José Watanabe.
Banderas detrás de la niebla.
Pre-Textos. Valencia, 2006.
Lo que busca el lector de poesía en un libro nuevo es en realidad algo muy antiguo, casi religioso: una revelación de la realidad y una epifanía de la palabra.Banderas detrás de la niebla.
Pre-Textos. Valencia, 2006.
Y eso, un libro escrito en el lugar exacto en donde se cruzan lo objetivo y lo subjetivo, la razón y la emoción, el mundo y el poeta, es lo que se encuentra el lector en los espléndidos poemas de Banderas detrás de la niebla del peruano José Watanabe (1946) que acaba de publicar Pre-Textos, que editó en 2005 su anterior La piedra alada.
Cuando termina de leerlas y releerlas, sale el lector de sus páginas como se sale de un paisaje recién descubierto: ensimismado, con la voluntad de volver y con la sensación de haber completado una experiencia ética y estética en la que se ensaya la distancia de la ironía, como en La fotografía:
Este señor insistente, consciente de su poder,
me dice: relájese, mire a través de la ventana,
coja el libro, finja que lo lee, perfecto.
Más tarde, en su laboratorio, después de que la luz
imprima el papel fotográfico
empezaré a asomar tenuemente, lentamente
en la bandeja del ácido revelador. Apareceré
como él espera que aparezcan todos los poetas:
maricas mirando en lontananza
o angelotes ensimismados en las bellas letras.
Pero finalmente opta por la intensidad de la palabra, por el deslumbramiento de la imagen, por la revelación de lo inefable que se resiste a la palabra, como la experiencia de esas banderas que alguien agita en un puerto detrás de la niebla:
Quedé deslumbrado y mudo. Ninguna apostilla
sobre la belleza hablará realmente de aquellas banderas.
Algo parecido ocurre en El algarrobo:
El algarrobo me pone frente al lenguaje.
En este paisaje tan extremadamente limpio
no hay palabras. Él es la única palabra
y el sol no puede quemarla en mi boca.
Pero aquí, además, la palabra vence al tiempo, salva de la destrucción a ese algarrobo que es el mundo en ese preciso momento.
Tendría uno que convocar otra vez al maestro Auden, habría de limitarse en estas reseñas a copiar unos cuantos versos memorables que den cuenta de lo que ofrece un libro como este, de la importancia que tiene en él la mirada, que le hace decir a Watanabe, a medio camino entre el imaginismo anglosajón y la tradición japonesa, que la poesía es una fugaz y delicada acción del ojo.
O mencionar el homenaje a Basho, el padre del haiku en el siglo XVII, y al estanque en el que sigue temblando el agua desde hace cuatro siglos. No es ya por la rana que ha saltado, sino por el inolvidable texto que en tres versos inmortalizó (o tal vez inventó) la emoción de aquel instante:
El estanque antiguo,
ninguna rana.
El poeta escribe con su bastón en la superficie.
Hace cuatro siglos que tiembla el agua.
Santos Domínguez