William Ospina.
Pondré mi oído en la piedra hasta que hable.
Random House. Barcelona, 2023.
“Se expuso al pasmo de las lunas y a la insolación en los desiertos del salitre, a vendavales y tormentas eléctricas, vivió aguaceros interminables bajo las enramadas de la selva, probó la electricidad de los gimnotos y succionó venenos de serpiente, estuvo a punto de ahogarse en los raudales del Orinoco y en las tormentas de Barú, sintió el abismo desde el lomo de las mulas en los desfiladeros del Quindío, afrontó los escorpiones del Cauca, las ranas venenosas de Dagua, las noches de mosquitos del Magdalena, y no solo volvió más fuerte a Europa sino que disfrutó por décadas de una salud tan envidiable, que hubo quien pensó que aquel baño de peligros lo había inmunizado contra la muerte”, escribe William Ospina en Pondré mi oído en la piedra hasta que hable, la magnífica novela que publica Random House.
Una novela que recrea la expedición americana de Alexander von Humboldt (Berlín 1769-1859), un intelectual de curiosidad enciclopédica, un polímata que realizó su sueño de lejanías y desarrolló su obra y sus investigaciones con el soporte intelectual de la Ilustración y la perspectiva abierta del Romanticismo en la transición del XVIII al XIX, cuando el viajero rondaba los treinta años de edad.
La zoología y la geología, la botánica y la geografía americana fueron los campos de su investigación en el Nuevo Mundo a lo largo de un viaje que le lleva con su compañero de expedición, el francés Aimé Bonpland, desde La Coruña y Canarias a Venezuela, del Caribe a las selvas espesas del Orinoco, a los Andes y al helado Chimborazo, a Nueva Granada y a Cuba, a Nueva España y a Ecuador, a las costas blancas de los incas o a las calles señoriales de Lima, al esplendor de La Habana luminosa o la arquitectura colonial de Cartagena de Indias, lugares donde “todo era tan nuevo como si en cada día estuviera la creación del mundo.”
Ospina recupera en estas páginas, generosas en descripciones de una naturaleza deslumbrante, la mirada asombrada y ávida de Humboldt ante la llamada de los grandes ríos, ante los árboles prodigiosos y las leyendas ancestrales: la subida al Teide, la aparición en las costas de Tenerife de un tronco de madera tropical tras cruzar el Atlántico; Carlos del Pino, el muchacho caribeño que encarna la hospitalidad del continente americano; las potentes tempestades y el hedor de los caimanes, la vegetación abrumadora y la luz equinoccial, la poderosa corriente del río Magdalena, José Celestino Mutis y la conciencia botánica del Nuevo Mundo, la sangre de los árboles y la respiración de la piedra, la lengua de las flores que son el mapa de un territorio, la estela de los sueños, el vuelo de la abeja, la intensa relación con el aristócrata Carlos Montúfar, los restos de la cultura azteca, Napoleón y Bolívar o el diálogo entre el espíritu europeo y el mundo americano y una nueva visión del paisaje:
Porque no llamamos paisaje a la naturaleza, sino a la naturaleza destilada en sentimiento, transmutada en emociones humanas; al arte de traducir en lenguajes, aprisionar en límites, condensar en relatos y en ritmos la letra inalterable.
Un viaje por regiones secretas en las que la naturaleza exuberante convierte en novela de aventuras muchos de los pasajes de esta obra de ficción que se apoya en una rigurosa documentación sobre el protagonista y su época para construir una sólida biografía novelada que a veces asume la voz real de Humboldt para reproducir sus escritos.
Organizada en secuencias narrativas breves, esta obra es una biografía que aborda detalladamente el interior del protagonista, con el manejo sutil del estilo indirecto libre, pero lo sitúa también en su entorno, porque “para entender bien quién es un hombre no basta mirarlo, hay que mirar el mundo al que pertenece y hay que mirar su época.”
La curiosidad y el asombro, el conocimiento y la sensibilidad se aunaron en la figura de Humboldt, un naturalista riguroso y con sentido de la belleza que se plantea también la perspectiva moral de sus investigaciones a través de la relación conflictiva entre civilización y naturaleza:
Expuesto a los insectos, al pasmo de las lunas, al sol de los desiertos, al influjo inconstante de los climas, aquellas cosas casi lo inmunizaron contra los males físicos, y la expansión de su horizonte sensorial lo lleno de vitalidad y de razones para vivir por muchos años. Al comienzo no sabía por qué le interesaban tanto las piedras y las plantas, por qué necesitaba tan desesperadamente partir hacia tierras remotas y explorar selvas desconocidas. Lentamente sintió que no era solo él: que todo un mundo estaba tratando de salir de sí mismo. Europa se agitaba en una lucha ciega que no iba a resolverse detrás de sus puertas cerradas. Esa necesidad de escapar era un impulso común, pero nadie acababa de encontrar el camino, ni los hombres ni las naciones.
Con la espléndida prosa de Ospina, Pondré mi oído en la piedra hasta que hable reconstruye la figura de un Humboldt cercano y personal, que “intentaba rastrear los dibujos de la niebla, las migraciones del árbol y la voz de las piedras.”
Un Humboldt que “es -resume Ospina- otro de los nombres del mundo, y es esencialmente inabarcable”, se convierte en el potente protagonista de esta novela que dibuja el perfil de un hombre que, como en el texto de Borges que abre el libro, “se propone la tarea de dibujar el mundo”, para descubrir poco antes de su muerte “que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su rostro.”
Y esa imagen es la del viajero incansable que soñaba desde joven “con caballos y con barcos, con huracanes y con playas salvajes, porque un astrolabio necesita un abismo y un cianómetro necesita muchas clases de azules.” La imagen del naturalista viajero ávido de conocimiento en un mundo en el que descubrir “la planta que las contiene todas” y en el que, más allá de la mera observación, se pregunta desde una conciencia integradora y humanista que vincula los astros y las piedras, las aves y las plantas, el aire y el fuego:
¿Por qué son más ardientes los valles que las montañas? No todo depende de la cercanía del sol. Una tradición confusa decía que la piedra supuestamente inerte era hija del fuego, que las plantas eran hijas del agua, que los animales multiformes eran hermanos del viento y que el ser humano era tierra emancipada en espíritu, pero el muchacho había leído lo suficiente a Kant para saber que esos reinos no están tan separados, que el alimento y la salud de los animales está en los vegetales, que el alimento y la salud de los vegetales está en los minerales, y que tal vez lo que llamamos vida es la manifestación más evidente de una vida más honda, que está en la piedra y en el agua, en el fuego y en el aire, en la gravitación de los planetas y en el mensaje de los meteoros.
Santos Domínguez