando hace un año me propusieron repetir una frustrada colonoscopia me negué: si el índice tumoral está bien, para qué reproducir las incomodidades (me debieron tocar o perforar algo, a raíz de aquello me pasé seis meses con molestias). Dejemos algo en manos del azar, le dije a la médico. Poco a poco, las molestias que habían desaparecido han sido sustituidas por otras nuevas y sigo perdiendo peso (dieciséis kilos menos de lo que durante los últimos años era habitual). Al principio, la doctora de tiroides lo consideraba un signo positivo: mejor estar delgado. Esta última vez se alarma, porque, además de peso, pierdo hierro, y eso puede ser un signo de la existencia de algún tumor, aunque el índice tumoral continúa siendo excelente. Se preocupa por una tos incomodisima que tengo desde hace seis meses y que algunos días apenas me deja hablar (¿cómo no has ido a que te vea el otorrino?), por el colon, me dice que tengo que pedir una nueva colonoscopia al internista, y yo hace meses que estoy pensando lo peor, pero no tengo muchas ganas de vivir que digamos, y calculo que no es mal momento, antes de que empiecen las limitaciones de verdad, las dependencias ajenas. Lo que sea y cuando sea, con tal de que no resulte desagradable. Luego pienso en los animalitos, en mis perros y mis gatos, ¿qué hacer con ellos? ¿Dejarlos en manos de quién? Y no tengo tan claro que el momento sea tan bueno como me había dicho antes, y pienso que ojalá no sea lo que llevo meses imaginando.

Sus casi mil páginas son un espejo turbio el que se refleja el escritor y el hombre, los cientos de lecturas y los días interminables, los insomnios, el cine y la música, el miedo y la enfermedad. Los problemas económicos, el alcohol y la vida literaria, la política y la angustia, lo cotidiano y la escritura, los desahogos y los odios, el dolor físico y el bloqueo creador se suceden en estos diarios, a menudo sombríos, bajo una mirada cada vez más distante, más ácida y más desengañada hacia sí mismo y hacia lo que le rodea: “Pienso en las posiciones de tantos literatos, arrimados a ese boberío cínico del zapaterismo que disfraza de inquietud social una despiadada estrategia de conquista del poder, pienso en la fragilidad del libro que ayer le mandé a Herralde, y en mi propia fragilidad, y me asusto.”

Son trazos de “una vida cogida con alfileres”, de una “vida a la deriva” que asume en estos años un aislamiento cada vez mayor en su casa de Beniarbeig, entre el vacío existencial y la parálisis creativa: “Ni vivo ni escribo”, anota en una ocasión. “No tengo relación con nadie”, escribe en la primera anotación, el 8 de enero. Y el 2 de febrero: “Paso la noche sin dormir, pensando que no soy capaz de escribir ni una línea (no la he escrito). […] Me digo que tengo que aceptar que se ha acabado mi etapa de escritor.” Y unos días después: “No tengo ningunas ganas de seguir escribiendo, de ser escritor.”

Compuestos en la época en que Chirbes obtuvo más reconocimiento crítico con Crematorio y En la orilla, sus dos mejores novelas, afloran en estos diarios su inseguridad y sus dudas creativas con opiniones demoledoras sobre la primera en enero de 2007, cuando todavía se titulaba Cremación: “un libro francamente desagradable”; “me parece infumable, insalvable”; “esa puta novela que se me empasta en los dedos”,  “la novela entera es un error”; “esta novela me ha agujereado por dentro”. O esta anotación, del 8 de enero, con la que se abre el volumen:

Jornada larga. Llevo despierto desde las seis de la maña­na, leyéndome esta novela insalvable, que destapa mis limi­taciones como escritor. Cabeza vacía y mano torpe, que se suman a una pérdida de referentes, a este no tener nada en la cabeza que me tortura. ¿Cómo puede uno querer ser escri­tor, si no tiene nada que decir? Basta con ver la prosa, la me­diocridad de la escritura, la falta de densidad, la ausencia o planura de ideas. Lo dicho: la lectura de hoy me ofrece un balance demoledor.

Esa autocrítica feroz contrasta con los elogios que suscita la novela en sus primeros lectores y en el editor Herralde, pese a lo cual Chirbes sigue pensando que Crematorio es un fracaso y  un libro fallido: “a pesar de los halagos, vuelvo a estar en el pozo, convencido de que todo el tiempo que le dedicado a la literatura ha sido tiempo perdido; que nada de lo que he escrito se sostiene y que, además, este tipo de vida ha ido dejándome solo, sin ningún agarradero, sin nada en lo que sostenerme, seco, falto de sentimientos: mi confianza, mi amor, ni siquiera sexo.”

Estos diarios son un exorcismo implacable del autor consigo mismo y con los demás, a los que dedica juicios como estos: “Durante quince años me tocaba discutir con amigos progresistas o que se consideraban revolucionarios que pensaban que Antonio Gala era un gran escritor progresista porque escribía columnas periodísticas contra los militares, contra la OTAN y contra la guerra. Leían devotos La pasión turca. ¡Lo consideraban un escritor progresista, cuando todo en él forma parte de lo rancio, lo ñoño, lo reaccionario! No había manera de convencerlos de que escribir contra la OTAN no libraba a su escritura de ser profundamente cursi; o, lo que es aún peor, estúpida y por eso mismo profundamente reaccionaria, halagadora de lo peor, falsa belleza para complacencia de marujas y marujones en celo. La bestia negra de estos amigos (algunos de ellos, profesores de literatura) era Vargas Llosa. Se negaban a ver que podía ser un liberal, un reaccionario, y, a la vez, un notable novelista (La guerra del fin del mundo, Conversación en La Catedral). Tampoco debería extrañarme de esas cosas. Discutir sus libros desde esa base. Pero la novela pinta poco en la sociedad contemporánea: vale lo que crece en torno a ella, los retratos de los autores, las declaraciones, las entrevistas, los manifiestos a los que se adhieren. Nadie parece tener tiempo para leerse las quinientas páginas que hace falta leer antes de empezar a hablar de un escritor, pero todo el mundo tiene tiempo para quedarse media hora viéndolo en la tele, o para echar una ojeada a la página que, en el periódico, habla de él. Tendrían que prohibirnos a los escritores decir nada que no fuera por escrito, y negarnos a los novelistas el derecho a verter una sola opinión, o un comentario, sobre la novela que hemos escrito. Si quieres saber de qué trata, léetela.”

O estas líneas demoledoras, sobre un artículo de Almudena Grandes: “Tras leer la columna de Almudena Grandes en el suplemento de El País, descolgué el teléfono y, como no me apareció ella, sino que me salió el contestador, le dejé un mensaje diciéndole que sentía vergüenza, le dije algo así como que no encontraba una piedra suficientemente grande en mi huerto para meterme debajo para ocultar la vergüenza que sentía. Se trataba de un artículo a la vez estúpido y repulsivo, mezcla de bobería y sectarismo. […] Ya me habían dicho que Almudena y su marido, Luis, son dos de los animadores culturales que frecuentan La Moncloa (Sabina es otro de ellos y, en el frente periodístico, Suso de Toro y Millás), pero la ñoña columnita de hoy expresa un desprecio notable hacia la inteligencia de los lectores, incluida la mía; si decimos que la literatura es indagación qué  diremos que es esa columna. Hay un salto cualitativo, aquí aparece la desvergüenza del cortesano, y es que, claro, se acercan las elecciones y hay que cavar a toda velocidad las trincheras.”

Son sólo unas muestras significativas del tono descarnado, de la lucidez y la temperatura de estos diarios atravesados por la autocrítica más lúcida (“Soy el peor autor de diarios de la historia”, anotaba el 28 de mayo de 2008), por una creciente fragilidad y repletos de alusiones a libros, pinturas y películas, de la Odisea a Los cuatrocientos golpes de Truffaut, de Velázquez a Karl Kraus, de Ocho y medio, de Fellini, a Balzac, pasando por Sender o Galdós, uno de sus autores más admirados.

Estos últimos cuadernos de Chirbes son, como él mismo dice, “los menos personales, los más reflexivos y menos anecdóticos”. Y hay en ellos, de principio a fin, atravesando cientos de páginas oscuras con su sombra funesta, entre la desaparición  de su compañero Paco, la claustrofobia y los repetidos ataques de pánico, la premonición de su propia muerte en reflexiones como esta:

Se muere a solas y dejando al descubierto la impotencia de los contempladores. No puedes compartir tu dolor ni tu lamentable extinción: todo lo que te llevas contigo, lo intransmisible, lo exclusivo.


Santos Domínguez

 


23/10/23

Schwaller de Lubicz. El milagro egipcio


 R. A. Schwaller de Lubicz.
El milagro egipcio.
Traducción de Andrés Piquer Otero.
Atalanta. Gerona, 2023. 


“René «Aor» Schwaller de Lubicz (1887-1961), nacido en Alsacia, fue artista, químico, revolucionario, neopitagórico y egiptólogo, pero también, más secretamente, adepto y practicante del hermetismo, con una profunda experiencia en los procesos esotéricos de laboratorio. Alumno de Matisse, receptor del título caballeresco «de Lubicz» y colaborador de Fulcanelli (uno de los más influyentes alquimistas del siglo xx), Schwaller llevó a cabo uno de los más poderosos esfuerzos en el mundo moderno por aunar lo metafísico con lo concreto. Quizá porque su obra maestra, el tratado egiptosófico Le Temple de l’homme (El Templo del hombre, 1957-1958), contiene unas mil páginas de denso análisis geométrico, Schwaller es uno de los esotéricos más respetados y a la vez olvidados del siglo xx. En los círculos académicos, su enfoque simbolista de la egiptología suscitó una enconada controversia, mientras que en los ambientes literarios despertó la admiración de figuras como Jean Cocteau y André Breton. A pesar de ello, o quizá justo por ello, sus textos han merecido escasa atención académica”, escribe Aaron Cheak en el amplio estudio introductorio La llamada del fuego: la búsqueda hermética de René Schwaller de Lubicz, que sirve de prólogo esclarecedor a El milagro egipcio, de René Schwaller de Lubicz, que publica Atalanta en una magnífica edición ilustrada por su hija Lucie Lamy y traducida por Andrés Piquer Otero.

Entre 1939 y 1951, tras abandonar Mallorca, a donde había ido tras la pista de Ramon Llull, René «Aor» Schwaller de Lubicz se estableció en Egipto, donde intuyó ante el mural de la tumba de Ramsés IX que lo representaba como la hipotenusa de un triángulo rectángulo -el triángulo sagrado- la probable vinculación de la civilización egipcia con las tradiciones herméticas y pitagóricas.

Se iniciaban así una serie de investigaciones de egiptología simbolista y geometría sagrada que culminarían en su monumental El templo del hombre, del que este volumen recupera en su segunda parte una selección significativa de textos.

Schwaller de Lubicz, que ya había abordado interpretaciones esotéricas y alquímicas de las catedrales francesas, propone desde entonces una lectura simbólica del templo iniciático de Luxor como templo del hombre y como imagen del cosmos.

Murió en 1961 y en 1963 se publicó póstumo El milagro egipcio, organizado en dos partes: una primera, con artículos inéditos que son una preparación para el lector y una introducción a su obra capital, El templo del hombre, de la que se ofrecen la segunda parte los pasajes esenciales. 

Se trata de una recopilación de textos organizada por su mujer Isha, que afirmaba en la presentación de la primera edición de El milagro egipcio: “El esfuerzo del maestro por expresar estas enseñanzas de modo que fueran asimiladas por los menos instruidos dota a estos textos del conmovedor encanto de una enseñanza oral en la que el maestro se identifica con las dificultades de los alumnos y les muestra cómo orientarse a la hora de penetrar en la ciencia de los sabios.”

Matemática y arquitectura, pintura y geometría, número y conocimiento, analogía y volumen, simbolismo esotérico y teología se funden en estas páginas que proponen las claves interpretativas para descifrar el lenguaje iniciático de la religión egipcia y de la sabiduría faraónica, el pensamiento filosófico y matemático que está en la base de la cultura del Egipto de los faraones, olvidada tras milenios marcados por la filosofía griega.

La imagen y el signo, el lenguaje numérico y los ritos iniciáticos son las claves de un conocimiento articulado como pensamiento analógico y simbólico que encauza lo que Schwaller de Lubicz define como la inteligencia del corazón, que concibe el templo como imagen del universo. 

Y con ese punto de partida Schwaller de Lubicz reivindica la inteligencia emocional que, “en conexión con la inteligencia cerebral, puede abrir los ojos a una forma totalmente distinta de pensar y actuar.” 

Ese pensamiento espiritual y cosmológico, hecho obra y dotado de sentido  humano, es revelación y expresión de ideas y símbolos de armonía cósmica en una cultura como la egipcia, que refleja una manera de ser y de pensar la realidad, de concebir al hombre y el universo a través de conceptos como el Antropocosmos y el Templo místico con los que intenta iluminar las leyes de la creación que dan sentido al mundo, a la arquitectura del templo y a las inscripciones, porque “el templo debe leerse como un libro”:

La inscripción del pensamiento faraónico no ha de ser leída lógicamente como nuestras escrituras. Ha de ser interpretada.
La egiptología será exégesis o errará en sus fines y se quedará en lo insignificante.
En el pensamiento faraónico, el Hombre es el Antropocosmos, un Todo. 
[…]
La egiptología puede ser un oficio de sepultureros y de saqueadores de tumbas, o bien la más maravillosa fuente de saber para un mundo futuro.

Santos Domínguez

 

20/10/23

Angelina Gatell. Sobre mis propios pasos


 Angelina Gatell.
Sobre mis propios pasos.
(Poesía completa. Vol I)
Prólogo de Antonio Colinas.
Edición y estudio preliminar de Marta López Vilar.
Bartleby. Madrid, 2023.

Un vacío poético de más de treinta años llama inevitablemente la atención del lector que se acerca a la espléndida edición de Sobre mis propios pasos, el primer volumen de la poesía completa de Angelina Gatell (1926-2017) que publica Bartleby con un prólogo de Antonio Colinas y edición y estudio preliminar de Marta López Vilar.

Razones personales, dificultades editoriales y modas poéticas debieron de confluir para provocar un hiato literario tan acusado entre Las claudicaciones, un libro de 1969, y Los espacios vacíos, que no aparece hasta 2001. 

Semejante, aunque más prolongado, que el de poetas como José Hierro o Félix Grande, ese silencio editorial no es estrictamente un parón creativo, porque la misma Angelina Gatell deja claro en 2004, en la edición de la colección de sonetos Noticia del tiempo, que dos de las tres partes del libro las escribió entre 1948 y el año 2000: entre 1948 y 1960 la primera y entre 1960 y el 2000 la segunda.

En cualquier caso, la autora sale de ese túnel con una voz cada vez más afinada que alcanza sus mejores momentos en Cenizas en los labios (2011), La oscura voz del cisne (2015) y en el póstumo La veu perduda (2017), que se edita en versión bilingüe catalán-castellano.

Este primer volumen, que reúne la obra publicada entre 1955 y 2017, desde el Poema del soldado hasta La veu perduda, refleja lo que Antonio Colinas define en su texto prologal como “el profundo humanismo de su poesía.”

Un humanismo presente desde el inicial Poema del soldado (1955), el primer libro de quien entonces era una autora desconocida, cuya “voz, modesta e inmadura brilló un momento en el aire turbio y enrarecido de su mundo provinciano”, como señala ella misma en la introducción -“Mi vida ha cambiado, mi poesía ha cambiado” - que escribió en 2010 para la reedición de esta obra.

Los trece poemas del libro, escritos a finales de los 40 y principios de los 50, reflejan la experiencia traumática reciente de la guerra civil y expresan la memoria del horror vivido de cerca. Entre la ‘Dedicatoria’ que abre el conjunto y el ‘Epitafio’ que lo remata, los once poemas vertebrales que constituyen propiamente el Poema del soldado están puestos en boca de una voz poética que es la del sencillo campesino Miguel, que pregunta a Dios ante la muerte y la guerra en el vacío del silencio:

Es la guerra, dijeron 
y entonaron sus himnos. 

Los vi perderse lejos, ajenos ya, remotos.
Sus manos en mis hombros 
como garfios terribles 
dejaron la consigna de la sangre.
Y me dieron, Señor, este hierro que empuño.

Planteados como una contenida imprecación a la divinidad callada y ausente ante la tragedia de la guerra, estos poemas exploran desde su desasosiego religioso la relación entre la angustia de la poesía existencial y la protesta de la futura poesía social. 

Una conexión que fue característica de la poesía desarraigada y que se había ido perfilando en poetas como Blas de Otero y su ángel cada vez más fieramente humano. Versos como estos lo anticipan:

Que ya basta, Señor. Caiga tu mano,
sus terribles azufres, 
la implacable columna de tu fuego, 
destruye la injusticia del hombre contra el hombre 
y edifica piadoso
-dicen, Señor, que Tú puedes hacerlo-, 
aquella paz hermosa que perdimos.

Así lo resume Angelina Gatell en la introducción, escrita sesenta años después que el libro: “Mi poema quiso ser una contestación, y una petición de cuentas, digamos, desde la voz más humilde de una de las criaturas más humildes, al Dios que, inexplicablemente permisivo, había consentido el horror.”

 Y así lo reflejan versos como estos:

Yo no entiendo sus cantos.
Yo no sé por qué luchan.
Yo no siento en mis venas la inclemente llamada 
del horror circulando. 

Pero sé que nos queda muy abierta la herida, 
muy cansada la tierra; 
que el silencio reemplaza la canción de otros días; 
que los campos se cubren de ceniza y salitre, 
que ni el trigo ni el hombre, 
ni la rosa ni el árbol volverá a ser lo mismo.

El libro siguiente fue Esa oscura palabra (1963), en el que, junto con poemas religiosos y familiares, la autora manifiesta su solidaridad reivindicativa con los vencidos en la guerra civil. Lo abre un soneto, ‘La respuesta’, que termina con estos dos tercetos: 

Sobre la tierra estoy, toco la tierra.
Siento el hondo latido de esta guerra 
y os entrego mis manos desoladas.

Pero decidme ahora, compañeros, 
¿quien podrá contestarme en los senderos 
si están vuestras respuestas enterradas?

La memoria herida y desolada de las pérdidas recorre Las claudicaciones, que cierran estos versos sobre la infancia perdida:

No volveré a encontrarte hasta que un día 
pongas tu mano, 
compañera del viento y de la lluvia, 
sobre mi frente 
y me apagues los ojos, 
y vuelvas a sonreírme, 
niña mía, 
como entonces, 
y para siempre ya, entre la niebla.

Tras el largo silencio, una suma de desamparo y esperanza recorre los poemas de Los espacios vacíos, al que pertenece ‘Renovada esperanza’, dedicado “a Carlos Álvarez, que me sonríe a través del cristal del locutorio de la cárcel de Carabanchel”:

Donde aquel sueño estuvo 
ya sólo queda un rastro 
de su fulgor.
Una luz vacilante 
que fluye 
difícilmente 
entre el ayer gozoso y la ceniza 
que ahora, en este lado del invierno, 
impregna nuestros pechos, los mancilla.

No la toques, 
te quemaría las manos 
como una brasa.
Dejemos 
que se vaya apagando 
y nos deje su espacio 
vacío junto al alba, 
junto al diario milagro 
de la luz. Y esperemos.

Nada termina. Acaso 
germina la semilla 
en el hueco profundo 
de nuestro desamparo 
y otra vez en la noche 
zigzaguee el relámpago 
efímero y hermoso 
de la esperanza.

Solo por eso, 
con sufrimiento, canto.

En los últimos libros de Angelina Gatell se impone un sombrío tono elegíaco que se anuncia ya en el título machadiano de Cenizas en los labios, compuesto como una elegía en cinco tiempos. Así comienza su ‘Preludio’:

Hoy hace día de comer lentejas.
No sé si es por la lluvia 
o por la soledad. O quizá por eso 
que llamamos memoria, 
viejo palacio en ruinas que aún me salva 
de la nada absoluta 
cuando más gris se pone la mañana, 
más culpable el olvido, 
y me siento tan lejos de mí misma 
que es inútil llamarme.

Escrito con vocación de despedida, La oscura voz del cisne reúne en sus dos partes un conjunto de poemas marcados por el sostenido tono elegíaco, por la presencia la muerte como una inminencia que desata la memoria -“el ayer es mi historia y mi patria”-, un componente fundamental en toda su poesía que se había acentuado en los últimos libros,  desde Noticia del tiempo.

Pero esa oscura voz del cisne que canta en la cercanía de la muerte convoca con serenidad los recuerdos en forma de nombres y de afectos y los pone en orden para hablar de presencias y pérdidas, para rescatar imágenes confusas que el tiempo ha ido difuminando y que la palabra serena y firme de Angelina Gatell restaura como se restauran las fotografías antiguas, para curarse de la ausencia y para dejar constancia escrita de la vida como en un testamento hológrafo antes de que falten las palabras.

Una elegía imprescindible como la que da título al último poema de un espléndido libro “en donde se reúne / la hermosa arqueología / de todo / lo que empecé a perder una mañana / del año veintiséis del siglo veinte.

“En esos textos últimos -señala en su prólogo Antonio Colinas- hay una serenidad que solo otorga el estar en posesión de una voz tan humana, auténtica, y traspasada siempre por una emoción que es algo más que nostálgica o melancólica.”

Y esa tonalidad serena y elegíaca recorre también La veu perduda desde el poema que da título al libro:

Una mujer inmóvil frente al mar 
mira serena, detrás del horizonte, 
la distancia del tiempo. 

Por sus labios, apenas entreabiertos, 
parecen transitar palabras sin sonido 
como leves indicios de una voz perdida 
que nunca escucharemos. 
Habrá que suponerla 
y suponer también las brisas 
que le han desordenado los cabellos 
estáticos, tristísimos.

El sol poniente recorta su figura 
bajo el vuelo, estático también, de unas gaviotas 
que ya no volverán a proseguir camino.
Ella tampoco. Lo sabe. Se adivina
en el perfil opaco que retiene 
su estatura en el aire.

La mujer es muy vieja y tiene frío.
La tarde la castiga 
con un temblor oscuro y avariento 
que dulcemente oculta. 

Sin embargo, hay algo reteniéndola 
aún junto a las olas.
Quizá quiere decirnos 
que únicamente queda,
después de tanta vida, 
su canto como prenda y testimonio.

“Memoria y escritura en la obra poética publicada de Angelina Gatell” titula Marta López Vilar su estudio introductorio, que cierra con este párrafo: “En definitiva, la poesía publicada de Angelina Gatell ha mantenido una coherencia extraña (por inusual) a lo largo del tiempo. Ha sabido mutar y adaptarse a un tiempo devastador y lumínico, transitar desde la denuncia social de su primer libro hacia el sendero boscoso y trascendente de la intimidad. Y todo ello con una presencia que nunca la abandonó a lo largo de su escritura: la memoria que era suya y, sin embargo, hizo nuestra, porque logró traernos al presente las mayores heridas del pasado, también la mayor belleza.”

Santos Domínguez 





18/10/23

Javier Marías. Tu rostro mañana

 

Javier Marías.
Tu rostro mañana.
Alfaguara. Barcelona, 2023.


No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido. Contar es casi siempre un regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento, también es un vínculo y otorgar confianza, y rara es la confianza que antes o después no se traiciona, raro el vínculo que no se enreda o anuda, y así acaba apretando y hay que tirar de navaja o filo para cortarlo.

Así comienza Fiebre, la primera de las siete partes que forman Tu rostro mañana, la monumental novela que Javier Marías fue publicando durante un lustro, desde 2002 hasta 2007, en tres entregas con estos títulos: 1. Fiebre y lanza, 2. Baile y sueño, 3. Veneno y sombra y adiós.

En la frontera de la ficción y la realidad, de la memoria y la experiencia personal, de la reelaboración imaginativa y la autoficción, Jacques o Jaime o Jacobo Deza, el narrador y protagonista que procede de Todas las almas y vertebra el diseño de Tu rostro mañana, es un intérprete de rostros, un personaje que se convierte cada vez más en un traductor de vidas mediante una reflexión moral que aborda desde la duda y la divagación, desde el merodeo digresivo el carácter problemático y poliédrico de la verdad o lo indescifrable de las conciencias. Ese es su trabajo prospectivo en el grupo dependiente del MI6 británico: prever lo que la gente hará en el futuro, conocer hoy cómo serán sus rostros mañana; saber cómo somos pero, sobre todo, cómo seremos. 

“¿Cómo puedo no conocer hoy tu rostro mañana, el que ya está o se fragua bajo la cara que enseñas o bajo la careta que llevas, y que me mostrarás tan sólo cuando no lo espere?”, se lee hacia el final de la primera parte de la novela.

Con la benéfica sombra de Shakespeare planeando sobre el conjunto de la obra (Tu rostro mañana es la traducción literal de una cita de la Segunda parte de Enrique IV), la traición, la doblez, la ambigüedad, la opacidad impredecible de los comportamientos, el egoísmo y la violencia se acaban revelando como el verdadero rostro de los demás. 

Organizada en siete partes -Fiebre, Lanza, Baile, Sueño, Veneno, Sombra y Adiós-, en Tu rostro mañana el narrador nos ha ido contando todo eso a lo largo de un proyecto al que Marías dedicó casi nueve años en los que llevó a cabo la idea de que “contar es casi siempre un regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento”:

¿Puede saberse cómo es la gente y cómo evolucionará en el futuro? ¿Hasta qué punto podemos fiarnos de nuestros amigos y conocidos y socios, de nuestros amores, de nuestros padres y de nuestros hijos? ¿Cuáles son sus tentaciones y debilidades, o su grado de lealtad y su fortaleza? ¿Cómo saber si fingen o si son sinceros, si interesados o desinteresados en la manifestación de su afecto, si su entusiasmo es verdadero o sólo adulación, calculada lisonja para ganarse nuestro aprecio y nuestra confianza, o para hacérsenos imprescindibles y así persuadirnos de cualquier empresa e influir en nuestras decisiones? Y aún es más: ¿podemos prever qué amigos van a darnos la espalda un día y convertirse en nuestros enemigos? Quiero decir: ¿Imaginar esa posibilidad cuando son todavía los mejores amigos y por ellos pondríamos la mano en el fuego y nos dejaríamos cortar el cuello? ¿Podemos fiarnos de nosotros mismos, de que no seremos nosotros quienes cambiaremos y nos torceremos y traicionaremos, quienes envidiaremos un día a quien hoy más queremos y no podremos soportar su contacto ni su presencia, y decidiremos regirnos sólo por el resentimiento?

Para conmemorar el primer aniversario de la muerte de Javier Marías, Alfaguara reedita un tomo este formidable monumento narrativo, que seguramente es su obra más completa y ambiciosa y una de las novelas más importantes del siglo XXI. Y no sólo en español. Es una nueva invitación a visitar o a revisar uno de los universos literarios más ricos y complejos de la narrativa europea de estas últimas décadas. Una obra imprescindible.


Santos Domínguez

16/10/23

George Santayana. Una antología del espíritu



George Santayana. 
Una antología del espíritu.
Edición y traducción de Antonio Lastra. 
Fundación Santander. Colección Obra Fundamental. Madrid, 2023.

 “Que Santayana no solo haya escrito en inglés como nadie ha escrito nunca en español, sino también lo que nadie ha escrito nunca en español permite leer su obra salvando su filosofía de la represión en la cultura española y tiene, por añadidura, un inesperado efecto redentor en la propia cultura española: ya no se trataría, entonces, de hacer de «Jorge» Santayana un filósofo español, sino de franquear la cultura española a su filosofía, a una filosofía pura, ortodoxa y humana”, afirma Antonio Lastra en el prólogo del espléndido volumen George Santayana. Una antología del espíritu, que edita la Fundación Santander en su colección Obra Fundamental.

Como “filósofo literario” definió Irving Singer a George Santayana (Madrid,1863 - Roma,1952) en una monografía que publicó la Universidad de Yale sobre la vida y la obra del pensador de origen español que escribió en inglés toda su obra, en la que intentó armonizar filosofía y poesía con una original construcción que integraba pensamiento y literatura.

Trasladado de niño a Estados Unidos, donde se formó intelectualmente y desarrolló su obra bajo la influencia de Emerson y William James, Santayana nunca renunció a su condición de español: 

 “Conservó celosamente su nacionalidad española -explica Antonio Lastra en su prólogo-, pero expresó su filosofía exclusivamente en inglés; descreyó del catolicismo heredado por su familia, pero no renunció a ninguna de las manifestaciones de la razón en la religión; señaló con perspicacia las dos fuentes platónicas —el primer libro de la República y el inicio del Filebo— de las que bebería continuamente, pero se alejó de las ideas platónicas en la misma medida en que se persuadió, tal vez erróneamente, de que las ideas platónicas se alejaban del mundo; ironizó sobre el liberalismo (y fue criticado por su renuencia a criticar el totalitarismo y el antisemitismo), pero mantuvo sus vínculos con el patriciado capitalista de Nueva Inglaterra y escribió el comentario más literal sobre la democracia que nos ha dejado el siglo xx; fue materialista —de hecho, pensaba que el único en su tiempo—, pero el espíritu sopla donde quiere por sus páginas.”
[…]
“Santayana no sería en modo alguno un filósofo español, como no fue nunca un filósofo americano, pero podría ser perfectamente el filósofo que salvara a España de su hispanidad, como Lucrecio habría podido salvar a Roma de su romanitas o Emerson a América de su americanismo. Que Santayana escribiera en inglés obliga, naturalmente, a leerlo en español a través de la lengua franca de la traducción, lo que añade un sentido suplementario a su concepción del espíritu como un viento de doctrina que no reconoce fronteras y salta por encima de las barreras lingüísticas y nacionales.”

La vida de la razón, El sentido de la belleza o Los reinos del ser son algunos de los títulos que contienen indicios de lo que fueron los centros de interés de una obra que queda representada en esta magnífica antología de George Santayana con edición, traducción y prólogo del profesor Antonio Lastra, que señala que “el reconocimiento de este autor ha de producirse en el reino de la filosofía, aunque no quede del todo claro, cuando lo leemos, dónde empieza o se desdibuja la frontera de ese reino, debido a una primera y magnífica impresión que perdura en el tiempo, con el reino de la literatura: la prosa de Santayana.”

Admirablemente editada, esta antología plural ofrece en sus más de quinientas páginas una selección representativa del mundo intelectual de Santayana a través de textos de muy variada condición, ordenados en varias secciones siguiendo un criterio cronológico: desde las cartas y poemas de la sección inicial (Metanoia) a los apuntes autobiográficos de Personas y lugares, pasando por un núcleo central que ofrece muestras de su obra ensayística: ensayos como el que dedicó a Emerson, la introducción de su obra más ambiciosa y significativa, La vida de la razón; el estupendo diálogo socrático entre un risueño Demócrito y el extranjero de Locura normal; Platonismo y vida espiritual o Dominaciones y poderes, junto con agudas reflexiones sobre Hamlet o Plotino o las notas autobiográficas de Confesión general, que comienzan así:

¿Cómo llega un niño nacido en España de padres españoles a ser educado en Boston y escribir en lengua inglesa? El caso de mi familia fue insólito. No éramos emigrantes; ninguno de nosotros cambió nunca de país, de clase ni de religión.

Así resume el objetivo de esta Antología del espíritu Antonio Lastra, que ha elaborado introducciones específicas para cada uno de los apartados del libro: “La ambición de toda antología, desde Obiter Scripta hasta la última en publicarse, The Essential Santayana (2009), pasando por las de Daniel Cory o John Lachs, y desde luego la de esta Antología del espíritu, es la de ser, secreta o manifiestamente, ese single book de Santayana que los lectores, que son la segunda vida del autor, componen o recomponen con él.”

“¿Buscan los poe­tas, en el fondo, una filosofía? ¿O es la filosofía, en última instancia, sólo poesía? 
Si concebimos la filosofía como una investigación de la verdad o corno un razonamiento sobre supuestas verdades descubiertas, no hay en la filosofía nada afín a la poesía. […]
La visión de la filo­sofía es sublíme. El orden que revela en el mundo es algo hermoso, trágico, emocionante; es justamente lo que, en mayor o menor proporción, se esfuerzan todos los poetas en alcanzar”, escribió en Tres poetas filósofos. Lucrecio, Dante, Goethe, que recoge seis confe­rencias sobre la relación entre poesía y pensamiento que impartió en la Universidad de Columbia en febrero de 1910 y repitió en abril del mismo año en la Universidad de Wisconsin.

El universo filosófico de Santayana, que intentó equilibrar sus raíces materialistas con el idealismo espiritualista de lo que él mismo definió como “la llama del espíritu”, se mueve entre la dimensión moral de la estética como armonía y la ética liberadora del desapego, que le llevó a escribir estas líneas:

Cuanto más me limpio a mí mismo de mí mismo, mejor ilumino ese algo que en mí es más mí mismo de lo que soy yo: el espíritu.

Uno de sus fragmentos más conocidos y citados es la descalificación de los nacionalismos, que definió memorablemente como “la indignidad de tener un alma controlada por la geografía.”

Wallace Stevens, discípulo de Santayana, aprendió de él la importancia de la imaginación como forma de conocimiento y a su muerte le dedicó un largo poema, ‘A un anciano filósofo en Roma’, “uno de los poemas más emotivos que Stevens escribió; el único, de hecho, expresamente dedicado a alguien”, como señala Andreu Jaume en el prólogo de la edición de su Poesía reunida. A ese poema pertenecen estos versos:

Es el habla de la pobreza la que nos busca más.
Es más antigua que la más antigua habla de Roma.
Este es el trágico acento de la escena.
 
Y tú: eres tú quien la habla, sin habla,
las más excelsas sílabas entre las más excelsas cosas,
el único hombre invulnerable entre
groseros capitanes, la majestad desnuda, si te parece,
de arcos de nido y bóvedas sucias de lluvia.
 
Van los sonidos entrando. Las construcciones vienen al recuerdo.
No cede nunca la vida de la ciudad, tampoco tú
llegas nunca a quererlo. Es parte de la vida de tu cuarto.
Y son sus cúpulas la arquitectura de tu cama.



13/10/23

Poemas de las Letras Universales


 Poemas de las Letras Universales. 
Edición de José Francisco Ruiz Casanova.
Cátedra Cinco décadas. Madrid, 2023.


Uno de los volúmenes con los que Cátedra celebra sus cinco décadas de existencia es la magnífica antología Poemas de las Letras Universales, preparada por José Francisco Ruiz Casanova.

Presentadas con una honda reflexión del editor sobre la naturaleza de la traducción (“Odisea por las culturas y los tiempos” (Laudatio de la traducción) que comienza con esta frase: “Traducir es viajar, y la traducción es una invitación al viaje, sus más de quinientas páginas reúnen una muestra representativa de la poesía universal desde Homero a Eliot, pasando por Wang Wei, Virgilio, Petrarca, Hölderlin, Rimbaud o Rilke.

Es un más que recomendable y espectacular panorama organizado por lenguas (griego, latín, árabe, chino, francés, rumano, portugués, italiano, inglés, alemán y ruso), que convoca a los mejores poetas y los mejores versos de la historia en las eficientes traducciones que ha ido recogiendo la colección Cátedra Letras Universales en estas cinco décadas. 

Poesía épica o lírica, poesía que construye el pensamiento o que es el resultado de la construcción del pensamiento; poesía como música o como explicación de la realidad, como expresión de sentimientos o como revelación del mundo; poesía como iluminación o como reivindicación, como forma de conocimiento y como búsqueda de sentido de la existencia, como "friso constituido por las teselas irrepetibles que ha ido labrando la memoria" o como expresión de la subjetividad.

Un mapamundi poético que debería además ser un incentivo para entrar con más profundidad y extensión en la obra de autores de los que aquí aparecen muestras significativas pero necesariamente breves que resumen el centenar largo de volúmenes de poesía que atesora el catálogo de Letras Universales Cátedra.

En este enlace puede descargar el curioso lector el índice para hacerse idea del contenido de esta “antología de poemas escritos en lenguas que no son los españoles y traducidos a dicho lengua: una antología preparada a partir del trabajo de más de un centenar de traductores, que con su volumen el volumen es editados en la colección letras universales, ha contribuido a la construcción de este título.[…] Una antología de traducciones en la misma medida en la que es una antología de poesía universal traducida”, como explica José Francisco Ruiz Casanova.


Santos Domínguez

 

11/10/23

William Ospina. Pondré mi oído en la piedra hasta que hable

 

William Ospina.
Pondré mi oído en la piedra hasta que hable. 
Random House. Barcelona, 2023.

“Se expuso al pasmo de las lunas y a la insolación en los desiertos del salitre, a vendavales y tormentas eléctricas, vivió aguaceros interminables bajo las enramadas de la selva, probó la electricidad de los gimnotos y succionó venenos de serpiente, estuvo a punto de ahogarse en los raudales del Orinoco y en las tormentas de Barú, sintió el abismo desde el lomo de las mulas en los desfiladeros del Quindío, afrontó los escorpiones del Cauca, las ranas venenosas de Dagua, las noches de mosquitos del Magdalena, y no solo volvió más fuerte a Europa sino que disfrutó por décadas de una salud tan envidiable, que hubo quien pensó que aquel baño de peligros lo había inmunizado contra la muerte”, escribe William Ospina en Pondré mi oído en la piedra hasta que hable, la magnífica novela que publica Random House

Una novela que recrea la expedición americana de Alexander von Humboldt (Berlín 1769-1859), un intelectual de curiosidad enciclopédica, un polímata que realizó su sueño de lejanías y desarrolló su obra y sus investigaciones con el soporte intelectual de la Ilustración y la perspectiva abierta del Romanticismo en la transición del XVIII al XIX, cuando el viajero rondaba los treinta años de edad.

La zoología y la geología, la botánica y la geografía americana fueron los campos de su investigación en el Nuevo Mundo a lo largo de un viaje que le lleva con su compañero de expedición, el francés Aimé Bonpland, desde La Coruña y Canarias a Venezuela, del Caribe a las selvas espesas del Orinoco, a los Andes y al helado Chimborazo, a Nueva Granada y a Cuba, a Nueva España y a Ecuador, a las costas blancas de los incas o a las calles señoriales de Lima, al esplendor de La Habana luminosa o la arquitectura colonial de Cartagena de Indias, lugares donde “todo era tan nuevo como si en cada día estuviera la creación del mundo.” 

Ospina recupera en estas páginas, generosas en descripciones de una naturaleza deslumbrante, la mirada asombrada y ávida de Humboldt ante la llamada de los grandes ríos, ante los árboles prodigiosos y las leyendas ancestrales: la subida al Teide, la aparición en las costas de Tenerife de un tronco de madera tropical tras cruzar el Atlántico; Carlos del Pino, el muchacho caribeño que encarna la hospitalidad del continente americano; las potentes tempestades y el hedor de los caimanes, la vegetación abrumadora y la luz equinoccial, la poderosa corriente del río Magdalena, José Celestino Mutis y la conciencia botánica del Nuevo Mundo, la sangre de los árboles y la respiración de la piedra, la lengua de las flores que son el mapa de un territorio, la estela de los sueños, el vuelo de la abeja, la intensa relación con el aristócrata Carlos Montúfar, los restos de la cultura azteca, Napoleón y Bolívar o el diálogo entre el espíritu europeo y el mundo americano y una nueva visión del paisaje:

Porque no llamamos paisaje a la naturaleza, sino a la naturaleza destilada en sentimiento, transmutada en emociones humanas; al arte de traducir en lenguajes, aprisionar en límites, condensar en relatos y en ritmos la letra inalterable.

Un viaje por regiones secretas en las que la naturaleza exuberante convierte en novela de aventuras muchos de los pasajes de esta obra de ficción que se apoya en una rigurosa documentación sobre el protagonista y su época para construir una sólida biografía novelada que a veces asume la voz real de Humboldt para reproducir sus escritos.

Organizada en secuencias narrativas breves, esta obra es una biografía que aborda detalladamente el interior del protagonista, con el manejo sutil del estilo indirecto libre, pero lo sitúa también en su entorno, porque “para entender bien quién es un hombre no basta mirarlo, hay que mirar el mundo al que pertenece y hay que mirar su época.”

La curiosidad y el asombro, el conocimiento y la sensibilidad se aunaron en la figura de Humboldt, un naturalista riguroso y con sentido de la belleza que se plantea también la perspectiva moral de sus investigaciones a través de la relación conflictiva entre civilización y naturaleza:

Expuesto a los insectos, al pasmo de las lunas, al sol de los desiertos, al influjo inconstante de los climas, aquellas cosas casi lo inmunizaron contra los males físicos, y la expansión de su horizonte sensorial lo lleno de vitalidad y de razones para vivir por muchos años. Al comienzo no sabía por qué le interesaban tanto las piedras y las plantas, por qué necesitaba tan desesperadamente partir hacia tierras remotas y explorar selvas desconocidas. Lentamente sintió que no era solo él: que todo un mundo estaba tratando de salir de sí mismo. Europa se agitaba en una lucha ciega que no iba a resolverse detrás de sus puertas cerradas. Esa necesidad de escapar era un impulso común, pero nadie acababa de encontrar el camino, ni los hombres ni las naciones.

Con la espléndida prosa de Ospina, Pondré mi oído en la piedra hasta que hable reconstruye la figura de un Humboldt cercano y personal, que “intentaba rastrear los dibujos de la niebla, las migraciones del árbol y la voz de las piedras.” 

Un Humboldt que “es -resume Ospina- otro de los nombres del mundo, y es esencialmente inabarcable”, se convierte en el potente protagonista de esta novela que dibuja el perfil de un hombre que, como en el texto de Borges que abre el libro, “se propone la tarea de dibujar el mundo”, para descubrir poco antes de su muerte “que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su rostro.”

Y esa imagen es la del viajero incansable que soñaba desde joven “con caballos y con barcos, con huracanes y con playas salvajes, porque un astrolabio necesita un abismo y un cianómetro necesita muchas clases de azules.” La imagen del naturalista viajero ávido de conocimiento en un mundo en el que descubrir “la planta que las contiene todas” y en el que, más allá de la mera observación, se pregunta desde una conciencia integradora y humanista que vincula los astros y las piedras, las aves y las plantas, el aire y el fuego: 

¿Por qué son más ardientes los valles que las montañas? No todo depende de la cercanía del sol. Una tradición confusa decía que la piedra supuestamente inerte era hija del fuego, que las plantas eran hijas del agua, que los animales multiformes eran hermanos del viento y que el ser humano era tierra emancipada en espíritu, pero el muchacho había leído lo suficiente a Kant para saber que esos reinos no están tan separados, que el alimento y la salud de los animales está en los vegetales, que el alimento y la salud de los vegetales está en los minerales, y que tal vez lo que llamamos vida es la manifestación más evidente de una vida más honda, que está en la piedra y en el agua, en el fuego y en el aire, en la gravitación de los planetas y en el mensaje de los meteoros.


Santos Domínguez 



9/10/23

Las cartas del Boom


 Carlos Aguirre, Gerald Martin, 
Javier Munguía y Augusto Wong Campos.
Las cartas del Boom.
Alfaguara. Barcelona, 2023.

“Las únicas asociaciones de escritores que considero útiles y solidarias son las que se establecen mediante el contacto personal y la correspondencia privada entre escritores amigos”, escribía García Márquez en una carta a Carlos Fuentes el 26 de enero de 1967.

Es una de las decenas de misivas que recoge Las cartas del Boom, el amplio volumen que publica Alfaguara con la correspondencia epistolar de Cortázar, Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa, los cuatro novelistas más representativos del movimiento que Luis Harss bautizó como “Boom» en 1966 en un artículo de la revista bonaerense Primera Plana.

Han preparado la edición Carlos Aguirre, Gerald Martin, Javier Munguía y Augusto Wong Campos, que afirman en la introducción del volumen:

Es bien conocida la boutade difundida por Borges según la cual la obra más importante de Flaubert es su epistolario. Probablemente nadie se atreverá a decir lo mismo de Las cartas del Boom, pese a ser uno de los libros fundamentales de sus autores -dicho esto desde la perspectiva que hoy tenemos sobre un libro que aparece varias décadas después de ser escrito-. Si los cinco tomos de Cartas de Cortázar son parte central de su obra tanto como Rayuela, lo mismo se podrá decir de este volumen, y de los epistolarios de Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa cuando se organicen. Las dimensiones de esos intercambios fueron recordadas por Vargas Llosa al admitir que «en los bonitos y exaltantes sesenta estoy seguro de haber producido -el verbo lo dice todo- casi tanta papelería como la que descargaba el cartero cada mañana en mi departamento de la rue de Tournon, en París, o, luego, en el de Cricklewood, en Londres. Eran años de intensas conspiraciones políticas y formidables chismografías literarias». La importancia de esa «papelería» fue remarcada, con su habitual hipérbole, por García Márquez: «Nuestro verdadero destino está en la literatura epistolar» (2 de noviembre de 1968). Para encontrar un ejemplo paralelo a Las cartas del Boom, y exagerando solo un poco (hay más lenguas), habría que imaginar a Joyce, Proust, Kafka y Faulkner involucrados en una intensa correspondencia en la década de 1920 sobre literatura y política, incluyendo las reacciones a veces instantáneas a las obras de cada uno.

La amplia introducción es un recorrido profundo y panorámico sobre el Boom y su transcendencia literaria a través de la obra de este cuarteto de novelistas, sin duda los de una trayectoria narrativa más sólida y sostenida a lo largo de varias décadas.

Organizadas en dos partes, en dos secuencias cronológicas, la primera, ‘Pachanga de compadres’ (1955-1975), se corresponde con el momento preparatorio y la explosión literaria que supusieron novelas como La ciudad y los perros, Rayuela, La muerte de Artemio Cruz o Cien años de soledad. Precisamente en 1967, el año en que se publicó la novela de García Márquez, es cuando más cartas intercambian los cuatro escritores. 

La primera de las cartas de ese año es la que le escribe García Márquez a Carlos Fuentes el 26 de enero. Se leen allí estas líneas:

La novela latinoamericana batió todos los récords de venta el año pasado en Colombia según recortes de prensa que acabo de recibir. Los libros más vendidos fueron La ciudad y los perros, Rayuela y La muerte de Artemio Cruz. También en primer término quedaron El siglo de las luces y los míos. Esto quiere decir que nuestro público está respondiendo muy bien.

Y termina así:

¿Y tú qué haces, cabrón? ¿Cuándo se publican tus novelones? En mi casa sigues siendo un ídolo, remoto pero siempre presente, y cada vez aumentan más nuestros deseos de verte.
Un enorme abrazo,
Gabo

La segunda parte, ‘Fin de fiesta’ (1976-2012), que refleja la desintegración del grupo a causa de sus desavenencias personales y sus desencuentros políticos, arranca de esta reflexión: “¿Cuándo se acabó el Boom? Según el consenso de la historia literaria, la publicación de Terra nostra, de Carlos Fuentes -la más «totalizadora» de las novelas de la época-, en noviembre de 1975, nos daría el evento y la fecha más apropiados para señalar su final literario, meses después de la publicación de El otoño del patriarca, de García Márquez. Las dos novelas habían pasado por un infierno de reescrituras que duró entre 1967 y 1975. Terra nostra reconcilió en cierto sentido las historias y las literaturas de América Latina y España.”

Entre dos cartas de Carlos Fuentes, la inicial a Cortázar, el 16 de noviembre de 1955, en la que le pide una colaboración para la revista que dirigía, y la final a García Márquez, el 14 de marzo de 2012, para felicitarle por sus 85 años, este volumen reconstruye la intrahistoria literaria y humana del Boom a través de la abundante correspondencia -207 misivas- cruzada entre sus cuatro mejores escritores:

El Boom, un fenómeno cultural de significación mundial, fue a la vez una coyuntura y una cristalización, la culminación de medio siglo de evolución literaria en ese continente periférico y desconocido, América Latina, y al mismo tiempo, en la relación entre estos cuatro escritores, una situación única y fascinante: un momento (un eterno presente segundo tras segundo), un movimiento (o estilo), un grupo (como los Beatles, otro fab four de la época), un club (como el Pickwick Club, del que Cortázar fue maestro de ceremonias), una hermandad (la Orden de los Caballeros de la Mesa Cuadrada, quizás), una alianza (provisional, como demostrarían posteriores acontecimientos y conflictos políticos), un juego (rayuela, póquer, sparring, Monopoly), una competencia (amistosa), una rivalidad (menos), un debate (interminable), una fiesta (sobre todo latinoamericana), una celebración (de compadres), una apoteosis (también de la novela latinoamericana) y, por encima de todo, muy sencillamente, un cuarteto (masculino) dedicado a debatir el enfoque literario y político de un continente entero en su época más decisiva, más emocionante, más optimista y -durante un tiempo, porque nada dura para siempre y los años setenta serían totalmente diferentes- el momento más utópico de su historia moderna.

Esas cartas reconstruyen y articulan en su conjunto un tejido humano y literario a través de un diálogo epistolar que trata de política y de literatura, de la celebración de los libros y la amistad. Un diálogo que refleja complicidad y cercanía, identidad literaria, proximidad ideológica y camaradería compartida entre los cuatro escritores: “Cortázar es Julio y al calor de la amistad es también «Sumo Cronopio»; Fuentes es Carlos y «Águila Azteca»; García Márquez es Gabo y «el Coronel»; Vargas Llosa es Mario y «Gran Jefe Inca».”

Y por eso, entre la memoria y la autobiografía, “las cartas del Boom es más que una colección de misivas: es una narración continua de picos dramáticos, cómicos y aun tragicómicos, una relación de prodigios que despliega al máximo las afirmaciones, negaciones y contradicciones de cuatro novelistas latinoamericanos.”

Dos magníficos apéndices, uno con once ensayos y entrevistas y otro con siete declaraciones colectivas sobre asuntos políticos, aportan materiales que iluminan y complementan las relaciones entre los cuatro autores y las opiniones mutuas sobre sus libros y los de los demás: “Rayuela, de Julio Cortázar. Un libro mayor” y “Cien años de soledad: el Amadís en América”, de Vargas Llosa; “Macondo, sede del tiempo”, de Carlos Fuentes; o “Carlos Fuentes dos veces bueno”, de García Márquez.

Cierra el volumen una meticulosa cronología que refleja los momentos esenciales de la evolución del Boom y de la relación personal entre estos cuatro narradores.

Porque, como señalan los editores en la introducción,“este es un libro histórico. Sus editores creemos que su publicación bien merece una pachanga. Será leído mientras exista y se estudie la literatura latinoamericana -o la literatura a secas-. Es la reunión, por primera vez, de la correspondencia entre los cuatro principales novelistas del Boom latinoamericano: Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Los dos últimos recibieron el Premio Nobel, y los dos primeros lo merecían; a nadie hubiera sorprendido que lo obtuvieran. Esta conversación entre cuatro amigos brillantes y exitosos nos ofrece un acceso sin precedentes a sus relaciones personales y colectivas, con todos sus encuentros y desencuentros, y nos abre una ventana privilegiada a la literatura y la política latinoamericanas, especialmente durante un periodo crucial de su historia moderna, entre 1959 y 1975.”

De algo parecido hablaba Ricardo Piglia cuando en El último lector afirmaba que “el interminable fluir de la correspondencia entre Kafka y Felice Bauer -como ha dicho Canetti en El otro proceso de Kafka- es uno de los grandes acontecimientos de la historia de la literatura.”


Santos Domínguez