20/10/23

Angelina Gatell. Sobre mis propios pasos


 Angelina Gatell.
Sobre mis propios pasos.
(Poesía completa. Vol I)
Prólogo de Antonio Colinas.
Edición y estudio preliminar de Marta López Vilar.
Bartleby. Madrid, 2023.

Un vacío poético de más de treinta años llama inevitablemente la atención del lector que se acerca a la espléndida edición de Sobre mis propios pasos, el primer volumen de la poesía completa de Angelina Gatell (1926-2017) que publica Bartleby con un prólogo de Antonio Colinas y edición y estudio preliminar de Marta López Vilar.

Razones personales, dificultades editoriales y modas poéticas debieron de confluir para provocar un hiato literario tan acusado entre Las claudicaciones, un libro de 1969, y Los espacios vacíos, que no aparece hasta 2001. 

Semejante, aunque más prolongado, que el de poetas como José Hierro o Félix Grande, ese silencio editorial no es estrictamente un parón creativo, porque la misma Angelina Gatell deja claro en 2004, en la edición de la colección de sonetos Noticia del tiempo, que dos de las tres partes del libro las escribió entre 1948 y el año 2000: entre 1948 y 1960 la primera y entre 1960 y el 2000 la segunda.

En cualquier caso, la autora sale de ese túnel con una voz cada vez más afinada que alcanza sus mejores momentos en Cenizas en los labios (2011), La oscura voz del cisne (2015) y en el póstumo La veu perduda (2017), que se edita en versión bilingüe catalán-castellano.

Este primer volumen, que reúne la obra publicada entre 1955 y 2017, desde el Poema del soldado hasta La veu perduda, refleja lo que Antonio Colinas define en su texto prologal como “el profundo humanismo de su poesía.”

Un humanismo presente desde el inicial Poema del soldado (1955), el primer libro de quien entonces era una autora desconocida, cuya “voz, modesta e inmadura brilló un momento en el aire turbio y enrarecido de su mundo provinciano”, como señala ella misma en la introducción -“Mi vida ha cambiado, mi poesía ha cambiado” - que escribió en 2010 para la reedición de esta obra.

Los trece poemas del libro, escritos a finales de los 40 y principios de los 50, reflejan la experiencia traumática reciente de la guerra civil y expresan la memoria del horror vivido de cerca. Entre la ‘Dedicatoria’ que abre el conjunto y el ‘Epitafio’ que lo remata, los once poemas vertebrales que constituyen propiamente el Poema del soldado están puestos en boca de una voz poética que es la del sencillo campesino Miguel, que pregunta a Dios ante la muerte y la guerra en el vacío del silencio:

Es la guerra, dijeron 
y entonaron sus himnos. 

Los vi perderse lejos, ajenos ya, remotos.
Sus manos en mis hombros 
como garfios terribles 
dejaron la consigna de la sangre.
Y me dieron, Señor, este hierro que empuño.

Planteados como una contenida imprecación a la divinidad callada y ausente ante la tragedia de la guerra, estos poemas exploran desde su desasosiego religioso la relación entre la angustia de la poesía existencial y la protesta de la futura poesía social. 

Una conexión que fue característica de la poesía desarraigada y que se había ido perfilando en poetas como Blas de Otero y su ángel cada vez más fieramente humano. Versos como estos lo anticipan:

Que ya basta, Señor. Caiga tu mano,
sus terribles azufres, 
la implacable columna de tu fuego, 
destruye la injusticia del hombre contra el hombre 
y edifica piadoso
-dicen, Señor, que Tú puedes hacerlo-, 
aquella paz hermosa que perdimos.

Así lo resume Angelina Gatell en la introducción, escrita sesenta años después que el libro: “Mi poema quiso ser una contestación, y una petición de cuentas, digamos, desde la voz más humilde de una de las criaturas más humildes, al Dios que, inexplicablemente permisivo, había consentido el horror.”

 Y así lo reflejan versos como estos:

Yo no entiendo sus cantos.
Yo no sé por qué luchan.
Yo no siento en mis venas la inclemente llamada 
del horror circulando. 

Pero sé que nos queda muy abierta la herida, 
muy cansada la tierra; 
que el silencio reemplaza la canción de otros días; 
que los campos se cubren de ceniza y salitre, 
que ni el trigo ni el hombre, 
ni la rosa ni el árbol volverá a ser lo mismo.

El libro siguiente fue Esa oscura palabra (1963), en el que, junto con poemas religiosos y familiares, la autora manifiesta su solidaridad reivindicativa con los vencidos en la guerra civil. Lo abre un soneto, ‘La respuesta’, que termina con estos dos tercetos: 

Sobre la tierra estoy, toco la tierra.
Siento el hondo latido de esta guerra 
y os entrego mis manos desoladas.

Pero decidme ahora, compañeros, 
¿quien podrá contestarme en los senderos 
si están vuestras respuestas enterradas?

La memoria herida y desolada de las pérdidas recorre Las claudicaciones, que cierran estos versos sobre la infancia perdida:

No volveré a encontrarte hasta que un día 
pongas tu mano, 
compañera del viento y de la lluvia, 
sobre mi frente 
y me apagues los ojos, 
y vuelvas a sonreírme, 
niña mía, 
como entonces, 
y para siempre ya, entre la niebla.

Tras el largo silencio, una suma de desamparo y esperanza recorre los poemas de Los espacios vacíos, al que pertenece ‘Renovada esperanza’, dedicado “a Carlos Álvarez, que me sonríe a través del cristal del locutorio de la cárcel de Carabanchel”:

Donde aquel sueño estuvo 
ya sólo queda un rastro 
de su fulgor.
Una luz vacilante 
que fluye 
difícilmente 
entre el ayer gozoso y la ceniza 
que ahora, en este lado del invierno, 
impregna nuestros pechos, los mancilla.

No la toques, 
te quemaría las manos 
como una brasa.
Dejemos 
que se vaya apagando 
y nos deje su espacio 
vacío junto al alba, 
junto al diario milagro 
de la luz. Y esperemos.

Nada termina. Acaso 
germina la semilla 
en el hueco profundo 
de nuestro desamparo 
y otra vez en la noche 
zigzaguee el relámpago 
efímero y hermoso 
de la esperanza.

Solo por eso, 
con sufrimiento, canto.

En los últimos libros de Angelina Gatell se impone un sombrío tono elegíaco que se anuncia ya en el título machadiano de Cenizas en los labios, compuesto como una elegía en cinco tiempos. Así comienza su ‘Preludio’:

Hoy hace día de comer lentejas.
No sé si es por la lluvia 
o por la soledad. O quizá por eso 
que llamamos memoria, 
viejo palacio en ruinas que aún me salva 
de la nada absoluta 
cuando más gris se pone la mañana, 
más culpable el olvido, 
y me siento tan lejos de mí misma 
que es inútil llamarme.

Escrito con vocación de despedida, La oscura voz del cisne reúne en sus dos partes un conjunto de poemas marcados por el sostenido tono elegíaco, por la presencia la muerte como una inminencia que desata la memoria -“el ayer es mi historia y mi patria”-, un componente fundamental en toda su poesía que se había acentuado en los últimos libros,  desde Noticia del tiempo.

Pero esa oscura voz del cisne que canta en la cercanía de la muerte convoca con serenidad los recuerdos en forma de nombres y de afectos y los pone en orden para hablar de presencias y pérdidas, para rescatar imágenes confusas que el tiempo ha ido difuminando y que la palabra serena y firme de Angelina Gatell restaura como se restauran las fotografías antiguas, para curarse de la ausencia y para dejar constancia escrita de la vida como en un testamento hológrafo antes de que falten las palabras.

Una elegía imprescindible como la que da título al último poema de un espléndido libro “en donde se reúne / la hermosa arqueología / de todo / lo que empecé a perder una mañana / del año veintiséis del siglo veinte.

“En esos textos últimos -señala en su prólogo Antonio Colinas- hay una serenidad que solo otorga el estar en posesión de una voz tan humana, auténtica, y traspasada siempre por una emoción que es algo más que nostálgica o melancólica.”

Y esa tonalidad serena y elegíaca recorre también La veu perduda desde el poema que da título al libro:

Una mujer inmóvil frente al mar 
mira serena, detrás del horizonte, 
la distancia del tiempo. 

Por sus labios, apenas entreabiertos, 
parecen transitar palabras sin sonido 
como leves indicios de una voz perdida 
que nunca escucharemos. 
Habrá que suponerla 
y suponer también las brisas 
que le han desordenado los cabellos 
estáticos, tristísimos.

El sol poniente recorta su figura 
bajo el vuelo, estático también, de unas gaviotas 
que ya no volverán a proseguir camino.
Ella tampoco. Lo sabe. Se adivina
en el perfil opaco que retiene 
su estatura en el aire.

La mujer es muy vieja y tiene frío.
La tarde la castiga 
con un temblor oscuro y avariento 
que dulcemente oculta. 

Sin embargo, hay algo reteniéndola 
aún junto a las olas.
Quizá quiere decirnos 
que únicamente queda,
después de tanta vida, 
su canto como prenda y testimonio.

“Memoria y escritura en la obra poética publicada de Angelina Gatell” titula Marta López Vilar su estudio introductorio, que cierra con este párrafo: “En definitiva, la poesía publicada de Angelina Gatell ha mantenido una coherencia extraña (por inusual) a lo largo del tiempo. Ha sabido mutar y adaptarse a un tiempo devastador y lumínico, transitar desde la denuncia social de su primer libro hacia el sendero boscoso y trascendente de la intimidad. Y todo ello con una presencia que nunca la abandonó a lo largo de su escritura: la memoria que era suya y, sin embargo, hizo nuestra, porque logró traernos al presente las mayores heridas del pasado, también la mayor belleza.”

Santos Domínguez